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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 88
15 de mayo
de 2000
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Tres relatos

Clara de la Fuente


Dvorak

Maldito pasaje, no me quiere salir y el examen es dentro de una semana. En qué estaría pensando Dvorak cuando compuso estas terceras endemoniadamente difíciles, aunque hay que reconocer que también son endemoniadamente hermosas, dramáticas. Todo para complicarnos la vida a los cellistas, para hacernos pasar horas de horas encerrados en una sala dale que dale repitiendo. Tengo el cuello tenso de tanto repetir, por qué será que se me juntan todos los problemas en el cuello, como si unas manos silenciosas me fueran haciendo marañas de nudos. Relájate, suéltate, deja descansar tu cuerpo sobre el cello, me ha venido repitiendo Sigfrid desde hace años, pero claro, antes no me las tenía que apañar con Dvorak precisamente, tan grandioso, da la sensación de que esa mañana se levantó con aires de emperador a componer el concierto, aunque quién te dice que fue una mañana, pudo ser una noche, y en todo caso, muchas noches o mañanas, o noches y mañanas, días y días de febril exaltación sobre la tinta en el papel, tratando de ordenar el alboroto interno, ayudándose con el piano, rompiendo mil hojas, otro intento... Apuesto que ese pasaje de las terceras no se le ocurrió a la primera... Antonin, Antonin, debiste dejar ese otro pasaje donde cada nota era simple y fácil de tocar, y así ahora yo podría bajar a los parques del campus en vez de estar aquí encerrada dale que dale. Hace un día de primavera tibio, azul, sin una sola nube en el cielo, y el perfume de la flor de la pluma de la enredadera, que ya está que entra, por la ventana abierta de la sala en que estoy, me tiene mareada. Hace rato que me está tentando para que baje a los jardines a correr y a respirar el nacimiento de la tierra, el sol pálido en la nuca... mmm... Ya. Se acabó, no más, total un recreo me va a hacer bien, no saco nada con seguir repitiendo si cada vez sueno peor. Dvorak, toda la culpa es de Dvorak. Además yo no sé cómo uno se puede concentrar en estas salas si a un lado atruena un piano y al otro una flauta traversa... Ese tiene que ser Wilson, nadie toca la flauta de esa manera, como si quisiera echar abajo el castillo de piedra que nos cobija. Wilson sin duda. Inconfundible. Quédense ustedes atronando, lo que es yo, bajo a los parques.

Mi sala, amplia, de madera, huele a flor de la pluma en primavera y verano, y a parafina y humedad en invierno. Me gustan ambos olores. El olor de la parafina, que se extiende por todo el departamento de música, es cálido, arrobador, primitivo sistema que tenemos para no congelarnos, pero a mí me gusta. Las estufas repartidas a mi paso mientras camino por los pasillos en invierno, semejan luciérnagas generosas de luz y calor.

Pero ahora es la flor de la pluma la que me embriaga los sentidos y no me deja seguir repitiendo estas condenadas terceras. Así es que san se acabó, al diablo con Dvorak. No te vayas a enojar, ¿eh, Antonin?, si tú sabes que adoro tu concierto, pero hoy día es más fuerte la primavera, yo no tengo la culpa de que a todo se le haya ocurrido florecer y llenar el aire de fragancias.

Antes de ir a los jardines de atrás parece que quiero un café, tanto repetir me dio sueño. En el quiosco del patio central mejor, así aprovecho de mirar un poco. En primavera parece que los humanos la acompañamos en esa manía por brotar que le da y nos cambia el brillo de los ojos, de la piel, el ritmo con que nos movemos. Los sentidos se despercuden y se alborotan. Me gusta sentarme a mirar, especialmente a esos hombres-potrillos guapos y alegres.

Qué flojera y qué delicia este sol en la cara. Ojalá que nadie se acerque a molestarme. Nadie conocido a la vista. ¡Uf..! Allá tenía que estar la leche agria. A cerrar los ojos mejor será, no va a ser esta vieja latera la que me embarre el panorama. Tengo clases con ella mañana, qué aburrimiento, pero ahora mejor me concentro en el aroma que trae la brisa, sutil, violento, nuevamente frágil, huidizo, de los ciruelos en flor. Nata, nata en pétalos esparcida por el patio, sembrando quién sabe qué sueños.

Hola, Dani, me asustaste. Sí, flojeando, está delicioso este sol, me aburrí de estudiar el concierto, no me salen las malditas terceras, ¿cómo vas tú..? Sí, son difíciles. Mañana tenemos clases con Sigfrid, la última antes del examen, qué horror. ¿A qué clase vas a ahora? Ah, con la leche agria. Allá está, ¿la viste? Yo tengo mañana clases con ella y no me he dignado a hacer el trabajo todavía. Chao, te llamo a la tarde.

Me quedaría aquí todo el día. Buen café. Ahora, al pasto fresco de atrás. Ay, no, no puede ser, ahí viene Aiol, qué hago... Ya, déjate de esconderte, Beatriz, de una buena vez, aunque te tiemblen las rodillas, hasta cuándo, enfréntalo, además viene solo, con ese aire triste y distraído que no se lo quita nadie. Todavía no te ha visto, tienes tiempo de huir, cobarde. No, no lo haré. Si sigo caminando derecho me lo topo... Ay, ya te vio. Contrólate Beatriz, tú puedes, actúa natural.

Hola. Sí, definitivamente no es un día para pasarse encerrado en una sala. ¿Adónde?, al parque de atrás. Bueno, vamos. Ay, me siento desfallecer, no puedo creer que quiera acompañarme, por qué será que Aiol me alborota hasta la coordinación de los sentidos. Qué hombre tan bello, ya tendré tiempo de mirarlo a mis anchas. No sé ni lo que me habla, parece que me está contando de su examen de flauta. Lo acaba de dar, le fue bien. Siempre le va bien. Él es flautista, pero dulce, no como Wilson que toca la traversa como si estuviera amplificada para concierto rock. Aiol toca como los dioses, como si la música entre sus dedos fuera su amante predilecta. Telemann, Vivaldi, Quantz, Hottettere, Haendel, Bach, Danican Philidor, compositores íntimos, la llamada "música de los afectos", no como Dvorak, fogoso, exterior, volcánico, al menos en su concierto para cello.

