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En la tierra de las mil y una noches

martes 24 de mayo de 2022
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En la tierra de las mil y una noches, por Lucía Amanda Coria
La luna, que se encuentra prácticamente sobre sus cabezas, luce una cara redonda y amarilla. Fotografía: Gerd Altmann • Pixabay

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2022 en su 26º aniversario

En Bagdad, la tierra de las mil y una noches, la luna repta entre las palmeras y los alminares de la ciudad legendaria se destacan con su perfil de sombras. Un cielo rojizo se refleja en el río y se quiebra en la superficie donde sus fragmentos se mecen acercándose y alejándose con el movimiento del agua. El antiguo trazado de forma circular que la ciudad tuvo en sus orígenes, cuando era conocida como “la ciudad redonda”, subsiste en las ruinas de las murallas que aparecen cada tanto en los extremos de algunas callejuelas.

Un majestuoso edificio de dos plantas, íntegramente revestido de mármoles blancos, muestra en su fachada las huellas del bombardeo y se destaca bajo el destello de la luna. Ubicado en el extremo Zona Verde, alguna vez fue el palacio de un califa y hoy es usado por la ocupación como cuartel militar; una enorme construcción rodeada de jardines cuyas flores embalsaman el aire y donde todavía cantan algunas fuentes.

En el piso superior, Douglas y Steve, dos soldados americanos que forman parte del ejército de ocupación, cumplen su tarea apostados en las torres que sobresalen por encima de los árboles. La quietud del momento despierta en Douglas la necesidad de conversar; se siente abrumado por la soledad de encontrarse tan lejos de su hogar.

Casi sin darse cuenta sale al aire libre y se queda parado allí, oteando un horizonte imaginario.

—¿Por qué será que aquí la luna tiene ese color tan raro que parece de azafrán? —dice.

En efecto, la luna, que se encuentra prácticamente sobre sus cabezas, luce una cara redonda y amarilla, tal vez por los efectos del aire contaminado, pero presta a las cosas una pátina diferente, una sensación de irrealidad.

—Pensar que hoy es Nochebuena…

—En mi pueblo, la Navidad se festeja con nieve —continúa, y su voz se tiñe de añoranza—. Son noches mágicas de verdad, donde la luna es blanca y brillante como la plata.

Casi sin darse cuenta sale al aire libre y se queda parado allí, oteando un horizonte imaginario. Tal vez por esas cosas que tienen el tiempo y el espacio, la onda del pensamiento prescinde de la materialidad física y lleva su presencia hasta la tierra natal. Y lo deja allí, donde la luna parece un disco de plata sobre la nieve.

Es tan intenso el lazo de afectos que lo amarra a sus seres queridos que puede sentir su presencia a miles de kilómetros de distancia, tal vez intuyendo que en ese preciso instante ellos también están afligidos por su ausencia.

 

Y hablan de él recordando otros momentos dichosos, unidos en la esperanza de que regrese pronto, sin imaginar siquiera que, en cierta forma, su espíritu había viajado hasta allá.

Aquí, en las estrechas callejuelas empedradas, como un monstruo insomne, el odio es una sombra más que repta entre las sombras de la noche. Dos soldados de la resistencia han salido a realizar una de las rondas habituales que practican buscando cualquier oportunidad de golpear al enemigo, atentos a lo que sucede en el lugar y dispuestos a disparar sus armas contra cualquiera.

La figura del joven que aparece enmarcada por los contornos del muro es un blanco perfecto y los proyectiles zumban como insectos de acero en el aire nocturno. El primer impacto destroza la cabeza del soldado y casi simultáneamente su cuerpo traza un arco estremecido al ser traspasado por otras balas; el mundo le estalla en esa luna de azafrán, la última que verán sus ojos.

El último pensamiento antes de caer traspasado por las balas estuvo puesto en ese pedazo de su lejana patria americana donde sus seres queridos iban a reunirse para celebrar el nacimiento de un niño especial, que traería paz y amor al mundo. Allí todavía no ha llegado la Nochebuena, es pleno día aunque el sol se niegue a alumbrar la casa natal del soldado. Todavía no ingresa a esta realidad la otra, la de su muerte.

En ese mismo momento, sus hermanos están reunidos junto a los padres en la sala familiar, ocupados en las tareas que les permite la forzada quietud impuesta por el clima. Son las once de la mañana y algo impreciso se cierne en el ambiente luminoso de la sólida casa hecha con gruesos troncos de roble, cuyos alrededores cubiertos de nieve pueden verse tras los cristales que cubren las ventanas.

El perro, que dormita junto a la lumbre, levanta la cabeza con la mirada expectante como si buscara algo que flota en el aire. De pronto, como siguiendo el hilo de un pensamiento repentino, habla la madre.

—Dejemos los regalos de Douglas junto al árbol —propone— para que él los abra cuando regrese.

En el amplio recinto, la mesa ocupa el centro del lugar de encuentro, los leños arden en el hogar y, en el extremo de la estancia, hay un gran pino decorado con esferas de cristal dorado y luces intermitentes. Junto a él, colgada de una rústica percha, está la chaqueta del ausente en el mismo lugar donde la dejó ese día que regresó de la montaña y encontró la citación. Nadie ha querido tocarla y allí espera por su dueño, de la misma manera que lo esperan esos regalos que ya no abrirá.

 

Marcharon seducidos por la falacia de que no había otro recurso si querían mantener la paz.

El recuerdo del ausente empaña la alegría de esas fechas y se hace muy difícil continuar con el aire festivo que artificialmente todos tratan de crear. El hijo ausente es una presencia permanente en el afecto de toda la familia y los días transcurren intentando una rutina que los distraiga de la ansiedad por él.

La paradójica circunstancia humana que lleva a celebrar un hecho llenando el espacio con mensajes y presentes que desean la paz y el amor, al mismo tiempo que se arrojan bombas que aniquilan a otros seres humanos.

Una poderosa propaganda enfervorizó la fe patriótica de los jóvenes a quienes se convocaba para defender los valores de la nación a la que pertenecían. Y éstos marcharon, seducidos por la falacia de que no había otro recurso si querían mantener la paz.

—Somos los guardianes de la democracia —dijo el líder.

Y como una manifestación de esa calidad de guardianes se dispuso a aplicar la brutal teoría de la guerra preventiva.

Del otro lado del mundo, la tierra se bebe la sangre de seres inocentes. Seres que no festejaron la Navidad porque su credo les ha enseñado a dudar de ciertas cosas, de ciertas historias, de lo que esa fecha significa para algunos.

Pero la vida y también la muerte continúan para ellos.

Lucía Amanda Coria
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