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Fahrenheit 451: el bibliocausto now

jueves 28 de junio de 2018
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“Fahrenheit 451”, de Ramin Bahrani
Michael Shannon (izquierda) y Michael B. Jordan en Fahrenheit 451, filme de Ramin Bahrani basado en la novela homónima de Ray Bradbury.
“Allí donde se queman libros se acaba quemando personas”.
(Heinrich Heine)
“La muerte por fuego simboliza el mayor castigo:
no sólo incrementa la crueldad para con la víctima, sino
que se desea que su cuerpo quede reducido a cenizas. La
persona es borrada como tal de la faz de la tierra y asume
un estatuto mineral, sin nombre ni memoria”.

(Sergio González Rodríguez: Los 43 de Iguala)
“Josef Stalin, Malenkov, Nasser and Prokofiev”
(Billy Joel: We didn’t start the fire)

El oficial de las SS se inclina un poco para hablarle a la niña al oído. Le indica socarronamente que se fije bien en el hilo de humo que expele la chimenea del campo de concentración, pues en aquella columna ingrávida se evapora su mamá. Es razonable pensar que el camino hasta acá se allanó la noche del 10 de mayo de 1933, cuando los nazis, en un grotesco rapto de éxtasis, arrojaron a la hoguera libros escritos por judíos y quienquiera que consideraran enemigo de Alemania. Poco después, el senador republicano Joseph McCarthy, con cejas boscosas y un rictus pétreo de sabueso, anunciaba su cacería de brujas contra todo lo que en Estados Unidos, justificada o tendenciosamente, se relacionara con el comunismo. Ambos mecanismos de exterminio de libros se grabarían a fuego en la memoria del joven escritor norteamericano Ray Bradbury, como lo recordó en la entrevista incluida en el formato DVD de la adaptación fílmica de su novela Fahrenheit 451, dirigida bajo la visión estética del francés François Truffaut en 1966. Curiosamente, esta escalofriante distopía sobre una sociedad en la que se queman libros para erradicar la infelicidad había sido publicada por entregas en la conocida revista erótica Playboy.

El mecanismo que media en esta borradura del derecho a la vida es el estado de excepción, ese interregno durante el cual los gobernantes suspenden las leyes so pretexto de luchar contra fuerzas que amenazan con desintegrar la nación.

A menudo, los motivos detrás de una nueva adaptación de obras del filón político de Fahrenheit 451 debemos identificarlos mirando al sesgo. La obra, digamos, es sintomática de los problemas y las contradicciones que tensan el acontecer de una época. Esto lo cumple sin contratiempos la reciente adaptación que HBO estrenó el pasado sábado 19 de mayo. Dirigida por Ramin Bahrani y escrita por éste en coautoría con Amir Naderi, este filme depara una radiografía de las preocupaciones más subterráneas de nuestro tiempo. La historia se ocupa de Estados Unidos en un futuro cercano, en el que su élite gobernante ejerce el control desde el anonimato y por medio de biocontroles que, como queda visto, cubren un inventario de sofisticados dispositivos científicos y tecnológicos (neurofármacos, realidades virtuales y pantallas televisivas gigantes e interactivas). Y puesto que el destino manifiesto es ser feliz, los nuevos padres fundadores han resuelto que los libros deben ser quemados y, por qué no, los portadores de éstos también. Este estado de cosas, sin embargo, no es nada azaroso. Ha emergido de los traumas que dejó la Segunda Guerra Civil del país. Así que la cúpula vencedora se ha aprovechado del shock para instalar la idea de la felicidad como el triunfo ulterior de la existencia. Por eso, ha configurado un Estado policial en el que su perpetuo estado de excepción tiene como objeto quemar los libros, piromanía bibliotecaria que justifica con la falacia de que las ideas refutadas y contradictorias de sus pensadores sólo podrían procurarle desdicha a quien las lee. Le corresponde al capitán Beatty exponer con nitidez este razonamiento perverso: “Cada uno dice lo opuesto y eso hace que el hombre se encuentre perdido, se sienta más bestial y sólo que antes. Ahora, si no quieres que una persona se sienta infeliz, no le das ambos lados de un asunto”.

