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Jorge Gómez Jiménez
Editor

Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 88
15 de mayo
de 2000
Cagua, Venezuela

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Sin titular (por cábala nomás)

Matías Gastaldi

Desde el momento en que tuvo uso de razón, Colbert Klein había juntado unas cuantas leyes para vivir su vida. Aclaración número uno, su nombre era Pablo García, pero dentro del ambiente artístico en que solía manejarse, se hace llamar Colbert Klein, por el perfume y los calzoncillos. Sonaba mucho más interesante que el nombre que figuraba en el DNI. En su catálogo de leyes había incorporado en los últimos días una que le había cambiado el panorama de las cosas y su visión del mundo. No sabía muy bien dónde la había leído ni si la había escuchado por la radio: "Los padres cargaron con el peso de tener que cambiar el mundo, los jóvenes de hoy sufren porque saben que el mundo no va a cambiar". A veces le producía una sensación muy extraña. Por un lado se sentía un poquito como la mierda. Pero por otro lado sabía que eso no podía ser cierto, y que iba a hacer lo imposible por "vivir bien" (así, entre comillas). Dos palabras que podían resumir su micromundo. Una película buena en el cine cada tanto, algunas dosis de amor-sexo y escuchar radio hasta altas horas de la noche.

Su trabajo en la fotocopiadora estaba fuera de su micromundo. Como ya había aprendido a hacer las cosas automáticamente, mientras la luz va y viene bajo los libros, se dedica a pensar qué va a hacer cuando el negocio lo deje partir. Había aprendido a no dormirse en el trabajo. En realidad escarmentó definitivamente cuando se durmió parado frente a una fotocopiadora con el dedo en el botón verde y sacó 147 copias de la pagina 33 y 34 de un libro de sociología de un tal Collins. Por eso lo suspendieron. Para no olvidarse de esa situación, empapeló todo el dormitorio con Collins y su palabrerío. También es cierto que mucho no le gustaba el empapelado de florcitas y disfrutó mucho socializando su pared, que desde ese momento lucía muy culta. En sí, surtía el mismo efecto que una biblioteca llena de libros. Cada uno que entra a la habitación dice: "Uy, qué copado", y Colbert dice que le gustó mucho leer ese libro.

En realidad no lee mucho, salvo alguna que otra historieta y los chistes de las tapas de atrás. En algún momento era un buen lector. Pero comenzó a aborrecer a los libros cuando entró a fotocopiar. Nunca pensó que podría llegar a pasarle eso. Pero después del primer mes de laburo, y de pasar 10 horas con hojas y más hojas en las manos, le daba un poco de asco abrir un libro para leerlo. Era más que eso. Las letras ya no tenían significado, sólo eran cosas inútiles destinadas a ser mutiladas, violadas, y mil veces clonadas a 0,05 la simple faz. El diario ni siquiera lo compraba. Todos los días siempre aparece algún cliente con algún matutino bajo el brazo, y él, prolijamente, en escasos segundos usurpa la contratapa con una hábil y certera fotocopiada. Luego de su tan odiada acción, guarda el papel en su bolsillo para luego leerlo en su sillón preferido, en su departamento. Luego de reírse gratuitamente, el ritual termina apilando la hoja sobre la del día anterior, en un rincón, sobre una pila que tendría que ser vista de abajo por cualquiera de los enanos de Blancanieves.

A pesar de su decaída cultura literaria, de alguna manera, por razones de fuerza mayor, se involucró más que todo por sentimientos con algunos cuentos. No fue una situación muy buscada que digamos. Todo fue dándose por alguna de esas casualidades que el mundo hacia llamar destino o suerte, según de qué lado caiga la moneda. Hace unos meses atrás, no algunos pocos como para decir tantos, no escasos como para decir pocos, Pablo-Colbert trataba de matar algunos minutos de su trabajo, haciendo bollitos con los números que la gente arranca del bicho rojo para ser atendida, cuando una chica de unos 23 años (¿por qué pensó eso primero?, ¿por qué no pensó morocha, de estatura media?) se apoyó en el mostrador y dijo: "Necesito rápido unas fotocopias". "¿Qué tan rápido?", dijo él. "Antes de las 19:30", dijo ella. Y el reloj decía: "Joven argentino que laburas en esta fotocopiadora, si no querés fallarle a esta muchacha que tienes frente a ti, apura el tranco que son las 19 y 20 pasadas". Colbert-Pablo no dudó ni un segundo. Se sentía como el héroe de alguna película de la que depende la heroína. Película en la que no puede fallar, por el bien de ellos, por el bien del mundo. En la primer hoja pudo leer lo que parecía el titulo de lo que estaba a punto de fotocopiar, y su calidad de héroe en proceso le indicó que tenia que corregirla: "Acá te equivocaste, visionario se escribe con S". Cuando cayó nuevamente al mundo, la chica de 23 años más o menos le dijo: "No, es vicionario, es un tipo que, en vez de preocuparse por su futuro, se entrega a todos los vicios conocidos y por conocer y muere de una sobredosis, después de enterarse que tiene sida. Es un cuento, y lo voy a presentar en un concurso. Para eso son las fotocopias".