¡Ah!, al fin tendidos en el pasto, vigilados por la sombra de un enorme pino de ramas tristes. Aiol frente a mí, su cuerpo extendido a lo largo, apoyado sobre su cadera izquierda, a una distancia que raya el límite de la intimidad. Beatriz, contrólate, calma. Es demasiado bello para ser cierto. Aiol. Tan bello como tu nombre. Tu rostro no es lindo, es viril, de una hermosura de otro siglo, de otro mundo. Puedo ver y sumergirme en la blancura de tu piel, mientras te incito a hablar, para poder contemplarte a mis anchas. Habla, habla silencioso Aiol. Desde las salas justo arriba de nosotros, bajan las notas mezcladas de dos pianos que tocan Chopin y Beethoven, un clarinete que repite escalas una y otra vez y la flauta de Wilson que los tapa a todos, cómo toca ese condenado de fuerte.

Miro tus labios pequeños y gruesos, con la comisura derecha apenas caída, qué aire sensual le da ese detalle en el dibujo, y son rojos, rojo frutal irresistible, como si los tuvieras pintados, como una gota de sangre derramada en la marmórea pureza de tu rostro. Se me ocurre que son la puerta secreta, irresistible, de un claustro. Miramos los queltehues a algunos metros de distancia, al sol. Son curiosos estos pájaros que ponen sus huevos sin nido alguno, en el mismo pasto y los empollan como las gallinas. Se aburren de repente y se elevan en sus largas patas para dar unos paseos cortos, perezosos. A momentos lanzan esos graznidos que me parecen horribles, que según cuenta la leyenda, significan anuncio de lluvia o pedido de lluvia. Pero con este día radiante, nones, ninguna posibilidad de aguacero. Cae sobre nosotros una lluvia de fragancias y esencias, primando la violencia de la flor de la pluma, secundada por el olor del azahar que me enloquece. Aiol aspira hondo. ¡Mmm!, ¿sientes?, claro que siento, cómo no voy a sentir si los olores me tienen aturdida, y tú aquí a mi lado desordenándome las ideas. Tu cuerpo es largo, espigado, de carnes enjutas y fibrosas y lo manejas como si cada movimiento de tus miembros se fuera a volar, a esfumar. Cuando caminas, tus pasos parecen pisar el vacío. Pómulos salientes, mentón corto y burlón, ojos negros que son los que le dan ese aire dolido y triste a tu rostro. De párpados exageradamente amplios y de forma caída, y oscuros, qué negros son, Aiol, y junto a tu pelo azabache y brillante, que te cubre media oreja, hacen un contraste extraño e irreal con el carmín de tus labios y la transparencia de tu piel. Sabes que te miro y de pronto te imagino como la imagen de la muerte, pero no, no te asustes, una imagen hermosa, llena de fuerza, la muerte como semilla de vida, a punto, a punto, como el final del invierno que ya presiente la primavera. Eso eres, Aiol, el doncel de la muerte que viene a entregar vida. No me mires así, por favor no lo hagas, con esa dulzura que no logro soportar entera, que me desarma, con esos ojos volcados al silencio que me buscan desde siempre interrogantes. Aiol, ¿cómo osas provocar tal descalabro? No debo estar a tu lado, somos de tiempos distintos y hay un hálito infranqueable de tiempo-espacio que nos desordena el encuentro que ambos ansiamos. Dvorak, Dvorak, debo volver al concierto, a esas terceras que no logro dominar, para la clase de mañana martes. Beatriz, reacciona, no es posible que este hombre de dulcísima ausencia esté a tu lado, sube de una vez a tu sala a estudiar. Aaaah, la brisa fresca desordena tu pelo, revuelve el mío, acaricia mis mejillas y quiero imaginar que son tus dedos largos sobre mi pelo y mi rostro. No sé por qué nunca he podido identificar tu olor, Aiol, todas las personas tienen un olor inconfundible y el tuyo no quiere revelárseme, es un misterio, pero no sé de qué me extraño tanto si todo en ti es un misterio. Tal vez siempre he querido mantenerlo de esa forma.

Dvorak, Dvorak, estoy atrasada, ¡aaaj!, detesto llegar atrasada, con tal de que Sigfrid no me pida el tercer movimiento primero, todo bien, así tengo tiempo de calentar los dedos, porque de otra manera adiós con ese condenado pasaje de las terceras.

Me asomo por la ventanilla de la sala, Sigfrid en el piano arreglando partituras, yo apretada y transpirando de nervios, me duele el hombro, tensión, tensión, pura tensión. Hola, Sigfrid, perdón por la hora, es que el tráfico, tú sabes. Ya, rápido no más, para sacarle el jugo a esta última clase, contesta con su cara amarga y mal genio. Vamos a empezar con el último, poco antes del primer pasaje de las terceras, ¿te parece? ¡Aaah!, justo, típico. No, claro que no me parece, cómo me va a parecer. Pero mejor me quedo bien callada y me hago la que me lo sé de arriba a abajo. Sigfrid chapurreando compases en el piano antes de mi entrada... Cierra los ojos, Beatriz, eso... Cierra los ojos y sumérgete en la música. No, no en Aiol, tarada, en la música, la música, en los bosques de Bohemia de Dvorak. Ahí viene tu entrada, atenta... Ya. Aiol, Aiol, revélame tu fragancia oculta, Dvorak, ya vienen las terceras, Aiol, Dvorak, Aiol...

