(Nota del editor: Este texto, que es uno de los
capítulos de El azar de las lecturas [Caracas, ed. Galac, 2001], del
escritor e investigador venezolano Rafael Fauquié, nos ha sido gentilmente
cedido por su autor para esta edición).
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Todo
lenguaje, afirma Heidegger, es una "fundación de la verdad". Los
hombres utilizan muchos lenguajes. ¿Cuál es el más exacto? ¿Cuál el más
verdadero? ¿Cuál el más expresivo? Borges pareció hacerse estas reflexiones
cuando habló de su esperanza por encontrar una palabra que fuese perfecta para
cada situación, una palabra que expresase el sentido preciso de cada
oportunidad. "¿Por qué no crear —se pregunta en El tamaño de mi
esperanza— una palabra, una sola, para la percepción conjunta de los
cencerros insistiendo en la tarde y de la puesta de sol en la lejanía? ¿Por
qué no inventar otra para el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la
madrugada las calles? ¿Y otra para la buena voluntad, conmovedora de puro
ineficaz, del primer farol en el atardecer aún claro? ¿Y otra para la
inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza?".
Los lenguajes son signos de comportamientos humanos y, por ello, todos poseen
un sentido. El lenguaje de lo cotidiano, por ejemplo, es el de la palabra de los
instantes más sencillos; palabra por la que se transmiten los gestos y las
voces más frecuentes del rutinario trajinar de los hombres. Está también el
lenguaje de la violencia, un no lenguaje que quiebra todos los signos y desgarra
todos los códigos. La violencia impone la sola y brutal eficacia del grito; no
la palabra sino el grito: alarido, vociferación de espasmos y conflictos,
intimidación y desafío. Más que lo racional, lo instintivo; más que la voz,
la interjección y el aullido.
Existe el lenguaje del humor, lenguaje de lo desacralizador y lo irreverente.
Lenguaje que logra introducir una noción de jocosa ambigüedad al mostrar la
otra cara de las cosas, la inesperada faceta que cohabita con lo esperable y lo
posible. Está, también, el lenguaje del amor, el de los códigos compartidos
únicamente entre dos. Lenguaje sin tiempo o fuera del tiempo; lenguaje de
instantes henchidos de verdad, autenticidad y éxtasis; lenguaje de intensidad
única convertido en inacabable afirmación para quien ama o es amado. El
lenguaje del amor nos dice que perduramos en nuestros sentimientos y que somos
en la fuerza y autenticidad de nuestros afectos. Al amar, nos rescatamos del
olvido y del vacío, sobrevivimos a la nada y a sus atroces silencios. Al amar
superamos la circularidad del tiempo gracias a un sentimiento que nos permite
ser protagonistas de nuestra propia historia. El ser que amamos es como la obra
que creamos: destino.
El lenguaje de la locura es la palabra de la pura sinrazón, la de lo siempre
sorprendente. Foucault ha recordado que en la Edad Media la palabra del loco
solía ser tenida tanto como el farfullar ininteligible de los incapaces, como
un privilegiado discurso detentador de verdades últimas. La palabra del loco,
apenas ruido, voz indescifrable para la racionalidad de los cuerdos, ha sido a
menudo considerada como la única voz capaz de nombrar las causas finales,
quintaesencia de una siempre desenmascaradora inocencia.
Existe, también, la decadencia de los lenguajes, la conversión de las
palabras en códigos vacíos, clisés o estereotipos. Palabrería ritual de lo
repetido por todos y, por todos, convertido en homogéneo ademán; lenguaje de
monótonas y avasallantes geometrías, de congeladas cuadrículas; lenguaje
donde las palabras se copian a sí mismas, inacabablemente. La
"eficacia" de los lenguajes cosificados se relaciona, más que con la
comunicación, con el ocultamiento, la mascarada y el engaño. En su novela 1984,
George Orwell dibuja un universo agobiante en el que una de las máximas
metas del Superestado es la conversión del lenguaje de todos en un léxico de
simplicidad extrema cuyo único fin es ser fácil instrumento de la voluntad
manipuladora del Hermano Mayor. Durante los años trágicos del nazifascismo y
del stalinismo, los lenguajes de los conductores de pueblos no eran sino
machaconas reiteraciones de lugares comunes, llamaradas de vacíos apoyados en
la espectacularidad y el agobio, la opresión y el miedo.