Así fue como él le pidió de sacarle una fotocopia para leerlo, y ella no tuvo problema. En una de las hojas anotó su teléfono, para que le dijera qué le había parecido, luego de leerlo. Bajo el número escribió Gricel y le dijo, ese es mi nombre, y a él le gustó. El nombre y lo demás. Ella preguntó por su nombre, él le dijo Colbert, ella se sorprendió, y le preguntó si era de acá, porque no tenia ningún acento. "El perfume no sé", dijo, "yo si", y después le aclaró lo del nombre artístico. Ella se fue y la copia del cuento quedó en las manos de él, también se quedó con su número, y con un estudiante que quería unas copias de un libro de Collins, "Sociedad antisocial". "Para mañana a la mañana lo necesito", aclaró y él no tuvo otra que quedarse después de hora para terminarlo. Y ahí fue cuando se durmió parado en la 33 y 34. No hubiera pasado nada, pero el dueño, que en su puta vida aparecía por el local, esa noche, por algún impulso "prostituto" apareció, y lo despertó a los golpes a eso de las nueve menos diez, cuando ya había llegado a la copia número 147. Lo suspendió por tres días y trajo a laburar al sobrino. Colbert volvió esa noche caminando a su departamento, maldiciendo a las máquinas por ser tan silenciosas, y con muchas ganas de disfrutar, o de abominar el cuento que había fotocopiado. Después de comer algo, prendió la radio y devoró el cuento dos veces seguidas, y le gustó. Eran las doce y media de la noche y pensó que seria muy tarde para llamar a Gricel y lo dejó para el día siguiente. Se acostó boca arriba, como siempre, y escuchó el programa de radio que seguía hace mucho tiempo: "Criaturas de la noche", donde cualquiera puede llamar y decir lo que piensa. En ese momento, Sergio y Silvia, los locutores, hablaban acerca de los sentimientos en la actualidad, y la muerte del romanticismo... Pero Colbert durmió pensando en Gricel, y en el vicionario. Aunque mucho más en Gricel. Despertó una sola vez, y la causa fue una pesadilla. Era de día, y él llamaba al número que la chica de 23, Gricel, le había dado. Del otro lado atendía alguien que decía: "Hospital, buenos días". Él preguntaba por Gricel, y la mujer le decía que ella había muerto de una sobredosis, y de sida, todo junto. Ahí él despertó, miró el reloj, y se relajó al darse cuenta de que todo era una pesadilla.

Al otro día, un sábado radiante de sol, despertó no tan sobresaltado como la noche anterior, pero más o menos pintaba la misma situación. El primer pensamiento que cruzó por su cabeza fue el nombre Gricel, tardó en relacionarlo con aquella chica morocha, de estatura media y ojos negros, de 23 años (¿por qué pensó eso primero?). Y por eso tardó en reaccionar. Cuento = Chica = Teléfono, la fórmula no podía fallar. Dudó al momento de marcar... ¿y si del otro lado lo saludaban diciendo "Hospital"? Eso sería muy trágico. Pensó que era estúpido realmente y marcó el 553-8920 y esperó. Atendió una mujer grande, él preguntó por Gricel y luego de unos segundos pudo reconocer la voz de atrás del mostrador. Hablaron dos o tres boludeces para rellenar el llamado, él la invitó a tomar un café, para hablar del cuento, y ella lo invitó a una reunión que hace con un grupo, un café literario o algo así. Él acepto, y allí se vieron por segunda vez. La tercera vez que se vieron se besaron. Fue una acción mutua, en realidad chocaron en el medio. Ella quería, él quería. A la quinta ella dormía en su departamento. Y así sucesivamente.

