
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario
A manera de prólogo
El primer libro que hizo posible que leyera, aparte de las planas que debía completar en el cuaderno, a las que se sumaban los regaños y coscorrones de los adultos de mi familia por mi falta de retentiva, fue el Silabario hispanoamericano.
Por aquella época el libro se ofrecía en blanco y negro. Con el paso del tiempo el texto mejoró en sus materiales y hasta se ofrece en color, por lo que me he sentido tentado a comprarlo, pero luego la nostalgia me abandona y desisto de ello.
No recuerdo que en casa hubiese muchos libros, la verdad es que hacían falta muchas cosas, por lo que éstos no eran una prioridad; sin embargo, sí había una costumbre que me cuesta dejar por lo anclado al recuerdo que se encuentra, y es la compra de la edición dominical de los periódicos.
Mi madre nos armaba enormes periolibros de muñequitos que, en días de invierno o de enfermedad, que no podíamos salir a jugar a la calle, se volvieron cómplices de la lucha contra el aburrimiento y la soledad.
Mi madre adquiría religiosamente los periódicos en sus presentaciones de domingo. Lo curioso es que éstos se ofrecían al público desde el sábado al mediodía, por lo que ese mismo día podías comprar temprano por la mañana el del fin de semana y más tarde el del día siguiente. En la actualidad eso ya no ocurre, hoy el periódico se adquiere el día que corresponde.
Con los periódicos en la mano, ella separaba tres secciones: las páginas tradicionales (noticias, deportes, espectáculos, etc.), las de reportajes que se publicaban especialmente en esa edición y las de “muñequitos” o cómics.
Estas últimas iban a caer a nuestras manos, las mías y las de María Elena, Ana Cristina y William Antonio, mis hermanos. William era el menor, no había que disputarse nada con él a menos que tuviera antojos de romper las páginas; teníamos que pelear por controlarle los deseos. No obstante, todo esto no tenía más fin que mirar los dibujos, ya que ninguno leía a la perfección.
De entonces recuerdo caricaturas como Tesoros de Cuentos Clásicos de Walt Disney (las películas de la productora se mostraban en coloridos fotogramas); El increíble Hulk, El Hombre Araña, Maldades de dos pilluelos, Beto el recluta, Pepita, Ojo Rojo, Educando a papá, Dick Tracy, Crock, Winnie the Pooh, Lalo y Lola y Olafo, entre otras.
Algunas de las anteriores siguen apareciendo en los diarios junto a nuevas propuestas, modernas y en sintonía con los públicos recientes. Pero me es difícil interesarme por algunas de ellas; sus referencias sociales y culturales me desconciertan y no preciso más que verlas sin leerlas, igual que en mis primeros años que solamente pasaba las páginas.
Cuando terminábamos con ellas, mi madre nos armaba enormes periolibros de muñequitos que, en días de invierno o de enfermedad, que no podíamos salir a jugar a la calle, se volvieron cómplices de la lucha contra el aburrimiento y la soledad. O tapizaba con ellas las paredes grises por el cemento y se nos presentaban como murales multicolores.
Y luego aparecieron los libros.
Pero este salto no es por los periódicos, fue por mi abuela materna.
Lo que ella hacía todas las noches era tomar un libro completamente ilustrado y del que todos ignorábamos el significado de las manchas tipográficas en el papel, mientras ella relataba las historias más entrañables y cómicas. De las que aún guardo estima son las Aventuras de tío Conejo y tío Coyote, Pedro Ardimales (en México existe el Urdemales o una variante de éste), Pulgarcito y otros.
A veces, revisaba el libro al día siguiente para tratar de adivinar de qué trataría el relato de la noche, pero como antes confesaba, mi imaginación estaba en las mismas condiciones que mi retentiva y al final lo único que logré sacar era una imagen que se perpetuó en mi memoria de una pareja de enamorados volando sobre una alfombra. A esta altura de la vida no tengo dudas en relacionarlo con alguna historia de Las mil y una noches, pero en aquel momento no obtuve nada.