Si Michel Foucault concibió la sociedad contemporánea como una prisión en la que se disciplinan los cuerpos, Giorgio Agamben, en cambio, la piensa como un campo de concentración donde el bios se encuentra en manos del Estado. La figura clave en la teoría agambiana es el “Homo Sacer”, el individuo que es anulado como sujeto de derecho y se convierte en carne superflua, una materia que se puede exterminar con absoluta impunidad. El mecanismo que media en esta borradura del derecho a la vida es el estado de excepción, ese interregno durante el cual los gobernantes suspenden las leyes so pretexto de luchar contra fuerzas que amenazan con desintegrar la nación. Notemos que no hay nada más coherente con esto que la amenaza de Beatty cuando se dirige a los prisioneros: “Soy su juez y su tribunal”.

La noción básica del Homo Sacer la despliega Bahrani con plena confianza en la imagen, como cuando nos muestra que la identidad de los portadores de libros es borrada durante el castigo que se les inflige por TV en directo. Bahrani es lo suficientemente sutil para sugerir que en adelante la vida de estas personas no tiene ningún valor, y que pueden ser asesinadas por cualquiera al que se le antoje. Podemos imaginar alguien entre la audiencia matando a uno de los condenados sin que esto tenga consecuencias jurídicas pues, evidentemente, le segaría la vida a alguien que no existe. De cualquier forma, esto no puede resultarnos extraño, por cuanto se trata de una sociedad sentimental, azuzada constantemente por la posverdad que construyen los medios de comunicación interactivos del Estado. Hemos pasado de los minutos de odio de 1984 a los minutos de amor mientras se incineran libros o se masacran lectores. Un cuerpo se despelleja en las llamas mientras en la pantalla rascacielos alguien postea el sticker de un corazoncito o el de una carita feliz. Nada más tierno en el reino de la felicidad suprema.

A mi juicio, Bahrani alcanza un tono radiante que contrasta sobremanera con la estética fría y distante de la adaptación de Truffaut. Mejor aún, Bahrani conserva intacta esta característica de la novela de Bradbury, como lo constatamos en esta descripción del personaje Montag en el primer párrafo: “Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados”. Un poco más adelante también encontramos: “…al irse a dormir, sentiría la fiera sonrisa retenida aún en la oscuridad por sus músculos faciales”. Recordemos que uno de los modelos de Bradbury fue la quema de libros en la Alemania del Tercer Reich y que esto se acometió con efusivo espíritu comunitario y parrandero. Por esto, queda fuera de dudas que Bahrani acierta al hacer que Guy Montag (Michael B. Jordan) goce al entonar slogans pegajosos antes de expulsar fuego contra los libros y sus dueños.

La imaginación bienintencionada de las utopías, su proyecto, ya se ha dicho, contiene una uniformidad que sólo parece posible a través de cierta violencia simbólica, y hasta física.

Con todo y el estado de excepción, la cursilería y el buen ánimo de Montag, despojar a una persona del derecho a la vida requiere de su expulsión previa del dominio simbólico. Dicho con sencillez, la persona debe ser deshumanizada, conceptualización que se efectúa precisamente en el discurso. En este nuevo filme, el mecanismo conceptual para arrancarles la condición humana a los lectores de libros es la metáfora de la “anguila” o, para expresarlo con una nomenclatura más específica, la despersonificación, recurso homólogo que consiste en atribuirle a una persona rasgos de animales innobles. El especialista en genocidios de Genocide Watch Gregory Stanton nos proporciona la clave: la deshumanización representa el cuarto paso para el exterminio de un grupo social. La metáfora del tutsi “cucaracha” en el genocidio de Ruanda de 1994, así como la actual metonimia de “personas-botes” en la crisis de refugiados, conforman una fase previa a la materialización de la limpieza étnica o de un grupo social.

Las utopías renacentistas de Thomas More, Tommaso Campanella y Francis Bacon, son inconcebibles sin dos condiciones medulares: las taras experimentadas por Europa hasta entonces y la llegada de los europeos al continente americano. En primera instancia, no es exagerado decir que incluso la lectura más superficial de Utopía, de Thomas More, puede detectar una crítica disimulada a las tropelías del rey inglés Henry VIII. En segundo lugar, el recién encontrado continente americano representaba la posibilidad de establecer un orden social superior. No obstante la imaginación bienintencionada de las utopías, su proyecto, ya se ha dicho, contiene una uniformidad que sólo parece posible a través de cierta violencia simbólica, y hasta física. Para decirlo con el Todorov del ensayo La experiencia totalitaria, lo que este tipo de mesianismos no logra entender es la pluralidad y la diversidad de las aspiraciones humanas.

