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The Matrix: el desierto de lo real veinte años después

jueves 21 de marzo de 2019
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“The Matrix”, de Andy y Larry Wachowski
Podemos calibrar el impacto de The Matrix a la luz de los más diversos estudios, que van desde la representación de Neo como una figura cristiana (un mesías que muere, resucita y se eleva al cielo) hasta los filosóficos, con orientación existencialista, o que establecen paralelismos con la caverna de Platón.

Un sucinto recuento de eventos prueba que nuestro mundo ha sido transformado rotundamente desde aquel 1999 cuando el filme The Matrix se estrenó: un grupo de terroristas islámicos derribó el World Trade Center; la Guerra de Irak y la Primavera Árabe arrasaron con los tiranos Husein, Mubarak, Gadafi, Ben Ali y Abdalá Saleh; Arabia Saudí le concedió la ciudadanía a la androide Sofía; el japonés Akihiko Kondo contrajo matrimonio con un personaje de la realidad virtual; nuestra cotidianidad resulta inconcebible sin Internet y la comunicación vía redes sociales; la Big Data y el algoritmo amenazan con conocer a los individuos más de los que ellos se conocen a sí mismos, a tal punto de hacerlos totalmente transparentes, y los hermanos Andy y Larry Wachowski, directores del filme, cambiaron de género y se convirtieron en Lana y Lilly. Por entonces, esta obra maestra finisecular ejercía su influjo sobre la cultura popular, como lo hizo con el bullet-time del video Freak on a Leash, de la banda de rock Korn, pero también lo extendía hacia los artefactos culturales del siglo que estaba a punto de iniciar, como es dable reconocer en el puntapié suspendido en el aire mientras que la cámara gira en redondo en Shrek y en el estilo visual de algunos segmentos de acción del filme Swordfish, de Dominic Sena. También podemos calibrar el impacto de The Matrix a la luz de los más diversos estudios, que van desde la representación de Neo como una figura cristiana (un mesías que muere, resucita y se eleva al cielo) hasta los filosóficos, con orientación existencialista, o que establecen paralelismos con la caverna de Platón, como lo han emprendido profesores de la Upel Maracay, entre ellos Rolando Núñez, Illich Sánchez y Jhoerson Yagmour. Pretendo arrojarme a la búsqueda de las reverberaciones de este filme a día de hoy, en un mundo fustigado por la posverdad y con la fase poshumana tocando nuestras puertas.

 

 

El reciente filme distópico Máquinas mortales, de Christian Rivers, se ambienta en un futuro posapocalíptico en el que la población del mundo se distribuye en gigantes islas rodantes. Jonathan Swift, por su parte, descreyó la sociedad ideal con su invención de la isla flotante Laputa, una de las tierras que componen su demoledora sátira Los viajes de Gulliver. Esta desconfianza, digámoslo así, es la antiherencia del sueño utópico que albergó Thomas More con una isla donde acabarían la plaga, la injusticia y, sobre todo, la política desafiante del rey inglés Henry VIII, cuya separación de la Iglesia Católica iniciaba poco después una época de inestabilidad y violencia en Inglaterra. La Utopía de More dependía de las nuevas tierras americanas para proyectar una extraterritorialidad donde la felicidad sí estaba al alcance. Más allá del terruño, para More, había unas coordenadas geográficas donde se podía vivir a plenitud.

Era 1999 y el filme The Matrix tampoco se fiaba de la utopía de More ni del progreso tecnocientífico, cuando contaba que la humanidad se encontraba completamente engañada, pues realmente era el año 2199 y la Tierra estaba destruida.

Hoy, sin embargo, entendemos que, entretanto las utopías son proyectos irrealizables, las distopías se han instalado entre nosotros. De manera que estas obras, cuando mucho, hiperbolizan lo que al final se convertirá en realidad. Con 1984, pongamos, George Orwell no sólo describe el comunismo estalinista, sino que advierte sobre los peligros que acechan cuando el Estado totalitario dispone de una sofisticada tecnología para controlar a la población. More murió decapitado sin ver su proyecto hecho realidad y quizá sin sospechar que nunca sucedería; George Orwell, en cambio, padeció el comunismo, y podría darse por satisfecho de que atinó con sus telepantallas si viviese para ver cómo en la China de Xi Jinping los ciudadanos son clasificados mediante una aplicación en sus teléfonos, al tiempo que veinte millones de cámaras distribuidas en la nación los vigilan sin tregua.