Bien, Beatriz, están muy bien esas terceras, se nota que las estudiaste. Ahora vamos al inicio, de un tirón los tres movimientos, como si estuvieras en examen, ¿ok?, me dice esbozando una de sus contadas sonrisas.

¡Funcionó, funcionó!, Aiol, la primavera, el parque, la flor de la pluma, sus labios, Dvorak, juro no maldecir tu música nunca más, Antonin, lo juro. Tal vez tu olor, Aiol, esté escondido en la esencia más honda de la música, quién sabe, quién quiere saberlo realmente.


Bach

No me cabe duda de que la Daniela nos cree unos degenerados. Tratamos de convencerla con Oliveira y no paraba de reírse y de decir que nos habíamos terminado de volver locos y que no éramos más que unos depravados sexuales. Y es que claro, la experiencia no era para llegar y llevarla a terreno antes de pensarlo dos veces, pero justamente si yo lo pensaba dos veces no me iba a atrever, así es que decidí ni siquiera pensarlo una, por si las moscas.

La idea diabólica y fascinante fue de Oliveira, una tarde algo calurosa luego de una clase con Sigfrid y todos sus polluelos cellistas, para discutir una nueva modalidad de estudio. Bajamos al patio central por costumbre y rito, Daniela y yo compramos un café para despabilarnos de las ideas innovadoras de Sigfrid y Oliveira pidió su eterna agüita de hierbas. Nos sentamos bajo un castaño buscando la sombra y mirando el desfile de gente por el patio. El tedio de fin de año se hacía notar en los rostros, ansiosos por salir de una vez por todas de clases, irse al campo, a la playa, a estirar los cuerpos bajo el sol, al aire costero, sureño o nortino, según el caso.

Las ganas de vacaciones están que revientan. Comentamos esta nueva idea de Sigfrid de hacer música de cámara no sólo con otros instrumentistas sino también entre nosotros los cellistas, juntarnos de acuerdo a nuestro nivel, en este caso Daniela, Oliveira y yo, buscar piezas cortas y fáciles arregladas para tres cellos y reunirnos a tocar, sólo como ejercicio, para ir soltándonos. A partir de marzo del próximo año se implementa el sistema. La Daniela se ríe, encuentra que Sigfrid ya no sabe qué inventar, pero hay que reconocerle al viejo que cuando está de ánimo se preocupa de armarnos "panoramas" variados. Habrá que investigar la biblioteca de música.

Ahí viene Fidel, es el alma del campus, el loco pacífico de pelo y barbas luengas. Siempre con un libro bajo el brazo, hablando en español, latín, griego, inglés (pero de Gran Bretaña), y vaya a saber uno qué pila de dialectos aprendidos en sus permanentes viajes por el mundo, según sea su estado anímico. De los casi treinta años que lleva dando vueltas por el campus, su segundo hogar, se le conoce sólo un desvarío peligroso, una mañana en que llegó algo exaltado y daba alaridos en el patio central, encaramado arriba de un banco, alegando que Dios no sé qué cosa. Pero luego de ese exabrupto, nunca más, ahora simplemente se limita a pasear, leer, hablar y pensar en voz alta, conversar con los estudiantes y de vez en cuando tirar sutilmente pesadeces al aire, pero que van bien dirigidas, generalmente a las mujeres novatas, las de primer año, que todavía no han oído hablar de tan importante personaje y lo miran entre desconcertadas y furiosas. Es un tipo sabio y erudito, pero que de tanto estudiar simplemente se le enredó el tejido de ideas. Cuando vuelve de sus viajes en verano o en invierno, da gusto escucharlo contar sus aventuras y anécdotas. Junto a los parques, hay que reconocer que Fidel es una de las atracciones de este campus.

Ahora se lo oye contar sobre Cuba y la prostitución, con un café en sus manos y rodeado de un séquito que nunca falla.

Estamos tranquilamente en estas divagaciones cuando a la Daniela se le ocurre contar un sueño que tuvo con Cornelio. Cornelio es su violoncello, así como Enriqueta es el de Oliveira y Cósimo es el mío.

Soñé que Cornelio estaba herido y cuando yo lo tomaba, estaba sangrando, le salía sangre de la madera. Fue espantoso, como si se tratara de una persona, me desperté angustiada, llorando y fui a verlo, lo saqué de la funda, por si acaso.

Es que finalmente estos condenados instrumentos pasan a ser personas, ya no son los instrumentos con que estudiamos, son Cornelio, Enriqueta, Cósimo y así, cuando nos saludamos, la pregunta viene a ser ¿cómo están? (Oliveira y Enriqueta, o Daniela y Cornelio), es de a dos la cosa, nada de cuentos. De repente los instrumentos se hacen re amigos entre ellos, aunque no siempre. Cornelio y Cósimo son bien amigos, pero la Enriqueta se mantiene algo más al margen, será que cómo es mujer entre dos hombres, se hace la rogada. A ver si ahora que vamos a tocar juntos los seis se distienden los ánimos de camaradería. No es lo mismo entre sus dueños que son como hermanos.

Oliveira llegó de Brasil hace apenas tres años y su encantador acento y personalidad relajada le ganaron rápidamente la amistad de cuanta persona se le puso por delante. Traía costumbres curiosas, tomando en cuenta que provenía de un país no demasiado austero en lo que a placeres atañe. A él no lo sacaban del jugo de frutas naturales o de las aguas de hierbas, mientras sus amigos saboreaban tónicos más excitantes como la dicha del café o el vino, especialmente si ambos eran compartidos con buena conversa. Es por eso mismo que nos pilló de sorpresa su propuesta, luego que la Dani contara su curioso sueño y éste generara una acalorada discusión.

