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Los niños del patio

miércoles 23 de mayo de 2018
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Los niños del patio, por Ernesto Castro Herrera

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
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Contesta preguntas en un foro. Es un proceso engorroso y delicado, detestable y a la vez sublime, que sufre aunque sólo conteste dos o tres preguntas al día. No se siente capaz de dejarlo. ¿Qué otra cosa haría si no? Fabiola le lleva el desayuno muy temprano, abre las cortinas, sopla vaho hacia los vidrios, y lo primero que dice después del “Buenos días nos dé María” es:

—Le encenderé la computadora.

Se ha visto tentado de tirarle una rodaja de pan en la cara casi siempre. No lo hace porque ella es su única compañía en esa casa enorme.

Me di cuenta de que un niño vivía en mi patio justo desde el principio. Él instaló una tienda con sábanas y palos de escobas, y se quedó ahí.

 

Luego de comer, Níbal va al escritorio y teclea respuestas entre suspiros. Fabiola limpia los adornos con un trapito húmedo o se mete al baño con una cesta para recoger los calzoncillos sucios que él deja tirados. Silba canciones cristianas. Él se esfuerza en no oírlas mientras lee la pantalla. Se debe recordar, entre letra y letra, por qué se conecta, por qué se toma la molestia de responder.

Para no aburrirse.

Para no aburrirse de estar enfermo.

Y, quizá, para comprobar día a día que no es el único con dudas en este páramo de temblores, de desesperación.

El foro que él visita se llama Q&A. Es poco original, pero muy directo. Está registrado bajo el nick de Merodeador87. En un inicio albergaba preguntas cotidianas, casi estúpidas —“¿Cómo se usa el limón para abrillantar mis tenedores y cucharas?”—, y luego se hizo más triste, de acuerdo a la presión oscura que acosa a los usuarios restantes. Son pocos. A lo sumo unos mil. Níbal los mira en el número arriba de la lista de conectados. A veces cree que mil es mucho, tanto que se apabulla. A veces cree que mil no es más que uno, y sigue sintiéndose solo.

La mañana del caso de Graciela lee varios posts en Q&A, en cuestión de minutos. No los contesta todos; es imposible. Se salta aquellos que tratan sobre parejas comunes —“¿Cómo lo recupero si se fue con otra?”— y aquellos que él, ni nadie, puede contestar —“¿Cómo me convierto en una hoja que vuela por el viento?”. Selecciona los que valen la pena. En esta ocasión nada más es uno:

 

Garbo2011: Me llamo Graciela Uriarte. Sí, ya sé que no es necesario darles mi nombre, que basta con el nick; no soy tonta, no; pero no creo que sea muy educado de mi parte comenzar una interacción con este foro sin presentarme. Soy una mujer casada y no tengo hijos por motivos personales. Estudié Banca y Finanzas: ¿les gustan los números? Imagino que sí. O imagino que no. A mí no; no me gustan los números, pero mi padre quería una hija que trabajara en un banco. Él trabajó frente a uno toda su vida; dijo que quería verme vestida con un traje verde, pañoleta de rayas azules al cuello, tacones de aguja y un gafete dorado. No pude satisfacerlo. No me importa. Él murió hace ocho años. En fin, que a mí se me da mal hasta hacer sumas, se me da mal parir o atender familiares, se me da mal incluso resolver las pormenores de la adultez: una vez me encontré llorando en la bañera y de repente me reí de mí misma, sin saber por qué. Sentirme desorientada es algo natural en mí. Por lo que me dedico a regar las plantas y freír plátanos para que mi marido me mantenga. No es una vida feliz, tampoco triste; me gusta decir que simplemente es una vida.

Y perdonen esta presentación tan larga. Sólo quería que les quedara en claro una cosa: paso mucho tiempo en mi hogar y no hay nada en él que me resulte desapercibido. Somos inseparables. Todo lo que ocurre en él ocurre en mi propio cuerpo.

 

Níbal lee con atención y sopesa lo que tiene en común con esta mujer: casi nada, a excepción del encierro debido a la inevitable incapacidad de desenvolverse en el exterior. La diferencia es que él no conoce tan bien su hogar como Graciela. Escribe en su cuarto, llama a sus familiares —kilómetros y kilómetros distantes— desde su cuarto, mira las trinitarias florecer desde su cuarto, recibe al doctor en su cuarto, muere en su cuarto. Pero más allá de su cuarto su hogar es territorio de Fabiola, un territorio olvidado que ella nada más se dedica a contemplar.

