|
Jorge Gómez Jiménez |
Los silencios de Leo Todos creían saber cómo era Leo. Bastaba resumirles en una frase su actitud para que asintieran, como versados en esos entresijos del pensamiento o solidarios con un ser inferior. Imagino que mi rostro no podía disimular el desagrado por dar explicaciones, y solía dar por zanjado el tema con una sucinta explicación acerca de la conducta de Leonardo. Ni siquiera yo podía saber qué se cocía en su cabeza. Ni Maite, pobre, que a veces tomaba su mano sin saber si aceptaría su caricia o iría a guarecerse a cualquier rincón. Ni nuestros padres, que simulaban ante los extraños tener ese conocimiento de Leo que nos estaba vetado; creo que todos en casa interpretábamos el mismo papel. A los psicólogos les gustaba universalizar acerca de lo leído en los libros. Nos daban ánimos y aseguraban que Leo también necesitaba amor, una familia; sobre todo, comprensión. Entonces me tentaba la idea de invitarlos a pasar una semana con él, a preguntarse por qué en ocasiones nos miraba fijamente y otras nos evitaba sin más. Sólo pretendía que vieran lo que significa la convivencia con un ser que no necesita de la comunicación. Ya resultó extraño siendo un bebé, pero el deseo de conocer su comportamiento se tornó acuciante cuando empezó a andar, cuando podía esquivar las caricias y por ello provocar los enfados más absurdos. Al crecer se evidenció la monotonía de sus hábitos. No tardamos en saber que sería difícil escuchar alguna palabra de su boca, cuando no imposible, aun siendo sus cuerdas vocales perfectamente válidas. Siendo ya adolescente, Leo salió una tarde conmigo. Aunque sería más correcto decir que salió detrás de mí. Caminó a mi lado, y por un momento ideé dirigirme a un lugar distinto del previsto; a un centro comercial, a un cine, a cualquier sitio en el que no tuviera que dar siquiera breves explicaciones. Pero supuse que Leonardo sabía que estaba citado, porque con él sólo cabían especulaciones. Al llegar a la terraza lo presenté, y todos le dirigieron un saludo. Quién más, quién menos, todos sabían algo acerca de mi hermano, y no les molestó que no contestara ni con un leve gesto. Le tendí una silla, porque probablemente se habría quedado observándonos desde lo alto. Se sentó, yo lo hice a su lado, y todos procuraron conversar con normalidad. Pedí un refresco para él, y cuando nos sirvieron se lo puse en la mano procurando no llamar la atención. Para mi sorpresa se lo bebió tranquilamente; o tal vez nerviosamente, quién podía saberlo. Tan pronto miraba al que hablaba como se perdía a lo lejos, abismado en alguna persona o algún coche que circulara por la calle, o bien observando la mesa y los objetos que en ella iban cambiando de posición. Le interesaba de un modo especial el mechero, cada vez que se encendía un pitillo, y creo que Marcelo se abstuvo de fumar por evitar ser estudiado. Mis amigos se comportaron y nadie intentó hacerle hablar; ni siquiera Carmen, que siempre creía tener soluciones para todo y algo interesante que decir. Me despedí antes de lo acostumbrado y nadie hizo preguntas. Incluso la despedida pareció normal. Lo cierto es que tenía una curiosidad tan grande como lo había sido mi desazón porque alguno se incomodara. No fue vana mi sospecha; Leo se introdujo de inmediato en la habitación. Al rato busqué la hoja en que suponía habría escrito. En ella figuraban seis números: 2.739, 812, 1.566, 308, 2.141 y 1.253. A mí me correspondía el último. Carmen había pronunciado 2.739 palabras; Joaquín, 812; el siguiente número era el total de palabras articuladas por Roberto; el 308 correspondía a Marcelo, que siempre intervenía lo justo cuando había chicas; el penúltimo número era el de Pilar. Como siempre, había empezado por su izquierda, y él no contaba o se apuntaba un cero que no hacía falta transcribir. Hizo lo mismo que acostumbraba cuando en casa teníamos visita, cuando había muchos interlocutores, e ignoro qué criterio seguía cuando, en ocasiones como cumpleaños u otras celebraciones, era frecuente que la gente se dispersara por las habitaciones. Tal vez ahí interrumpía el recuento y lo retomaba cuando podía. Cómo saberlo, quién podría contar continuamente las palabras que varias personas pronuncian, y al tiempo permanecer atento a la conversación. Con frecuencia observaba como un atalayero. Nadie sabía con certeza cómo aprendió a contar. Hicimos muchas conjeturas, pero, puesto que nadie le enseñó directamente, pensamos que había memorizado los símbolos numéricos mirando las páginas de algún libro o revista, o que los había aprendido con una rapidez de la que sólo él era capaz en algún programa infantil de televisión. A veces lo dejábamos solo en casa, porque pese a su peculiaridad, nunca había intentado una locura. A Leo había que dejarle espacio; que anduviera de un lado