

Celeste, Faustine y yo fuimos de Williamsburg a Virginia Beach. En el trayecto a Celeste le preocupó la cantidad de patrullas de policías que transitaban en el expreso y la cantidad de vehículos que tenían detenidos en los paseos. Cuando estábamos a la entrada de Virginia Beach, vimos tres patrullas de policías estacionadas a la izquierda, cerca del semáforo.
Doblamos a la derecha, vimos cuatro policías y dedujimos que eran los conductores de las patrullas. Seguimos transitando por la calle principal: nos percatamos de que las aceras y los semáforos estaban atestados de policías. Estacionamos la guagua Nissan en una calle y nos fuimos a descubrir la famosa playa de Virginia Beach. Al verla, nos desilusionamos.
La playa era un barranco peligroso y la orilla era profunda y abismal. Inmediatamente añoré la playa de Luquillo y recordé también mis pesadillas con desfiladeros profundos y aguas turbulentas que me atemorizan y me paralizan. No permitimos que nuestra niña Faustine Azul se acercara al barranco. De súbito Faustine Azul se desapareció y nos angustiamos. Después de buscarla por el barranco y por la orilla de la playa, la vimos al lado extremo del balneario y nos regresaron las almas a los cuerpos.
Los policías no estaban en las calles para proteger a los ciudadanos. Los policías parecían una manada de tiburones violentos y hambrientos.
Caminamos por el malecón, pero no encontramos un lugar llano para acceder a la playa. Encontramos un playard y Faustine jugó un rato. Luego decidimos caminar por la avenida principal y el gentío de gente era impresionante, pero la presencia policiaca se había triplicado en una hora. Los policías estaban a pie, en motoras, en bicicletas, en carros y en caballos. Esa presencia policiaca me recordó la película Estado de sitio, de Costa Gavras. Recordé el comienzo del film cuando la policía y el ejército estaban buscando desesperados a Michael Philip Santore en todos los rincones de Montevideo.
Nos dimos cuenta de que los policías no estaban en las calles para proteger a los ciudadanos. Los policías parecían una manada de tiburones violentos y hambrientos buscando cualquier motivo para detener ciudadanos, dar los boletos y arrestar… Parecían una banda de forajidos cabalgando en el Viejo Oeste buscando un pueblo donde implementar el terror y desatar la violencia.
Se apoderó de nosotros una angustia y decidimos marcharnos de Virginia Beach. Saliendo del lugar, la policía montada transitaba imponente y prepotente por la calle imponiendo su poderío, provocando tapones en la calle.
Agarramos la ruta de salida; creímos que desaparecía a show of force, pero no fue así. Los policías tenían detenidos un sinnúmero de autos y las expresiones de los conductores eran de asombro, molestia y coraje. Al alejarnos de Virginia Beach, nos sentimos aliviados de la pesadilla, cancelamos nuestra visita a Norfolk (donde vivió mi padre) y seguimos nuestro rumbo hacia Williamsburg.
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