 

Me di cuenta de que un niño vivía en mi patio justo desde el principio. Él instaló una tienda con sábanas y palos de escobas, y se quedó ahí. Es un niño de unos diez años, de pelo negro y ojos muy grandes. Lo más remarcable de él es su nariz, que es aguileña y le afea un poco el rostro. Cuando sus padres vivían en la casa de al lado era el típico niño que lloraba cada vez que lo mandaban a bañarse, o se reía a carcajada pura cuando le compraban un juguete nuevo. Sus padres son tan jóvenes como yo o mi marido, aunque lucían más viejos. Yo creo que se debía a la ropa que usaban. Todos se miraban desteñidos, deshilachados, desahuciados.

El niño iba a la escuela con un uniforme que le quedaba varias tallas más pequeño. Yo me lo topaba en las esquinas y me decía, muy contrariada: “Si yo pudiera tener un niño, jamás permitiría que anduviera como él”.

Supongo que brincó el muro que divide nuestras casas. No es un muro alto y él es un niño de huesos largos. Mi patio es muy amplio y debieron gustarle mucho mis plantas de sábila, que aportan una verdosidad densa a la vista. O eso es lo que imaginé en primera instancia. Al fin y al cabo los niños no van a los patios más que para jugar un rato; un niño que quisiera instalarse indefinidamente en uno me resultó muy desconcertante. No he hablado mucho con él al respecto, pues ahora es un niño muy comedido (asumo que antes no lo era).

No quiere vivir con nosotros por completo porque sabe que jamás podremos suplantar la compañía que él una vez tuvo.

 

Él habla sólo de aquellos temas que le son menos ácidos.

—Hola —fui a saludarlo ese día—. ¿Qué te pasó? ¿Te peleaste con tus padres?

Él negó con la cabeza y se puso a llorar. Lo comprendí de inmediato. Muchos padres están haciendo lo mismo en el barrio y no se necesita mucho para comprender en qué estado se encontraba aquel niño.

Le di de comer y cuando vino mi marido nos dedicamos a mejorarle su tienda rudimentaria. Claro que primero le dijimos que él podía entrar y ser parte de nuestra familia sin ningún problema, ser casi una especie de hijo adoptivo (idea que entusiamó a mi marido, que siempre deseó un varoncito), pero el niño contestó que prefería permanecer en el patio. Se quedó en su tienda que, sinceramente, aun con los arreglos que le hicimos, parece la casita de un perro.

Al niño le agrada mucho el patio. Si está dentro de su tienda a veces le oímos memorizar en voz alta sus lecciones —porque él regresó a la escuela gracias a mi insistencia— o, si está afuera, lo vemos por la ventana jugando con ramitas como si éstas fueran personas que danzan a su alrededor. Mi marido le ha dicho que puede ir a jugar con otros niños, al parque o a alguna cancha de fútbol, pero él también se rehúsa a hacer esto.

Por cierto, el hecho de que él no quiera vivir dentro con nosotros no significa que no entre a la casa. Usa el baño, le ayuda a mi marido a reparar goteras, platica conmigo en el porche sobre andanzas de sus compañeros de clases, a veces se sienta con nosotros en el comedor, y mira caricaturas cuando ya ha terminado de hacer sus tareas. Pero no quiere que le demos un cuarto propio. En lo absoluto. Se lo hemos pedido varias veces. Él cambia de tema o repite no, no, hasta que nosotros nos cansamos de proponérselo.

Me imagino, y díganme ustedes si me equivoco, que él se vino a vivir a mi patio porque su casa estaba muy sola y pensó que ahí estaría mejor. Es decir, en mi patio al menos tiene contacto con otras personas. Sin embargo, no quiere vivir con nosotros por completo porque sabe que jamás podremos suplantar la compañía que él una vez tuvo.

