¡Qué cansados tengo los ojos! Hace horas que estoy leyendo —o, mejor
dicho, releyendo por tercera vez— la Biblia sin parar. Fue una mala idea
haber comprado una edición impresa con letra tan pequeña; gasté menos,
pero la lectura me está rompiendo la vista.
(Miro de reojo a Ariel; está completamente absorbido con la película
que alquilé para él. En este momento, los buenos están recibiendo una
paliza; los aviones alemanes se lanzan en picada, ametrallan, bombardean...
el aparato de audio, mientras tanto, difunde una misa, que ya va por la
mitad del kyrie.)
Sigilosamente, me escapo a la cocina, para fumar un cigarrillo sin que
Ariel me reproche el vicio. Pongo la cafetera en el fuego y me asomo a la
ventana. Abajo, por la calle Defensa, pasan varios turistas; probablemente
vienen de cenar en alguno de los restaurantes tradicionales de San Telmo.
Dos chicas se han detenido ante una tienda de antigüedades. ¡Cuán
deseables me parecen, levemente vestidas con sus ropas veraniegas! Otra
chica, muy escotada, mira los objetos expuestos en el escaparate de un
platero.
Echo un poco de café de la cafetera y vuelvo a la ventana. ¡Cómo me
gustaría ahora estar con alguna de esas suculentas hembras que pasan por la
calle Defensa, en vez de leer la Biblia! Bueno, tras meses de abstinencia,
todas las mujeres me vuelven loco.
(Doy un vistazo a la sala; Ariel sigue concentrado en las peripecias
bélicas y no se ha percatado de mi desaparición.)
Vierto el café en la taza y rememoro cuando, justamente tres meses
atrás, conocí a Ariel. Unos minutos pasada la medianoche, y, aunque al
día siguiente tenía que madrugar, había puesto en la televisión una
película de las calificadas XXX. Apenas empezado el filme apareció Ariel,
quien, tras exclamar "¡Esto es una desvergüenza!", apagó el
televisor. Inmediatamente me di cuenta de que Ariel era un ángel; ¿cómo?
No sé; sólo puedo asegurar que lo supe desde el primer momento.
Ariel no se parece en nada a las imágenes de Fra Angélico o de tantos
otros artistas que pintaron los ángeles con un aura en la cabeza, alas,
túnica azul celeste y una expresión beatífica; ni —mucho menos— a un
bebé regordete y con alitas. Tampoco estuvo su aparición acompañada por
música de arpas o campanillas de plata. Su aspecto y sus maneras son
marciales y viste como un guerrero de la antigüedad, con espada y todo; es
un cabal soldado de la milicia celeste.
(Miro cómo van las cosas en la sala. Acaba de terminar el Kyrie y
el coro inicia vigorosamente el Gloria, mientras en el televisor los
buenos cargan sobre los alemanes, que mueren como moscas. Ariel grita
¡bravo! cuando hay un buen golpe de bayoneta o algo por el estilo.
Aprovecho su distracción para servirme un whisky doble, de una botella que
tengo escondida en el escobero —mi ángel custodio desaprueba las bebidas
espirituosas.)
Tras su aparición, Ariel me dijo su nombre y me informó que iba a ser
mi ángel de la guarda durante los siguientes noventa días. Cuando
reaccioné de mi sorpresa, le dije que yo pensaba que los ángeles
guardianes lo tomaban a cargo a uno al nacer y que lo acompañaban toda la
vida. Me explicó que ahora se aplica un sistema de rotación, y que él
estaba asignado a mi cuidado por el trimestre que empezaba. Luego me ordenó
que devolviera aquella película; que, en vez de contaminarme con "esas
mierdas" (textual) debería leer las Escrituras.
Desde aquel domingo, Ariel ha estado siempre a mi lado, invisible e
inaudible para todos, salvo para mí. Empecé a sentir todo el peso de su
tutela desde el día siguiente: una vez, cuando pasaba junto a mi
escritorio, le había pellizcado las nalgas a Mónica, una suculenta chica
de la oficina, y ella me gritó "¡Cochino! ¡Sinvergüenza!",
simulando enfado. A partir de entonces, todas las semanas empezaron con la
repetición de aquella escena.