En clarísimo contraste con More y el Renacimiento, somos herederos directos del positivismo científico, lo que comporta la insoluble escisión de creer, por una parte, que el progreso a través de la ciencia y la tecnología es factible y, por la otra, que precisamente tras éstas nos aguarda la aniquilación de nuestra especie, acaso la del planeta entero. Hace poco, por ejemplo, el Doomsday Clock, aparato que desde la Guerra Fría da cuenta del posible fin de la humanidad, se acercó un poco más hacia la medianoche, forma metafórica de conceptualizar nuestra extinción.

Era 1999 y el filme The Matrix tampoco se fiaba de la utopía de More ni del progreso tecnocientífico, cuando contaba que la humanidad se encontraba completamente engañada, pues realmente era el año 2199 y la Tierra estaba destruida. La normalidad de la vida, por tanto, sólo formaba parte de un programa de simulación instaurado por inteligencias artificiales que nos vencieron en una guerra hacia el final del siglo XX. Bajo la superficie de la cotidianidad, subyacían cultivos de seres humanos cuya energía corporal, al estar bloqueada la luz solar, nutrían a las máquinas gobernantes. Esta sociedad, sin embargo, también producía sus desarraigos. Esto lo sufría Neo (Keanu Reeves), hacker que en la mañana intentaba infructuosamente llevar una vida normal, con un trabajo de oficina análogo al sinsentido kafkiano. Pronto sería desconectado por Morfeo (Laurence Fishburne), quien junto a Trinity (Carrie-Anne Moss) y otros rebeldes habían esperado el regreso del mesías (the One), el hombre que, según lo dictaba el oráculo, liberaría a la humanidad de The Matrix.

En su provocador ensayo Homo deus: breve historia del mañana, Yuval Noah Harari conjetura que el predominio del algoritmo y la inteligencia artificial empujará a la humanidad a prolongadas inmersiones en realidades virtuales. Imaginemos, ahora, lo que esta tecnología podría significar en manos de un Estado totalitario como el chino, el cual, según el experto en inteligencia artificial Kai-Fu Lee, cohabita con la industria privada en proyectos de notable envergadura tecnocientífica. The Matrix se adelantaba a este escenario al prescindir de islas físicas como la de More para plantear en su lugar que el aislamiento puede ser mental si se cuenta con el dispositivo tecnológico apropiado.

The Matrix se anticipaba a nuestro tiempo y el que vendrá cuando, según afirman Harari y Byung Chul-Han, la inteligencia artificial conocerá a una persona más de lo que ella misma puede hacerlo.

En el peor de los casos, si queremos entender plenamente el funcionamiento del programa de simulación de este filme, debemos poner nuestro foco sobre un personaje que, claro está, nos resulta aborrecible por ser el traidor de los rebeldes: Cypher (Joe Pantoliano). Éste, aunque sabe que la carne que come junto al agente Smith (Hugo Weaving) es irreal, la prefiere a la comida que tienen a bordo de la nave Nabucodonosor. Cypher no soporta el desierto de lo real. Sabe que una vez que lo reincorporen al programa no recordará nada. Podrá continuar su vida conectado y al final morirá feliz sin haberse percatado de que lo que experimentaba era una ilusión, pues el programa le estimulará el cerebro lo suficiente como para que su cuerpo perciba todo lo contrario. Una asociación literaria para remarcar este punto se muestra en la novela Ready Player One, de Ernest Cline, donde la pobreza, la inmigración, los problemas de identidad y cualquier otra tara que padecemos, y que se podría magnificar en el futuro, se resuelve con Oasis, una realidad virtual en la que todo esto desaparece, puesto que las fantasías y los deseos de los individuos se materializan. Esta realidad a la carta tiene un desenlace improbable en la adaptación al cine realizada por Steven Spielberg, cuando Wade decide cerrar Oasis dos días a la semana con el propósito de que la población no pierda el contacto con la realidad. Para nosotros, este exabrupto equivaldría a la desactivación de Facebook, Twitter, Instagram, LinkedIn, YouTube y demás portales y redes sociales en las que interactuamos a diario. Tengamos claro que no sólo se trata de que ellas forman parte esencial de nuestra realidad, sino del hecho más básico y trascendental de que constituyen factores centrales en la subjetivación de las nuevas generaciones. En una palabra, hemos alcanzado el punto en el que se deviene un sujeto mediante estas tecnologías.

