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Crónicas de un reencuentro entre penumbras

martes 21 de mayo de 2019
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Crónicas de un reencuentro entre penumbras, por Adriana Boccalon Acosta
Ilustración: “La noche estrellada” (1889), de Vincent van Gogh

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

No hay historia irrepetible. Lo irrepetible es cómo encaramos los aconteceres de la vida para manejarlos, resolverlos, complicarlos, aprender de ellos o terminar atrapados en sus redes. Por ejemplo, quién no ha llorado, quién no ha reído. Y quién no tuvo un mal de amores, o un vergonzoso resbalón en público, o la ayuda de un extraño justo cuando pensaba que se había quedado íngrimo y solo en este mundo. Y quién no raspó un examen en la escuela, perdió el último bus, sintió celos o llegó tarde a una cita imprescindible. Y quién alguna vez, o muchas, tuvo que juntar un medio para completar un real. Y quién no se ha sentido a ratos desamparado, malquerido, solitario. Y a quién no se le han subido los humos celebrando una victoria, abrazando el éxito. Quién no tuvo un amor platónico o se enamoró del jefe o del maestro. Quién no sufrió una pérdida, quién no ha vivido un duelo…

Esto es cuestión de un ratico. Seguramente la luz regresa como a las 10 de la noche. Siempre es igual.

Lo distinto no es qué nos pasa, sino cómo le damos la cara a cada episodio. De lo que tenemos en la caja de herramientas para la vida, y por supuesto de la habilidad que hayamos desarrollado para utilizar ese instrumental, dependerá el cómo iremos cada noche a la cama, si afectados, heridos, malheridos, remendados, ilesos, inmunizados o fortalecidos. ¡Es cuestión de actitud! Y se me ocurrió arrancar estas crónicas reflexionando sobre sucesos y actitudes, pues a pesar de los avatares de la vida, siempre hay cómo apuntar hacia el lado positivo, en lugar de permanecer revolcándonos en las morbosas penumbras del lado oscuro. Algunas veces salomónica, otras dolorosa, en ocasiones muy comprometida, pero todos los problemas tienen, como mínimo, una solución. Ni la noche más cerrada es apenas de un sólido bloque blanco y negro, pues hasta las vistas más monocromáticas muestran una exquisita escala de matices.

 

Un hasta luego relativo

Era mi último día en Mérida, según lo programado. Había pasado una fantástica semana de reencuentro con mi amiga Argelia y su marido Luis Daniel. Este par de almas adorables con pinta de hippies, cabello largo y blanco, los dos, vive en una finquita de montaña subiendo por Tabay. ¿Habrá mejor recompensa para un jubilado que entregarse al dolce far niente lejos del mundanal ruido? Yo sería una entusiasta candidata para gastarme tiempos de ocio frente al mar. ¡En fin! Luis Daniel es lepidopterologista —léase zoólogo especialista en mariposas— mientras que Argelia es una amistad de los tiempos de la Escuela de Comunicación Social de la UCV, felizmente rescatada gracias a las redes sociales. Eran cerca de las 5 de la tarde del jueves 7 de marzo. Nos habíamos pasado el día buscando champiñones frescos por los mercados de Mérida, pero me quedé con las ganas porque no conseguimos ni para una muestra. De regreso a casa, Argelia se hizo cargo del fogón. Ella cocina riquísimo. Brindando con cocuy de penca, servimos la mesa para almorzar tarde como lo hace la gente chic, pues además de la hora, el menú a base de vegetales era abundante y la tertulia de sobremesa transcurrió en penumbras.

—Esto es cuestión de un ratico. Seguramente la luz regresa como a las 10 de la noche. Siempre es igual, aunque el otro día estuvimos a oscuras más de trece horas. ¡Una calamidad! ¿Qué te parece si encendemos una velita? —comentó Argelia.

—Sí, es buena idea, además muy romanticón —le respondí agregando que me pondría a acomodar mi mochila porque con esa oscurana que se venía encima no iba a saber ni dónde estaban mis cosas—. Además, creo que hay que madrugar, ¿no? Si tengo que estar a las 7 de la mañana donde se toma el transporte a El Vigía, ¿a qué hora se supone que debemos salir de acá? —pregunté.

—Creo que máximo a las 5:30 de la mañana. Habrá que madrugar. Hay que pasar dejando a Cocó por la casa de mi hijo, no me gusta dejarla solita aquí, después llegar a Mérida y atravesar la ciudad porque ese terminal está al otro extremo.

Cocó tiene nombre y apellido, Cocó Ferrer. Es la mascota de casa, una perra negra que no tendrá mucho pedigrí, pero es cariñosa y bien portada, excepto cuando riega su caca en el jardín. Adoptó el apellido de mi amiga porque le viene mejor que el de Luis Daniel. Él es Otero y aquello de Cocó Otero no pega mucho, además suena a Lila Morillo. Caía la tarde. Entretanto, yo organizaba mi mochila, Argelia recogía la mesa y Luis Daniel jugaba con Cocó esperando que llegara la luz para ducharse con agua caliente. Había pasado el día entero preparando la tierra para sembrar frutales, y aquel hombre estaba cansadísimo y muy sudado. Bromeando, le dije que mejor montara una olla de agua a calentar por si acaso no regresaba la luz. ¡Boca de sapo! Verbo de mal agüero… Como a medianoche lo sentí trastear ollas y luego caminar hacia el baño a tientas. Seguíamos a oscuras.

Madrugamos. Si acaso despuntaba el alba. Como la cocina de la casa de mis amigos funciona a gas, pudimos montar un cafecito. Seguíamos sin energía eléctrica. Pasamos dejando a Cocó Ferrer y llegamos a la estación de Aerotransfer Mérida antes de las 7 de la mañana. La sorpresa fue observar que tampoco había luz en la ciudad. Apenas había llegado otro pasajero. El aeropuerto de Mérida está cerrado desde hace mucho tiempo. Eventualmente aterriza alguna avioneta, pero ningún vuelo comercial. El tránsito aéreo por esa zona es básicamente por el aeropuerto de El Vigía, que está a hora y media por carretera desde Mérida. Sobre las 7 de la mañana llegó el resto de los pasajeros. Todos hablaban de lo mismo. El apagón no era sólo en Mérida, era en todo el país. No había energía eléctrica en ninguna parte y las telecomunicaciones estaban caídas. Nadie sabía qué estaba ocurriendo. La gente estaba nerviosa y los rumores ganaban cancha.

Yo tenía el boleto a El Vigía pagado, pero un par de pasajeros estaba pasando trabajo porque no había punto de venta y las claves para completar las transferencias bancarias no llegaban a los teléfonos. Sólo recibían efectivo. A pesar de los contratiempos, a las 7:30 de la mañana arrancamos a El Vigía. Me despedí de mis amigos con un abrazo gordo, prometiendo avisarles en cuanto llegara a Caracas. Lo que entonces no sabía es que aquello ocurriría casi una semana después.