Pero aquel lunes, cuando Mónica, fingiendo estar desprevenida, pasó
ondulante junto a mi escritorio y yo estiré la mano hacia sus turgentes
nalgas, Ariel aferró reciamente mi brazo. "¡Desdichado! ¿Qué ibas a
hacer? ¡Y nada menos que a una de tus compañeras querías pellizcarle el
culo!", exclamó, colérico, mi ángel de la guarda.
Mónica, sorprendida por mi inacción, me miró de reojo y prosiguió su
camino. En la oficina, todos, incluido el jefe y las mujeres, que no habían
podido ver ni oír a mi ángel custodio, estaban desilusionados porque no
hubiese comenzado el lunes de esa manera tan divertida.
Y aquello no fue más que el comienzo. Ese mismo día, al salir del
trabajo, tuve que comprar una Biblia. "Pide la versión de
Nácar-Colunga. Que no te vendan la traducción de Reina-Valera, porque esos
herejes no incluyen los libros deuterocanónicos", me conminó.
Desde entonces, al regresar de la oficina tengo que ponerme a leer la
Biblia. Los fines de semana y los días festivos me obliga a leer las
Escrituras de la mañana a la noche. Ariel vigila atentamente la lectura,
mientras se ocupa, como buen soldado, de limpiar y afilar su espada, y a
veces me hace algún comentario. Por ejemplo, cuando andaba por Josué 5,
13,
"Estando Josué cerca de Jericó, alzó los ojos y vio que estaba un
hombre delante de él, en pie, con la espada desnuda en la mano; y Josué se
fue hacia él y le dijo: ‘¿Eres de los nuestros o de los enemigos?’. Y
él le respondió: ‘No; soy un príncipe del ejército de Yavé...’
",
Ariel, arrebatado, gritó con entusiasmo: "¡Ése era yo!".
Luego, más sosegado, agregó: "Josué sí que tenía cojones; también
Gedeón y Jefté eran valientes, aunque la verdad es que Jefté era un
bárbaro; lo de sacrificar a la hija no estuvo bien".
Por supuesto, semejante programa de lecturas bíblicas no me deja tiempo
para ninguna actividad social; para el caso, da lo mismo, ya que mi ángel
de la guarda califica a todos mis amigos (¡ay!, y también a mis amigas) de
libertinos, impíos y fornicadores, y me prohibe frecuentarlos. Si intento
explicarle que para mi salud mental necesito relacionarme con mis amistades,
me dice que me deje de cuentos y mi aplique al estudio de los textos
sagrados, donde encontraré la verdadera salud.
Con tales rigores, me sorprendió mucho que, una vez que salíamos de la
Iglesia Nuestra Señora de Belén, parroquia de San Telmo —pues también
debo ir a misa todos los domingos—, Ariel, mirando una chica que pasaba,
me comentase: "¡Qué hermosas tetas tiene esa mujer!". Ante mi
cara de asombro, me preguntó severamente: "¿De qué te extrañas? Si
leyeras las Escrituras atentamente, recordarías que en Génesis 6, 2 dice
que los ángeles, viendo que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron
de entre ellas por mujeres las que bien quisieron; y de los hijos que les
engendraron nacieron gigantes, que fueron los héroes famosos muy de
antiguo".
(Espío de nuevo lo que ocurre en la sala. El pez gordo nazi está
hablando con la heroína; parece que la amenaza con que si no se acuesta con
él, aplicará tormento a los padres. Como hay poca acción, Ariel mira la
película más calmosamente, pero aún no advirtió que me escapé a la
cocina. Un agudo tenor inicia el Sanctus.)
Ciertamente, mi guerrero ángel custodio critica a sus colegas con tanta
severidad como a mí; la otra vez, que habíamos salido a dar un paseíto
por la plaza Dorrego, vimos unos muchachos que fumaban marihuana.