Otra semejanza entre The Matrix y Ready Player One reside en que ambas ofrecen lo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman denominó retrotopía, a saber, una realización utópica hacia el pasado, visto que los individuos se encuentran amarrados psíquica y sentimentalmente a una etapa anterior de sus vidas en la que se sintieron vivir a plenitud, sea esta la infancia, la adolescencia o cualquier otra. Así pues, mientras en Ready Player One la realidad virtual está configurada para revivir la década del ochenta, The Matrix le deja a la gente sentirse parte de la década del noventa sin la menor noción de que se encuentra en un mundo en los albores del siglo XXIII.

Un personaje del filme Brexit: una guerra incivil, de Toby Haynes, dice que mediante algoritmos se puede saber muchísimo de las personas. El agente Smith, por su parte, le explica a Morfeo que hubo intentos de programas anteriores, pero que fallaron por no entender la naturaleza humana. The Matrix se anticipaba a nuestro tiempo y el que vendrá cuando, según afirman Harari y Byung Chul-Han, la inteligencia artificial conocerá a una persona más de lo que ella misma puede hacerlo. Y todo esto dependerá de la acumulación del Big Data y de los algoritmos necesarios para hacer a la humanidad completamente transparente.

 

 

La polémica tesis de Nick Bostrom es que en realidad todos podríamos ser parte de un programa de simulación. A la luz de The Matrix, este filósofo inglés conjetura que una civilización avanzada pudo haber desarrollado una tecnología con la capacidad de almacenar todo lo que se encuentra registrado en nuestro cerebro. A fin de cuentas, a juzgar por los avances de la ciencia, entre ellas la ciencia cognitiva y la inteligencia artificial, nada parece constreñir este desarrollo. De hecho, una de las proyecciones del más reciente ensayo del físico teórico Michio Kaku, El futuro de la humanidad: la colonización de Marte, los viajes interestelares, la inmortalidad y nuestro destino más allá de la Tierra, es que la humanidad podrá visitar planetas remotos tras un viaje de poco tiempo, ya que lo hará como forma de energía contenida en un computador que activará un avatar a través del que asumiremos forma corpórea en el planeta de destino. Kaku propone el desarrollo de cuatro civilizaciones: 1) una que use toda la energía solar que llega al planeta; 2) otra que use toda la del Sol; 3) otra que use la de todo el Sistema Solar, 4) y finalmente una que alcance a manipular energía extragaláctica, es decir, una que le permita a la humanidad depender sólo de la energía que produce para mantenerse en una biósfera absolutamente autónoma. La razón de todo esto es sencilla: la sobrevivencia de la especie cuando el planeta sea destruido y esto alcance al propio universo.

¿Qué pasaría si descubriésemos que vivimos en una realidad virtual? absolutamente nada, puesto que, como Neo, seguiríamos sintiendo que el aire que respiramos es verdadero; o, como Cypher, nuestro paladar nos informaría que el trozo de bistec que masticamos está jugoso. Cualquier contacto con otro cuerpo sería igual de perceptible en la medida en que nuestro cerebro se activaría y le mandaría las señales a los nervios que se extienden por todo el cuerpo. ¿Y si alguien muriese y descubriese que en efecto existe un cielo después de la vida? Bostrom estima que esto podría ser una fase adicional del programa de simulación. Sostiene, en última instancia, que cuando probemos nuestros programas de simulación tendremos la evidencia conclusiva de que el argumento de la simulación es muy probable.

