

Mi gorra de los Yankees provoca discordia, enojo y entusiasmo, y seduce.
En el Departamento de Lenguas Clásicas y Romances de Uconn trabaja una mujer simpática y servicial que odia a los Yankees con todo su corazón y venera a los Red Sox como si fueran la novena maravilla del mundo. En nuestras discusiones, ella argumenta que los Yankees están relacionados con los republicanos de George Bush. También argumenta que Johnny Damon es un traidor por haber dejado a los Red Sox para jugar con los engreídos y prepotentes Yankees. Como yo sé que se molesta con el tema de los Yankees, paso por su oficina, simulo que tengo que consultarle un tema y cuando me pregunta qué quiero le respondo: “Go Yankees”, me bota de la oficina y me largo muerto de risa. Pero ella no es la única enemiga que tengo en el béisbol.
En Puerto Rico, en un pueblo de la costa noreste, tengo un archienemigo más temible que los archienemigos de Batman y Robin, el escritor, editor y amigo Edgardo Nieves Mieles, poeta de rabo largo, que se refiere a mis Yankees como las cebras y el hospitalillo porque la mayoría de los buenos jugadores están lesionados. Edgardo, que fue jugador de béisbol como lo fui yo, odia con un odio ancestral e irracional y visceral a mi equipo paradigmático. Argumenta (usa un argumento débil que quiere hacer pasar por fuerte) que los Yankees han logrado su poderío a billetaje limpio comprando jugadores estelares de otros equipos de la MLB. Pero el poeta, oriundo de Hatillo, no sabe que de filosofía sofista yo sí sé. Edgardo, a quien le gusta la discusión argumentativa, es un fanático de un equipo sotanero, un equipo que fue masacrado en la realidad y en las películas de John Ford: los indios, digo los Indios de Cleveland. En el fondo de su alma (lo sé, me consta), Edgardo es un fanático reprimido de los Yankees, pero no se atreve a admitirlo.
He pensado que me confunden con un pelotero famoso retirado de los Yankees inmortalizado en el Salón de la Fama de Cooperstown.
En las universidades donde enseño español, mis estudiantes resienten que su profesor imparta la clase con una gorra de los New York Yankees. Free country. Como puedo percibir las vibraciones de los fanáticos de los equipos contrarios y enemigos, hago una pregunta capciosa; muchos de mis estudiantes levantan la mano afirmando que son fanáticos de los Red Sox y añado en broma que se den de baja de la clase. Todos disfrutamos el chiste. Cuando mis estudiantes se enteran de que los Red Sox vencieron a los Yankees, me preguntan y hacen comentarios sugestivos para sacarme de mis casillas. Dicen que quien último ríe, ríe mejor. En unas ocasiones, hago un performance diciendo que es mi última clase, que la próxima semana tendrán un nuevo profesor. Ellos se preocupan y me preguntan: “¿Por qué renunció?”. Les respondo que me llamaron para dirigir a los Yankees de Nueva York. Y todos nos gozamos la broma.
Por otra parte, mi gorra de mis gloriosos Yankees me ha brindado unas satisfacciones que acarician mi soberbia y mi memoria ególatras. A veces voy caminando, altivo y altanero, por los diferentes malls de Connecticut (de otros estados también), y he recibido saludos respetuosos por aquellos ciudadanos que reconocen mi autoridad incuestionable y pontifical. He pensado que me confunden con un pelotero famoso retirado de los Yankees inmortalizado en el Salón de la Fama de Cooperstown. Estoy seguro de qué los motiva a saludarme, a rendirme pleitesía: ellos son simpatizantes o fanáticos como yo, y el saludo es un reconocimiento tácito, como si fuéramos miembros de una logia secreta que transita abiertamente por la ciudad. No todos los simpatizantes y fanáticos de nuestro equipo son capaces de ponerse una gorra de los Yankees. No quieren identificarse por temor a la represalia que puedan desatar los enemigos del equipo donde jugó el inmortal y legendario Babe Ruth. Por eso cuando me ven con la gorra de los Yankees, que llevo con honra y con orgullo, los que no se atreven admitirlo públicamente me reverencian y se sienten realizados y olvidan sus temores. En el verano del 2012, estuve en Nueva York, y me pavoneaba por Harlem, por Morning Sides, por Washington Heights, por Times Square, por el barrio, con mi gorra, y me sentía en mi casa; la mayoría de los caminantes tenían la gorra de los Yankees también.
Dos experiencias extraordinarias es necesario contar. Camino por el Mohegan Park y las ardillas grandes y pequeñas salen de sus cuevas, se me acercan, se yerguen, observan mi gorra y regresan a sus madrigueras. En el lago, las tortugas están up periscope, se fijan en mi gorra y vuelven a sumergirse. La otra experiencia que me regocija contar son las puertas que me abre mi gorra con las mujeres. Cuando Celeste, Faustine Azul y yo vamos a los restaurantes, las meseras nos atienden con esmero y siempre están pendientes de nosotros y se quedan embelesadas observando mi gorra. Ella las desarma, las sensibiliza y las vuelve más amables de lo que son. Toman la orden, se alejan de nuestra mesa, siguen observando hipnotizadas mi gorra 007 y me sonríen inocentes revelándome su vulnerabilidad y sensibilidad y me siento todopoderoso. A la hora de pagar nuestra cuenta, Celeste la revisa y se percata de que no han incluido un aperitivo, un postre, un refresco o una copa de vino, pero lo que mi esposa querida no sabe y no le digo es que las meseras no lo han olvidado, lo han hecho a propósito, es un merecido homenaje que me rinden por ser el fanático number one de los Yankees. Tampoco se lo digo a Celeste porque se le brotaría “mi Buenos Aires querido” y me preguntaría cruzadísima: “¿Sos argentino?”.
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