Hoy estaba sentado en su sillón haciendo algunas cosas habituales. Escuchaba "Criaturas de la noche" y leía el último cuento de Gricel. "Sigo sin entenderte", una historia de dos personas que discuten todo el día por estupideces, hasta que descubren que se aman. Lo terminó, pero había estado mucho mejor el anterior. Y considerando que el anterior era peor que el anterior. La cadena era detestable. La cosa iba de mal en peor.

Había una cosa que le preocupaba. Cómo decírselo. Tenia que pensar alguna manera que no hiera su orgullo, sus sentimientos. Aunque el orgullo era lo que más le preocupaba. Era capaz de reaccionar muy mal, especialmente cuando le tocaban algo suyo. Como aquella vez que le dijo lo de la salsa. "Está muy picante" o muy no sé qué. Y ella arrancó mal. Esa noche terminó comiendo una mandarina en la cama y escupiendo las semillas por la ventana. De los fideos y la salsa no tuvo más noticias. En realidad la cosa fue mucho más allá. Él cometió el gran error de decir que su mamá preparaba una salsa más rica, pero lo había dicho en broma, y ella lo tomó como una verdadera ofensa. Después se enteró a dónde habían ido a parar los fideos. Los perros del barrio agradecidos. Fue una de las pocas veces que comieron fideos con salsa. Así de temperamental era Gricel.

Luego de que la tormenta pasó y de que, como se dice generalmente, las aguas se calmaron, Colbert espero un momento no muy significativo para comentarle el asunto sobre los cuentos. Estaban viendo una de esas películas en uno de esos cines, donde la película es buena, pero el cine deja mucho que desear. Eso pasaba por no ir a los cines del centro... aunque en el centro también hay de esos cines, aunque haya más de esas películas. El asunto fue que estaban disfrutando de la película, y mientras el protagonista miraba por una ventana a su hija jugar en el patio con un muñeco rojo, él dejó de mirar la pantalla y le dijo: "Estás escribiendo peor que antes". Ella lo miró, y le dijo: "Déjame ver la película, después lo hablamos". Colbert no pudo concentrarse en la pantalla hasta que los títulos finales aparecieron. Lo único que pudo leer fue Tecnicolor o algo así al final, estuvo pensando todo el tiempo en si había metido la pata en algún lugar del que no podía sacarla. Quizás tendría que haber simulado un poco, y tendría que haber puesto los sentimientos frente al espíritu de critica y decirle... tus cuentos están buenos... pero no podía. Y no pudo.

A la salida del cine vieron a dos o tres personas conocidas. Cruzaron alguna palabra de cordialidad. Y salieron caminando dejando atrás el bullicio de la salida del cine, doblando en una esquina, y perdiéndose en una plaza. No se decían ni una palabra. "Te enojaste por lo que te dije". Colbert no tuvo otro remedio más que arrancar, estaba carcomido por dentro y tenía que decir todo lo que pensaba. "Para nada, porque me voy a enojar", de repente el mundo se desinfló y Colbert fue un alivio. "Ya me había dado cuenta —siguió ella con su confesión—, pero seguía escribiendo así por que pensé que a vos te gustaba". Hubo un silencio. Y Colbert replicó. "Si, pero en el caso de que algún día publiques algo, yo no te voy a poder comprar todos los libros...".

Caminaron un rato más, hasta el departamento de Colbert que estaba un poco más desordenado que de costumbre. Mientras apilaban una cosa por acá, y otra por allá. Gricel se preguntaba qué cosas podría escribir... y criticaba su principio de fracaso a que no tenia buenas ideas, y no a que no supiera cómo construir una oración. "Ahí está el punto", fue la respuesta de Colbert, y festejó por dentro porque al fin le había dicho lo que tenía que decir. Y ningún terremoto abrió la tierra y se lo tragó.