 

No embarqué, me embarcaron

Mi vuelo por Conviasa estaba programado para las 12:45 pm. Opté por esa línea aérea por dos razones. Era más económica y pude comprar online el boleto de tercera edad. Un día me levanté con ganas de echarme una escapada a Mérida para reencontrarme, finalmente, con mi amiga Argelia, que tantas veces me había invitado a su casa. Teníamos décadas sin vernos las caras. La llamé por teléfono y cuando le pregunté dónde estaba, pensando que quizás me diría que en España o Argentina visitando alguna de las hijas emigradas, me respondió: “En el mercado comprando unas moras carísimas…”. Creo que puedo ir a verte, le dije. Y así cuadramos fecha, compré boleto ida y vuelta, y me lancé a la aventura. Sí, a la aventura, pues para viajar por Venezuela en estos tiempos, y mantener la cordura o manejar la locura en el intento, hay que tener espíritu de aventura, un mínimo de prejuicios y un inagotable sentido del humor. A quien no se maneje por la vida con esta actitud, mi recomendación es ¡quédese en casa!

Aunque aprendí a viajar liviana sin tantos por si acaso, mi mochila pesaba un quintal. Lo bueno es que era mi único equipaje.

El aeropuerto de El Vigía es pequeño, viejo y feo. Además, estaba sucio, oscuro y repleto de gente. Había dos tandas de pasajeros de Láser. La que no pudo viajar a primera hora de la mañana porque el avión que debía amanecer allí no salió la noche anterior de Maiquetía, y la que tenía boleto para abordar ese viernes el vuelo de las 11 de la mañana. Además, estábamos llegando los pasajeros de Conviasa. No había dónde sentarse, ni qué comer. Los baños estaban pestilentes porque tampoco había agua. Subí a ver si conseguía algún cafetín abierto. Todo estaba cerrado, pero le monté cacería a una señora que me dijo que había mandado a hacer veinte empanadas para venderlas, en efectivo, a 2.500 bolívares cada una. Hice arqueo de caja. Tenía para pagar un par y todavía me sobraba. Por agua no me iba a preocupar porque siempre cargo mi termo. Lo que debía hacer era administrarla. Soy de desayunar avena, frutas o cereales, pero sería injusto quejarme, pues con la llegada de las empanadas resolví el primer episodio engorroso del día. Episodio suena mejor que problema.

Aunque aprendí a viajar liviana sin tantos por si acaso, mi mochila pesaba un quintal. Lo bueno es que era mi único equipaje. Comenzaron a transcurrir las horas y, en el ínterin, tuve varios asientos. A ratos, un escalón y una sillita que conseguí mal puesta en el piso de arriba. La rueda que utilizan para envolver las maletas en plástico también me sirvió para asentar las nalgas. Alrededor de mediodía llamaron a los pasajeros de Láser, los chequearon, les facturaron el equipaje, les entregaron el boarding pass y les anunciaron que el avión ya había despegado de Maiquetía. ¡Aires de esperanza! Volaron las dos tandas de pasajeros en un mismo avión porque no está viajando mucha gente. Con ese feliz éxodo no sólo se liberaron los asientos de metal de la sala de espera, sino que la atmósfera aclaró un poquito aunque seguía siendo aire viciado.

El vuelo de Láser fue buen augurio, pero solo eso, buen augurio. Quedaban unos pocos puestos disponibles para quien quisiera abordar ese avión, pero cómo comprar un boleto si el sistema no estaba funcionando. Seguíamos a oscuras y el aeropuerto de El Vigía no tiene planta eléctrica. No hubo personal de Conviasa a quien no le preguntáramos qué se sabía de nuestro vuelo. Los que se tomaron unos segundos en responder repetían, básicamente, las mismas frases. “No tenemos comunicación con Maiquetía, no sabemos nada, disculpen las molestias ocasionadas, tengan paciencia…”. Sí, mucha paciencia hubo que tener para no tomar por asalto las vianditas de almuerzo que, literalmente, nos restregaron en las narices antes de entregárselas al personal de la línea aérea. Barriguita llena, corazón contento. Eso dicen. Y así fue como, sobre las 2 de la tarde, el personal de Conviasa nos pidió hacer una fila ordenadita para proceder al prechequeo, facturarnos el equipaje, entregarnos el boarding pass y darnos una dosis de tatequieto que, ingenuos, bebimos a grandes tragos.

Yo no solté mi mochila. Eso no era equipaje para facturar. Pesaba un quintal y tenía las botas de montaña atadas del lado de afuera, pero se quedaba conmigo. Sentada en aquella silla de metal que ya me tenía las nalgas escurridas, detallé mi boarding pass. Lo conservo porque es todo un suvenir. Supongo que lo estrenaron hace quince años en el vuelo inaugural de la línea aérea. ¡Por cuántas manos habrá pasado! Es color naranja y beige, bastante desteñido, y en el centro tiene engrapado un papelito blanco con el número 161, aunque más abajo destaca Nº DE CONTROL 0648. Tiene, además de doce grapas inútiles, decenas de huequitos que quedaron de las grapas que alguien sí se tomó la molestia de retirar, aunque sin mucha delicadeza. De cualquier manera, ese boarding pass todo marchito apuntaba al regreso a casa.

Había hambre, sed, ganas de hacer pipí. También mucho calor y ni hablar de los malos olores. Se juntaba el hedor de los baños con sudor corporal, mal aliento y gases intestinales. Entretanto, los pasajeros seguíamos estirando la paciencia. Mientras añoraba mi tarrito de Vick Vaporub para simular la hediondez untándome la nariz, pensaba que si el apagón era en todo el país ¡cuánta gente estaría padeciendo verdaderas calamidades!

A las 4:30 de la tarde pidieron que nos acercáramos al mostrador porque el gerente de Conviasa en El Vigía, de apellido Pulido, tenía novedades. Poco halagadora su triste letanía. Nos dijo que el vuelo estaba suspendido porque Maiquetía no autorizó la salida del avión, que disculpáramos el mal rato, que no dependía de ellos, que había estado todo el día con ganas de darnos una buena noticia que nunca llegó, que probablemente volaríamos al día siguiente si reponían el servicio eléctrico, que nos regresáramos a Mérida, que nos apuntáramos en una lista con nombre, apellido y número de teléfono celular, que él mismo nos llamaría para decirnos si iban a reprogramar la salida y que, de todas maneras, nos dejaría su número de teléfono personal para que pudiéramos escribirle mensajitos de texto si necesitábamos alguna información. ¡Ojalá haya leído mis mensajitos!

Me había sentado a ordenar las ideas cuando se me acercó una señora angustiadísima, casi desesperada. Me dijo que se sentía perdida, que no sabía qué hacer.

