Estaba
en la lista de los favoritos. Como todos los años sonaron nombres ya
conocidos. Volverán a sus marcas para el 2004 y surgirán nuevos
postulantes. El reino sueco tiene esa virtud de entregar cada año la
premiación de mayor renombre de la Tierra. Nos preparan para octubre, el
mes de las letras universales, de esta rueda mágica del azar de 15
académicos que hablan una lengua muy diferente al castellano, inglés,
francés o portugués.
Una pequeña nación de poco menos de 9 millones de habitantes, con un
envidiable estándar de vida, estabilidad, y de las sociedades más abiertas
del mundo, es la que anualmente "impone" las pautas del Nobel
de literatura, como el acto más significativo, emblemático y de peso
en las letras universales. Una lección en un mundo cada día menos abierto
a pesar de la globalización, de las comunicaciones, de las alardeadas
caídas de muros de Berlín, de la "inexistencia" de las
fronteras, porque ya existe otro muro y otras fronteras absolutamente
cerradas para cientos de millones de hombres marginados de por vida. Esta
premiación reviste una enorme trascendencia por el marcado escenario de
confrontación que vive la humanidad. Un túnel sin salida en el medio
oriente y dos civilizaciones claramente enfrentadas, oriente y occidente.
Todo lo demás es retórica, nada más que justificaciones para avanzar
hacia el precipicio.
La Academia Sueca, en su difícil labor, y criticada por su "marcada
orientación política, geográfica", que emplea como metodología para
otorgar los premios, me parece que se cuida de otorgarlo a un escritor
vinculado con el mundo, con el escenario de la realidad global, y en
ocasiones suele decidir por alguna cultura "abandonada, minoritaria, no
reconocida debidamente" pero significativa para la humanidad. Son no
pocos, sin duda, los factores que influyen en la escogencia y el Nobel, como
tantas otras actividades humanas subjetivas, está también plagado de
errores, lamentables ausencias entre los ganadores.
Un año difícil para una escogencia que satisfaga a moros y cristianos.
El siglo XXI entró con un talante de vertiginosa confrontación entre dos
mundos. Cómo dar en el blanco en una coyuntura beligerante y que no tiene
esperanzas de disminuir en los próximos años.
Es John M. Coetzee, de 63 años, sudafricano, quien ganó en dos
ocasiones el Premio Booker, el más prestigioso lauro de Gran Bretaña,
quien obtuvo este año el codiciado Premio Nobel de Literatura.
Es muy probable que se diga que es un escritor políticamente correcto,
porque es un crítico del sistema global, una voz en el desierto mediático,
porque en verdad no se siente el peso de la intelectualidad en las
decisiones ni opiniones que se toman en el siglo XXI.
No he leído a Coetzee, me confieso. No vivo en la Meca de la literatura.
Y todas las notas que he revisado en los medios internacionales, que por
supuesto lo ponen en primera plana, son la misma gacetilla proveniente de
Suecia. Una pobreza franciscana en la crítica y la cultura de los medios de
comunicación global. Un desprecio olímpico hacia la literatura. Ya sabemos
que privilegian la idiotez, un mérito del siglo XXI.
No
tuve más remedio para conocer algo de Coetzee que bucear en Internet y
recogí este párrafo que fusilo porque va retratando al escritor:
"Nacido y criado en una familia de habla inglesa, pero con una
cotidianidad con el afrikaaner, Coetzee es un observador tan cítrico como
impiadoso de las tensiones de su entorno. Con aquella novela, Coetzee se
ganó una reducida pero sólida fama de escritor de culto, de escritor de
escritores. A la vez que se manifestaba un escritor preocupado por lo
social, Coetzee exhibía una formidable pericia narrativa con una no menos
notable economía de recursos".
Ya tenemos una aproximación al nuevo Nobel de Literatura. Se habla de
una prosa lacónica, de un narrador de narradores de una extraordinaria
cultura. Un hombre enfrentado al sistema del apartheid con toda claridad en
la oscura y larga noche africana. Es uno de los sistemas más horrorosos de
toda la existencia humana, por lo inhumano y dilatado en el tiempo, y porque
contó con el beneplácito de grandes potencias colonizadoras.
"Viven en una urbanización a las afueras de Worcester, entre las
vías del ferrocarril y la carretera nacional. Las calles de la
urbanización tienen nombres de árboles, aunque todavía no hay
árboles", relata al inicio de su texto Infancia. Y perdóneme
el lector, que entraré a saquear este texto entrecomillado de la sección
Radar, del excelente diario argentino,
Página
12. Es que a falta de los libros,
referencias, en este mundo globalizado que no nos llega más que en el
subproducto de una tecnología chatarra, vencida por el tiempo, reciclada,
computadoras de segunda mano, no tengo más remedio que este anunciado
fusilamiento de algunos párrafos escogidos al azar para armar mi propio
texto. Un pirateo elegante, citado, advertido al lector, para que lea los
libros, y no confíe en estas palabras prestadas: "La belleza es la
inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del
placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo
nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es
culpable". La infancia que cuenta Coetzee no es, en absoluto, un
relevamiento bucólico. A lo Camus, el chico Coetzee no sólo es un chivo
expiatorio en una sociedad reprimida y represora. También es, en su
pertenencia e identidad, un colonizado por las reglas del mundo adulto y un
extranjero de la hostil niñez afrikaaner. Hay una pregunta que se desprende
de la lectura: ¿cuál es el sentido de testimoniar todo este sufrimiento,
una serie interminable de vejámenes en el que la epifanía raramente
sucede? ¿Autocompasión, venganza, denuncia? En el final de la infancia,
Coetzee reflexiona: "Lo han dejado a él solo con todos los
pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros,
toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo
hará?". Sí, Infancia tiene ese don de la belleza literaria
(responder preguntas con más y nuevas preguntas)...
Coetzee, como Borges, también cita, recrea a otros autores, porque la
literatura es esa secuencia del eslabón perdido que alguien cada cierto
tiempo tiene el talento, la capacidad, el deseo, la voluntad y la buena idea
de continuar en el otro.
Un escritor popular ha dicho la Academia Sueca que primaría en su
escogencia. Quizás un buen, trascendente escritor, un hombre de la
civilización real, pero nada de popular ni facilongo este Coetzee, de lo
suyo complejo, aunque vigente, vitalmente necesario para hacer un llamado a
esta época de saltimbanquis.
No es fácil comprender un mundo donde se ha saqueado hasta la Torre de
Babel en Bagdad, se desarrollan guerras de exterminio en unas ignotas
montañas bautizadas por el olvido de los tiempos, de los caminos
desencontrados, se quema la historia, la leyenda del mundo, nos sentimos un
poco más marcianos cada día en el planeta azul que arde por los cuatro
costados. Con el propio fuego robado a los dioses, se incendia la humanidad
en nombre de la libertad. Se frota sus esperanzas en algún lugar de este
desierto mundo y un geniecillo de alas negras, aceitadas, convertido en un
pequeño Pegaso de madera, nos cuenta sus antiguas historia cómo volaba por
el mundo sembrando esperanza y alegría.
Es lo que tenemos, Mr. Coetzee, y nos complace saber que la Academia
Sueca lo rescata y universaliza, en un mundo que se idiotiza por minutos,
para encanto de la estupidez.