Mi abuela apenas le echaba un vistazo al libro y comenzaba su relato que nos mantenía expectantes de sus cambios de voz, sus gestos, sus ademanes, sus movimientos de ojos, el rumbo que tomarían los personajes del cuento. A veces, hasta se daba el lujo de cambiar u omitir nombres o pasajes de la narración, lo que posteriormente asocié con el olvido de datos de esos cuentos.
Con los años descubrí su secreto: ella no podía leer. Por lo que su empeño en que asistiera a la escuela cuanto antes fue muy grande, y de esa forma llegué a los libros.
Libros a los que uno se acerca como lector implicado en el pacto literario con el autor de que lo que va a presentar en su obra es una ficción, y que todos estamos dispuestos a aceptar para que la condición que la literatura establece no se rompa por asignarle otras responsabilidades.
Y siendo lector, descubro que en la ficción existen personajes que se toman el tiempo para leer también dentro de la historia. En la literatura universal, especialmente la regida por el canon occidental, existen varios casos de protagonistas haciendo esa función: leyendo libros dentro del libro. Los aquí considerados no son los únicos, pero sí los más significativos para mí.
El gran lector como personaje de la novela moderna es Alonso Quijano, apasionado de las historias de caballeros.
1. Lo que la literatura nos lleva a realizar es inimaginable
Para ninguno es extraña la causa por la que don Alonso Quijano se convierte en don Quijote (España, 1605). Aquel desdén fingido que Cervantes expresa en la frase inicial de la novela: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”, se convierte en el anzuelo perfecto para arrastrarnos al drama del hombre al que se le secó el cerebro de tanto leer novelas de caballería. ¿Pero cuál “secar”? Escribiría en su lugar: “se le llenó el cerebro de posibilidades para su vida monótona…”.
Alonso Quijano es un modelo de lector por su compromiso consigo mismo de construir con la fantasía una realidad trascendente en su existencia. Es un personaje que impresiona por el poder que los libros han ejercido sobre su humanidad: inventa sujetos, les cambia nombre, imagina o distorsiona la realidad, crea lugares y al final, la dicha es la que puebla su existencia por asumir la vida de los personajes que admira sin importarle la opinión de los demás.
El gran lector como personaje de la novela moderna es Alonso Quijano, apasionado de las historias de caballeros, protagonista de su propia historia construida sobre la base de una ficción que nos conecta por su convicción a una causa desaparecida pero llena de nobleza desde la visión de este personaje.
2. Los pequeños van más allá: crean universos paralelos
No es extraño que los adultos lean, ¿pero qué hay con los chicos?, ¿ellos leerán alguna vez algo que les interese? Para Karl Konrad Koreander, el librero de La historia interminable, de Michael Ende (Alemania, 1979), los niños son unos seres insoportables:
Mira, chico, yo no puedo soportar a los niños. Ya sé que está de moda hacer muchos aspavientos cuando se trata de vosotros…, ¡pero eso no reza conmigo! No me gustan los niños en absoluto.
Pero Bastián no tuvo reparo para contradecirle: “No todos son así”.
¡Y sí tenía razón! Porque el chico, en la descripción de Ende, era:
La pasión de Bastián Baltasar Bux eran los libros. Quien no haya pasado nunca tardes enteras delante de un libro, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara, leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin darse cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado…
Pero su deseo estaba impregnado de una fantasía que lo hace partícipe de la historia que lee, llevando a los lectores a nuevos universos:
Mientras Bastián leía esto, oyendo al mismo tiempo la voz profunda del Viejo de la Montaña Errante, comenzaron a zumbarle los oídos y a írsele la vista. ¡Lo que allí se contaba era su propia historia! Y estaba en la Historia Interminable. Él, Bastián, ¡aparecía como un personaje en el libro cuyo lector se había considerado hasta ahora! ¡Y quién sabe qué otro lector lo leía ahora precisamente, creyendo ser también sólo un lector… y así de forma interminable!