"¿Qué están haciendo los ángeles guardianes de estos chicos? Vaya
uno a saber por dónde andarán esos inconscientes", dijo Ariel. Según
me aseguró, se ha perdido el oficio de ángel de la guarda.
"Es por la explosión demográfica. Antes, para que te confiaran la
tutela de un mortal tenías que acompañar doscientos o trescientos años a
un ángel custodio avezado, y así te ibas formando. Luego, con el aumento
de la población, fueron aligerando los requisitos y emplearon un montón de
ángeles nuevos; actualmente, te dan un cursito de capacitación y ¡ala!
Apáñate como puedas. Así van las cosas; privados de buenos guías, los
hombres ya no tienen fe, ya no hay milagros, ni apariciones, ni nada",
concluyó Ariel.
Sentí cierta compasión por mi ángel guardián; él, que había
esgrimido su espada contra amalecitas y amorreos junto a los héroes del
ejército de Yavé, además de verse relegado a impedir los insustanciales
pecados de un don nadie como yo, debía presenciar las negligencias y las
inepcias de ángeles jovenzuelos...
Con el tiempo, he aprendido a temperar en alguna medida el mal genio de
Ariel; descubrí que disfruta mucho con las películas de guerra —tal vez
le recuerdan sus épicas hazañas en tiempos de Josué— y, cosa que
encuentro contradictoria, con la música sacra. Así que compré para él
unos cuantos discos de canto gregoriano y la Missa in tempore belli,
de Haydn, que es su favorita. A veces, como en estos momentos, mira una
película de guerra y escucha una misa simultáneamente...
(Echo una mirada a la sala. Mucha acción: los buenos irrumpieron en la
mansión donde el jefe nazi se quería follar a la heroína; muchos tiros,
granadas de mano, el bueno abraza a la heroína, mientras el coro entona el Benedictus.)
Como decía, he podido contemporizar en alguna medida con Ariel; al
menos, aunque refunfuñando, me tolera que fume. Por suerte, esta sujeción
está llegando a su fin: hoy, a las doce de la noche, culmina el trimestre
durante el cual estuvo a cargo de mi custodia. Es decir, que dentro de un
par de horas...
Ariel acaba de presentarse en la cocina y, los brazos en jarras, me
fulmina con una terrible mirada de reprensión; no me había dado cuenta de
que la película se acababa, confiado en que la misa todavía tenía para
rato. Tras verter el vaso de whisky en la pileta de la cocina, me conmina a
proseguir la lectura bíblica. Por suerte, no se le ocurrió buscar la
botella, que había tenido la precaución de esconder.
Resignadamente, me vuelvo a sentar ante la traducción de Nácar-Colunga.
¿Por dónde andaba? Ah sí: Éxodo, capítulo 14, versículo 19:
"El ángel de Dios, que marchaba delante de las huestes de Israel,
se puso detrás de ellas; la columna de nube, que iba delante...".
Tengo la sospecha de que, por ser hoy el último día que estoy bajo su
guarda, Ariel me va a tener leyendo hasta que, a medianoche, llegue su
relevo; en fin, a no ser que tenga muy mala suerte, casi seguro que de ahora
en adelante me cuidará alguno de esos negligentes ángeles custodios
formados en cursitos acelerados...
¡Qué lindo será volver a disfrutar de la vida después de tres meses
de forzado ascetismo! Miro el reloj de la sala: son las diez y media de la
noche; o sea que dentro de una hora y media quedaré liberado. Y mañana, a
las nueve, cuando yo esté sentado en mi oficina, entrará Mónica,
vistiendo uno de esos pantaloncitos ajustados que suele llevar, y le
pellizcaré las nalgas... A lo mejor, podría proponerle que vayamos a tomar
algo después del trabajo. En una de ésas...
—¡Deja de mirar el reloj y ponte a leer!
Ariel me estaba vigilando. Bueno, paciencia. Hay que aguantar una hora y
media más, así que, mientras un barítono da comienzo Agnus Dei,
reanudo la lectura:
"...se puso detrás de ellas; la columna de nube que iba delante de
ellos se puso detrás".