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Jorge Gómez Jiménez |
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La cita de Barthes con la cual he iniciado este ensayo abre una alternativa discursiva. Mi lectura no puede ser, de hecho nunca es, un acto pasivo frente a una obra unívoca y acabada, pues el punto de partida, contingente y circunstancial, con el que me aproximo al texto, es mi "yo", con todo su pasado, sus lecturas azarosas y sus expectativas frente a esa entidad que es "la literatura". A partir de este "yo" constituido por otros códigos conformo (informo) un texto, mi texto, ese que leo, y así mismo, el que ahora escribo. Esto significa que lo único que puedo ofrecer es una lectura que surge de la contingencia, lectura acaso arbitraria e indirectamente autobiográfica, que se cruza con la pluralidad de la novela de Sarduy. Por otra parte, Colibrí es uno de aquellos textos plurales a los que se refiere Barthes, cuyo significado no se encuentra en un punto fijo y ubicable, al cual el lector accedería mediante una tarea de arqueología paciente. Por el contrario, Colibrí es la puesta en escena de una multiplicidad vertiginosa que asume cierta(s) forma(s) en un acto de lectura. Me pregunto de qué manera sería posible justificar ante un/a tercer/a lector/a —que en este instante lee mi texto— esta lectura mía, este acto de interpretación que presento a sabiendas de su contingencia. A falta de una justificación contundente, intentaré seducirlo/a con la oportunidad de una perversión impune. Nuevamente acudo a Barthes:
Colibrí se abre al lector con Colibrí expuesto en un lupanar tropical: "bailaba entre dos espejos, desnudo, detrás del bar [...]. Las luces de unas farolas envueltas en celofán lo rodeaban de una aureola naranja; los espejos simétricos multiplicaban, al este y al oeste, escrupulosos y verosímiles, el ondulante cuerpo central" (13). Este "cuerpo central", Colibrí, es el cuerpo deseado, a la vez el personaje principal y texto, que se multiplica en espejos, se escapa interminablemente en el reflejo. Colibrí, como acto escritural, parte de una identificación entre el cuerpo y el texto: de la misma forma que en otras novelas de Sarduy (De donde son los cantantes, Cobra), en Colibrí cuerpo y texto son concebidos como un conjunto de signos que delata su artificialidad, un laberinto de significantes que se rehusan a denotar un único significado y que se pierden en la multiplicidad infinita de la connotación. Así, Sarduy escribe que al cuerpo de Colibrí
Como el chino de la charada, o como un legible diagrama para la práctica urgente de la brujería, todo el cuerpo del perseguido se convirtió en un laberinto de ponzoñas y plumas cifradas (68). La estrategia de Sarduy consiste en hacerle ver al lector que no existe una realidad, una naturaleza que se encuentre más allá de la escritura y de la creación simbólica, o para decirlo de otra manera, Sarduy muestra hasta qué punto todo cuerpo es tatuaje. A la vez que el lector descubre la artificialidad del cuerpo de Colibrí, se revela también la artificialidad de Colibrí: en un acto de extrañamiento, Sarduy aparta al lector del mundo de ficción que ha creado, y le recuerda que la ilusión de realidad en el texto es producto de un acto de escritura, y que no hay ningún referente externo y ajeno al lenguaje que sirva de sustento a la ficción. De esta manera Sarduy le niega al lector la posibilidad de una lectura "naturalista" e inocente que confunda a los personajes con personas, a los espacios que son descritos en el papel con la realidad. Por eso, después de narrar las aventuras de Colibrí en las montañas alpinas, el narrador de la novela interpela a su lector:
Si hay un motor de la acción, y a la vez un elemento que guíe la lectura de Colibrí, este sería el deseo de posesión, lo que Derrida en That dangerous supplement llama "la presencia deseada" (141). Colibrí juega con el deseo de posesión en por lo menos tres niveles: la novela gira en torno al deseo del cuerpo de Colibrí por parte de los demás personajes (los homosexuales mutantes y travestidos que lo persiguen por innumerables escenarios cambiantes, a quienes el narrador llama "las ballenas"), el deseo de posesión del significado del texto, del desenlace de la trama narrativa, por parte de los lectores, y por último, el deseo de poseer la realidad a través del lenguaje y de la escritura. En todos estos niveles, la estrategia de Sarduy es la de la postergación, el desengaño que se convierte a la vez en motor de la trama y de la lectura. Colibrí no satisface jamás el deseo, no lleva a sus lectores hacia el clímax, el orgasmo, el desenlace, sino que por el contrario, subvierte por completo la posibilidad de esa consumación, y sitúa el placer de la lectura en el juego del lenguaje, en la sensualidad que no se resuelve, la posesión que siempre se niega. Es precisamente en esta sensualidad que posterga la satisfacción donde surge el placer de la lectura. A partir del párrafo inicial, en el cual se sitúa a los lectores dentro de una historia identificable, dentro de un escenario ubicable y un lenguaje narrativo conocido que le crean al lector la ilusión de hallarse en el terreno seguro de la ficción, la trama se convierte en una negación persistente de aquella simplificación de la lectura, un cuestionamiento de los mecanismos con los cuales "el autor" construye una ficción, y de la manera complacida y complaciente como el lector se acerca al texto. Sarduy prepara el terreno que pretende destruir: ya desde el principio presenta a su personaje no en medio de espejos, sino de "espejos verosímiles", espejos que repiten la realidad como una apariencia, o acaso, espejos que "parecen" espejos, y que son sólo, como dirá Sarduy más adelante, parte de un escenario de teatro que descubre al lector su artificio, espejos en el juego de la representación, copias de otra copia. El texto de Sarduy es un texto perverso que crea en sus lectores la ilusión de una realidad y luego la niega, sólo para retomarla después. La frustración de la expectativa se convierte en el impulso que arrastra a la lectura, de la misma manera en que la frustración de las decrépitas "ballenas" que desean a Colibrí, las conduce a una búsqueda infructuosa a través de escenarios imposibles. "Textos de goce", dice Barthes, "El placer en pedazos; la lengua en pedazos; la cultura en pedazos. Los textos de goce son perversos en tanto están fuera de toda finalidad imaginable —incluso la finalidad del placer" (El placer del texto, 83).
