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Crónicas de un escritor en Connecticut (7)
Mohegan Park

viernes 8 de abril de 2022
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Mohegan Park, por Carlos Canales
El cantar de los pájaros del Mohegan Park me recordó las mañanas en la casa de mi abuela con todas las gallinas y los gallos.
Crónicas de un escritor en Connecticut, por Carlos CanalesLa crónica como género es una puerta a un fluir de conciencia con el que podemos tocar la memoria y moldearla para convertirla en una obra literaria. En esta serie de ocho textos, el reconocido narrador y dramaturgo puertorriqueño Carlos Canales salta al pasado, a sus recuerdos, para contarnos vivencias que van desde la soledad de un largo recorrido hasta la multitud agobiante, y llevarnos de la mano a través de personajes, lugares y situaciones de Connecticut.

 

El Mohegan Park está ubicado en Taftville, Norwich, CT. Es un parque pequeño. En el medio, tiene un lago. Además, tiene unas estructuras que se utilizan para actividades, como bodas y cumpleaños; tiene áreas de juegos para que los niños se diviertan con los toboganes y tiene fuentes de agua y glorietas. En los bancos distribuidos por el trayecto, la gente se sienta a observar el paisaje, a leer un libro o una revista. En ciertos lugares específicos, hay mesas donde se puede hacer un picnic para el disfrute de la familia.

Me gusta venir a este parque. Celeste y yo hemos almorzado debajo de los árboles enormes, hemos aspirado el aire fresco y hemos hablado de la naturaleza. Mientras ella hablaba y filosofaba, yo pensaba en Jean Jacques Rousseau, en Henry David Thoreau, en Thomas Merton y en los incomprendidos hippies. Todos proponían que el hombre debía volver a la naturaleza. Hablando de los hippies, invadieron Carolina en mayo de 1970, hicieron una comuna debajo del puente Julia de Burgos y se marcharon días antes de las terribles inundaciones. En las últimas ocasiones que he visitado el Mohegan Park, he venido solo a caminar; tengo unas cuantas libritas de más, pero no es sólo la actividad física lo que me motiva a caminar…, sino que vengo a meditar también.

Mi caminata empieza tan pronto me bajo del carro, miro la hora, me voy por la izquierda, paso la playita, paso donde está el parque de juego para los niños, sigo por la izquierda, desciendo, asciendo, paso por el parking, me encuentro con la fuente de agua, con una glorieta, me desvío a la derecha y bordeo el lago, veo gente pescando pero no son pescadores, el camino se vuelve estrecho, me encuentro con gente que me saluda como si me conociera de toda la vida, devuelvo el saludo con una sonrisa, pienso que me saludan porque llevo mi imponente gorra de los Yankees de Nueva York, sigo caminando, paso enfrente del parking donde está el auto, vuelvo a pasar la playita, los toboganes, doblo a la derecha, paso por el puente pequeño techado con árboles, veo otra glorieta a la izquierda, doblo a la derecha, vuelvo a recorrer el trayecto descrito hasta llegar al auto.

Los rostros que veo en el Mohegan Park no me revelan sus historias, son inexpresivos.

Camino, no tengo nada preconcebido en mi mente. Cuando camino, sin querer, como si los árboles y la temperatura conspiraran, me adentro en otro mundo que está dentro de mí. Es como si la naturaleza me despertara el subconsciente, me revelara historias y mis vivencias del barrio Buenaventura de Carolina, pero las historias no son copias fotostáticas de la realidad, son historias deformadas por la memoria y por el tiempo, son como imágenes impresionistas que se confunden con el surrealismo y con el cubismo que son como leitmotiv que sugieren crear una ficción que se adentre en un universo cósmico que se desprende de las referencias y de las autorreferencias también. Durante el recorrido en el parque, percibo el cantar de los pájaros, escucho las fuentes de agua, siento el aire, siento mi respiración y las palpitaciones de mi corazón. Estar en contacto con la naturaleza nos sensibiliza, nos aflora la poesía y nos libera de los problemas. Caminando vienen recuerdos de mi niñez. En una de esas caminatas, recordé que mi madre y yo llegamos de Nueva York en 1960. Pero cuando salimos del aeropuerto, fuimos a la casa de mi abuelo en el barrio Santa Rosa de Guaynabo. No olvido que resbalé y me ensucié el traje negro. Nos abrió la puerta Gloria, la esposa de mi tío Pedro Juan. Mis primos, recién despertados, miraban mi sombrero de El Zorro. Mi abuelo Juan fumaba un tabaco, nos miraba y sonreía. Era la primera vez que los veía, parecía que me encontraba en un lugar extraño y no comprendía lo que sucedía a mi alrededor. Luego de la casa de mi abuelo fuimos a la casa de mi abuela Tiní ubicada en el barrio también. La casa era baja y el techo era de zinc. El cantar de los pájaros del Mohegan Park me recordó las mañanas en la casa de mi abuela con todas las gallinas y los gallos. La armonía de esos pájaros ocultos en los árboles me recordó la armonía musical de la salsa de los 70. También me recordó cuando se despertaban mis tíos en la madrugada, desayunaban café negro con pan, buscaban la ropa que querían ponerse, parecían locos que querían que no los venciera el tiempo, salían de prisa a la parada de guagua y los dejara en la desaparecida cuatro calles para luego tomar otra guagua que los llevara a Río Piedras.

Otro recuerdo que he vivido en mi caminata es que pienso en los rostros de la gente que hace el trayecto y pienso en la gente que veía en Plaza Las Américas cuando iba todos los días a esperar a Orlando para irnos a trabajar a la Escuela de Bellas Artes de Arecibo. Cuando veía esos rostros se me revelaran historias de sus vidas. Pensaba que era un don, o una intuición que sólo se revelaba en los centros comerciales, en las paradas de guagua, en las escuelas, en las plazas de los pueblos. En aquellos momentos, sentía una poesía honda y profunda que me hablaba, que me dictaba, pero una vez que salía del lugar desaparecía, se escondía, como si no quisiera que la escribiera como literatura. A finales de los 80 estaba acostado en mi cama y escuché unas voces que me dictaron unos versos que sólo podía repetir en voz alta, y una vez que dejé de escuchar esas voces, no pude recordarlos. Es como si estuviera condenado a percibirlos, pero no a escribirlos. Los rostros que veo en el Mohegan Park no me revelan sus historias, son inexpresivos, como si estuvieran muertos, ¿por qué?

Termino de caminar y me siento en una mesa. Voy regresando del viaje espiritual. Mi respiración vuelve a la normalidad. Mi corazón se calma y palpita a su ritmo natural. Observo el paisaje e intento penetrar en sus misterios. Siento la caricia suave de la brisa. Me siento revigorizado, como si fuera otro ser humano, pero sigo siendo el mismo, como si despertara de un sueño que hubiera querido retener.

 

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