—¿Cómo es la cosa? ¿Que nos regresemos a Mérida? ¿Y si como usted dice el vuelo se reprograma para mañana sábado…? ¿Adónde cree usted que queda Mérida, a la vuelta de la esquina? ¿Y por qué Láser sacó su vuelo y a Conviasa no le autorizaron despegar? ¿Acaso no aplican las mismas regulaciones aeronáuticas? Mire, señor, yo creo que usted debería asumir la responsabilidad y gestionarnos un hospedaje para pasar la noche acá y mañana sacarnos en avión a Caracas —le dije alzando la voz desde donde pude acomodarme entre el gentío que ya se estaba alborotando.

—Lo siento mucho, pero lo del apagón no tiene nada que ver con Conviasa, es un problema del país, no de nosotros, eso que quede bien claro, así que lo único que yo puedo hacer por ustedes es buscar a alguien que les diga dónde quedan los hoteles aquí en El Vigía, y dejarles mi número de teléfono para que se comuniquen conmigo si es que regresa la luz y se reactivan las telecomunicaciones, claro. Es todo lo que puedo hacer por ustedes, así que espero que tengan buenas tardes.

Y, dicho esto, Pulido se esfumó dejando a tres empleados haciendo la lista de pasajeros con nombre, apellido y número de teléfono celular para contacto expedito.

 

Yin yang en proceso

Los viernes son (o eran, entonces) el único día que Conviasa vuela El Vigía-Caracas y viceversa y, de hecho, la única jornada laboral del personal de la línea aérea en el aeropuerto. Terminaron de hacer la lista que, imagino, fue a parar al tobo de basura, y los tres empleados agarraron sus cachachás y se largaron. Volví a hacer arqueo de caja, mentalmente. Me quedaban 4.600 bolívares en efectivo, poco más de veinte mil congelados en una cuenta bancaria y dos billeticos de diez dólares que me había llevado para solventar alguna emergencia. La gente estaba confundida, nadie tenía claro qué debía hacer. Yo, incluida. Para evitar caer en crisis, establezco prioridades y voy resolviendo los escollos uno por uno. Me había sentado a ordenar las ideas cuando se me acercó una señora angustiadísima, casi desesperada. Me dijo que se sentía perdida, que no sabía qué hacer.

—Vamos, siéntate aquí, quédate tranquila que yo tampoco sé qué hacer, pero ya vamos a resolver. ¿Viajas sola? —le pregunté.

—Sí, ando sola, no cargo ni un medio encima y tengo conexión para viajar a Alemania. Creo que la voy a perder. La conexión, digo. Allá, en Alemania, vive mi hija. Pobrecita mi hija, se va a quedar esperándome y no tengo cómo avisarle a ella. Ni a ella ni a nadie. ¡Qué angustia! No me dejes sola, por favor, no sé qué hacer. ¿Qué hacemos? Podemos tomar un taxi hasta Mérida y lo pagamos entre las dos, ¿te parece? Y allá te quedas conmigo en mi casa. Bueno, es un apartamentico, es mi humilde casita, pero te la ofrezco, te quedas conmigo. Por favor, ¡no me dejes sola!

—Vamos a comenzar por el principio. Hola, soy Adriana, encantada de conocerte, también estoy viajando sola, vine a Mérida a visitar unos amigos que viven en Tabay, vivo en Caracas, tampoco cargo mucho dinero encima, vamos a resolver y tranquila que no te voy a dejar sola, pero eso sí, deja los nervios que tengo que pensar, ¿de acuerdo? —dije tratando de poner las cosas en orden y, al mismo tiempo, calmarla.

—Gracias, amiga. Yo soy Elina, así como Elena pero con i. Ese nombre no es muy común, a mi mamá le gustó porque así se llamaba la protagonista de un libro que había leído antes de yo nacer —relataba nerviosísima deseando que se callara para pensar y tomar una decisión antes que cayera la tarde.

Le expliqué que en tiempos de crisis y escenarios hostiles hay que ordenar las ideas para encarar los problemas, mejor uno por uno, según las prioridades. Entonces, debíamos decidir si regresábamos a Mérida o buscábamos hospedaje en El Vigía. Jean Carlo, un taxista de la línea del aeropuerto, ofreció llevarnos a Mérida por sesenta mil bolívares. Y, si Conviasa reprogramaba el vuelo para el día siguiente, tendríamos que pagar otro tanto para regresar a El Vigía. Además, en casa de Elina no había ni agua, ni comida, ni gas para cocinar. Decidimos que lo más razonable era buscar un hotel económico que tuviera planta eléctrica para descansar y comunicarnos con la familia. Jean Carlo, que no nos desamparaba, nos llevó al hotel Bari, donde contratamos habitación doble por poco menos de sesenta mil bolívares. Sacando cuentas en divisas, eran siete dólares por cada una. La recepcionista me recibió diez dólares en efectivo, pero como no podían darme vuelto, Elina canceló la diferencia por punto de venta y, para quedar tablas, también pagaría la carrerita. Tratamos de hacerle a Jean Carlo la transferencia bancaria aprovechando que teníamos wifi, pero la clave para registrarlo como cliente no llegaba al teléfono. Le dije a Elina que no nos agobiáramos, que apostaba mi mochila a que veríamos a Jean Carlo allí a primera hora de la mañana. ¡Y así fue!

 

De malabares y peripecias

Ya teníamos dónde dormir. Elina le había mandado wasap a su hija en Alemania diciéndole que estaba varada en El Vigía por el apagón nacional. Yo también pude avisarles a mis hijos que viven fuera de Venezuela. Les dije que estaba bien, que tenía todo bajo control. A veces hay que decir mentiras piadosas para no angustiar a la familia. Les conté de Elina. “Me encontré con una señora que también anda sola, es una Sra. Decente, y nos estamos acompañando”, les escribí. Mi cabeza no dio para un calificativo que la resumiera mejor. “Ay, madre, y esa Sra. Decente se fue a encontrar con una Sra. Indecente”, fue la respuesta de mi hijo que se convirtió en el chiste para amenizar la oscurana. Con wifi podíamos comunicarnos con gente fuera del país, mientras que la plataforma de telecomunicaciones a nivel nacional estaba caída.

Me quedaban seis dólares, poco más de veinte mil bolívares en el banco y 4.600 bolívares en efectivo.