Aunque la utopía anuncia a la distopía como su antagonista, concedamos que, en rigor, no son complementarias ni intercambiables en el sentido opuesto, pues mientras que la primera se formula como un proyecto poco realizable a corto o a largo plazo, la segunda nos habla de la magnificación de los conflictos que han tenido lugar o que están en desarrollo en el momento de la enunciación del futuro distópico. Lo utópico es nuestro deseo de que un orden perfecto se materialice; lo distópico, nuestra llamada de auxilio para que la destrucción que experimentamos se detenga. Las utopías renacentistas nunca ocurrieron, salvo en la imaginación de sus creadores; en tanto que las distopías son la forma literaria en las que los autores vierten lo que observan en la realidad inmediata: Yevgueni Zamyatin cuenta el horror del Estado totalitario ruso en Nosotros; George Orwell alerta sobre las atrocidades del totalitarismo de corte estalinista en 1984; Aldous Huxley, nacido en el seno de una reputada familia de científicos, entrevé los peligros de la ingeniería genética y los neurofármacos en Un mundo feliz; la cosificación de la mujer toma su forma más abyecta en la pesadilla que Margaret Atwood ficcionaliza en El cuento de la criada; y el escritor venezolano Israel Centeno proyecta que los colectivos motorizados tomarán control del país en Jinete a pie, novela que se adelanta por poco al juvenicidio desatado por la dictadura carnívora de Nicolás Maduro en 2014 y 2017, con los colectivos motorizados actuando en coreografía con las fuerzas represivas del Estado, modus operandi adoptado por la dinastía Ortega para masacrar a la población de Nicaragua mientras escribo, con saldo de 70 personas asesinadas con balas que les atravesaron o la cabeza o el pecho, según informa una reciente crónica de Martín Caparrós.

Cómo no va ser nuestra posmodernidad un atolladero que hasta ahora parece insoluble. Cómo la ciencia ficción no va a producir obras que escenifiquen el estancamiento de las aspiraciones humanas, no así un estancamiento del desarrollo científico y tecnológico, como lo ejemplifica la reciente novela de culto a los años 80 Ready Player One, del escritor norteamericano Ernest Cline, en la que sus personajes se sumergen en una realidad virtual saturada de referentes culturales ochenteros a fin de evadir sus padecimientos de racismo, género, pobreza, condición de refugiado, por mencionar unos pocos conflictos. Qué decir de ese extraño subgénero de la ciencia ficción llamado steampunk, cuyas historias nos instalan en el pasado, en los albores de la era industrial, de la máquina de vapor. Dicho con los términos acordados por el sociólogo Zygmunt Bauman, esta nostalgia del pasado y su correspondiente borradura de expectativas de futuro se resumen en una retrotopía. Nos empeñamos en reproducir un pasado que será el único momento en el que nuestra existencia tuvo un verdadero significado.

En el curso que dictó en la Universidad de Belgrano a finales de los años 70, Jorge Luís Borges hizo notar que mientras muchos instrumentos son extensiones del cuerpo, el libro lo es de la imaginación. Según esto, quemar un libro sería, entonces, la aniquilación de la capacidad de trazar proyectos futuros, por lo que le concederíamos a otro la configuración de nuestro tiempo. Nos convertiríamos en la utopía del otro.

Todo se jodió.

Hombres que quieren quemar las hojas escritas por mujeres. Mujeres que desean ver arder las páginas rubricadas por hombres. Fuego va. Fuego viene.