Cuáles fueron los sueños que siguieron a aquel suceso ni Colbert los recuerda, ni Gricel pensando con mucha fuerza puede relatarlos. Despertaron al otro día uno junto al otro, él del lado izquierdo, ella del derecho, como acostumbraban. Ella dijo "buen día", él dijo "tengo una idea", y a ella le sorprendió, no el hecho de que tenga una idea, sino el hecho de que a esa hora de la mañana tenga la lucidez suficiente como para decir una palabra. Generalmente no era así. Podía pasar una hora hasta que él pudiera decir una palabra. Siempre era de hacer las primeras cosas del día en silencio, Gricel nunca supo si era porque se levantaba pensativo o porque solamente se había despertado su cuerpo y su cerebro o su alma seguía dormida en algún rincón del mundo de Morfeo. Después de decir "tengo una idea" hubo un minuto de silencio en el que ninguno dijo nada. Y Gricel pensó que la había perdido, pero no dijo nada porque entre las neurosis de Colbert estaba el hacerse el muy enojado cuando le interrumpían esos silencios mañaneros. Después de la pausa vino el descargo. "Podés escribir la forma en que nos conocimos, podés hacer un cuento con eso, ¿qué te parece?". "¿Y qué voy a escribir?", dijo ella, a la que era muy difícil meterle una idea en la cabeza. "El primer día en la fotocopiadora, aquella vez que fuimos al café literario, pensá, hay muchas cosas".

Aquel día que fueron al café literario, no era un buen día para el común de la gente. Sobre la ciudad caía una garúa un tanto pesada, de esas que daban para el apodo de algún gil. Por eso de jode, jode, pero no moja. El lugar se llamaba "El Rincón". No era muy grande, pero de pinta acogedor. Colbert se acordó de alguien que decía "Mmm, si pinta acogedor, yo me hago el forro y entro despacito...", y se rió con ganas, mientras Gricel le preguntaba por qué se reía, y él le dijo que después le iba a decir. Apenas entraron, un grupo de unas cinco personas dejaron lo que estaban haciendo y miraron hacia la puerta. Y Colbert se sintió el forastero que entra al bar del pueblo. Luego de unos interminables tres segundos, siguieron en lo suyo. Se dio cuenta de que "ese" era el grupo literato, y seguramente ahora estarían hablando por lo bajo sobre él. "Uy, vino con el tipo ese", "¿Estás seguro de que es ese?", estará diciendo la minita del rincón. Y otras cosas propias de esos momentos. Cruzaron todo el bar, esquivando mesas y sillas, mozo con bandeja incluido, y ella se encargó de la presentación.

"¿Por qué Colbert?". Fue la primera pregunta. Y la correspondiente respuesta fue algo así como que antes frecuentaba un grupo musical, en realidad se juntaban a tocar, pero nunca llegaron a nada. Siempre fueron un grupo de garaje, porque nunca salieron de ahí. Tenían planeado llamarse "La banda de los nombres extraños", o algo así. Y él eligió Colbert Klein por que solía usar los dos. Perfume y calzoncillos. En cambio había uno que se hacia llamar Mango Moulinex, era el cantante, mientras que uno de los bateristas se llamaba Epson Packard. Así numeró uno a uno a todos los integrantes de aquel grupo, ante la sonrisa general. Esa fue una buena manera de entrar al grupo, pensó, al menos para ganarse la simpatía de todos. Aunque uno no había esbozado sonrisa alguna durante todo el relato. Y Colbert se había dado cuenta de esa situación.

"Todo muy lindo, todo muy lindo, pero acá falta algo". Al fin, el sujeto-de-la-punta-de-la-mesa del cual el no se acordaba el nombre habló. "¿Se acuerdan lo que impusimos como test para que cualquier persona ajena entre al grupo?". Colbert buscó con la mirada a Gricel, y en ella encontró la respuesta. No era nada del otro mundo, era algo simple. A pesar de eso, Gricel habló antes que todos. "Creo que primero habría que preguntarle si quiere entrar", ella le devolvió la mirada, y recibió un sí como respuesta. "Muy bien. La prueba consiste en recitar un poema cortito que nos guste, que sea tuyo y que se te ocurra en este momento".

Silencio. Era una pelotudez, pero era una situación limite. Se levantó de su silla, y pensó.

    "Podría estar en cualquier lugar,
    pero estoy acá.
    Podría estar en mi cuarto,
    Forrado con el maldito Collins,
    Que seguro lo han odiado también.
    Pero estoy acá.
    Pensando en decirles algo interesante,
    como pueda,
    aunque me sienta como la mierda".

Aplausos cerrados. Sintió dentro de él un alivio que lo llevó a sentarse de nuevo. Y a relajarse.

"Un poco rústico al final, pero estuvo bueno, espontáneo, y bueno. Contamos con tu colaboración para el libro en común", dijo Luciano, así se llamaba el de la punta de la mesa.