Sin embargo, si el centro de la novela es el deseo, éste es un centro problemático: el "cuerpo central", como he dicho arriba, es sólo un juego vacío de representaciones, es, en breve, la ausencia. Si Colibrí es el motor del deseo, es porque es aquello que es imposible de poseer, aquello que siempre habrá escapado de antemano, el placer siempre prometido y postergado. Como señala Jacques Derrida, para la dinámica del deseo, la ausencia es el elemento indispensable: "sin la posibilidad de différance el deseo de presencia como tal no existiría. Ello significa que este deseo lleva en sí mismo el destino de no ser satisfecho. La différance produce lo que prohibe, hace posible justamente aquello que hace imposible" (mi traducción) (143). En esa medida, para que el deseo continúe siendo deseo, debe estar irremediablemente ligado al fracaso, pues la identidad final con el objeto deseado no es otra cosa que la anulación del desear. El problema de la ausencia está entonces ligado a la escritura de manera indisoluble, pues toda escritura está por siempre atravesada por una carencia. La palabra no puede ser otra cosa que la ausencia de aquello sobre lo cual se escribe o se habla. En toda escritura, en todo significante, aparece, dolorosamente, la huella de un significado que necesariamente debe estar ausente en cualquier acto de representación. Toda representación intenta ser, y a la vez no es nunca, lo representado. Sarduy es consciente de que toda estructura se agita sobre el vacío, en la medida en que toda representación remite a algo que no se puede poseer. He mencionado primero el carácter negativo de la suplementariedad, de la representación, en tanto que reemplaza aquello que no está presente (como el maquillaje de Colibrí reemplaza su cuerpo, como la mención permanente de su nombre en boca de las ballenas reemplaza su ausencia, como el texto reemplaza el cuerpo deseado y el lenguaje la realidad). Sin embargo, en Colibrí esta comprensión no queda reducida a una instancia de lucidez trágica. Por el contrario, la escritura, como suplemento, para continuar con Derrida, tiene un doble carácter:
¿Quién es Colibrí? ¿Qué es Colibrí? Imposible una respuesta definitiva. En el juego múltiple de ausencias superpuestas, Colibrí (Colibrí) equiparación entre cuerpo y texto, es ante todo la impenetrabilidad, la negación de esa satisfacción unívoca de un deseo, de la consumación definitiva. Tanto el cuerpo como el texto se deleitan en su erotismo que elude la posesión. Colibrí es un pastiche de maquillajes y tatuajes, Colibrí es el maquillaje, el artificio que sólo delata a un cuerpo ausente, o acaso un cuerpo presente en el exceso. El texto, a su vez texto de ese exceso, es una colección de escenas unidas por una narración que se cuestiona a sí misma permanentemente, una superposición de escenarios conscientemente artificiales. Así, nos dice el narrador de Colibrí que "no hay, por supuesto, la menor puerta en el muro, ni mirilla o falla en el fresco, ni nada que nos permita pasar detrás de la representación" (25). No existe nada más allá de la representación, es siempre imposible capturar a Colibrí. Pero por otra parte, la representación existe, y con ella el placer de la postergación infinita que repite y niega su promesa. Al final de la novela, Colibrí ha ocupado el lugar de sus perseguidores, por una metamorfosis inexplicable se ha convertido en uno de ellos. Sarduy termina allí, justo donde se inicia un nuevo ciclo, en el límite donde habrá de surgir una nueva cadena de deseos.
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