

Celeste y yo fuimos al concierto de Sting en el Mohegan Sun Arena de Norwich, Connecticut. El stadium estaba lleno a capacidad. Estábamos sentados en el centro. Celeste comentaba la suerte que tuvo de enterarse del concierto y haber conseguido los boletos. Me decía que se le hacía un sueño realidad. Yo estaba alegre también: sería mi primer concierto de música rock. El concierto estaba pactado para empezar a las 8 de la noche, pero empezó a las 8 y 30 después de que el público comenzó a aplaudir exigiendo que empezara a cantar la leyenda viviente. Cuando Sting entró al escenario, acompañado de sus músicos, el público lo recibió con una ovación impresionante. Sting cantó dos horas sin intermedio los éxitos como solista y los que tuvo con el grupo The Police. El público eufórico cantó y bailó con él toda la noche. Celeste cantó y bailó también. Yo sólo bailé.
Antes de que comenzara el concierto, me transporté en el tiempo y recordé el montaje de Corrupción, mi primera obra, estrenada en el Ateneo Puertorriqueño en 1984. Me sentí como si fuera la primera vez que iba al teatro. Cuando Sting entró al escenario, lo aplaudí con efusión porque siempre me ha parecido genial su interpretación de Mack the Knife, la partitura de Kurt Weill compuesta para la obra La ópera de tres centavos, de Bertolt Brecht. Las primeras siete canciones que cantó Sting fueron rapidísimas y con un ritmo vertiginoso sostenido. Me gustaron esas interpretaciones que aplaudió con delirio el público, pero me acordé de que las canciones que más me gustan de Sting son las lentas, las baladas que tienen letras sencillas y mensajes profundos que tocan las fibras íntimas de aquellos que saben escucharlas y permiten que les toque el alma. Cuando cantó las baladas conocidas, sentí que su voz transmitía la poesía de la letra y me liberó de mis preocupaciones. Con la interpretación de las baladas sentí que unas esperanzas perdidas en los últimos años regresaron con el entusiasmo de la primera juventud y bendije a Celeste por haberme invitado al concierto de uno de sus cantantes preferidos.
Al concluir el concierto de Sting, volví a la realidad, pero con la sensación inequívoca de que se había trasformado mi ser y de que era inmortal.
El carismático Sting estaba entregado en cuerpo y alma, la idolatría del público y la selección del repertorio de las canciones denotaban una sincronía y armonía perfecta. Pero un elemento que ayudó a crear esa atmósfera de intimidad fue el extraordinario y sobresaliente diseño de iluminación. Cada canción tenía su propia iluminación de acuerdo con el tema, las emociones y los sentimientos que transmitía el cantante inglés. Si las letras de las canciones nos acercaban al reino de la poesía, la iluminación nos levitaba y nos llevaba a traspasar el universo cósmico. La iluminación nos reveló un nuevo mundo que superaba la imaginación más prodigiosa. Cuando predominaba el color azul en el escenario y en la platea, recordé mis experiencias psíquicas relacionadas con el color azul plateado saliendo como un rayo de mi plexo solar y esparciéndose por el infinito luminoso. La iluminación poética me provocó un viaje astral. A Celeste la transfiguró.
Al concluir el concierto de Sting, volví a la realidad, pero con la sensación inequívoca de que se había trasformado mi ser y de que era inmortal. Mientras estábamos esperando para salir del Mohegan Sun Arena, Celeste me comentaba con una felicidad inolvidable que se reflejaba en su rostro lozano y en sus ojos expresivos sus impresiones maravillosas del concierto. Antes de abandonar el stadium, miré el escenario vacío y silencioso y me cuestioné: “¿Dónde está Sting?”.
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