 

A las diez interrumpe la lectura del post de Graciela. Se bebe un cóctel de pastillas, una a una, sin agua, produciendo mucha saliva y pensando en el amargor de su rutina. A las doce espera que Fabiola entre a su cuarto, y cuando ésta lo hace, él le dice lo que quiere para almorzar. Fabiola asiente y le cuenta que afuera está hermoso —acaba el verano y sopla un aire relajante de este a oeste— y se ofrece a ayudarle a bajar las escaleras para que vaya a dar una vuelta por los senderos del residencial. Es un residencial lujoso, de árboles elevados que son tan gallardos como sus dueños, en cuyas copas hay cámaras de seguridad. También hay guardias en los portones. Y una valla eléctrica, dos piscinas, cancha de tenis y un centro de yoga. Sus vecinos sacan la basura con gafas negras, tienen más de un auto, son muy altos, y hablan inglés, un idioma que Níbal entiende poco.

Le responde a Fabiola que no gracias, gracias, estoy muy gordo y cansado para esas cosas. Fabiola dice que no hay falla, no, y se dispone a marcharse.

Él la detiene con una pregunta extraña:

—¿A usted le gustaría vivir en un patio?

Fabiola está acostumbrada a esta clase de preguntas. Más que sorprenderse, lo único que hace es responder con máxima sinceridad. De todos modos Níbal siempre nota cuando miente o brinda una respuesta evasiva, y ella procura no disgustarlo jamás.

—Sí —dice—. Si me siento cómoda allí, ¿por qué no?

 

Sus padres se fueron a trabajar lejos. No se lo llevaron con ellos porque lejos no es un lugar donde un niño pueda crecer como es debido. El niño ya está lo suficientemente grande para cuidarse solo, o eso fue lo que dijeron para darse ánimos y emprender el viaje. Le enseñaron a cocinar, le indicaron a qué sitios tenía que ir para pagar las cuentas, le describieron de cabo a rabo el uso correcto del detergente y del cloro, se deshicieron del perro para que no tuviera más carga que la de sí mismo y le apuntaron un número de teléfono, de más de diez dígitos, al que podía llamar en caso de emergencia. Se fueron de madrugada, sin despertarlo, para evitar los llantos.

De todos modos el niño está bien. O todo lo bien que alguien puede estar en su situación. Poco a poco planeamos mejorar su estancia en el patio.

 

Ya llevan dos años en el extranjero. Allá sí tienen trabajo, sí ganan bien, pero hasta ahí terminan las ventajas que obtuvieron.

Esto no me lo contó él, claro. Me lo contó Eduardo, su tío. Es un muchacho que viene a fin de mes con dinero que mandan los padres del niño. Nunca se queda en casa más del tiempo requerido. Eduardo y el niño no tienen mucha relación; se ven, se dan la mano, no sonríen y se despiden. Es uno de esos casos en que los familiares se ven forzados a ser familiares. Yo entiendo esto pero aun así le pregunté a Eduardo si no le gustaría vivir con él, con el niño, en su casa. Yo estoy muy contenta con que él esté en mi patio, le dije. No es el mejor sitio que puedo ofrecerle, pero es el sitio que ha elegido y me gusta ayudarlo. No obstante, usted es el familiar más cercano y eso nadie lo puede cambiar. No hay nada como la familia.

—Lo siento —me contestó—. Lo que sucede es que yo tengo una vida aparte.

Y se fue.

De todos modos el niño está bien. O todo lo bien que alguien puede estar en su situación. Poco a poco planeamos mejorar su estancia en el patio. En el siguiente pago mi marido va a comenzar a ahorrar para construirle una “tienda”, más grande y mejor provista, la que en realidad será como una casita (pero no de perro), y a la que seguiremos llamando “tienda”, para que el niño no interprete algo que no quiere. El dinero que mandan sus padres también va a un fondo de ahorro: probablemente el año que viene el niño va a tener su propia computadora y una bicicleta. Sé que sus padres mandan ese dinero para que el niño compre comida o ropa, Graciela, me dice mi marido. Pero vos no cocinás tan mal, se te da bien remendar calcetines y a mí me alegra invertir mi pago en algo que valga la pena.

Como pueden ver, nos las estamos arreglando. Ayer el niño terminó de desayunar en el comedor y antes de irse a la escuela nos dijo: “Adiós, Chela. Adiós, Tito”. Y salió por la puerta delantera. Antes sólo salía por la puerta trasera, por la puerta del patio. Chela y Tito son los apodos de cariño que él nos ha puesto. Sí, ya nos tiene cariño.