Clarisse (Sofia Boutella) aporta un dato complementario a lo que discutimos arriba sobre la función del discurso en la sociedad distópica de esta versión de Fahrenheit 451: las lenguas de ese mundo globalizado han sido reducidas de 6.000 a 60. La obra del acortamiento del lenguaje por antonomasia es, a no dudarlo, 1984, cuya neolengua designa cualquier intento extraliterario por reducir la riqueza léxica, semántica, pragmática y discursiva, del lenguaje a un puñado de fórmulas vaciadas de significado y al servicio de la propaganda oficial. En su libro La muerte de las lenguas, el prominente lingüista David Crystal precisa que dentro de 100 años se perderá el 50% de las lenguas, esto es, 3.000 lenguas. Para entender la gravedad de esto, pensemos que entre el momento en que usted lea estas líneas y la semana siguiente habrá muerto otra lengua más. Por deslumbrador que sea este número, sin embargo, la muerte de una lengua nos debe preocupar porque se trata de la desaparición de mundos, de formas complejas e irrepetibles de conceptualizar la existencia. Crystal sentencia que la historia no la hace una visión del mundo, antes ella es la acumulación de mitos, leyendas, tradiciones, relatos, prácticas y una vasta experiencia cultural, que la humanidad ha recorrido. Bajo este lente, la muerte de una lengua es la muerte de la identidad, la memoria y de una diversidad que es central a la sobrevivencia de la especie. En términos estrictamente literarios, imaginemos, por ejemplo, que la lengua inglesa hubiese desaparecido un siglo antes de la llegada de los colonos a New England en 1620. Quizá hoy no tendríamos un poema como El cuervo, pero no sólo porque Edgar Allan Poe nunca habría nacido, sino, en principio, porque el sonido cavernoso final del “nevermore” no se conectaría fonética ni semánticamente con la fallecida “Lenore”. Y si a eso le sumáramos la hipotética extinción del español un poco después, tampoco habría existido un poema enormemente influido por la pieza de Poe: Flor, de Juan Antonio Pérez Bonalde, a quien seguramente el monótono y martirizante “nevermore” se le clavaba en el oído cada vez que pensaba en la hija muerta: “Flor se llamaba: / Flor era ella, / Flor de los valles en una palma, / Flor de los cielos en una estrella, / Flor de mi vida, Flor de mi alma”. Nunca más.

El profesor de literatura clásica Coleman Silk, protagonista de La mancha humana, novela del recién fallecido Philip Roth, se encuentra un día en medio de un escándalo al ser acusado de racismo por haber preguntado si un par de alumnos, ausentes hasta ese momento, tenían existencia sólida o de negro humo. Para su infortunio, uno de los alumnos era negro y lo tomó como un desaire a su color de piel. Es evidente que este caso representa un problema de lectura, pues el muchacho no debió haber proyectado sobre sí esa correspondencia de la metáfora del “negro humo” a sabiendas de que el profesor nunca lo había visto. Como buen lector de nuestro tiempo, Roth se adelantó a nuestros días de hipercorrección política, que ya recuerdan al chiste (aunque verosímil) de que en la Inglaterra victoriana se evadía nombrar hasta las patas de las sillas para no incurrir en obscenidades. Un ejemplo real que viene al caso es la reciente censura de la gran novela de Mark Twain Las aventuras de Huckleberry Finn, debido a que usa la palabra peyorativa “nigger”.

Hombres que quieren quemar las hojas escritas por mujeres. Mujeres que desean ver arder las páginas rubricadas por hombres. Fuego va. Fuego viene. Llamas que se devoran entre sí. Intentan emular al Montag de la novela: “…conviértelos en ceniza y, luego, quema las cenizas”. Otro ejemplo paradigmático reciente lo hallamos en el escritor Junot Díaz, sobre cuyas obras pesa la amenaza de la hoguera tras ser acusado de abuso sexual. Desde el ángulo que lo entiendo, la tentación del fuego, de echar al horno la genial novela La maravillosa vida breve de Oscar Wao y los volúmenes de cuentos Los boys y Así es como la pierdes, surge de un par de ideas equivocadas: que alguien dedicado a las letras es una persona inherentemente buena y que la obra literaria equivale a quien la escribe.

En relación con lo primero, se dirá que la ingenuidad es mía por creer que otro se forma tales expectativas de la literatura, que quizá estoy proyectando una romantización personal de la literatura para entender la reacción de otros contra determinados autores. Sin embargo, lo que me propongo apuntar es algo más radical: detrás de un grueso número de obras artísticas, provengan de la literatura, el cine, la música, la pintura o de cualquier otra manifestación, se esconde una historia de dolor, crueldad y conflictos interpersonales e ideológicos. No estoy seguro de obras que se hayan creado en un estado de ánimo de pleno sosiego y pureza de corazón. Por el contrario, me sobran ejemplos de obras maestras que esconden una fundación violenta, ya se trate de una violencia física o simbólica. Un caso ilustrativo tuvo lugar hace 55 años, durante el rodaje de una de las obras maestras totales del cine: Los pájaros, de don Alfred Hitchcock. Se sabe ampliamente del trato hostil del director inglés para con Tippi Hedren, la actriz que dio vida a Melanie, el personaje femenino central. El episodio más infame ocurrió en la escena del desván, cuando Hitchcock empleó aves reales para el ataque contra ella. A propósito de esto, la feminista Camille Paglia escribe:

Cabe preguntarse si esta manera desdeñosa de tratar a la estrella era un acto de sadismo por parte de Hitchcock. Era obvio que la salud y la seguridad de Hedren se hallaban en peligro. Teniendo en cuenta su estado de colapso total, el médico le prohibió volver al plató. Fue preciso detener el rodaje del filme durante una semana (la primera emergencia médica en una película de Hitchcock). “Torturen a las mujeres”, había dicho una vez en broma el cineasta citando a Sardou.