Uno que se pasa ocho horas diarias o más con estos instrumentos, entre el estudio solitario, las clases y los conciertos... Debiéramos darles más utilidades. ¿Más utilidades?, ¿cómo cuales? Bueno, los tres hablamos de Cósimo, Cornelio y Enriqueta como nuestros amantes, ¿no? Claro. ¿Qué tal si de veras los transformáramos en nuestros amantes? Yo digo llevado al plano sexual. Las dos con Daniela pegamos un respingo. ¡¿Cómo?! Bueno, es que he estado pensando en una pregunta que me hizo un amigo el otro día. Vio una película en la que el protagonista, que era músico, afirmaba que los cellistas, como tocaban sentados y abrazando su instrumento con las piernas, tenían sendos orgasmos producto de las vibraciones. Me preguntó si era cierto, pero yo le dije que todavía no he tenido ni uno solo, aunque tampoco me he preocupado de tenerlo y creo que uno de estos días voy a hacer la prueba, pero tocando desnudo, ahora que hace calor.

Daniela prorrumpió en una carcajada y yo la seguí, pero como Oliveira hablaba bien en serio, seguimos escuchándolo.

Me imagino un orgasmo tocando una suite de Bach, por ejemplo, sería una fusión magnífica, la unión entre la energía sexual de mi cuerpo y la energía espiritual de la música de Bach.

¡Oliveira!, eres un degenerado, además elegir al pobre de Bach para algo así...

No, pero escuchen, justamente Bach, por la pureza de su música. El orgasmo sexual es de alguna forma lo mismo que Bach o tal vez lo opuesto, que finalmente viene a ser lo mismo dependiendo de cómo se lo mire.

Y no me vengan con remilgos, que no les creo que no jueguen al "solitario" en la intimidad, y qué más ritual que producir esa descarga energética a través de las vibraciones de Bach, casi como si uno estuviera haciendo el amor con el propio Juan Sebastian, la fusión pasado-presente, vida y muerte, sexualidad y espiritualidad, ¡fantástico! Además al desnudo, la madera en la piel, Bach en el violoncello, Dios en Bach... ¡Oigan!, no me digan que no es fantástico.

La Dani miraba a Oliveira con ojos desorbitados, creyendo que había perdido el juicio y yo por un momento pensé lo mismo, pero cuando se enredó con las filosofías orientales y el tantrismo, sin nunca dejar de lado a Bach, comencé a entusiasmarme de veras. La discusión duró más de tres horas y Oliveira me fue convenciendo hasta que acordamos llevar a cabo la experiencia "mística", como la llamamos, sin lograr matricular a la Daniela, menos todavía cuando se nos ocurrió hacerlo juntos. Total ni a Oliveira ni a mi nos importaba ver al otro desnudo.

La idea iba agarrando vuelo. Ya está, buscábamos unos arreglos para dos cellos de Bach en la biblioteca, de esa forma tocando juntos, además nos hacíamos el amor entre los dos, simbólicamente claro está, alcanzando en lo posible el orgasmo al "unísono", aunque eso iba a ser difícil, pero ya el hecho de juntar, acoplar las partes musicales...

Como Oliveira me alborotaba cualquier cosa menos las hormonas y lo mismo le sucedía a él, no había peligro alguno de desviarnos en un arranque de entusiasmo, del objetivo inicial. Ese fin de semana era perfecto y en casa de Oliveira, porque sus padres acababan de partir a Brasil, su hermana se alojaba en casa de su novio y la empleada estaba de vacaciones. Teníamos el lugar completamente para nosotros. Genial. La Daniela no nos creía capaz de hacer algo así.

¡Ja!, ya veremos si se atreven a empelotarse, una es la teoría, pero ya los quiero ver a la hora de los "qué hubos". Además es una indecencia, par de degenerados. Oye, Dani, si esto va a ser una experiencia única... Sí, claro, después le cuentan a Sigfrid, a ver qué opina, no vaya a ser que le interese agregarla a nuestro programa de estudios.

 
 

El sábado 7 de diciembre a las 7:00 de la tarde partí con Cósimo a la casa de Oliveira. Según él había que prepararse un buen rato antes, para que el ritual surtiera el mayor efecto posible. Me sentía nerviosa como para examen de cello, ya no estaba tan segura de mi total desinhibición frente a Oli, en cambio él estaba como de fiesta, aunque con cierto aire de gravedad.

La sala de música, amplia y cálida, aguardaba. Desenfundé a Cósimo y lo puse junto a Enriqueta que estaba lista. Oli había comprado frutas de todo tipo como parte importante de la ceremonia. Piñas, plátanos, mangos, chirimoyas, fresas, frambuesas y uvas de tres clases. Las lavamos y repartimos con esmero de artistas, en unas fuentes de vidrio azul. Oliveira se reía. Parece que se me pasó la mano, ¿no?, compré fruta como para un regimiento. Sacamos las fuentes a la terraza y nos instalamos bajo el parrón, invadido y trepado por el jazmín de jujuy. La fragancia era tan fuerte y penetrante, que me tomó un momento afirmar el estómago y acomodar los sentidos. La tarde comenzaba lentamente a caer y se estaba muy bien ahí en el jardín, saboreando la frescura de la piña, la uva rosada, que parecía almíbar, la sensualidad de las fresas mezcladas con el perfume del mango, que me hacía sentir tres sabores distintos. Oli, si te digo, esta fruta sabe a tres cosas distintas, a mango, un gusto entre suave y perfumado, a eucaliptus y a no sé qué fruto ácido. Es increíble y lo más raro es que no sé si me vuelven loca, o me cargan. Lo que pasa, Bea, es que no estás acostumbrada a este sabor. Es cierto que es fuerte, pero es una delicia.

Entre los sabores y perfumes de las frutas, más el jazmín que se metía hasta por las orejas, me estaba mareando. Oye, Oliveira, ¿no estás mareado con tanto olor? Sí, pero esa es justamente la idea, dejarse impregnar por los olores y sabores, para que corran por la sangre los jugos frutales del éxtasis...