Nos acomodamos en una habitación sin ningún lustre, pero las sábanas estaban limpias y las almohadas sabrosísimas. Nos pidieron disculpas porque debían apagar la planta hasta las 7 de la noche. Tenía muchas horas funcionando y necesitaba un respiro. Aprovechamos para bañarnos y descansar un rato hasta la hora de la cena. Pero, ¿qué comeríamos que pudiéramos pagar? Ese fue el siguiente obstáculo a superar. ¡Y qué bien lo hicimos! En el hotel hay dos lugares para comer. Una pizzería que nos advirtieron es carísima y el restaurante principal. Fuimos allá. Nos atendió un chico amable que nos ofreció la carta de bebidas espirituosas. Nos miramos y, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, soltamos la carcajada. “Chico —le dije—, si de vaina tenemos para un vaso de agua”. Entonces nos trajo el menú. Pensamos en una cremita de auyama, pero íbamos a quedar fallas. Necesitábamos algo más pesadito. Cuando le pregunté a Elina qué le parecía un club house para las dos, me respondió: “…Y qué es eso, amiga”. Entonces, llamé al mesero.

—Chico, este par de abuelas varadas en El Vigía tiene poquísimo dinero y muchísima hambre. ¿Crees que puedas mandarnos a hacer un club house grandotote con full papas fritas para las dos?

—¿Ustedes son del vuelo de Conviasa que no salió? —preguntó lamentando el incidente mientras nos tranquilizaba prometiendo hablar con la chef “que es bien pana” para ver qué podía hacer por nosotras.

Minutos después el chico regresó para ofrecernos papelón con limón por dos mil bolívares cada vaso. Aceptamos. También quiso saber si nos gustaría probar el puré de papas y los vegetales al vapor. Y así sería la cara que puse que enseguida aclaró que eso iría por cuenta de la casa. Nos reímos mucho. Eso ayudó a liberar tensión aunque yo, mentalmente, ya estaba sacando cuentas. No debía pagar mi parte de la cena con lo poquito que tenía en el banco. Lo ideal era cambiar el billetico de diez dólares. Pregunté en la recepción. No podían ayudarme. Hablé con el mesero. Él tenía cambio, pero en su casa. Mientras esperábamos la cena observé una pareja que había visto en el aeropuerto. Ellos también estaban varados y, si mal no recordaba, tenían conexión para viajar a Miami. Pensé que, a excepción de Elina, todo el que viaja fuera del país carga algo de dólares o euros. Les pregunté si podían picarme el billetico y, efectivamente, me lo cambiaron por uno de cinco dólares y cinco de un dólar. Mi cena costó cuatro dólares. Entonces, me quedaban seis dólares, poco más de veinte mil bolívares en el banco y 4.600 bolívares en efectivo. La verdad que la chef se portó de lujo porque nos mandó un club house que, además de jamón, queso, huevo, salsas y muchísimas papas fritas, tenía un gordo filete de pechuga de pollo, sin contar la ración de puré de papas y vegetales al vapor. Todo abundante y delicioso. Y, cuando el mesero trajo la cuenta, nos dijo complacido de su gestión que “pues no se pueden quejar porque esto les salió más barato que en Pepeganga…”.

 

Un día detrás del otro

Nos levantamos tempranito, acomodamos el breve equipaje y fuimos a tomar café. Ya teníamos día y medio sin luz. No saber qué estaba ocurriendo abonaba la angustia. Esa incertidumbre no es precisamente una emoción amigable. La señal de Movistar, aunque muy intermitente, se había reactivado. Lo supe por las llamadas perdidas de Jean Carlo, el taxista. Me comuniqué con él para explicarle que aún no habíamos podido hacerle la transferencia. Insistió en ir a buscarnos para llevarnos al aeropuerto. ¡Buena idea! Nos propuso pagarle en el negocio de un amigo suyo que tenía operativo un punto de venta inalámbrico. También nos pareció genial. En el aeropuerto no había ni rastro del personal de Conviasa. Aviones, mucho menos. Pulido ni se comunicaba ni respondía los mensajes de texto. Y, cuando preguntamos en Atención al Pasajero cuándo llegaría el personal de Conviasa, sólo nos respondieron: “…Pues será el próximo viernes que es el día que ellos viajan”.

No podía permitirme el lujo de colapsar. Tenía la responsabilidad conmigo misma y, aunque suene ridículo, con Elina. Ya éramos compañeras de viaje.

Jean Carlo seguía empeñado en llevarnos a Mérida. Le pedimos más bien que, después de pagarle en el punto de venta de su amigo, nos llevara al terminal de autobuses. Él fue muy servicial, pero hubo que negociar el importe total, pues nos estaba cobrando diez mil bolívares por cada carrerita, cuando en el hotel nos dijeron que cada servicio no pasaba de tres mil. Al final, nos transamos por quince mil entre las tres carreritas y todos contentos. Tuvimos suerte en el terminal porque no sólo estaba por salir una buseta, sino que el pasaje costaba dos mil bolívares por persona. Pagué por las dos y aún me quedaban seiscientos bolívares. Guardamos el equipaje en el maletero. Eso me puso nerviosa porque sabía que la buseta se pararía en cualquier lugar a bajar pasajeros y no tendría cómo saber si algún pillo se llevaba mi mochila. Elina se encargaría de conseguir dos asientos, mientras yo iba rapidito a comprar cambures. Le dije al señor que atendía el puestico que mi amiga y yo estábamos sin desayuno, y que sólo nos quedaban quinientos bolívares. Me vendió cuatro cambures grandotes. Yo, satisfecha. Había superado el escollo del momento. Ya teníamos transporte a Mérida, algo para desayunar y aún me quedaban cien bolívares en efectivo.

No podía permitirme el lujo de colapsar. Tenía la responsabilidad conmigo misma y, aunque suene ridículo, con Elina. Ya éramos compañeras de viaje. La abismal diferencia es que ella llegaría a su casa y yo me estaba alejando de la mía. Hablamos poco durante ese trayecto de hora y media. No tenía ni idea de qué me esperaba en Mérida. Pensé que lo mejor sería regresar a la casa de Argelia y Luis Daniel, pero no sabía quién podría llevarme hasta la montaña. Suponía que el gravísimo problema de la escasez de gasolina en la zona se había agudizado con el apagón. Es una ruina física y emocional gastarse el día entero en una cola para llenar el tanque de combustible. Un atropello sinigual en un país petrolero. De pronto, mientras pensaba cuál sería el próximo escollo por superar, la voz del conductor me espabiló. La ciudad estaba encendida, los manifestantes tenían las calles bloqueadas y él no podía llevarnos hasta el terminal.

—Elina —pregunté—, ¿eso es bueno o es malo?

