La
Academia
de las Letras de Suecia ha anunciado que el ganador del premio Nobel de
Literatura 2003 es John Maxwell Coetzee, un escritor sudafricano que vive en
Australia y da clases en Chicago. Tal parece que méritos no le han faltado,
pero la verdad es que la impresión general que nos llevamos al leer las
reseñas en diarios de diversos países fue que Coetzee no es precisamente
un escritor popular. Hemos tenido que conformarnos, de este lado del mundo,
con el aval que representa ser aplaudido por José Saramago y Carlos
Fuentes, más familiares por estos lares.
Para nuestra nota en la sección informativa
de este número de Letralia,
por ejemplo, ignorantes de Coetzee en un país que poco o nada sabe de sus
libros, recurrimos al innoble pero efectivo procedimiento de armar la vida
del ganador, como un rompecabezas, de las reseñas publicadas por los medios
de comunicación. Cuando comparamos con la nota de prensa oficial, en
inglés, emitida por la Academia el 2 de octubre, pudimos comprobar que la
misma había sido repetida hasta la saciedad en gran parte de los medios de
todo el planeta. Sobre esto también escribe en este número el periodista
chileno Rolando Gabrielli, en nuestra sección de artículos y reportajes.
Por lo general poco puede reprocharse al criterio de la Academia en
relación con los ganadores, aunque nos mueve a sospecha el que Winston
Churchill haya obtenido el premio en 1953. Adversarios de Coetzee —un
hombre tímido no es necesariamente un hombre sin detractores— han opinado
que el Nobel no debió darse a un sudafricano blanco, o que mayores méritos
tenía el libanés Ali Ahmad Said, alias Adonis. Pero esto no son más que
especulaciones, en todo caso.
Una realidad muy distinta reluce cuando se estudia la no-historia
del Nobel, los nombres que debieron entrar a la lista y no lo hicieron. El
eterno Borges, quien solía reírse de la omisión, se convirtió
inadvertidamente en el emblema de quienes adversan las decisiones de la
Academia. Quizás corra la misma suerte Vargas Llosa, aunque aún es
temprano para saberlo. Y la Venezuela contemporánea probablemente sentiría menos
opaco el recuerdo de Rómulo Gallegos, a no ser por el efecto negativo que
en las apreciaciones de los académicos tuvieron las adulaciones de un
oscuro diplomático venezolano, como lo cuenta Neruda en Confieso que he
vivido.
El estupor que demuestran las notas periodísticas con relación a
Coetzee nos recordó un episodio de 1988, cuando el premio correspondió a
Naguib Mahfouz. Un intelectual de medio pelo en Venezuela publicó en varias
ocasiones, en diversos medios, un artículo suyo en el que no se cansaba de
repetir que había leído a Mahfouz "antes del Nobel", como si
requiriera para sí un reconocimiento por tal proeza. La alharaca resultó
tan célebre que hasta fue el tema de una columna humorística en un diario
caraqueño de la época.
"Para liberar a los suplementos literarios del gravamen del periodismo que los suplementa, y para precisar mejor su función independiente, conviene concebirlos como un género del discurso literario, promediando entre las voces de la actualidad cultural y el debate de valores y tendencias en proceso. Ese discurso de los suplementos formaría parte de la literatura misma, como uno de sus microrrelatos, hecho de la materia procesal con que se manifiesta lo nuevo entre opciones en disputa. El campo de los suplementos estaría jerarquizado por la fuerza de su tránsito, la pertinencia de sus planteamientos, el juicio de sus contextos y la galería de sus relatos. Más que museo son un bazar de textos, gabinete de curiosidades transitivas. Los mejores suplementos son siempre aquellos que, libres de agendas y dictámenes, suplementan un espacio siempre virtual.". Julio Ortega, "Magias parciales del suplemento literario".