Naturalmente, no me propongo defender el comportamiento de Hitchcock, sino demostrar que si hemos de usar categorías morales para juzgar a los escritores, lo que supondría la exclusión posterior de esta o aquella obra literaria, toca hacer una revisión exhaustiva, con resultados que podrían ser devastadores, pues posiblemente estemos obligados a borrar casi la totalidad de la historia de la literatura. Esta práctica, por supuesto, no admite medias tintas, nada del “ojos que no ven: corazón que no siente”, pues sería muy poco consistente sustentarse en categorías morales, para más tarde ejercer el relativismo moral. Podemos conjeturar que si adhiriésemos esta orientación, toda teoría literaria, por diversa que sea, perdería relevancia y, en consecuencia, cedería paso al estudio biográfico de los autores. Toda aproximación a la literatura se haría bajo el axioma: dime cuán impoluta es la vida del escritor y te diré cuánto vale su obra.

Los escritores son creadores de mundos de ficción (entendiendo este concepto en el sentido amplio que le da Terry Eagleton en El evento de la literatura) de forma y contenido tan suficientes que se hacen autónomos.

Supongo que no soy el único al que le echan en cara que no practica en su vida lo que está en los libros. He perdido la cuenta de las veces que me lo han escupido con la mirada del pugilista que sabe que su contrincante nunca se recuperará durante el countdown del referee. Knock-out. ¿Cuál es exactamente la enseñanza que debo extraer de los mundos de ficción de Edgar Allan Poe? ¿Qué debo aprender al leer la novela de ciencia ficción Annihilation, de Jeff Vandermeer? ¿Cuál es el mensaje de la novela Space Invaders, de la escritora chilena Nona Fernández Silanes? ¿Qué moraleja encierran los caligramas de Apollinaire? ¿Qué debo extrapolar a mi vida desde los cuentos de locura, amor y muerte de Horacio Quiroga? Estas preguntas extraviadas sólo pueden formularlas quienes creen que los escritores son moralistas, sermoneadores que desde el púlpito ordenan a la masa de fieles, modelos inmaculados y, por tanto, superiores al lumpen que lee sus libros en búsqueda de instrucciones para asumir la existencia. La verdad es que los escritores son humanos, demasiado humanos, y lo que leemos son sus miserias y las voces demoníacas que no les dan tregua. Escribir es una de las formas del exorcismo.

Desde el ideario platónico de una república sin poetas hasta el día en el que nos encontramos, han nacido y muerto innumerables filósofos, se han luchado las más cruentas batallas entre naciones, han eclosionado y levantado portentosos imperios, y ha habido un salto inconmensurable de la ciencia y la tecnología, pero sigue existiendo la literatura cualesquiera sean el género predominante y los géneros heterogéneamente distribuidos en la época. Mantengo que esto se debe precisamente a la complejidad que le es consustancial a la literatura. Los escritores son creadores de mundos de ficción (entendiendo este concepto en el sentido amplio que le da Terry Eagleton en El evento de la literatura) de forma y contenido tan suficientes que se hacen autónomos, y hasta se independizan de sus autores y de la época que los vio nacer.

Preguntémonos a quién se le ocurriría valorar la obra de Jorge Luis Borges por el hecho de haber sido homenajeado por el dictador chileno Augusto Pinochet. Quien lo hiciera sería acusado de usar su sesgo ideológico para juzgar malintencionadamente la obra del escritor argentino. Las andaduras de los escritores es puesta bajo el escrutinio de sus contemporáneos, pero las generaciones futuras mirarán sus obras desde otro lugar. Hoy, pocos se preocupan por si Alicia en el País de las Maravillas fue escrita por un pedófilo. En lugar de esto, millones de lectores han disfrutado de la imaginación fecunda y de los ingeniosos juegos lingüísticos articulados por el matemático Lewis Carroll. ¿O acaso debemos erradicar de la lengua inglesa un concepto (pormanteau word) suyo tan útil y común como “brunch” (breakfast+lunch)? Supongo que un moralista genuino hará parrilla con esta invención de Carroll.

