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Jorge Gómez Jiménez |
Cuentos
Ha llegado el momento, sí, te das cuenta de que realmente ha llegado. Te levantas de tu cómodo sofá y te diriges a la puerta porque ese glorioso instante de cambio se acerca y tú no quieres perdértelo. Tanto tiempo como habías pasado sentado sin saber qué demonios le faltaba a tu vida, y ahora por fin se presenta ante tus narices de improviso, sin avisar. Arrastras pesadamente un pie tras otro, gordos y perezosos tras demasiado tiempo sin hacer nada. Para que resuenen huecos chocando contra el suelo de madera. Además hace un calor asfixiante, y gotitas de sudor chorrean frente abajo y espalda arriba. El ventilador de cuando en cuando se digna a soplar una brizna, y te alivia unos segundos. Luego recuerdas tu meta y prosigues la incesable marcha: ¡tienes que conseguirlo, no puedes dejarlo pasar! Tu barriga se bambolea maciza al ritmo de los pasos, y esos pelos que la pueblan te hacen cosquillas con el roce de la camisa de lino. Te restriegas con la mano la nariz, que pegajosa ya no atiende a olores. Levantas la vista y ves por lo que te habías levantado, ya que en tan largo trayecto olvidaras tu meta en un par de ocasiones. Te espera ansioso tu premio, ese cambio celestial que será como comprar una parcelita en el cielo, justo junto a la mansión de Dios. Sacas la lengua de la reseca boca y humedeces la comisura de unos labios harinosos. Te llama a ti, solo a ti. ¡De pronto tus cálculos no te fallan, estiras la mano y ya lo tienes!, ¡es tuyo!, ¡sólo tuyo! ¡Qué gloria sentirlo! Tiras levemente y la puerta del congelador se abre, allí está un helado de tres gustos esperándote. Lo coges y a toda carrerilla vuelves al sofá para seguir con el zapping.
Aún no le había salido ninguna arruguilla por la comisura del ojo (común y vulgarmente tratadas de patas de gallo), sus dientes seguían todos en su sitio, el pelo continuaba tan negro como siempre. Había pasado un año más, otro tal vez para echar en el montón y sólo reconocerlo por ser de nuestra propiedad. Se levantó aquel día pensando que por mucho que fuera su cumpleaños no se sentía ni siquiera un poco diferente del vecino de al lado que adoraba tocar la batería a altas horas de la mañana, ni del de seguridad que velaba por la puerta principal y le saludaba con un guiño cada vez que pasaba. Con los párpados entrepegados y palpando la pared a causa del tremendo resacón de la noche anterior alcanzó a llegar hasta el baño. Abrió el grifo de agua fría y con un estremecedor grito se metió bajo él. Se vistió luego a toda prisa y se puso la bata, para no perder tiempo más tarde. Salió al pasillo sin saber muy bien la diferencia entre aquel día con cualquier otro del año. Los tacones resonaban en el helador suelo. —A ver, usted, guapita... ¿Se puede saber a dónde va con tacones a estas horas? Miró el reloj, eran las ocho o las nueve de la mañana. —A... a clase, digo yo, ¿no? —aturdida miraba el reloj otra vez no fuera a ser que se repitiera aquella escenita cuando en mitad de la madrugada se encaminó a la facultad pensando que llegaba tarde a clase. —¿Y usted a qué va a clase.. —dejó un poco la respuesta en el aire, mientras ella pensaba la respuesta—, ¿a estudiar o a ligar..? Los tacones son para las putas. —Mira, tú si quieres ir a clase en chándal, nadie te lo prohibe, pero a mí no me sale de las narices sacarme los zapatos porque al señor no le gusten. —Lo que me molesta es el ruido, y esa es mi función. —¿Velar por el silencio o simplemente por la virginidad de cada uno de nosotros? —dijo y siguió de largo mientras el otro seguía refunfuñando. Aquel era un día como cualquier otro, con sus estreptococos y sus páncreas inflamados.
No habían dejado de llover cuchillos en toda la tarde, pero ahora lo que caían eran machetes de afilados costados que rasgaban mi eterna faz de niña. Sangraban a borbotones mis heridas, mientras él y yo metíamos los dedos en las llagas y las hacíamos más grandes. De mis ojos manaban enormes lagrimones de acero, como los filos que descendían del cielo para matar mi alma. Fue terrible, se oía el metal desgarrar mi piel, como si de un filete se tratara: "ras, ras", mientras yo miraba para lo alto, incurriendo a un Dios que estaba muy atareado con otras cosas. Y le gritaba que por favor me ayudase, que me iba a morir. Yo le oía, a lo lejos, reírse como a borbotones, como si sus carcajadas estuvieran sumergidas en un estanque de densas aguas. Se reía, diciéndome que yo misma me las tendría que arreglar. Pedí entonces clemencia al infierno, pero cuál fue mi sorpresa que me topé con el puesto de demonio vacante: "Se busca hombre sin edad determinada que sepa encender fósforos". Entendí entonces que allí sólo se dedicaban a calentar la Tierra, o a quemarla, para que nosotros nos achichárrasemos vivos, para que nuestros cuerpos chamuscados oliesen hasta en lo más recóndito de la realidad que creamos y pudiera otro ser decir que de tan malos que fuimos nos incineraban como castigo. Mientras que esto no sucediese seguirían hojas punzantes matándome la cabeza.
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