para otro sin tregua, como buscando algo, o bien que se arrinconara durante horas, emitiendo algún sonido monocorde o agazapado con la mirada fija en el suelo. Los expertos (y desde entonces no puedo evitar sonreír cuando oigo esta palabra) no lograron más emoción que nosotros; es decir, nada. Recurrieron a todo tipo de artimañas y juegos estúpidos hasta darse cuenta de lo que nosotros supimos siempre. Pero había que agarrarse a algo y lo siguieron intentando. A veces he creído que Leo se reía de todos nosotros, de todos ellos, de nuestra posición desventajosa. Cuando mi madre se veía cerca de la depresión (emoción frecuente en ella), se sentaba al piano, el único lujo de que disponíamos por tradición y herencia, un piano vertical que a diario mantenía lustroso. Empezaba con notas tristes, y, complacida de su propio talento, iba sacando partituras más alegres, composiciones más complicadas. Maite y yo intentamos aprender, pero vernos tan distantes de su habilidad nos desanimaba, aunque fuéramos capaces de tocar un par de alegres canciones que no exigían ningún virtuosismo. La veíamos hacer, y también Leo, cuando le venía bien. Tanto nosotros como sus amistades la alentábamos para que se dedicara a ello más en serio, y siempre aducía que no daba la talla o que tenía ocupaciones más importantes o perentorias. Maite y yo tuvimos que hacernos cargo del negocio familiar al morir nuestra madre. Había querido resistirme al dictado de mi intuición, pero todo apuntaba a que mamá sería incapaz de soportar la pérdida de nuestro padre, que vivió tres meses más de lo pronosticado por los doctores. Así quiso ella marchar tras el que había sido su único soporte. Sabíamos muy poco de aquella papelería de luces tristes. Habíamos intentado convencer a mis padres para que realizaran una pequeña reforma. Pensábamos que no haría falta una excesiva inversión para darle un poco de color, algo de vida a aquella tienda vieja y gris. Quizás por su apariencia casi luctuosa, y por tener la competencia a pocos metros, nunca estuvo muy concurrida, pese a estar ubicada cerca de un colegio. Estudiamos cuentas y papeles, alimentamos jaquecas a las que se sumaba la preocupación por Leo, quien, como era predecible, no manifestó ningún sentimiento por la pérdida. Descubrimos de qué modo milagroso había sobrevivido el negocio. Lo ganado con las ventas, casi exclusivamente de material escolar, se había utilizado para mantenernos y financiar nuestra educación. Habíamos acudido a colegios caros donde ni siquiera habíamos puesto el empeño por agradecerlo. Darnos cuenta de lo que habían padecido en silencio nos dolió todavía más. Supimos por qué no teníamos una tienda luminosa ni un coche grande ni un vídeo, por lo que en alguna ocasión habíamos protestado, ya que todos nuestros compañeros tenían. Empero, tuvimos regalos cada Navidad y cumpleaños; también Leo, aun cuando lo más probable era que no se enterase de lo que era suyo y lo que no. Escarbamos en los papeles que nuestros padres tenían bajo llave: facturas de psicólogos que no habían obtenido el menor logro, recibos que nunca habíamos visto de nuestros colegios, cartas de proveedores instándoles a la premura en los pagos... Maite lloró al comprobar que no teníamos una salida definida. Deudas, nuestras carreras inacabadas, un hermano del que ocuparse, una papelería que apenas se sostenía. Empezamos a formular amargas predicciones, y tuve que aguantar las lágrimas con cierto esfuerzo, abrazado a ella. Nos giramos al presentir que Leonardo nos miraba desde el umbral. Pero era como si nos mirase un perro o hubiera algún objeto más en la habitación; incapaz de hacer un gesto dirigido a alguien, de llorar o sonreír, de enarcar las cejas, de suspirar. Hacía mucho tiempo que mi hermana no me abrazaba; años, unos cuantos años. Permanecimos así unos momentos, ella sollozando y yo sin encontrar palabras de consuelo, ambos preguntándonos a qué nos podríamos aferrar. Cuando salimos de la habitación Leo estaba de pie, junto al piano, pasando un paño por las teclas, suavemente, como lo hacía mamá, sin emitir más sonido que el leve roce con las teclas. Al vernos aparecer se sentó frente a él e hizo sonar unas notas. Conocíamos aquella cadencia: eran las mismas notas con que mamá empezaba a calentar los dedos. Impávidos, estuvimos observando, no sé cuántos minutos. Al cabo, los dedos de nuestro hermano se paseaban velozmente por las teclas blancas y negras, por todas las octavas, haciendo sonar las complejas composiciones que nos gustaba escuchar. Sobre el piano no había partitura alguna, y ninguna nota rompió la unidad de la música magnífica. Al terminar, se fue hasta un rincón y quedó con la vista fija en el suelo.
Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria. Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
|