Y ese es precisamente mi problema. Él ya nos tiene cariño y nosotros se lo tenemos a él.

Desde el inicio de este post les dejé en claro que yo soy una mujer de hogar. Dedico mucho tiempo a mi encierro, a mis cosas. Bueno, creo que ahora debo decir que dedicaba tiempo a mi encierro, a mis cosas. Ahora se lo dedico todo a ese niño. Riego las plantas, pero sólo aquellas que a él más le gustan (adora las flores de avispa). Cada cosa que cocino ya no es para que mi esposo note que sirvo para algo y me mantenga, sino para que el niño se las pueda comer sin rechistar porque odia la cebolla o los tomates (¡le gustan tanto las enchiladas de frijoles!). Sueno alegre, y lo estoy, pero también estoy muerta de miedo.

Mi hogar es mi cuerpo y los cuerpos siempre temen sufrir. ¿Qué haré cuando sus padres se lo lleven? ¿Qué haré para consolar a mi marido? ¿Qué haré cuando ya no podamos considerarlo nuestro hijo y de nadie más?

Díganme, ustedes que son tan inteligentes, ¿qué es lo que tengo que hacer cuando el patio esté vacío?

 

En su niñez vivió algo parecido. Sus padres sólo tuvieron dos hijos, él y su hermana Emily. Emily era ocho años mayor que Níbal. Con esta diferencia de edad, ella logró ser adulta cuando él todavía era un niño. Emily quería ser enfermera y tuvo que irse a otra ciudad, porque ellos vivían en el campo y ahí no había una universidad donde pudiera estudiar esa carrera. Níbal no quería que ella se fuera porque su finca quedaba muy lejos de otras fincas y para él era muy difícil conseguir a alguien con quien jugar.

—Lo siento, Nibalín —le dijo Emily—. No tengo otra opción. No te preocupés: ya verás que no te irá tan mal. Vos sos un niño muy despiertito.

Era muy despierto y quiso estar dormido todo el tiempo que Emily no estuvo con él. Guardó sus juguetes y se refugió cazando palomas o capando becerros con su padre. Emily lo visitaba una vez al mes, pero ya nada fue lo mismo.

 

También sufren los que se quedan, piensa él. Es una bomba que explota en varias direcciones.

 

Estoy cansado, se repite Níbal viendo que Fabiola le lleva el almuerzo a su cuarto. Cansado de todo esto. Cansado, cansado, cansado, cansado y anhelante. Se acerca a una mesa que tiene al fondo, una especie de comedor suplementario. Fabiola también trae un plato para ella, pues suele acompañarlo a esta hora. Él toma un tenedor y ella comienza a hablar sobre su jornada, que consiste prácticamente en borrar manchas del piso o batallar con ceniza e insecticidas contra los zompopos del jardín.

—¿La extrañan en su casa, Fabiola? —la interrumpe Níbal.

—Sí —dice ella—. Bastante. Más mi mamá. Mi mamá tiene casi ochenta años, soy su hija mayor y hemos compartido mucho. Pero comprende que tengo que estar aquí. Somos muy pobres y no cualquiera se da lujo de vivir en un residencial, en este país, con usted. Además su familia ha sido muy, muy buena con la mía. Aunque es muy difícil, Níbal, no se lo niego. Muy difícil. No sólo para mí, sino también para ella.

—Me imagino.

También sufren los que se quedan, piensa él. Es una bomba que explota en varias direcciones.

 

Mueve el mouse. Abre la pestaña de Q&A. F5. Actualiza dos veces.

Se va al post que estuvo leyendo esta mañana.

Su hogar no es su cuerpo, contesta Merodeador87 a Garbo2011, justo después de comer, con su estilo breve, y un poco más hondo que de costumbre. Le alienta leer que la suya no es la única respuesta optimista debajo del post. Es su vida. Vívala. Puede que sufra en el futuro, pero guarde la esperanza, se lo aseguro yo, que ningún sufrimiento dura para siempre. La gente se va, y también regresa. De una u otra manera, regresa.

Ernesto Castro Herrera
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