El diálogo que como lectores establecemos con nosotros mismos al descifrar las historias se convierte en la oportunidad para Bastián que lo lleva a ser un protagonista más en la ficción. Bastián no tiene que transformar su entorno, él se abstrae en el poder de su fantasía y es capaz de integrarse a la narración que lo tiene posicionado como lector y avanza en la línea de actuar en el relato que ha seguido su desarrollo con atención.
Este pequeño es seducido por la magia de las palabras y aporta a esa realidad una construcción simultánea de relato que poco a poco se va fundiendo en una sola isotopía que dirige la evolución de la historia: rescatar la Fantasía para todos.
3. El binomio perfecto en la ficción: lector y escritor de sus vivencias
Enrique es el protagonista de Corazón, el libro de Edmundo de Amicis (Italia, 1886), quien lleva un diario para registrar sus experiencias cotidianas iniciando con el año escolar en Italia:
Octubre
El primer día de escuela
Lunes 17
¡Primer día de clase! ¡Se fueron como un sueño los tres meses de vacaciones pasados en el campo! Mi madre me llevó esta mañana a la sección Baretti para inscribirme en la tercena elemental. Yo me acordaba del campo e iba de mala gana.
El texto es una mezcla de reflexiones del personaje sobre sus relaciones familiares, amistades y colegiales. Pero además comparte las misivas que sus parientes le envían a razón de alguna mala conducta o para informarle sobre sucesos que le eran desconocidos:
Julio
La última página de mi madre
Sábado, 1º
“El año ha concluido, Enrique, y bueno será que te quede como recuerdo del último día la imagen del niño sublime que dio la vida por su amiga. Ahora te vas a separar de tus maestros y de tus compañeros, y tengo que darte una triste noticia. La separación no durará sólo tres meses, sino siempre”.
Corazón incluye lecturas de narraciones intercaladas en el diario de Enrique, que subliman las buenas costumbres y la promoción de los altos valores morales, con textos heroicos que aplauden el sacrificio y la abnegación por los demás.
Escritor y lector, Enrique es un ejemplo de que los niños también pueden ser grandes autores que aportan, desde la imaginación, sentido a la vida cotidiana.
En el inmediato hacer, la lectura debe continuar, la literatura debe seguir.
A manera de colofón
Llegar hasta la lectura requiere de un proceso doloroso, misterioso, un descubrimiento asombroso al decodificar esos símbolos y asociarlos a otros signos. Marcado por el aprendizaje de las letras, de su fuego, de sus latidos y temores, pero cuando esto es dominado, leer puede ser tan esencial o superficial, especialmente en estos tiempos en que dominan las pantallas; en el decir de Giovanni Sartori, el “Homo videns” (La sociedad teledirigida, 1997) ha nacido para quedarse en lo visual y huir de los libros, de la reflexión de la palabra, de la intelección. Hay una preocupación creciente por el decreciente uso de bibliotecas y compra de libros, por los costos que eso puede tener para la actividad intelectual global. Pero esa preocupación no ha alcanzado el nivel de gravedad requerida para realizar acciones conjuntas frente a esa pérdida de interés por los textos.
Algunos señalan que la ausencia de lectores es culpa de los escritores, de las editoriales por hacer cosas tan complicadas y aburridas. Pero incluso esta afirmación no puede tomarse como un juicio absoluto para justificar esa situación.
En el inmediato hacer, la lectura debe continuar, la literatura debe seguir, y quizás personajes como Liesel Meminger (de La ladrona de libros, de Markus Zusak; Australia, 2005) terminen contagiándonos de su vicio por atrapar libros, de aprender de ellos.
Y en el actuar de mi abuela, contárselos a otros, por lo que las personas nos hablan de otras personas y sus lecturas y los libros nos cuentan de otros libros, como una biblioteca infinita, tal y como la imaginaba el gran Borges.
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