Eso sin contar que aunque damos por sentado que la moral (nuestra) siempre está claramente definida y tiene un rango universal, ella cambia al ritmo en el que cambian las culturas e, incluso, se distribuye heterogéneamente dentro de ellas. Dos casos útiles para ilustrar este punto son la propuesta de reducción de la edad de matrimonio de una mujer a 9 años, en la actual Turquía de Erdogan, y la idea de Occidente de que la adultez debería empezar a los 24 años, en razón de que los jóvenes no están interesados en casarse a temprana edad. En cualquiera de los casos, estamos frente a una posible modificación de los conceptos “niñez”, “juventud”, “adultez”, “pedofilia” y, desde luego, de un conjunto de estatutos legales y aparatos culturales que se derivarán de estas transformaciones. En síntesis, las generaciones futuras encararán nuevas construcciones de la moral.

No hay texto neutral, pues el autor escribe desde la particularidad de una cultura y una matriz ideológica que permean cuanto firma.

En el filme La librería, dirigido por Isabel Coixet y basado en la novela homónima de Penelope Fitzgerald, no hay nada fortuito en la convivencia de las novelas Fahrenheit 451 y Lolita, de Vladimir Nabokov. Ambas son claves para la transformación de Mr. Brundish (Bill Nighy), como suavemente lo sugiere Coixet a través de la capacidad comunicativa de las imágenes y un estupendo uso de la elipsis. Al inicio, el viudo Brundish quemaba libros y se decantaba sólo por obras y biografías de escritores que fueran buenas personas. ¿Se habrá imaginado Brundish a sí mismo como Montag incendiando cuanto escritor y obra no le apeteciera? ¿Entendió las implicaciones que esta piromanía podría tener en el futuro? ¿Cayó en cuenta de lo que podría suceder si la piromanía fuese una política de Estado? Eso nos lleva directamente a Lolita (obra que previsiblemente aparece en las llamas fotografiadas en el Fahrenheit 451 de Truffaut y también en el de Bahrani), por cuanto su protagonista Humbert Humbert ha sido señalado como un pedófilo embellecido por la diestra pluma de Nabokov. A contracorriente de lo que esperamos, Brundish estima a Lolita como una obra brillante y por eso le recomienda a Florence (Emily Mortimer) que la venda en su librería. Minutos más tardes, veremos que él se siente atraído por ella, por lo que es dable pensar que, visto que él supera el doble de su edad, al leer Lolita debe haber visto algo muy suyo en la historia de Humbert Humbert. La prosa de Nabokov se le debe haber grabado como le pasa a Montag en la novela: “…sólo tuvo un instante para leer una línea, pero ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero”.

La cuestión sobre qué hacer si no hemos de descargar el lanzallamas contra las obras que, a nuestros ojos, contienen representaciones perniciosas de grupos sociales, o cuyos autores incurren en actos lacerantes de la dignidad humana, ha sido respondida tiempo atrás por las corrientes contemporáneas de la lectura: debemos desarrollar la literacidad crítica. Quien lee críticamente entiende que el significado no se encuentra en un texto que debe decodificar y del cual debe extraer significado tras sumar sus partes y seguir sus reglas combinatorias; entiende que tampoco se trata de representar las imágenes que el escritor transpuso en las páginas, que no es un asunto de aportar su conocimiento previo y poner en marcha diversos procesos cognitivos que lleven a una interpretación de los supuestos del autor; en cambio, un lector crítico entiende el texto como un discurso, a saber, como un constructo sociocultural. En una palabra, entiende que no hay texto neutral, pues el autor escribe desde la particularidad de una cultura y una matriz ideológica que permean cuanto firma. Un texto, además, es un macroacto de habla, esto es, se escribe con una intención. Dicho con la metáfora orientacional sugerida por el lingüista Daniel Cassany, un lector crítico encuentra el significado tras las líneas, no en las líneas ni entre las líneas, como emplazaban las teorías de lectura anteriores. De acuerdo con Cassany, urge leer críticamente por las siguientes razones: Internet, la democracia, la multiculturalidad y la ciencia y la tecnología.

Es irreversible. Internet seguirá entre nosotros. Por primera vez en la historia nos encontramos cerca de la idea borgiana de una biblioteca de Babel infinita. Nunca antes tuvimos a nuestra disposición tantos textos, textos que a través de hipervínculos remiten a más y más textos. Está al alcance de la mano de cualquier persona crear un blog o una página web. A diario se sube y se descarga cualquier tipo de material escrito. Si abominé el último libro de Los juegos del hambre, puedo crear mi propia versión en fanfic y ponerla a circular en la red. En tal sentido, un lector crítico, por ejemplo, se fija si el post de un blog tiene una firma. Igualmente, averigua cuál es la afiliación ideológica del articulista o de la página web. Se pregunta qué se propone el escritor al decir lo que dice o por qué omite información, mientras que otra la enfatiza y reitera. En última instancia, un lector crítico resiste la subcultura del “like”, que condena al destierro a todo el que no comulgue con sus ideas. No hay nada que conmine más a un likero a preparar las brasas que le hayan negado likes.