—Ay, amiga, malísimo, porque el terminal está detrás de la casa de mi hermana Yoya. Bueno, ella se llama María Auxiliadora pero le decimos Yoya, y allí podríamos pedirle a su hija, mi sobrina Gabriela, que vive allí también con su esposo y sus dos hijitos, y es la única de la familia que tiene carro, que nos lleve hasta mi casa. Pero ahora no sé adónde nos va a dejar esta buseta, ni cómo voy a jalar mi maleta. Y dime tú con esa mochila pesadísima y de paso con esas botas carísimas a la vista colgando por fuera. ¡Ay, Dios mío, ten piedad!…

El conductor nos dejó a unas seis cuadras larguísimas de la casa de Yoya. Apretamos el paso tanto como pudimos. Caminamos por las aceras, por el medio de la calle, entre los manifestantes, hasta alejarnos del tropel de gente que reclamaba su legítimo derecho a la energía eléctrica, agua potable, alimento, educación, seguridad ciudadana, a la salud. La imagen de pacientes muriendo de mengua en los hospitales me torturaba. Sé lo que es vivir la desventura hospitalaria en estrecha vecindad. También pensaba en los niños, en los ancianos y en la gente del Zulia con ese calorón que agobia. Poco faltaba para que se cumplieran las primeras 48 horas del apagón nacional.

Sobre la una de la tarde entramos a un complejo de edificios de cuatro pisos. Yoya vivía en el penúltimo. Caminamos hasta allá. Olía a esperanza. Pero no había nadie en casa. Una vecina nos dijo que vio salir a la familia el mismo día que comenzó el apagón. Revisé si tenía señal en mi celular. Temprano pude enviarle un mensajito de texto a la sobrina de Elina, avisándole que su tía estaba varada en El Vigía, pero que juntas regresaríamos a Mérida. También pude avisarle a una amiga en Caracas, quien me transfirió treinta mil bolívares a mi cuenta bancaria.

—Elina, ¿y si caminamos hasta tu casa? —pregunté sin tener idea de dónde estaba parada.

—¿Qué?, ¿hasta La Hechicera? No, eso es lejísimo, amiga, no te imaginas, además estoy cansadísima de jalar este maletón, y tú con esa mochila al lomo. No, mejor buscamos otra solución. Pero ¿qué hacemos? Dime tú, qué hacemos. Ay, Diosito, no nos abandones, ¡ten piedad!

Entretanto, un chico que escuchó el clamor nos sugirió llamar a Telecar, asegurándonos que esa línea de taxis tenía punto de venta. Elina consiguió el número de teléfono y yo, señal para llamar. Me comuniqué. Escuché una voz de mujer dando las buenas tardes. Activé el altavoz. La llamada se cayó. Insistí. Conseguí reconectarme. Elina explicó dónde estábamos y hacia dónde íbamos. La mujer al otro lado de la línea telefónica ofreció mandarnos el carro enseguida, pero nos advirtió que no tenían punto de venta y sólo estaban recibiendo pagos en efectivo en bolívares, dólares o pesos colombianos. Le explicamos que no teníamos nada de eso. Yo no quería quemar mis seis dólares. Le pedimos un voto de confianza prometiéndole hacer una transferencia bancaria en cuanto fuera viable. No aceptó. No dependía de ella, nos dijo. Entonces, Elina tuvo una idea genial. Le preguntó si acaso no les vendría bien un kilo de arroz, o de harina, o de pasta, que de eso sí tenía en casa. Y así fue como enseguida Robert, el conductor de la unidad 56, se puso al habla para decirnos que feliz nos hacía la carrerita por un kilo de arroz. Y así resolvimos el escollo del momento, no sin antes pasar otro sustico, pues en la vía Elina me pidió cruzar los deditos para ligar que su cuñada estuviera en casa, pues a ella le había dejado la llave de su apartamento. Por suerte, estaba. Y mientras Elina subía a buscar el kilo de arroz, le pregunté a Robert si él me llevaría a Tabay. Si el apagón se extendía y no podía regresar a Caracas, me iría a la montaña a sembrar ajos.

Iban a Cúcuta a recoger a alguien. Una doctora, escuché decirles. Ellas se buscan la vida haciendo compras por encargo en la frontera, y pasando gente de Venezuela a Colombia.

Josefina es la cuñada de Elina. Marly es la sobrina de Josefina. Ellas viven en planta baja. Elina, en el tercer piso. Me sentía extraña. Era una extraña, en realidad. Antes de subir, Josefina nos invitó a pasar a su casa y nos ofreció medio vasito de agua. Ellas hablaban. Yo, pensaba. ¿Qué hago yo aquí? Elina les contaba la odisea. No paraba de hablar. Estaba en su zona de confort, pero seguía angustiada. Ella quería saber si su hija había recibido el wasap que le envió. También quería saber de su hijo y de sus hermanas. Yo quería saber qué estaba pasando en el país, y cómo y cuándo iba a regresar a Caracas. Les pregunté si sabían de algún lugar donde pudiéramos ir a comprar agua y algo de comida. En el automercado Garzón, si mal no recuerdo, tenían planta eléctrica y punto de venta. Marly ofreció llevarnos en el carro. Allí nos esperaría, pero cuando vi la cola para pagar sugerí que se fuera y, si podía, regresara por nosotras en un par de horas. Elina se encargó de buscar leche y cereales, y vegetales para una salsa que prepararía al día siguiente en casa de Carmen, la hermana que tenía cocina a gas. Yo me encargué de las compras en el área de panadería. Poco antes de las dos horas estuvimos listas. No uso reloj, pero soy buena calculando los tiempos, a veces…

 

Pasaje fronterizo

Ese sábado, Josefina y Marly estaban preparando viaje. Saldrían de madrugada. Iban a Cúcuta a recoger a alguien. Una doctora, escuché decirles. Ellas se buscan la vida haciendo compras por encargo en la frontera, y pasando gente de Venezuela a Colombia, y viceversa, a través de la trocha. Es un servicio que prestan, muy solicitado, por cierto, en especial cuando está bloqueado el paso regular o cuando se trata de viajeros sin documentos. Yo, a decir verdad, me moría de la curiosidad por saber más de esa aventura. Creo que de haber tenido disponibilidad de dinero, me habría arriesgado a irme con ellas para vivir el cuento en carne propia. El martes, cuando regresaron, las confesé.

Resumiendo el relato, “…es un viaje muy cansón, agotador, que comienza saliendo de Mérida rumbo a Puerto Santander. Hay que manejar unas cuatro horas. Allá, en el puerto, dejamos el carro en un estacionamiento privado… Después hay que atravesar una finca caminando. ¿Tiempo? Depende. Hay quienes se echan quince minutos caminando rápido, pero si estás achacosa te echas más de media hora… Entonces, llegas hasta la orilla del río. Hay que cruzarlo, atravesarlo, caminando por encima de varias canoas amarradas unas con otras, todas boca abajo. Hay que tener equilibrio, no creas… Allí están los paracos. Hay colombianos, pero también hay venezolanos. Ellos son los que cobran las vacunas, más o menos unos trece mil pesos en total, pero tienen un coordinador, un jefe, pues, porque te digo que si algún caletero quiere tirársela de avispado y cobra de más, o cobra doble, a ese lo amarran y lo dejan amarrado todo el día para que la gente lo vea, y en la noche lo desaparecen, nadie lo vuelve a ver nunca más. Dicen, dicen por ahí, que a los tracaleros los ejecutan… Y bueno, ya del otro lado tomas el autobús a Cúcuta, que tarda como hora y media, y cobra unos cinco mil pesos. Allí te buscas un hotelito barato y descansas… El retorno, igual”.