Ya, éxtasis, se está oscureciendo, mejor será que vayamos a tocar de una vez, antes que me arrepienta con tanto preámbulo. Además ya no aguanto el jazmín, me tiene con náuseas.

Ya va, calma. ¿Te estudiaste bien tus partes? Sí, son fáciles. Eso es bueno, así no nos desconcentramos en lo técnico.

En la cocina, Oli puso a hervir el agua para una infusión de manzanilla que "había" que tomar. ¡Ah, no!, aquí sí que no cuentes conmigo, porque no soporto la manzanilla, ni a palos me la tomo, ¿oíste? ni a palos. Mejor dame un poco de ese vino que está ahí encima... Pero, ¡¿tú te volviste loca, Beatriz?!, alcohol por ningún motivo, hay que estar completamente purificados. Ya, tómate esta agüita. Oli, no soporto el olor... Bueno, ¡te tapas la nariz y ya!

Por suerte en ese momento se fue al baño y aproveché de tirar la infusión y de beberme media botella de vino para infundirme todo el valor que ya me estaba flaqueando.

¿Te la tomaste? Mmm, sí, una delicia. Qué bueno. Puse los inciensos en la sala de música, hay que dejar que se impregne unos minutos. ¿Incienso? Uf, tengo la panza revuelta de tanto olor. Sí, pero este es un incienso especial, ya verás. Tengo un aceite de esencia de rosas para untarnos el cuerpo, antes de comenzar. Tú estás chiflado, pero en fin, ya me embarqué en esto, yo no sé quién me manda.

Mientras me saco la ropa en el baño, noto que el vino no está haciendo el efecto esperado, porque gorgorea en mi interior fermentando la fruta, pero me hago la fuerte y abro la puerta de la sala como si nada, donde me recibe una humareda de sahumerio y Oliveira, que ya se pasea desnudo, ultimando detalles.

Baja un poco más las luces y quedamos en una penumbra justa, que alcanza para distinguir las partituras y nuestros cuerpos, aunque con la humareda cuesta ver bien cada nota. Nos miramos disimuladamente y por un momento nos baja una tentación de risa espantosa. No es feo el cuerpo de Oli, algo delgado y blancuzco, pero tiene unas nalgas bien formadas. Oye, Oli, qué lindo poto tienes... ¡Ya, Bea!, concéntrate. Toma, úntate con aceite. El solo olor me produce una arcada, pero me la aguanto, a pesar de que la chicha fermentada en mi estómago comienza a hacer estragos. Embadurnada de pies a cabeza me siento y tomo entre mis piernas a Cósimo.

Comienza la música, señores.

Bach. Sonamos fluidos, repitiendo la pieza una y otra vez hasta aprenderla de memoria y poder tocarla a ojos cerrados. Vamos entrando a un estado interior, poco a poco, olvidándonos de nosotros mismos, entregados. Intento concentrarme en las vibraciones, que ciertamente se sienten deliciosas, van trepando por mi cuerpo y se desparraman en descargas eléctricas que suben por mi vientre y por mi espalda, pero no me dura demasiado el placer que apenas comienza, porque me desconcentra de pronto el cambio en la respiración de Oliveira, las mareas del incienso, el fragor espeso del aceite de rosas, el vino que tuve la mala idea de tomar, el jazmín en el recuerdo y una arcada que me hace salir corriendo al baño, sin que Oli apenas se entere, porque mientras yo devuelvo una ensalada de fruta completa macerada en vino, puedo oír desde la taza del baño, el éxtasis final de mi amigo, fundiéndose con la música de Bach.


Paganini

Apenas nos saludó, evidentemente nerviosa, cuando la encontramos en el pasillo de la escuela una semana después del episodio. Y no era para menos, luego de que la altiva Ligia protagonizara el numerito que daría que hablar por un buen tiempo dentro del ambiente musical. La noticia alcanzó hasta la página cultural de algunos diarios y al verla venir de frente ese lunes por la tarde, no pude evitar sentir un cierto placer al notar que sus inconfundibles tacones por el pasillo temblequeaban .

Hola, Ligia, ¿repuesta ya? La Daniela me pega una mirada recriminatoria. Lo correcto hubiera sido obviar el tema, pero vamos, era irresistible, no podía pedirme tanto.

Em... Sí, claro. Oigan chicas, Sigfrid me dijo que les avisara que no va a poder hacerles la clase de hoy porque tiene ensayo con la orquesta, pero se las recupera el viernes. Dice que lo llamen para acordar el horario.

Sí, sí, claro, Ligia, mírate ante nosotras toda nerviosa, levantando el mentón aun más que de costumbre, mirándonos de arriba a abajo sin poder fijar la vista en nuestros ojos por más de medio segundo. Yo no entiendo cómo Sigfrid se pudo casar contigo, de veras que no lo entiendo, aunque si lo pienso con detención, son el uno para el otro, pero por lo menos Sigfrid no es cínico, tiene un rostro franco, abierto, que demuestra sin tapujos lo amargo que es, en cambio tú siempre con esa risita eléctrica y tonta y la simpatía excesivamente forzada que culmina, muy a tu pesar, en una mueca de desagrado. Ligia, Ligia, de pensar en esa vieja escena de celos que me armaste, se me abre la sonrisa. ¿Cómo no ibas a entender que todas las alumnas se enamoran de sus profesores por muy Sigfrid que sean?, porque no ibas a creer que una adolescente soñadora te iba a robar a tu maridito, ¿o sí?, ¿cómo es la cosa, no eras tan segura de ti misma?

Mientras nos daba el recado de Sigfrid, no pude evitar recordar la escena de celos que más he gozado en mi vida y mientras venía a sumarse esa memoria a una situación de por sí embarazosa para ella, la sonrisa irónica que se me arrancó le dio de bofetadas en el rostro, así es que terminó por irse con esos pasitos cortos y apurados de sus zapatos de tacón filudo, que a todos ponían los nervios de punta.