En medio de todos los lenguajes, el lenguaje de la poesía, la voz de la
razón poética, postula una de las más auténticas formas de conocimiento: el
que intuye las distintas verdades contenidas en cualquier afirmación, el que
insinúa la infinitud de lo ignorado junto a la ínfima realidad de lo realmente
conocido. La palabra poética acepta que el descubrimiento de las cosas parte
siempre del ser humano; o lo que es igual: que el descubrimiento del mundo
comienza en nuestra vivencia de él. Por la palabra poética el hombre
reencuentra el universo dentro de sí mismo y acerca la infinita vastedad
exterior a su individual experiencia; y tiende a descubrirse a sí mismo como
una parte de la totalidad, apenas ínfimo eco de la realidad universal. Por la
palabra poética el ser humano convierte sus descubrimientos en metáforas de
sí mismo; y se acerca a la expresividad posible de todo: ideas y argumentos,
comportamientos e ilusiones, memorias y sentimientos. Existen verdades que sólo
la palabra poética puede nombrar, descubrimientos y revelaciones que
únicamente ella es capaz de comunicar. Suele sugerir, por ejemplo, que las
pasajeras circunstancias son las que terminan por definirnos a los hombres; por
eso propende a lo dubitativo y lo circunstancial, y predica el conocimiento del
tiento, el de los aprendizajes siempre inconclusos, el de los interminables
añadidos, el de los eslabones encadenados en una sabiduría que está hecha de
una inacabable suma de incertidumbres. El saber poético es humilde porque la
incertidumbre está condenada a serlo. Ella nos obliga a la mesura y a la
cautela.
García-Bacca dijo que sólo la poesía podía nombrar lo elusivo: lo que no
se puede ni describir ni demostrar. A la categoría de "elusivo"
pertenecería cuanto escapa a una definición precisa. Elusivo es todo lo que no
alcanza a ser codificado ni comprendido ni comprobado. De acuerdo a esto, ¡qué
cantidad de elementos en nuestro universo, en nuestro tiempo humano serían
elusivos! La vida, desde luego, lo es. Por eso la poesía se acerca a la vida,
porque sólo ella es capaz de reflejar la desconcertante imprevisibilidad de los
días que hacemos los hombres. El lenguaje poético, ambiguo como la vida, es
indescifrable a veces, también como la vida.
La palabra poética suele nombrar desde el asombro. Hace suya la afirmación
de Quevedo: "¡El mundo me ha hechizado!". Es una palabra azarienta,
hecha de revelaciones que llegan siempre de pronto, inesperadamente. Por eso el
fragmento, lo fragmentario, quizá sea un espacio especialmente privilegiado
para su expresión. Fragmentariamente nos acompañan esos momentos de lucidez y
creación, iluminaciones repentinas que llegan a traducirse en la palabra
poética. El fragmento es la locución natural de lo imprevisible y lo fortuito.
Él termina imponiendo una estética de lo azariento: la del albur de los
hallazgos; la de la intensidad que se esfuerza en expresar la vivacidad de lo
irrepetible, la respiración del tiempo y la sorpresa.
Fragmento: integridad de lo parcial o parcialidad de lo total presentido; el
todo señalado en matices siempre plurales, en fraccionadas alusiones. Lo
fragmentario conjura eso que Roland Barthes llamó alguna vez "el monstruo
de la totalidad". La totalidad —la realidad— es indecible. Lo
fragmentario sería el reflejo de algo que quizá la mayoría de los escritores
perciben, hoy, como la mayor de las desmesuras: nombrar la realidad. La realidad
no puede ser nombrada sino fragmentariamente. "La totalidad es lo
falso", escribe Adorno en su Minima moralia, invirtiendo la conocida
sentencia de Hegel: "Verdad es la totalidad". El fragmento impone,
pues, la disolución de las totalidades y los sistemas, la maleable posibilidad
de todo.
Fragmento como espacio: elemental centro al interior de un universo sin
centros. En la ausencia de un centro único definido, cualquier espacio,
cualquier fragmento puede concebirse como centro. Recuerdo el ejemplo del Aleph
borgiano y su imagen de una obra, palabra o superficie capaz de recoger y
reflejar todos los lugares y todos los saberes, todas las experiencias y todos
los gestos.
"Fragmento —define Blanchot— (es) lo poco a poco de lo
súbitamente". Lo fragmentario es irregularidad, espontánea
discontinuidad, interrupción, salto por entre inspiraciones y memorias,
fijación de detalles. Para el fragmento lo incesante no existe. La
interrupción, el hito, los puntos suspensivos, las pausas naturales de todo
nombrar, las necesarias treguas del pensar, el silencio que acrecienta y
refuerza el efecto de las palabras, son el alma y la única continuidad del
fragmento. No alude nunca a falta de sentido. Él se sostiene por sí mismo. Es
vitalidad de lo precario; forma volandera de lo fugaz; dispersión que exige
siempre, eso sí, alguna forma de coherencia. En Humano, demasiado humano,
Nietzsche hace referencia a lo "incompleto como atractivo artístico".