 

 

“No trates de doblar la cuchara. Es imposible, pues no hay cuchara”, le dice un niño a Neo cuando se encuentra visitando el oráculo. Una reformulación valdría decírsela a un seguidor de Nicolás Maduro, como la youtuber española Arantxa Tirado: “No trates de luchar contra la guerra económica. Es imposible, pues no hay una guerra económica”. The Matrix es antes que nada un asunto del lenguaje y de los conceptos. O simplemente podemos llamarlo la virtualidad del lenguaje. Y, a no dudarlo, a una sociedad fascista le es connatural la virtualidad del discurso bélico.

Es más fácil, en síntesis, pensar que no se consiguen los alimentos porque alguien muy malvado los esconde que atribuirle su causa a un sistema socialista.

Corría el año 2013 cuando sin más preámbulos Nicolás Maduro le atribuyó la crisis económica del país a la “guerra económica”. Que se recuerde, no hubo una declaración de guerra similar a la del 11 de diciembre de 1941, cuando Hitler y Mussolini le declararon la guerra a Estados Unidos, a lo que este país respondió de manera recíproca. Tampoco nadie divisó mil naves, como las que canta Homero en La Ilíada, ni siquiera una cantidad menor a esa. Como en el caso del Gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas, cuya cabeza puede flotar sin cuerpo, Maduro habló de una guerra sin evidencia que la sostuviera. Se trata de un caso único en el que la existencia de la guerra la detectó una sola persona. Las pruebas señaladas tenían este tenor tautológico: había escasez y desabastecimiento debido a que existía una guerra económica, y había una guerra económica debido a que había escasez y desabastecimiento.

La crisis generada desde el propio gobierno por la corrupción rampante, la destrucción de la dinámica productiva, la fuga de divisas como en el caso Cadivi, el saqueo de las empresas expropiadas por el Estado y la desprofesionalización de las instituciones públicas, eran encapsuladas en el recurso simplificador de una guerra. Puesto que no podemos tomar la guerra en un sentido literal, queda considerarla como una metáfora conceptual que cumple dos funciones primordiales, sugeridas, ha de suponerse, por algún Think Tank: a) las razones de la crisis son complejas y abstractas, así que es mejor para el cerebro atribuírselas a algo muy concreto y mejor si tiene un rostro de persona. Es más fácil, en síntesis, pensar que no se consiguen los alimentos porque alguien muy malvado los esconde que atribuirle su causa a un sistema socialista; b) la metáfora asigna roles. En esta guerra, por ejemplo, el pueblo es la damisela indefensa, la oposición (Colombia, Estados Unidos, y quien quepa acá) es el villano inmoral e irracional, y Maduro, ni más faltaba, es el héroe salvador del cosmos. Como en The Matrix, este recurso conceptual se ha ramificado en la realidad a tal punto que se ha mantenido un estado de excepción desde 2016, existe un “bono de guerra económica” para pensionados, se ha encarcelado a comerciantes y legitimado el saqueo de sus establecimientos, y ya ni hablemos del desfile de guerras que ni siquiera en la Segunda Guerra Mundial se habrían imaginado: guerra del petróleo, guerra del pan, guerra del transporte, guerra psicológica, guerra eléctrica y hasta la guerra memística. En este sentido, si el gobierno provocara el colapso de las carreteras, no pasaría mucho cuando le atribuiría la causa a una guerra asfáltica o a una guerra vial.

 Lo que decididamente se debe tener claro acá es que este recurso le sirve al gobierno para escurrirse de sus responsabilidades, mientras que aprovecha para deshacerse de sus opositores. El más reciente ejemplo es el del periodista y activista de los derechos humanos Luis Carlos Díaz, a quien mantuvieron encerrado por unas horas tras ser acusado de corresponsable del apagón nacional, pero que saldría bajo libertad condicional imputado de incitar a delinquir. Así pues, a quienes usan la virtualidad del lenguaje poco les importa afirmar que tienen pruebas de un delito y después desdecirse, pues son maestros en el reacomodo de los escenarios virtuales.