A la democracia le es inherente el flujo y la diversidad de textos. Este sistema de gobierno es inconcebible sin la libertad de expresión. Una sociedad en la que se quemen libros está de espaldas a este fundamental principio democrático. Pero el precio a pagar por esta libertad es que habrá escritores que deslicen al espacio público sus programas ideológicos sesgados. De allí que la lectura crítica sea fundamental. Por ejemplo, no nos toma por sorpresa que los políticos evadan rendirle cuentas a la ciudadanía, o que le endosen los problemas a sus opositores o a fuerzas externas. Para un gobierno, siempre sería más tentador encuadrar como una “guerra económica” la crisis social, política y económica que causó por su corrupción e ineptitud. En una palabra, se aprovecharía de recursos del lenguaje para encuadrar la situación y así cargarle la responsabilidad a los opositores. Impondría a través del discurso una realidad a su conveniencia. Es por eso que leer críticamente la política nos atañe a todos.

De manera análoga, la lucha de las minorías por lograr sus derechos encontrará continuos escollos. Un misógino no dirá directamente que odia a las mujeres. Hará como el tío Charlie Harper de Two and a Half Men cuando replantea que él, al contrario, es un “prosógino”. La triquiñuela lingüística del prefijo le sirve a Charlie para representarse a sí mismo como un defensor de los derechos de la mujer. Así las cosas, ni el xenófobo ni el racista admitirán que lo son. En lugar de esto, usarán una serie de recursos que deben ser atajados con criticidad.

Uno de los desafíos que los ciudadanos del mundo contemporáneo tienen al frente es la asimetría entre el control del Estado sobre la ciencia y la tecnología más sofisticadas y el escaso conocimiento que los ciudadanos tienen de ambos componentes.

La globalización, por su parte, nos ha permitido disponer de textos en otras lenguas de manera más rápida y cuantiosa de lo que podíamos hacerlo tan sólo unas décadas atrás. Un mundo globalizado demanda la formación de lectores plurilingües. A diario, por nuestras manos o frente a la pantalla pudiesen pasar textos procedentes de Argentina, España, Francia o Alemania, que podrían causarnos confusión de no estar familiarizados con las formas de cortesía, los giros retóricos o los conceptos arraigados en la cultura propia de los autores. Un lector crítico tiene plena conciencia de que transita un campo minado cuando de textos escritos en lenguas foráneas se trata. No quemará, sino que estará atento para evitar gazapos.

Por último, cada vez más la ciencia y la tecnología se han convertido en disciplinas esenciales en la cotidianidad de la vida contemporánea. Son pocas, poquísimas, las actividades de nuestro día a día que se encuentran fuera del radio cubierto por ambas. Sin embargo, se abre paulatinamente una brecha insalvable entre el individuo y el conocimiento de cómo éstas operan en los dominios más básicos de su existencia. Sus funcionamientos nos resultan de tal opacidad en razón de su complejidad consustancial. Un ejemplo elemental de esta situación la pone en escena el filme protagonizado por George Clooney, Money Monster. Acá, un hombre en bancarrota irrumpe en la mitad de la transmisión de un programa televisivo de finanzas y secuestra a su conductor para exigirle que le explique cómo funciona el tinglado bancario que lo llevó a la ruina.

Esto, ya se ve, no escapa de la política. De hecho, uno de los desafíos que los ciudadanos del mundo contemporáneo tienen al frente es la asimetría entre el control del Estado sobre la ciencia y la tecnología más sofisticadas y el escaso conocimiento que los ciudadanos tienen de ambos componentes, por no hablar de la falta de recursos para su adquisición a fin de entablar algún desafío cuando el Estado se salga del carril democrático. Un ejemplo a la mano lo ofrece una aplicación creada por el gobierno chino que todo ciudadano deberá instalar en su teléfono celular al mediar el año en curso, ya que será un requisito indispensable en todo lugar del territorio nacional. La aplicación se conectará con 20.000.000 de cámaras a lo largo del país y permitirá clasificar a la población de acuerdo a sus deudas, grupo ideológico, relaciones familiares y de amistad, entre otros. Así que quien mantenga vínculos con alguien que el Estado chino considere uno de sus enemigos está propenso a perder los beneficios que éste otorga.

