

Me lleva una hora ir al trabajo y otra hora regresar a mi casa. Termino la clase de español a las nueve de la noche. Cuando salgo del edificio principal de Manchester Community College, está nevando. “Espero que el expreso no esté resbaladizo”. Prendo el Toyota Corolla de 1995 y dejo que se caliente. En la ruta voy despacio. La nevada empieza a arreciar y pongo los wiper a la velocidad máxima. Me toma unos quince minutos llegar al expreso, pero llego en veinticinco. Agarro el carril de la derecha. No veo más carros en la ruta. Soy el único temerario en la calle. La nevada sigue arreciando. Estoy preocupado. Reduzco la velocidad.
A lo lejos veo que la ruta está blanquísima y los árboles cubiertos de nieve. Es un blanco indescriptible, y cuando me acerco, entro a una dimensión desconocida, a un túnel que me transportaba a un espacio que me hela la sangre. Siento miedo, pero es un miedo inexplicable que sigue apoderándose de mí. Llevo dos años haciendo este trayecto y parece la primera vez que lo recorro. Quisiera escapar, pero no puedo hacerlo. Estoy atrapado por la nieve. Pero tengo que seguir adelante. Sigo la marcha y me voy adentrando en ese túnel que se torna más blanco, es un blanco luminoso. Los árboles blancos me siguen intimidando. El viento fuerte envuelto con la nieve me impide la marcha, el carro no avanza y no puedo acelerarlo. ¿Retrocedo?
¿Qué y por qué se interpone en mi camino? ¿Hacia dónde me quiere llevar? ¿Cuánto tardaré en pasar este tramo? Entonces, asocio la ruta, la nieve y el túnel con las musarañas insistentes, con el insomnio que me tortura a medianoche y provoca que piense en mis angustias existenciales. Y pienso en la muerte. Pienso en la primera vez que vi un muerto. Fue Domingo, uno de los hermanos de mi abuelo Cirilo. Lo estaban velando en el medio de la sala de su casa en La Central, Canóvanas. Me impresionó. Le pregunté a mi madre si todos nos moriríamos y ella me respondió que no habíamos nacido para piedras. Desde ese día, la muerte vive en mí. Pienso en la muerte de mis abuelos y de mis abuelas. Pienso en la muerte de Faustino, Pepín, José Luis y Felipe. Pienso en la muerte de mis padres. Con la muerte vienen las preguntas sin respuestas.
Y si tuviera las respuestas, ¿me liberaría de la angustia? La nieve, la ruta y la muerte están combinadas y confabuladas. ¿Qué se proponen? ¿Qué quieren de mí? Pero la ruta me tenía una carta debajo de la manga. Mis culpas aparecieron como los demonios que vinieron a buscar a Fausto, como las erinias que atacaron a Orestes y a Electra en la obra Las moscas de Jean Paul Sartre. Las culpas, las malditas culpas, me torturan más que la muerte. Y la culpa de las culpas se me abalanza. ¿Llegaré a mi casa y veré a mi esposa y a mi hija?
Me concentro mirando hacia el horizonte. Trato de apartar los pensamientos. Intento poner la mente en blanco. No sé cuánto tiempo tardé en salir de ese tramo (me pareció una eternidad), pero cuando salí sentí un alivio. No miré hacia atrás. Temí convertirme en hielo. Traspasando la puerta de entrada del apartamento, Celeste me dice: “Pareces un muerto”.
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