El gobierno nunca dará cuenta exacta de la guerra, porque no existe. Siempre postergará su victoria a un futuro inexacto. Y, en similitud al Ministerio de la Verdad de 1984, pretende ahora usar retroactivamente las sanciones que Estados Unidos impuso sobre miembros de la nomenklatura, cuando es sabido que éstas se impusieron en 2016, en tanto que el discurso de guerra económica, ya vimos, las antecede por tres años.

Como lo vio Tzvetan Todorov en La experiencia totalitaria, la crisis del totalitarismo alcanza la semántica de las palabras. Éstas se sumen en la virtualidad.

Smith arguye que el buen funcionamiento de esta versión del programa de simulación se debe a que no le da a los seres humanos completa felicidad. Este mecanismo metafórico de la guerra económica casa con un componente ideológico medular: las fantasías. Veamos: quien interiorice este discurso bélico no sólo encuentra una explicación a las penurias por las que atraviesa, sino que, más importante aún, encuentra un sentido de vida, en la medida en que no se trataría de que padece hambre, sino que resiste las fuerzas malignas del imperio; no se encuentra en un estado de pobreza, sino que se prueba su carácter heroico a sí mismo y a los demás; no hace largas y humillantes colas para adquirir alimentos y otros enseres, sino que tiene la voluntad aguerrida propia de los hijos e hijas de Bolívar. Esto resulta cónsono con la abundante evidencia que la psicología social y la lingüística cognitiva han mostrado respecto a los sistemas de justificación en la ideología.

Para seguir alumbrando dicho talante totalitario, notemos que el sistema de razonamiento de las inteligencias artificiales se compone de la reiterada metáfora de que el opositor político es una enfermedad, en concreto un virus. Susan Sontag acusa, con razón, a este tipo de metáforas, de ser un generador de violencia pues, al igual que la metáfora del cáncer, el virus debe ser detenido de manera inmediata y radical, visto que amenaza con desintegrar a la nación, que al mismo tiempo es metaforizada como un cuerpo. Una purga es un acto asociado con su depuración. El agente Smith le reprocha a Morfeo ser parte de una especie que, a diferencia del resto de los mamíferos, no mantiene un equilibrio con su medioambiente, sino que se multiplica, lo destruye, y luego debe buscar otro sitio para mudarse y, al final, repetir la misma conducta.

Otro concepto que circula en una sociedad fascista es el del opositor como un terrorista. Esta denominación se debe a que termina legitimando cualquier violencia por parte del Estado, en especial si se ejecuta bajo el amparo de un estado de excepción, ordenamiento jurídico según el cual debe prevalecer la integridad de la nación a cualquier costo. Morfeo, entonces, representa para Smith el terrorista que amenaza con destruir el cuerpo social. Y, como lo vio Tzvetan Todorov en La experiencia totalitaria, la crisis del totalitarismo alcanza la semántica de las palabras. Éstas se sumen en la virtualidad. Se convierten en pura apariencia. Un par de ejemplos nítidos son los interrogatorios de Neo y de Morfeo, donde después de la aparente adhesión al imperio de las leyes, el agente Smith pasa a imponer lo que realmente le interesa o acude a la tortura.

Unos días atrás alguien decía que Maduro intenta hacer creer que está sólido en la usurpación de la Presidencia de Venezuela, y que esto lo logra con eficacia, ya que es un maestro de la apariencia y, además, cuenta con una copiosa red de medios de comunicación y bots en las redes sociales. Esta virtualidad me recordó los eufemismos que el filólogo alemán Victor Klemperer identificó durante los días en que se hacía evidente la derrota de Hitler. Apuntó Klemperer que los nazis nunca usaron la palabra “derrota”, sino expresiones como “la crisis europea” o “la crisis del mundo occidental”.

 

 

Dijo Borges que nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del hoy. Neo profiere una idea análoga, pero que cabe como una advertencia dentro de la esfera política: “No vine a decirles cómo esto va a terminar, sino cómo va a empezar”.

Maikel Ramírez
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