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La nostalgia de Jaime Gil de Biedma en Moralidades y en Poemas póstumos

lunes 26 de noviembre de 2018
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Jaime Gil de Biedma

De Jaime Gil de Biedma se han dicho muchas cosas, gran poeta, verdadero creador de una época de la poesía en Barcelona, el verdadero maldito de una generación, la de los cincuenta, que dio lugar a la Escuela de Barcelona, Barral, Costafreda o Ferrater, entre otros; si Costafreda y Ferrater se suicidaron, Barral fue un gran editor pero también otro de esos malditos de su época en una Barcelona inolvidable.

En su libro Moralidades (1966) vemos la influencia de Eliot, Spender o Auden, buen lector de los ingleses, al igual que Luis Cernuda.

Gil de Biedma también fue contemporáneo de los poetas de los cincuenta y sesenta, Ángel González, Paco Brines y Claudio Rodríguez, entre otros, pero algo que les ha diferenciado es el tono poético, articulado en un diálogo continuo consigo mismo en el caso de Gil de Biedma, donde se siente un desengaño vital y una cierta amargura ante la vida, su búsqueda del placer prohibido en tantos locales, su abuso del alcohol, le llevaron a la autodestrucción, muriendo de sida el 8 de enero de 1990.

En su libro Moralidades (1966) vemos la influencia de Eliot, Spender o Auden, buen lector de los ingleses, al igual que Luis Cernuda, sus poemas inician un interesante coloquio del hombre poeta con el hombre que se considera uno más de la especie, a través de un cierto desdoblamiento que merece comentarse en este artículo.

He elegido para ello un poema muy conocido, “Barcelona ja no es bona, o mi paseo solitario en primavera”, dedicado a Fabián Estapé, donde podemos encontrar los verdaderos temas de su obra, el paganismo, el pesimismo, la nostalgia, la soledad y el paso del tiempo.

Recuerda a sus padres y los retrata en ese tiempo de blanco y negro, cuando dice:

Entonces, los dos eran muy jóvenes / y tenían el Chrysler amarillo y negro. / Los imagino al mediodía, por la avenida de los tilos / la capota del coche salpicada de sol…

El recuerdo va avanzando, la mirada a los seres que viven ya en las fotografías, lo que lleva a los mismos lugares que sus padres, deambula por aquellos espacios que ya el tiempo ha dejado atrás, queriendo recuperar un eco, una sombra, una luz que destelle en ese olvido que es el tiempo:

Así, yo estuve aquí / dentro del vientre de mi madre, / y es verdad que algo oscuro, que algo anterior me trae / por esos sitios destartalados.

Y llega el amor, como si quisiese ser testigo del momento de la cópula en que fue engendrado, hay una sombra en su interior que pesa, una desolación que hiere, indaga entonces por esos rincones donde estuvieron sus padres:

Yo busco en mis paseos los tristes edificios, / las estatuas manchadas de lápiz de labios, / los rincones del parque pasados de moda / en donde, por la noche, se hacen el amor.

Vive entonces un tiempo ido, parece como si fuera un exiliado del mundo que persiguiera el eco de sus seres queridos, errante de todo nacer, olvidado, increado en realidad.

Luego habla de la época de la burguesía, de aquellos tiempos donde todo era capitalismo y poder:

Oh mundo de mi infancia, cuya mitología / se asocia —bien lo ves— / con el capitalismo de empresa familiar.

Vuelve en otro poema de este libro ese deseo de recordar el pasado, en ese afán de ver desnudo un cuerpo, porque sólo así se puede unir el deseo a la memoria, al contemplar un cuerpo por la noche sin ser tocado (como un día contó Vicente Aleixandre de una experiencia que vivió) todo se vuelve pureza, el tiempo eterno y la vida algo bello.

El poema se llama “Mañana de ayer, de hoy”, refleja una imagen, como si el poeta mirara un cuadro, donde los colores inundan la vista y todo produce un destello impresionante:

Es la lluvia sobre el mar. / En la abierta ventana, / contemplándola, descansas / tu sien en el cristal.

