(Nota
del editor: los siguientes son algunos de los textos incluidos
en Cartas abiertas a Serguei [editado en 2000 con el auspicio del
Consejo Comunal de Cultura de Antofagasta], peculiar poemario de la
chilena Marietta Morales Rodríguez, que en apenas una treintena de
páginas nos guía en un recorrido poético por el mundo).
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El rinoceronte
Hace un milenio
que bajamos
al borde del barro,
donde vimos a un enorme
rinoceronte prehistórico
enjaulado entre hojas quebradizas,
con el cuerno al cielo
como el filo del cuchillo
que corta al mundo en dos mitades.
La humedad de su cuerpo
cayó como granizos
durante el temporal
en el campo asoleado de la ira.
Los pescadores observaban
a la monumental bestia
abrirse como redes en el infinito.
Donde los pequeños entes anidaban
en el interior de interminables líneas
del camino de la podredumbre,
que surcan los ejércitos invisibles,
y todo descendió
entre el campo ardiente de las descendencias.
Carta a Bono en París
Estoy como en ese cuarto de hotel
de un millón de dólares.
Observando a través de la ventana
cómo cae la nieve,
humedeciendo las calles de la ciudad.
Escuchando The matter more pretty of word
recordando esas viejas canciones del patio del colegio
en que todo lucía
como una moneda de centavo.
Eran los tiempos en que las distancias
me parecían remotas
y estar sentada en los pasillos de los aeropuertos
una situación casi irreal.
Ahora en este pulcrísimo hotel,
envuelta en un vestido blanco,
todo ha sido vertiginoso y casi cinematográfico,
cuando el carretero de la muerte
caminaba hacia el cementerio.
Mis mundos se derrumbaron
y todo se evaporó entre mis manos,
y solamente pude guardar tu fotografía
en mi baúl.
Eran los tiempos en que soñaba estar contigo
en un castillo de Dublín,
construyendo esos mundos perfectos,
donde no existe el desamor.
El tiempo corrió como atleta soberbio.
El carretero de la muerte se alejó para siempre.
Galopé hacia tierras áridas, desafiantes.
Levanté circos como hongos
después de la lluvia,
aprendí a sentir el látigo del silencio.
Lancé muchos papeles
y aún escuchaba tus canciones
cuando caminaba por las calles empedradas
de la ciudad.
Ahora los transeúntes
corren de un lado a otro,
como esa niña que se levanta temprano
para subirse al microbús.
Saco del cajón aquel libro bellamente impreso,
y siento, mi querido Bono,
que ambos estamos envejeciendo.
Unplugged en la aridez
El telón ha caído
y los aplausos retumban en las rocas
de antiguas fortalezas,
junto a las fichas
de la suerte esquiva,
en la neblina espectral
que camina en los barcos varados
en un jardín de arena.
Las velas se encienden
con las calaveras cósmicas
y las fumarolas
emergen en los volcanes
del diluvio
como manantiales
que corren al fondo del pozo
del desierto.
Florecen cactos que derraman
lágrimas
en el oasis de los espejos volubles
que reflejan pisadas
de antiguas caravanas,
que vieron amaneceres
desde la luna.
El costal de nieve se rompió
en la línea horizontal del ocaso.
Los paraguas se abren en las tumbas.
Los cuervos beben el néctar de las abejas.
El inicio de un nuevo siglo
Atrás quedó
la polvareda
de las luces fatuas,
de aquel final del noveciento.
No fue más que el sentir
de las brisas del mar
sobre mi rostro,
surcadores que entran
por mi mente.
Abro el baúl antiquísimo
para emular
a los niños que jugaban
con un aro
en las calles frías de Berlín;
que dividían el puente agónico
de esos soldados
que rompieron el mapa de los hombres.
Al inicio de una nueva locura espacial
siento el canto gregoriano
de una portentosa abadía.
También el aroma de nuevos vientos.
Salto de un extremo a otro
para construir nuevos mundos,
en la inmensidad de lejanas estanterías
mirando la enorme cruz
de la remota iglesia.
Carta abierta a Serguei
En la pista de aterrizaje,
caminas ansioso
en busca del olor del habano
de la vieja Cuba.
Como el sentir de la médula
de millones de hormigas que pululan
en los pasillos gélidos,
de esos viajeros eternos
que llevan a cuesta
el madero de su cruz,
que arde en la inmensidad del mar,
sobre la línea horizontal
de tu mirada.
Se cruzan
los campos imperfectos
de la creación.
Las turbinas de los aviones
encienden los motores de esos alientos
casi divinos,
que se balancean
en el árbol del poder
en las noches póstumas
después del tornado que emanó
del pararrayo
en la vieja biblioteca.