 

Ajena, pero en casa

Esa noche cenamos pan con jamón endiablado. A pesar de la incertidumbre, me sentía segura. Elina me dio el cuarto que usaba su nieto cuando era niño. Estaba intacto. Las paredes seguían tapizadas de calcomanías de las figuritas de la época. Ya el chico creció. Es otro joven emigrante venezolano. Vive en Chile. Elina es de guardar recuerdos petrificando escenarios. Su casa la delata. Yo me apunto más a lo minimalista, pero cada cual tiene su modo de matar pulgas. A las 7 de la noche se cumplían las primeras cincuenta horas sin luz. Con un tocón de vela alumbré el baño para darme una ducha con un brevísimo chorrito de agua helada, me puse el pijama y me metí en la cama. Ella se acomodó en una esquinita. Charlamos buen rato. Hace años se divorció. Vive sola. Si acaso, renta una habitación a algún estudiante para ayudarse económicamente. Tuvo tres hijos. La mayor vive en Alemania. El varón, al que llama mi gordo y es un flaco que mide casi dos metros, es docente en la Universidad de los Andes. Y Janeth, que murió muy joven víctima de un cáncer, no partió sin antes dejar sus prolijas letras en herencia. De su poemario ¿Una vida más? me tomo la libertad de compartir un breve poema que escribió el 31 de diciembre de 1992, a los diecisiete años, cinco antes de su muerte. Y copio “…Cuando yo me muera que no se me haga una estatua, que no se me llore, que se me haga una fiesta y que vayan mis amigos, y como sé que estaré sola, al fin habré nacido…”.

Esperamos que alguien saliera del edificio y tuviera la cortesía de dejarnos pasar. Salvado ese escollo nos llevamos otra sorpresa. ¡No había nadie en el apartamento!

El domingo extrañamos el cafecito mañanero, pero planeamos fisgonear qué vecino tenía cocina a gas para pedirle el favor la próxima mañana. Entretanto, en dos bolsitos acomodamos medio kilo de pasta corta, una medida de arroz, vegetales para hacer la salsa, cuatro huevos para sancochar y un envase para cargar agua hervida. Iríamos a la casa de Carmen a cocinar. Si Gabriela había recibido mi mensajito de texto, las hermanas de Elina sabrían que ella no había podido viajar y que eventualmente estaría de regreso en Mérida. Desde La Hechicera hasta el sector que llaman La Vuelta de Lola hay un largo trecho, pero fue buena caminata porque el clima estaba fresco. Cruzábamos la avenida cuando nos sorprendió un señor bastante mayor, que salía de una callecita cargando una enorme bolsa negra. Nos dijo, eufórico, que nos apuráramos porque en el negocio de la esquina estaban regalando la carne. “Es que en esa carnicería no tienen planta y se les está descongelando todo, todito, entonces menos mal que se pusieron a regalar la carne y los pollos para llevarle comida a la familia”, dijo feliz apenas sin detener el paso. A mitad de camino pasamos por un barrio bastante transitado con negocios que vendían comida preparada y algún expendio de licores. Aquello parecía una feria de plantas eléctricas de todos tamaños y colores. Casi todos tenían un cartel avisando que sólo aceptaban pagos en dólares y pesos colombianos. No me sentí cómoda caminando por allí, así que le pedí a Elina apurar el paso.

Alrededor de mediodía llegamos a la casa de Carmen. Ella vive sola en un apartamento en el segundo piso. Sus hijos también emigraron. No había cómo avisarle que estábamos abajo porque su ventana da al otro lado de la calle. Esperamos que alguien saliera del edificio y tuviera la cortesía de dejarnos pasar. Salvado ese escollo nos llevamos otra sorpresa. ¡No había nadie en el apartamento! Un escalón nunca es asiento cómodo, pero siempre termina siendo buen asiento, así que agarramos palco en las escaleras como en los tiempos de la adolescencia. Mientras tanto, Elina me contaba más detalles de su familia. Su mamá murió muy joven dejando al viudo con un tropel de hijos. “Nosotras somos las hermanitas Montillita”, se reía recordando que su padre fue un hombre ejemplar que levantó a la familia con trabajo y valores. Una señora que venía subiendo las escaleras nos pidió un permisito. Cuando Elina se levantó, aquella mujer le preguntó si era familia de Carmen. ¡Es que son igualitas!, le dijo sorprendida agregando que ya debía venir por ahí porque la acababa de ver haciendo compras en la tienda de la esquina. Aunque me tranquilizó saberlo, no dejaba de preguntarme qué estaba pasando en el país porque no había ninguna información fiable y a las 5 de la tarde alcanzaríamos las 72 horas sin luz.

Hay voces que delatan. Elina seguía entretenida, hablando, mientras yo afinaba el oído. Dos mujeres venían subiendo por las escaleras. Le dije: “Eli, creo que allí vienen tus hermanas”. Se levantó de un tirón y, al darse la vuelta, se topó de frente con Yoya. Se abrazaron como si tuvieran diecisiete años sin verse, lloraban a moco tendido. Yo no entendía nada. Yoya le decía: “Hermanita, mi hermanita, gracias a Dios estás bien, estábamos tan asustadas, hermanita, te amamos…”. Cuando Carmen se percató de que era a Elina a quien abrazaba Yoya, la emoción se desveló, el abrazo se estrechó, el llanto se desbordó, el agradecimiento a Papa Dios, a la Virgencita y a todos los santos se multiplicó y yo, que entonces sentí la fraternidad rozándome la piel, terminé abrazada a ellas llorando también. Ya dentro de la casa, la presentación formal. “Ella es Adriana, mi compañera de viaje, sin ella no sé qué me habría hecho, ustedes saben cómo me paralizo, pero hicimos un equipo, ¡tremendo equipo!, somos como el yin y el yang, yo me paralizo, ella actúa…”. Me desconciertan los halagos, pero me hicieron sentir en casa cuando, al cabo de media hora, me dieron la bienvenida formal a la hermandad que ellas habían construido desde su infancia. Y con la inolvidable sentencia de Elina que nos hizo reír a carcajadas: “…Y es que la igualada esta le cae bien a todo el mundo”, las cuatro hermanas Montillita nos dispusimos a cocinar.