La reflexión del hombre que medita la vida, como en los Cuatro cuartetos de Eliot o en el pensador de Rodin, el acto de mirar, en la senda de Brines que mira el paisaje desde el interior, la aparición del mar, que refleja el sentido de la vida y ese cristal donde se refleja, como un Narciso que se mira en las aguas del río.

Y luego el cuerpo, verlo desnudo es saber que el deseo goza su ímpetu, vive en el poeta, el afán de acercarse a un cuerpo es también la ilusión de vivir, volver a ser después de la nada que es la vida:

Imagen de unos segundos, / quieto en el contraluz, / tu cuerpo distinto, aún / de la noche desnudo.

Se ve la imagen, puede ser el ayer o el presente, puede estar ahí o haberse alejado, pero al igual que el cristal es reflejo auroral, inicia el mundo. Para Gil de Biedma la contemplación ya es suficiente, como miramos con atención las estatuas griegas, en el deseo está también la conjunción amorosa, el mirar es tocar, el contemplar es acariciar.

Y como si fuese la sonrisa de una Gioconda, el cuerpo le mira, como si hubiese estado allí o en la lejanía, hubiese sido un espejismo o un ser real:

Y te vuelves hacia mí, / sonriéndome. Yo pienso / en cómo ha pasado el tiempo, / y te recuerdo así.

Todo se hace evocación, cuerpo que es deseo, mirada que es evocación y un desnudo que sin tocar ya es acto de amor.

Y no hay que olvidar en Gil de Biedma la imagen desgarrada, esos encuentros homosexuales que le llevan a bares, que le hacen maldito en la vida y en la literatura, en esos lugares se va destruyendo, en actos de amor a desconocidos casi, amores de una noche, ginebra y cama por doquier, como nos dice en su poema “Loca”:

La noche, que es siempre ambigua, / te enfurece —color / de ginebra mala / son tus ojos unas bichas.

La alusión a “bichas” ya expresa el dolor, también el alcoholismo que le persiguió para huir de la vida penetrando brutalmente en ella, como Baudelaire, Poe y otros muchos que ahogaron su vida en el alcohol.

En la cama, / luego te calmaré / con besos que me da pena / dártelos. Y al dormir / te apretarás contra mí / como una perra enferma.

“Bichas”, “perra”, nos lleva a un vocabulario más violento, quién sabe si del mundo de la prostitución, ese deseo de calmar para luego hacer el amor ferozmente.

Parece como si el poeta fuese intuyendo que ese mundo de noches locas, de sombras en las que se contempla desdoblado, le convierten en un ser que se va desdibujando.

En este poema vemos el mundo del poeta, que a veces, cuando se deja llevar por el lirismo, escribe poemas de una gran ternura, pero que no elude la realidad de la vida; todo está en la poesía de Gil de Biedma: el sexo, el tiempo y la muerte.

Y, para concluir su famoso “Contra Jaime Gil de Biedma”, de su libro Poemas póstumos (1968) donde se echa en cara el ser en que se ha convertido, el hombre envejecido prematuramente porque la vida no le da lo que busca y lo que encuentra no es más que el poso de un tiempo ido:

Te acompañan las barras de los bares / últimos de la noche, los chulos, las floristas, / las calles muertas de la madrugada / y los ascensores de luz amarilla / cuando llegas borracho, / y te paras a verte en el espejo / la cara destruida, / con ojos todavía violentos /que no quieres cerrar. Y si te increpo, / te ríes, me recuerdas el pasado / y dices que envejeces.

Ese otro yo que se recrimina en lo que se ha convertido es el espejo de un hombre que ha fracasado en la vida, un perdedor en realidad.

Parece como si el poeta fuese intuyendo que ese mundo de noches locas, de sombras en las que se contempla desdoblado, le convierten en un ser que se va desdibujando; en realidad, un hombre que se contempla a sí mismo, en el pasado (la infancia), en el presente (los lugares donde bebe o escribe).

Así fue el poeta catalán, un precursor de generaciones posteriores, también un talento que dejó huella en amigos poetas, además todo un maldito de su tiempo, realmente inolvidable. Queda como uno de los poetas más singulares e irrepetibles de su tiempo, su legado aún permanece en una poesía no exenta de lirismo pero muy apegada a la realidad.

Pedro García Cueto
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