Era una gran maestra, tanto de piano como de música de cámara, eso era indiscutible, además de ser una buena pianista a nivel mundial, pero nadie la quería demasiado como persona. La Dani la había bautizado muy asertivamente como la "arpía", apodo que acuné al vuelo.

Qué mala eres, Beatriz, pobre, me dio pena, ¿cómo le preguntas si ya está repuesta, desgraciada? Vamos, Dani, qué tiene de malo, a mi me sonó como una pregunta muy bien intencionada, ¿a ti no?

Nos reímos y en vista de que no hay clases, bajamos a tomarnos un café. Aunque hace frío, sentadas en el patio reconstruimos la deliciosa anécdota.

Ese viernes, como era tradición, hacíamos hora para el concierto de la noche en el teatro Baquedano. El programa no me era demasiado atractivo, el primer concierto para violín de Paganini, los 24 caprichos y una partita de Bach. Menos mal que terminaba bien con Bach, porque al menos a mí, Paganini me parecía una mera gimnasia de dedos. Pero la curiosidad nos había picado a todos, porque el violinista, un ruso radicado en Italia, era joven, guapo y virtuoso, según decían y confirmaban las recientes entrevistas con fotografías publicadas en los diarios.

Nos juntamos dos horas antes en la casa de Nicanor, que trasmitía, para variar, con las nuevas versiones adquiridas del Beethoven para violín. La Dani y Romeo pololeaban en el jardín debajo de un aromo, ajenos a la exaltación de Nicanor, que no dejaba ni oír la música de tanta exclamación y efusividad.

Miren, miren, ¿se fijaron la técnica de arco en ese pasaje?, ¡es increíble..! Dos minutos después... ¡Oooh, y ese staccatto que hace, insuperable!

Oli y Mauricio lo hacían callar luego de cada interrupción, con lo que terminaron de aburrirme porque no dejaban escuchar un solo compás en silencio.

Me asomé a la terraza tratando de sumarme a una de esas insólitas e incomprensibles conversaciones que sostenían los Pitonisos, como los llamábamos cada vez que estaban juntos, y que nadie más que ellos comprendían por lo absurdo de los diálogos, que no lograban coherencia alguna. Tal vez por eso mismo me entretenían tanto. Romeo tenía una capacidad para imitar ruidos y voces de todo tipo, asombrosa, acompañados de una personalidad suave y a la vez sumamente histriónica.

Fue mientras imitaba a un búho y discursos de algunos políticos, que de pronto me invadió.

Así, sin aviso alguno, con un desparpajo que nunca he logrado entender. Un estado de felicidad completamente irracional y violento, causado por una ráfaga de brisa que me trajo nítido y concentrado el perfume del aromo, grande y florido, como un sol de invierno de calor alegre. Era tan fuerte la emoción que provocó la dulzura tibia de la fragancia, que no creí soportar adentro ese terremoto por mucho rato. Pero estuvo ahí tintineándome varios minutos, mientras se sucedían esas oleadas amarillas y las risas que celebraban las gracias del Pitoniso.

La tarde iba cayendo con lentitud, hermosa, algo fría, pero de cielo revuelto y despeinado, arrebolándonos los ánimos y las ganas.

El Beethoven acompañando desde el interior de la casa. Bellísimo concierto, secretamente desgarrado. El pobre Nicanor trataba de explicarlo en su emoción. Nica, deja que se explique solo, tú cállate un rato.

Ya, cabros, mejor nos vamos, estamos en la hora.

Sigfrid y la arpía, ¿irán?

Sí, a mi Sigfrid me dijo que iba, por suerte, así nos puede colar y no pagamos.

Okey, movámonos entonces, ¡ya Nica, apaga eso de una vez!

¡Ahhhh!, pero díganme que no es un prodigio, no hay mejor violinista que Perlman.

Nicanor cambiaba de "mejor violinista" una vez al mes, así es que nadie le prestaba demasiada atención a sus declaraciones, que en un comienzo producían acaloradas discusiones y polémicas entre los demás músicos, por la radicalidad de sus afirmaciones.

El teatro estaba que hervía de gente y nos costó dar con Sigfrid que se paseaba con cara de fiesta quién sabe por qué, acompañado de Ligia, que tenía puesta una sonrisa forzada algo menos desabrida que otras veces.

Pasamos de colados no sólo sus alumnos, sino además toda una tropa de músicos de la escuela, acompañados de amigos, tías, tíos, mamás, abuelos, novios y demases. Pero como Sigfrid andaba de buen talante, había que sacarle todas las ventajas a ese anormal estado en que se encontraba. Se armó un revuelo de gallinero, pero logramos ubicarnos en platea alta, adelante.

Pude divisar, muy instalados en platea baja, a Simón y Aiol que conversaban muertos de la risa. Sigfrid y Ligia cerca de ellos, muy bien ubicados. Por todos lados se veían caras conocidas, hacía mucho que no se veía el teatro tan efervescente.

La orquesta afina, se apagan las luces y hace su entrada fatal, Serghei Krilov, con violín en mano. Yo creo que hubiera bastado eso y ya. No era necesario que tocara una sola nota para causar sensación. Las respiraciones se contienen y se produce una sola masa de aplausos, seguidos por un silencio de monasterio. La Dani me pega una mirada que indica que está a punto de desfallecer de amor por el ruso. El ruso, que en realidad parece la estampa perfecta de un italiano, atrevido e ingenuo a la vez. El pelo le cae hasta los hombros, marrón, lacio y respira de su cuerpo el encanto de quien se sabe adorado.

