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Veredicto de la Bienal del Ateneo de Valencia. El argentino José Eduardo Machicote, los venezolanos Eleonora Requena y David Antonio Ruiz Chatain y el uruguayo Fernando González.
Eco gana el Príncipe de Asturias. El autor de El nombre de la rosa recibirá 5 millones de pesetas.
200 diccionarios en una base de datos. La Real Academia Española reunirá 200 diccionarios, desde el siglo XV hasta la actualidad, en una base de datos para el estudio de la evolución del lenguaje.
Poemas póster en Canadá. La Academia Iberoamericana de Poesía realizará en St. Thomas University la III Exhibición de Poemas Póster.

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Lubio Cardozo: la poesía como videncia. El crítico venezolano Rafael Rattia analiza la poesía del último libro de Cardozo, Ver.
Goldoni vuelve a la Comedia Italiana de París. La escritora argentina Luisa Futoransky comenta el montaje de Las damas puntillosas, de Goldoni, en París, a finales de 1999.
Notas para un retorno a casa. La entrega del Premio Borges en Buenos Aires es comentada por uno de sus ganadores, la argentina Gladys Ilarregui.

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Deseo y postergación; una lectura de Colibrí de Severo Sarduy. La escritora colombiana María Mercedes Andrade analiza la obra de Sarduy en la que "todo cuerpo es tatuaje".
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El buzón de la
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Editoriales especializadas en sociología jurídica
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Jorge Gómez Jiménez
Editor

Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 88
15 de mayo
de 2000
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Fortuna

Alberto Chimal

Sucedió cuando Negora, el gran mago, era todavía muy joven, aunque ya poderoso. Vivía en Lalepse, en el sur, y todos lo respetaban, porque sabían de sus facultades y porque no era difícil, para nadie, advertir que lo esperaba un alto destino.

Ahora bien, un día llegó a la casa del mago un muchacho, que le dijo:

—Tú, que sin duda serás ilustre como pocos, tú tienes el poder de saber lo que vendrá. Dime qué me espera, qué será de mí, porque mañana dejo Lalepse y me voy a buscar fortuna por el mundo.

Primero, el mago se negó:

—Si sales a buscarla —dijo—, de seguro la encontrarás.

Pero el muchacho insistió: le habló a Negora de la incertidumbre en la que vive la gente del mundo; de las causas y efectos que nos abruman a casi todos; del azar que condena, eventualmente, hasta al más dichoso. Él era pobre, le dijo, y no tenía otra fuerza que la de sus manos y su entendimiento. De él nada podía decirse con seguridad. Deseaba mucho, deseaba riquezas, deferencias, potestades, amor, pero no sabía si las tendría. Tal vez no. ¿Era injusto que lo supiera de una vez? ¿Era injusto que ya, antes de sufrir acaso grandes dolores, supiera si sus afanes serían recompensados?

Tanto dijo, y con tal sinceridad, que Negora se conmovió, y se vio reflejado en el muchacho, y así llegó a pensar en sí mismo: en qué hubiera sido de su vida sin el Poder, sin las facultades que tenía desde su nacimiento.

Descubrió que, tal vez, también hubiera querido saber. Tal vez también hubiera hecho esa pregunta, a algún mago, si se hubiera visto forzado a enfrentar la vida como todos los hombres.

Y así, a pesar de que nunca había intentado la invocación del futuro, y a pesar de que todos sus maestros le habían aconsejado no intentarla, Negora aceptó. Y pronunció un conjuro. Y extendió las manos, y ante ellas, en el aire, apareció una ventana: una lámina de cristal purísimo, brillante, tras de la cual no estaba la casa del mago, sus muebles modestos, sus libros, sino otra cosa: una visión.

—Acércate —dijo Negora.

El muchacho se acercó.

Y retrocedió, lleno de espanto, al ver que maldeciría al mago, y lo odiaría, y le desearía el mal hasta con su último aliento. Y que en verdad no le faltaba mucho, porque al anochecer, en una esquina, lo iban a matar. Sí. Sería un ladrón, que le hundiría un puñal en el pecho, y se lo hundiría otra vez, y no haría caso de sus dolores ni de su muerte, y al final no hallaría en sus ropas dinero ni cosa alguna de valor. Y también maldeciría. Luego, el cuerpo sería arrojado a una fosa común. Luego, sería devorado por gusanos, por perros sin dueño...

Ninguno habló por un momento.

Después, el muchacho, que ya sentía el odio previsto, que no deseaba sino jamás haber sabido del mago Negora, jamás haberle pedido nada, jamás haberse sometido al horror de saber su futuro, le dijo, para no desperdiciar el tiempo que le quedaba:

—Maldito seas.

Y Negora, que también había visto todo, comprendió lo que tenía que hacer. Y sin hablar, sin hacer un gesto, sólo con el pensamiento y la voluntad, hizo desaparecer la ventana mágica y puso en el muchacho un hechizo: una invocación de olvido.

Después de un momento, lo oyó decir:

—Tú, que sin duda serás ilustre como pocos, tú tienes el poder de saber lo que vendrá.

Y luego se negó, con todas sus fuerzas, a aceptar lo que el muchacho le pedía. No hizo caso de sus palabras persuasivas, de sus razonamientos ni, más tarde, de su ira, que fue grande y amarga.

Al cabo, el muchacho dijo:

—Maldito seas, mago, porque eres un desalmado, y ya olvidaste los días en los que fuiste como los otros hombres —y, sin más, se marchó.

Negora no lo detuvo. Pasó el resto de la tarde, y en verdad la noche entera, sentado ante un grueso libro de hechicería, tan concentrado como le era posible en la lectura.


       

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