“Una biblioteca narra la vida de una mente”, escribe Juan Villoro en Espejo retrovisor, lo que nos resulta complementario para dilucidar el problema de la tentación de hacer que las llamas devoren libros incómodos. Quienes censuran Las aventuras de Huckleberry Finn por contener la palabra “nigger” actúan de manera tan absurda como lo hace Beatty en la versión de Bahrani (Truffaut sugiere esta idea con el clásico de Daniel Defoe Robinson Crusoe), cuando se lo muestra a Montag en el segmento de la mujer que prefiere quemarse junto a su biblioteca. Pretenden establecer un mundo feliz al borrar con el fuego un antagonismo real del pasado y que en algunos lugares se extiende hasta el presente. Como Stalin con las fotos en la época de las purgas, prefieren la violencia de la tachadura y la falsificación de un pasado que, al contrario, debería servir de modelo para entender y reparar el presente. Un lector crítico no es un burócrata del Ministerio de la Verdad de 1984, afanado en reescribir un pasado para moldearlo a su conveniencia. Nos duela o no, el pasado histórico existió y, al igual que la memoria personal o como parte de ella, nuestra identidad se sustenta en él. Los libros narran la mente de los escritores y su tiempo. Son ventanas a las formas de ser, estar y hacer en culturas y épocas particulares. Todo esto lo sabe muy bien un lector crítico, y es por eso que explora los mundos de la ficción con la lucidez suficiente como para detectar las representaciones dañinas de los grupos sociales, pero también sin la tentación de monopolizar la interpretación, puesto que sabe que, al final, esto es otra de las formas de quemar. Hay espacio suficiente en la literatura para las lecturas psicoanalíticas, feministas, sociológicas, ecológicas, cognitivistas, deconstructivistas y demás. Pongámoslo así: dice Beatty en la novela: “A la gente de color no le gusta El pequeño Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incómoda con La cabaña del tío Tom. A quemarlo”. Sin embargo, esta última novela, escrita por Harriet Beecher Stowe, y considerada como una de las promotoras de la Guerra Civil norteamericana por su alegato contra la esclavitud, se convirtió en uno de los más hirientes insultos a los afroamericanos, pues la interpretación que éstos hacen de la novela es que el tío Tom es un sumiso que no los representa. Ser un tío Tom equivale a ser un pusilánime que se arrodilla ante el amo. Como se ve, una misma obra puede producir interpretaciones tan diversas que incluso aquellos a quienes se supone que defiende pueden interpretarla como una afrenta.

Los mundos de ficción son complejos: rotan, se trasladan, se voltean, giran más rápido que otros, o se mueven sin dilación en la dirección contraria.

En la novela, Beatty le aconseja a Montag con su retorcido razonamiento: “Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno. O, mejor aún, no le des ninguno”. Entre tanto, leemos en una obra venezolana sobre el fuego, Asfalto-infierno y otros relatos demoniacos, de Adriano González León: “En los últimos veinte años yo aprendí mis derechos ciudadanos. Es por eso que estoy aquí. Me dijeron: la alpargata fue el calzado que lució la condesa Margarita. Canta… y yo canté. Vota… y yo voté. Es así como pueden explicarse mi apostura extraordinaria. Mi emoción. Soy un muchacho. Estos son músculos bien ganados en la industria petrolera”.

El artista chileno Javier Toro Blum le prendió fuego a 800 ejemplares del remarcable ensayo El libro tachado, del genial Patricio Pron, adquiridos especialmente para su nueva exposición. Así pues, las diversas formas de tachadura que recorre el escritor argentino ahora empiezan desde la propia materialidad chamuscada del libro. Ardor en cuerpo y alma.

Prometeo roba el fuego de los dioses y crea el hombre; mientras frente a una audiencia a ratos desdeñosa, en principio por los muchos religiosos entre ella, el astrónomo Carl Sagan calcula que el Sol engullirá la Tierra dentro de 7.000 millones de años. Fuego, origen de la cultura y su culminación. Llamas-alfa, llamas-omega.

Un verso de la canción de Billy Joel de epígrafe en esta nota pudiese describir el nudo gordiano de nuestra especie: “But when we are gone it still burn on and on and on…”.

Maikel Ramírez
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