Paganini, entre sus manos, adquiere todo el sentido que nunca le había encontrado. El italiano es sin duda un virtuoso, pero además de las acrobacias de dedos, hay algo más en él, mucho más que mero tecnicismo, y eso no escapa a nadie dentro de la audiencia. Es perfecto técnicamente, tiene un gran sonido, pastoso, profundo y tenso en el aire, pero además posee en igual grado, o mayor, una musicalidad exquisita. A esas características hay que sumarles su rostro y cuerpo de galán de cine y el desplante escénico donde no deja de moverse acompañando la música. Tengo de pronto la extraña sensación de que es el violín el que lo ejecuta a él y no él al violín. Me olvido dónde estoy y caigo en el hechizo en que está todo el teatro, enfocando la vista en un solo punto al medio del escenario.

Último movimiento, electrizante, aplausos de huracán y gritos femeninos como de festival "Woodstock". Ya se siente en la atmósfera la histeria colectiva. Serghei Krilov debe salir siete veces a escena, a recibir la efusividad del público que no cesa, hasta que él definitivamente decide no volver a asomar la nariz.

Intermedio. Bajamos al hall central comentando, pero las palabras atarantadas de Nicanor, que por supuesto ya ha encontrado un nuevo ídolo, nos dejan callados a todos. La Dani no disimula ante Romeo su entusiasmo y yo estoy sin habla, igual de embobada. Mirando alrededor, nos reímos al comprobar que no hay mujer que no esté con los ojos desorbitados y los cuerpos respirando lujuria. Para grata sorpresa, aparecen mozos por todos lados ofreciendo vino navegado y quesos. El vino vuela en tres minutos, pero no sé de dónde reaparece una y otra vez. Los hombres de cualquier edad que están con sus parejas, no logran disimular su cara de amenazados y de asombro a la vez, mientras que el género femenino no intenta siquiera esconder los arrebatos de pasión que ha despertado el ruso-italiano. Hay en cada mirada un asomo de gula y deseo, porque Serghei Krilov es sin duda uno de esos tipos que se hacen imposibles de mirar, sin imaginárselos al instante, en cueros. La fantasía por la que apuesto es que no hubo mujer en el teatro que no lo vio tocando Paganini desnudo.

Estábamos todas algo abochornadas, por decirlo con un mínimo de sutileza, pero poco a poco el vino fue encendiendo los comentarios hasta de las más estiradas y correctas. Las mujeres mayorcitas corrían al baño, me tienta imaginar a qué, pero el hecho es que volvían con los moños sueltos, dejando respirar las melenas sobre los hombros y por la gama de perfumes caros y estridentes que se arremolinaron en el hall, no cabe duda de que habían aumentado las dosis del llamado afrodisíaco.

Nos juntamos con Sigfrid a comentar, como era la tradición, y la pobre de Ligia no sabía cómo disimular su ahora natural y asombrosamente hermosa sonrisa. Le temblaban las comisuras y parecían destilar sensualidad. Por primera vez la encontré atractiva. Así, atrapada por las delicias de las fantasías, apenas abrió la boca para beber vino, transportada a otro mundo, ajeno al del hall central donde se apelotonaba la gente y confundía sus perfumes y sudores. La Dani me pegó un codazo para que lo notara y no pude dejar de sonreírme. Se la veía extraña y demasiado silenciosa.

Mientras tanto yo divagaba en los estertores vaporinos del vino caliente, que llevaba con calma hasta mis labios, a sorbos cortos, reteniéndolo un buen rato entre mi lengua y el paladar antes de darle la entrada. Trataba de reconocer la fragancia de los sabores. Canela, clavo de olor, cáscara de naranja, semilla de cardamomo, algo de vainilla tal vez, un vino no muy bueno, pero bien cocinado y dulce que pasaba como una delicia para los sentidos.

Mientras el afortunado brebaje se me subía a la cabeza en toda su aromática sensualidad, mi mente vagaba en quimeras irreproducibles por escrito, hasta que por suerte la Daniela me sacó del ensueño, con un ataque de risa y la confesión de que se sentía completamente borracha.

Aiol y Simón derrochaban una alegría altamente sospechosa también, dándose vueltas y conversando con medio mundo, incluyendo los besos en el cuello de Simón que me tomaron desprevenida, alborotándome más aun la epidermis.

El timbre anuncia el final del intermedio, y la gente corre a sus asientos, ante la amenaza de que alguien quiera quitárselos para lograr una mejor ubicación.

Todos tenemos curiosidad por saber cómo resulta el italiano con Bach, pero quedan primero los 24 caprichos para violín solo.

Una locura completa, asombroso, no equivoca una sola nota. Los gritos ya parecen algo burdos, pero... Qué tanto, a gritar se ha dicho.

Bach. Ahora Bach. Cierra los ojos, se concentra, cambia su actitud desafiante de acróbata de circo y se recoge con todo el respeto que se merece Bach. Su semblante adquiere una belleza distinta y aun más intensa. La partita número dos. Ya al segundo movimiento me dejo invadir y desbordar de lágrimas. La piel me tiembla y, por algún motivo, vuelve en el recuerdo el olor tibio y reconfortante del aromo, pero mientras estoy en ese estado de recogimiento sucede algo asombroso... Alguien va subiendo... Sí, alguien va subiendo por las escaleras laterales hacia el escenario... Y baila, va bailando con la música. Serghei no se ha dado cuenta, pero... No, no puede ser, es el vino que se me subió a la corona, pero la Daniela reacciona y me confirma, ¡es Ligia! Y el resto del grupo y luego del teatro comienza a murmurar por lo bajo sin entender qué diantres pasa.

¡Qué hace Ligia arriba del escenario, bailando! Comienza a acercarse con pasos de bailarina hacia Serghei Krilov, que al parecer ya ha notado una presencia extraña, la mira de reojo pero sigue concentrado en el tercer movimiento de la partita, la "Courante". Ligia se le aproxima peligrosamente con el rostro, que ahora, a la luz, se le nota claramente arrebatado y con la misma sonrisa enigmática y como atontada que le viéramos durante el intermedio.