Y acota: "lo incompleto produce a menudo más efecto que lo completo... Lo
completo produce un efecto de debilitamiento". Paul Valéry, por su parte,
habló de la "belleza del detalle"; belleza de lo súbito, de lo
parcial, de lo imprevisto. Quizá algo parecido a eso que alguna vez señaló
Borges: que aún en las obras más mediocres, podía ser posible un instante de
belleza, un fugaz deslumbramiento.
De muchas maneras, el fragmento se relaciona a eso que podría definirse como
"escribir corto". "Escribir corto" y "escribir
largo" son resultados de dos formas diferentes de entender la escritura;
dos maneras de asumir nuestra relación con las palabras. Escribimos corto
cuando damos a cada una de éstas la importancia que merecen, cuando la palabra
que deseamos decir sólo puede ser precisamente una y ninguna otra, cuando
valoramos esa palabra por encima de todas las demás porque en ella hallamos la
hilvanación de una aleatoria exactitud o perfección. Escribir corto pareciera
favorecer que la palabra se detenga en un género en particular y se identifique
para siempre con él. Quienes escriben corto no parecieran abundar en géneros;
suelen permanecer en uno solo sobre el cual proyectan todas las amplísimas
posibilidades de la literatura.
Italo Calvino ha hablado de su propensión a escribir corto. Él mismo
explica sus razones: "Estoy convencido de que escribir en prosa no debería
ser diferente de escribir poesía; en ambos casos es búsqueda de una expresión
necesaria, única, densa, concisa, memorable. Es difícil mantener este tipo de
tensión en obras muy largas". Frente a la casi infinita diversidad de lo
que puede ser dicho, escribir corto es aceptar nombrar sólo aquello que, con
justeza, debemos, podemos o queremos nombrar. Borges, tal vez el más perfecto
ejemplo del "escribir corto", encarnaría la precisa parquedad de una
escritura que reconoce la precisión de algunas palabras elegidas por entre
todas las demás. "He reconocido —dice en El tamaño de mi esperanza—
entre miles, las nueve o diez palabras que se llevan bien con mi corazón; ya he
escrito más de un libro para poder escribir, acaso, una página. La página
justificativa, la que sea abreviatura de mi destino".
Frente a los que escriben "corto", se oponen quienes escriben
"largo". Quizá sean los novelistas los principales cultores de una
escritura desmesurada en la que caben todas las anécdotas, todos los recuerdos,
todos los escenarios y todos los artificios. La palabra de los novelistas posee
una sola limitación: saber contar. Escribir largo se justifica, sobre todo, en
la amenidad. Amenidad para decir todas las cosas en una siempre seductora
profusión. Si la novela es, por excelencia, el género del escribir largo, la
poesía es el género del escribir corto. "El poema es el desarrollo de una
exclamación", dice Paul Valéry. Exclamación o grito creciendo en la
página, moviéndose en un escueto espacio en el que viven y vibran, con fuerza
y razón únicas, precisas palabras exactas; plenitud y esencia tallándose en
las manos del poeta. Calvino califica a Paul Valéry como "la personalidad
de nuestro siglo que mejor ha definido la poesía como una tensión hacia la
exactitud". Tensión hacia la exactitud: tal vez ésa sea la mejor, la más
exacta definición del escribir corto.
"Escribir corto" es una de las tantas maneras posibles de aludir a
lo fragmentario; una manera de preservar cierta inocencia necesaria en la
escritura. La urgencia del fragmento es la del decir libre, la del no callar
ante tema alguno, la de cubrir con nuestra voz viva, inmediata, el ruido o el
silencio del universo. Escribir corto o escribir fragmentariamente es una forma
de dejar vivir a nuestros descubrimientos; dejarlos ser, por ejemplo, en el
vaivén de sus contradicciones o en una libertad a la que guían la curiosidad y
el asombro ilimitados. Fragmentariamente hablamos. Fragmentariamente pensamos y
concebimos imágenes. El fragmento favorece nuestro diálogo con el mundo y con
nosotros mismos.
El fragmento se impone en medio de las superficies colmadas. Ante las
demasiadas referencias, ante el exceso de palabras y de informaciones, el
fragmento erige su figura de respuesta, siempre parcial y espontánea, ante el
desconcierto que producen las excesivas o plurales circunstancias. El fragmento
es la más adecuada expresión en los espacios donde todo pareciera haber sido
ya demasiadas veces dicho.