Había llovido. Estaba haciendo mucho frío. Entrada la noche, Gabriela nos llevó a casa. Los vecinos habían hecho un fogón con leña para cocinar todo lo que se les había descongelado. Concluido el banquete comunitario, disfrutaban la charla de sobremesa. La oscurana también tenía su lado amable. Las familias se organizaban para buscar soluciones que beneficiaran a todos. Los muchachos inventaron unas lamparitas de aceite para alumbrar cada piso. Y hablaban, cara a cara, porque no había distracción virtual. Lo malo era la falta de noticias y, lo peor, suponer las secuelas de aquel interminable apagón. Rumores, a borbotones, pero el más repetido apuntaba a un problema gravísimo en la Central Hidroeléctrica de Guri.

Entretanto, me seguía preguntando qué hacer. ¿Valdría la pena regresar a Tabay? Pero qué haría en la montaña. Estando en Mérida era más fácil buscar cómo viajar a Caracas. Repasaba mi día mientras subía las escaleras hasta el tercer piso. Le había preguntado a Carmen si tenían punto de venta donde compró los víveres porque yo necesitaba con urgencia conseguir algo de frutas. Las harinas me estaban hartando. Me dijo que allí no había punto de venta, pero que la dueña del negocio estaba recibiendo dólares y pesos colombianos, y también algún objeto de valor que te devolvía cuando llevaras el dinero. ¿Y tú cómo pagaste?, quise saber. “Yo le dejé en garantía mis lentes de sol que son buenos, de marca, pero puedes dejarle un reloj, una chaqueta, el celular…”. Sí, seguro voy a empeñar mi celular por una mano de cambur. ¡Cuenta con eso!, pensé. Entramos al apartamento alrededor de las 9 de la noche. Habíamos traído la comida en vianditas. Las colocamos junto a la ventana abierta para que se mantuvieran frías. Eso lo aprendí en Italia de la tía Afra. Ella me decía que con el frío del invierno no era necesario refrigerar la comida. Salimos de la cocina. Nos alumbrábamos con el tocón de vela y la linterna de mi celular que tenía carga por la batería externa.

Estaba cansada, inquieta. Recordé mis tiempos en CVG-Edelca. De las tres publicaciones que hice para la empresa, el libro Caruachi, Central Hidroeléctrica, fue la más significativa. Han transcurrido catorce años. Entonces, el ingeniero Luis Nieves era el gerente de Generación de Expansión de Caruachi. En nuestras larguísimas, entretenidas y productivas sesiones de trabajo para revisar los avances de la publicación, solía mostrarnos las cartas que la gerencia enviaba periódicamente al Ejecutivo nacional, léase Presidencia de la República, recomendando desarrollar la energía termoeléctrica en el país y advirtiendo que si Venezuela seguía dependiendo casi exclusivamente del río Caroní, en diez años estaríamos viviendo una crisis energética sin parangón… ¡Cuántas veces tuve alguna de esas cartas en mis manos y cómo lamento no haberme guardado aunque fuera una copia!

 

A mitad de camino, entró la data al celular. Estacionamos para no perder la señal.

Mirada a trasluz

Descorrí la cortina de mi cuarto para respirar la espesa neblina que impregnaba escenas imaginarias. Me aproveché de los breves reflejos de las candelas que iluminaban hogares al azar, no sólo para recrear los edificios del complejo, sino para acercar mi espíritu al sentir de cada ser humano que estaba viviendo aquella oscurana. A ratos se escuchaban voces, risas y algún que otro grito solitario que tenía como respuesta colectiva una apasionada mentada de madre. Después, silencio total. Seguía ensimismada en mis pensamientos cuando escuché a Elina pedir ayuda. Me dieron ganar de estriparle el pescuezo. ¡Y se lo dije! En su apartamento tiene dos neveras. Una grande y viejísima de la cual no quiere deshacerse, y una nueva de buen tamaño donde había dejado kilos de carne y pollo que, a 77 horas del apagón, ya estaban totalmente descongelados. A mí todo me olía muy mal, pero ella insistió que la carne estaba buena porque todavía no se había puesto verde y el pollo “siempre huele mal”. Buscó vinagre en casa de Leo, un vecino, rescató algún aliño que había quedado en la nevera, y estuvo hasta medianoche lavando y condimentando el menú de los próximos días. En la mañana había que regresar a la casa de Carmen. Ordenamos aquel comidero crudo en un par de ollas y nos lanzamos a la calle a buscar un alma caritativa que nos diera un empujón. Yo me fui por lo seguro y cargué con mi ración de pasta, salsa y huevo sancochado. Ya la cosa estaba muy complicada como para buscarme una intoxicación.

Quería regresar a casa, a Caracas. Gabriela ofreció llevarme hasta el aeropuerto de Mérida, donde hay oficinas comerciales de las líneas aéreas. A mitad de camino, entró la data al celular. Estacionamos para no perder la señal. Pude comunicarme con una amiga a quien le pedí que me transfiriera dinero para comprar un pasaje por Láser. Ella estaba en Margarita y allí había energía eléctrica. Aunque me estaba endeudando hasta los tequeteques, me tranquilizó saber que podría pagar el boleto de regreso que ya estaba por encima de los cien mil bolívares. Vimos un par de semáforos funcionando. ¡Mérida volvía a la vida! Después supe que sólo habían activado la zona donde están los hospitales para evitar una epidemia. Los rumores apuntaban a una mortandad sin precedentes.

En el mostrador de Conviasa me atendió una gordita que me dijo que no tenía ni la más remota idea de cuándo saldría mi vuelo, y que lo más probable era que tuviera que pagar tanto la penalización como la diferencia por el nuevo costo del boleto. Y tuvo el descaro de recomendarme comprar uno nuevo “…porque le va a salir más barato que pagar penalización más diferencia por ajuste”. Me encanta saber que no he perdido la capacidad de asombro porque me recuerda que sigo viva, activa y, a ratos, lúcida. Le agradecí la sugerencia y me fui a hablar con el joven del mostrador de Láser. Le dije que quería comprar un boleto para Caracas. “Lo siento, no se lo puedo vender porque no tengo sistema…”. “¿Qué puedo hacer?”, quise saber. Me respondió que fuera a comprarlo en El Vigía donde ya había luz. “¿Estás seguro?”, pregunté. “Bueno —respondió—, yo no me he podido comunicar con la oficina allá, pero eso fue lo que me dijo un pasajero que pasó hace rato por aquí”. Desconcertada, iba recogiendo mis pasos cuando me llamó la gordita de Conviasa para advertirme que si viajaba con Láser me pasarían dos cosas. Primero, me iba a salir carísimo. Segundo, perdería el boleto de Conviasa. Para dar por terminada su amable gestión, apuntó mi número de teléfono asegurándome que me avisaría si había alguna novedad. Le dije que estaría pendiente aunque me quedaba poquísima batería. Entonces, me propuso: “Pero déjeme su celular que yo se lo cargo aquí y si quiere lo viene a buscar al final de la tarde. ¡Yo no se lo voy a robar!”.