Fue Mauricio el que con su sentido práctico concluyó con que "se volvió loca", pero nadie podía esperar algo así de la práctica y sensata Ligia, era desconcertante. ¿Y dónde diablos estaba Sigfrid que no la bajaba de arriba del escenario? Lo buscamos en su asiento, abajo, y estaba vacío, hasta que lo divisamos hablando con uno de los acomodadores que ya subía "disimuladamente" a sacar del ridículo a esa pobre mujer. Era de esperarse que Sigfrid no iba a subir delante de todo un público que los conocía bien. Era demasiado bochornoso.

El hombre subió por las mismas escaleras que había usado Ligia, y se acercó con precaución hacia ella. Tomándola de un brazo con suavidad para ver cómo reaccionaba, la bajó en tres segundos al ver que no oponía resistencia y se dejaba llevar, siguiendo su danza autista y fascinante, con una sonrisa demente. El público, retenía el aliento sin entender qué estaba sucediendo realmente. Serghei, al ver que se iba, hizo un gesto dulce de despedida con el mentón.

Finalizado el concierto, el alud de aplausos y vítores aumentados por la ayuda del alcohol, bajamos a enterarnos de lo acontecido. La gente toda se dividía en los comentarios hacia el italiano y hacia la chiflada que había trepado a bailarle, no sin un cierto dejo de envidia en las mujeres.

Sigfrid no se veía por ningún lado, con toda razón, pero Aiol y Simón tenían las noticias frescas. Se armó un círculo entre la gente de la escuela que conocía a la "parejita". Efectivamente le vino como un ataque de locura y se la llevaron de emergencia. Nadie podía creerlo, y se sucedían las exclamaciones de incredulidad y asombro con algunas risas y sonrisas, porque mal que mal, la situación era tragicómica.

Salimos de ahí, luego de que ya nadie sabía más y nos fuimos a tomar algo al bar del lado porque habían demasiadas emociones qué comentar.

Nos dieron las tres de la mañana en la cháchara. Era viernes, maldita sea, habría que esperar hasta el lunes a las clases con Sigfrid, para tratar de enterarse con delicadeza de las novedades. No podíamos llamarlo. No a él. Nadie se hubiera atrevido.

El teléfono sonó a las nueve de la mañana del sábado, mientras yo aún disfrutaba del sopor del entresueño. Era Nicanor, tan exaltado que me asustó y terminó de despertar de una patada.

¡Qué pasó, qué pasó!

El diario, sale todo en el diario, anda a comprarlo, sale una nota en la sección cultural.

¡Ah, no!, no me aguanto, me lo lees por teléfono.

Bueno, bueno, espera que lo busco, ¿eh?

Esa misma mañana, algunas horas después, pude confirmar yo misma las palabras que me leyó mi amigo, provocándome carcajadas de entre asombro y gusto.

"La pasión y la adrenalina que despertó ayer viernes 3 de agosto el joven violinista ruso, nacionalizado italiano, Serghei Krilov, igualó, y a momentos sobrepasó, el entusiasmo demostrado en cualquier concierto rock de algún artista de renombre, donde adolescentes gritan eufóricos, con ataques de histeria y se desmayan. El inigualable virtuosismo del músico, fue acompañado sin duda de un gran carisma arriba del escenario, lo que provocó una efervescencia pocas veces vista en los teatros de nuestro país. La cúspide de la noche fue alcanzada con un suceso sorpresivo y alarmante en primeras instancias, que luego fue confirmado como un acceso de locura momentánea de quien se precipitara inesperadamente desde la platea hasta arriba del escenario, bailando y moviéndose al ritmo y al son de las notas de Bach. La protagonista de tan curioso fenómeno fue la renombrada pianista y profesora la PUCDC, Ligia Bertoni, quien fue asistida sin ningún tipo de resistencia y llevada a un centro donde se la trató sin mayores contratiempos. Ligia, quien dice no acordarse de nada, se encuentra ya completamente fuera de peligro y en estado psicológico normal".

La noticia voló dentro de ciertos círculos, y se comentó durante meses.

El lunes siguiente Sigfrid llegó a hacer sus clases de cello como diciendo "aquí no ha pasado nada", aunque con evidente cara de pollo degollado, y no me atreví a hacerle ningún comentario hasta que él me preguntó, al final de la clase, qué tal me había parecido el violinista.

Al parecer no tan bueno como a Ligia, le respondí. Uf, ya era demasiado tarde para tragarme ese impulso. Pero, contrario a mis augurios, Sigfrid sonrió algo confundido. Le pregunté si Ligia estaba bien y él, cediendo a un destello de duda, me contó lo que había sucedido. Un estado extrañísimo y pasajero de desvarío que al parecer se gatilló por una serie de circunstancias, pero que no debería repetirse, según los médicos que la vieron. Ahora estaba bien, y no tenía memoria de lo ocurrido, pero no se atrevía a salir de su casa todavía, luego del escándalo.

Me enterneció el relato, como excusándose, que me refirió Sigfrid.

Yo creí, cuando la vi pararse de su asiento en el teatro, que iba al baño, o algo así, y no le presté atención hasta que la vi subiéndose al escenario y ya era demasiado tarde...

Nos reímos. Yo bien medida, tratando de hacerme la comprensiva, aunque por adentro los demonios me hacían cosquillas para que soltara de una vez la carcajada que tenía atorada.

 
 

Sólo meses después del "escándalo", como le pusimos exageradamente a este "suceso", se nos ocurrió con la Dani la idea de que Ligia Bertoni, enamorada perdida de Serghei Krilov, viera como única posibilidad, para estar cerca del muso, inventar un desvarío pasajero. Total, era sabido que no tenía un pelo de tonta, pero tampoco le faltaba el sentido del ridículo, aunque debo confesar que bastó considerar la sola posibilidad de algo así, para que me encabronara el ánimo nuevamente, aguándome la constante fuente de risas y de burlas, que me había regalado por un buen tiempo.


       

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