El libro en común no era otra cosa más que un libro que escribían entre todos. Cada uno escribía una página, y así hasta el final.

"Pero yo no sé escribir...", dijo él buscando la aprobación de Gricel, y haciendo de alguna manera una advertencia a la platea.

"Eso es lo de menos", dijo el de la derecha de Luciano. "Yo tampoco sé, así que le digo la idea a ella, y así puedo ver mis ideas en un papel". Él era Natalio, y no era ningún homenaje a Sui Generis, se llamaba así. Y ella era Natalia. Hechos el uno para el otro. Al menos desde el nombre.

"¿Eso no te parece algo bueno para escribir?". Ambos seguían en la cama, buscando organizar de alguna manera los recuerdos para escribir algo interesante, algo efectivo. Así Gricel se puso manos a la obra, escribiendo un poco acá, un poco allá, en papeles de distinto tipo, en las horas de descanso, en las horas de cursada, en el baño. En fin, en todos lados. La posibilidad del reconocimiento era un concurso organizado por una revista literaria. No era una de las más prestigiosas, pero todo valía, para darse a conocer un poco. El premio consistía en la no despreciable suma de 500 pesos, cosa que no venia mal para el bolsillo de cualquier estudiante que se precie como tal. La revista se llamaba "El pasillo", no guardaba ninguna relación con un libro, pero haciendo alguna asociación libre uno podría pensar en "El túnel" de Sábato, o algo así.

Una vez que el cuento tuvo la palabra fin en la hoja número 9, le quedaba la siempre complicada tarea de ponerle un titulo al cuento. Situación que para Gricel era una tortura, ya que siempre le costaba unas cuantas neuronas agotadas y muertas por el cansancio. Pero últimamente Colbert venia colaborando en esa parte, así que todo se le hacia mucho más fácil. Y así fue como salieron las cosas, fáciles. Gricel pidió ayuda, y el Romeo después de la gripe puso sus neuronas a laburar. Después de una ronda de mates, y justo cuando la yerba pedía ¡por favor! Los ojos de él se iluminaron.

"¿Tenés el título?". Mientras tomaba el último mate, asintió con la cabeza y ella sonrió, los títulos siempre eran ingeniosos, y no había discusión. "¿Cuál es?". Ella se salía de la vaina por saberlo, así que estiró el mate hasta lo más que pudo. "Collins en la pared", dijo, y se quedó expectante en espera de una respuesta. "¿No te gustó?". Siempre estaba presente el temor a la reprobación. "Me encantó". Se levantó de su silla y lo besó.

Días después presentó el cuento en la revista, a la espera de un resultado satisfactorio. Obviamente lo presentó el último día, y a una hora de que cierre el plazo, para no perder la costumbre. En realidad siempre era así. Nunca tenía que hacer las cosas con tiempo. Si no lo hacía sobre el límite del filo de lo insufrible, no se sentía realizada. Durante la semana que duró la selección, siguió intentando empezar alguna historia, pero sin resultado. Estaba esperando que "esa" gente de la revista diera el maldito resultado. El lunes a la mañana, Gricel fue al puesto de revistas y compró la última edición de "El pasillo" y fue directamente a la fotocopiadora donde estaba Colbert trabajando. Se apoyó en la barra, lo llamó y abrió la revista en el lugar donde estaba la lista de los ganadores. Ella tenía una sonrisa en la cara y lo miró, sin abandonarla.

"¡Ganaste!". Ya estaba saltando de alegría, hasta que ella habló. "Hubiera sido un mejor final, pero perdí, ni siquiera una mención, pero ¿qué le vamos a hacer?". La sonrisa era demasiado irónica. Y él, que siempre tenía un as en la manga, la consoló. "No es la forma en que escribís, pasa que a nadie le importa nuestra historia, solamente a nosotros". De un momento a otro la seriedad marcó fuego su cara. Y la respuesta no tardó en llegar. "Me parece que perdí porque el título que le puse fue una porquería, le faltó mucha fuerza". No pudo aguantar la risa, se subió a la barra y lo besó. Le dijo un adiós de película vieja, mientras se perdía en la esquina más cercana, cantando una canción en inglés de la cual no sabía la letra. Y pensando en el próximo cuento que iba a escribir. Estaba tratando de recordar un sueño que había tenido esos días, y que le gustaría volver a soñar, al menos para ir pensando en algún título para ponerle.


       

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