El martes en la mañana le dije a Elina que me acompañara al aeropuerto de Mérida, otra vez. Además de fisgonear la actividad aeronáutica, aprovecharíamos la planta eléctrica para cargar la batería de los celulares. Ella buscó algo de efectivo entre los vecinos porque a mí sólo me quedaban cien bolívares. Tuvimos la suerte de conseguir un empujón hasta el Mercado Principal de Mérida. En el camino entró una llamada de mi hija. Estaba angustiadísima por las noticias que le llegaban sobre lo que estaba pasando en Venezuela. Ni nosotros sabíamos qué estaba ocurriendo… Después recibí otra llamada. Era una amiga preguntándome si quería que me comprara un boleto por Láser en una agencia de viaje. ¡Bingo! Claro que sí, le dije, mientras veía engordar la deuda. Aquel viajecito low cost se había convertido en un considerable pasivo. En el aeropuerto me sentí frustrada. No pude echar mi conversadita ni con la gordita de Conviasa, ni con el joven de Láser. Las oficinas estaban cerradas. Sin embargo, los enchufes del pasillo seguían disponibles para cargar las baterías. ¡Confirmado! Ya tenía pasaje para el día siguiente, miércoles 13 de marzo, a las 11 de la mañana. Salimos de allí derechito al mercado a almorzar en un comedero con punto de venta. ¿Menú? Trucha con tajadas, arroz y ensalada rallada. “Me traerías la mía sin arroz y con mucha ensalada, por favor…”, solicité a la mesera quien, además, nos hizo la foto para el recuerdo.

Teníamos hora y media para echar cuentos y elucubrar sobre la oscurana nacional, así que saqué una cajita de bocadillos de guayaba, los repartí, y salieron al ruedo quejas, rumores y confesiones.

Regresamos a casa a media tarde. Mi tarea era empeñarme en superar los escollos y hasta el momento lo había hecho bastante bien. Me iría a El Vigía con Aerotransfer Mérida. Llamé para que me apuntaran en la lista de pasajeros. Sólo estaban recibiendo pagos en efectivo, trece mil bolívares o cinco dólares, pues no tenían cómo verificar las transferencias bancarias. Aún tengo mis seis dólares, pensé. Mi amiga me había enviado por wasap el localizador y demás datos del boleto aéreo. Josefina y Marly acababan de regresar de Cúcuta. Ellas me harían el servicio de transporte hasta el terminal. Acordamos salir a las 6:30 de la mañana y yo les haría una transferencia bancaria desde Caracas. Leo, el vecino, me prestó dos mil bolívares en efectivo y en la noche me llevó una arepa andina rellena de queso blanco para que no saliera sin desayuno. Con todo en orden relativo, me duché con el brevísimo chorrito de agua helada, recogí una franelita y unas pantaletas que había lavado a mano, y organicé mi mochila. Era mi última noche en casa de Elina. No pude despedirme personalmente de mis hermanitas Yoya y Carmen, pero charlamos un rato por teléfono. A las 7 de la noche ya estaba recostada en la cama cuando escuché los gritos de Elina: “Hermanita, hermanita de la vida, ¡llegó la luz! Bendito sea Dios, por fin llegó la luz…”. En La Hechicera el revuelo fue descomunal. Después de 122 horas ininterrumpidas sin energía eléctrica, ¿qué otra cosa se podía esperar?

 

Confidencias

Josefina y Marly me acompañaron hasta asegurarse de que abordaría el carro a El Vigía. En defensa de mis dolaritos, conseguí un voto de confianza. Haría una transferencia bancaria en cuanto llegara a Caracas y enviaría por wasap el capture de pantalla. El autobusito iba casi vacío. Éramos apenas el conductor y su asistente, un chico que se convirtió en mi compañero de viaje hasta Caracas, y un funcionario del aeropuerto. Teníamos hora y media para echar cuentos y elucubrar sobre la oscurana nacional, así que saqué una cajita de bocadillos de guayaba, los repartí, y salieron al ruedo quejas, rumores y confesiones. El funcionario se presentó como jefe de seguridad del aeropuerto de El Vigía. No mencionó su cargo por ser presumido, sino para convencerme de por qué sabía que los pasajeros de Conviasa habíamos sido burlados. Nos contó que la gerencia de esa línea aérea sabía, desde muy temprano en la mañana, que el avión no llegaría porque no iba a despegar de Maiquetía, y que por esa razón él se sorprendió al ver, desde el pasillo de su oficina en el primer piso, que el personal estaba haciendo prechequeo, facturación de equipaje y entrega de boarding passes a los pasajeros de aquel vuelo del viernes 8 de marzo.

Presumo que el jefe de seguridad de un aeropuerto, entre otras cosas, sabe qué vuelo está programado para despegar o aterrizar. Entonces, era lógico darle crédito a su confidencia, pero me quedaba la duda sobre el cargo. Así que después de chequearme en el mostrador de Láser, subí a la oficina del jefe de seguridad del aeropuerto de El Vigía a pedir un baño prestado, pues los de uso público estaban cerrados por falta de agua. Mejor alegato, imposible. Toqué la puerta y me abrió una secretaria que me hizo pasar. El funcionario —de cuyo apellido que me reservo sólo puedo asegurar le hace honor a su humanidad— me escuchó hablar, enseguida salió de su oficina y, diligente, giró instrucciones para que me prestaran su propio cuarto de baño. Entonces, le creí.

Justamente cuando íbamos a embarcar, repicó mi teléfono. Era Argelia. Había perdido la cuenta de las veces que traté de comunicarme con ella. Ni llamadas, ni mensajitos de texto. Ni a su teléfono, ni al de Luis Daniel.

—Amiga —exclamó entusiasta apenas atendí la llamada—, al fin me puedo comunicar contigo, ¡interminables estas horas! Luis Daniel y yo hemos estado muy pendientes de ti. Imagínate, no lo creerás, pero por estos lados ahora es que está comenzando a llegar la luz. Pero, cuéntame, queremos saber, ¿tú cómo llegaste a Caracas?

—Mi amiga querida —respondí—, qué bueno escuchar tu voz, todo bien, todo bajo control, tengo un montón de cosas que contarte, pero será más tarde, mañana, porque en este instante estoy en el aeropuerto de El Vigía abordando el avión que me llevará a casa. ¡Ya leerás las crónicas…!

 

Ironías

El jueves 14 de marzo amanecí en casa. A media mañana organizaba mi área de trabajo para poner las cosas en orden relativo cuando repicó mi teléfono. Era la gordita de Conviasa para darme dos excelentes noticias. La primera, que mi vuelo a Caracas había sido reprogramado para el viernes 15. Y, la segunda, que no me cobrarían ni penalización, ni ajuste por nuevo precio del boleto…

Adriana Boccalon Acosta
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