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Vicisitudes de un lector compulsivo

lunes 24 de mayo de 2021
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Vicisitudes de un lector compulsivo, por Javier Garrido Boquete
Hay mil quinientos ochenta y tres libros, cuidadosamente contados. Contados uno a uno. Y en cada uno de ellos se encuentran mil cosas que jamás sospeché que existieran.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

El señor Lamata resultó ser un converso tardío a los placeres de la lectura.

La transformación sucedió tras recibir cinco cajones de libros, producto de la inesperada herencia de un pariente remoto. Hasta ese día, jamás se le habían conocido inquietudes intelectuales; su actividad mental más compleja consistía en sumar y restar las largas ristras de guarismos que compendiaban las cuentas de su establecimiento de mercancía seca. Puntualicemos que solía practicar este ejercicio de memoria y con poquísimos errores, cosa que lo enorgullecía en grado sumo.

Al desclavar el primer cajón acaso se sintió decepcionado al descubrir su contenido, pero esto cambió tan pronto el primer tomo se abrió en su mano: sin pensarlo, leyó una línea, y luego otra. Decidió parar, pero no pudo; luego regresó al principio y saboreó unos párrafos, ahora sí, párrafos completos, y luego páginas enteras, y después capítulos enteros.

Desconcertado, cerró aquel libro, lo puso con reverencia a un lado, y extrajo otro de la caja, más o menos al azar, repitiendo el proceso punto por punto. Antes de darse cuenta, ya oscurecía y sus ojos apenas alcanzaban a descifrar las letras.

Desde el momento en que aquel refugio estuvo listo, comenzó a pasar allí, ante un libro abierto, cada instante que le dejaba libre la atención de su establecimiento.

En la parte trasera de su casa, que era a la vez vivienda familiar y negocio, había en un altillo un cuarto trastero, oloroso a moho, humedad y orines de rata. Para asombro de sus allegados, incluidos su esposa, sus hermanos, sus cuñados, sus cuñadas, sus hijos y sus sobrinos, al señor Lamata le faltó tiempo para ordenar, evacuarlo de objetos intrascendentes y para convocar a un carpintero, que en pocos días instaló una docena larga de estantes a lo largo de las paredes. Adquirió también un escritorio de segunda mano, una silla y una lámpara; desde el momento en que aquel refugio estuvo listo, comenzó a pasar allí, ante un libro abierto, cada instante que le dejaba libre la atención de su establecimiento y en que no tenía que estar tras el mostrador, ya fuera a media mañana o a media tarde. También solía dilatar su permanencia en ese lugar hasta lo profundo de la madrugada, y en más de una ocasión el amanecer lo sorprendió transgrediendo las páginas.

Está obsesión no caló bien en su familia, y su esposa comenzó a maliciar que se traía algo entre manos, o que quizás estaban presenciando los albores de una senilidad incipiente. Al fin y al cabo, el señor Lamata no era ya justo un muchacho.

Pero las críticas acerbas no menguaron su recién descubierto furor por la letra impresa.

—¿Otra vez? Estás descuidando el negocio, Tomás… —lo amonestaba su esposa, al sorprenderlo trepando por las escaleras.

—Para nada. Me merezco un descanso, y ya va siendo hora de que otros se encarguen. Para algo existen en el mundo los hijos y los cuñados —le replicó, desabrido, y continuó su camino sin molestarse en moderar el paso.

—Pues tú verás. Seguro vamos a parar en la ruina y la miseria. Este capricho tuyo no nos va a traer nada bueno…

El hijo menor del señor Lamata, un adolescente larguirucho que era su viva imagen y con el que compartía apelativo, resultó ser el único que pareció entender, o al menos tolerar, su nueva manía. En última instancia, cuando la reclusión de éste se exacerbó, se convirtió en el encargado de subirle los alimentos y de mantener en el lugar un mínimo de orden y aseo.

—Gracias, hijo. Si no fuera por ti, ya me hubiera muerto de hambre. ¿Cómo va todo por allá afuera? ¿Qué tal el negocio?

—Bien, padre. Hoy atendió el mostrador Eleazar, y hubo bastante movimiento. Pero todos los clientes siguen preguntando por usted.

—Eso es lo bueno de tratar bien a las personas, que no te olvidan con facilidad.

El muchacho pareció dudar.

—¿Hasta cuándo va a seguir aquí, padre? Y perdone que se lo pregunte.

El viejo sonrió.

—No tienes por qué pedir perdón. ¿Ves esos anaqueles?

—Pues claro que los veo.

—Pues en ellos hay mil quinientos ochenta y tres libros, cuidadosamente contados. Contados uno a uno. Y en cada uno de ellos se encuentran mil cosas que jamás sospeché que existieran. Llevo leídos, en todo este tiempo, apenas setenta y pico. ¿Puedes creerlo? Y resulta que la vida es corta, y que yo ya no soy un niño. ¿Lo comprendes?

—Creo que sí.

Es cierto que la vida es corta, pero lo que el señor Lamata no se esperaba es que ésta además fuera tramposa y le jugara una mala pasada. Un atardecer, de regreso a su refugio tras resolver algún asunto de negocios de verdad inaplazable con el que lo habían importunado, al subir precipitadamente por las escaleras su cráneo golpeó un batiente recién pintado, que alguien había olvidado cerrar. No sintió dolor, pero al pasarse la mano por la frente ésta salió tinta de sangre. No le dio importancia, y se contentó con contener lo mejor que pudo la hemorragia con su pañuelo, no del todo limpio. Pésima idea: a la mañana siguiente se descubrió que no se había retirado a dormir, y cuando tampoco apareció para el desayuno, alguien consideró conveniente subir a investigar. Lo encontraron yacente en el suelo, delirando y respirando con trabajo. La fiebre lo había fulminado, y tenía la mitad de la cara tan deforme y amoratada como una máscara.

Resistió casi catorce días los bárbaros tratamientos que el doctor Dos Santos ofrecía en el nosocomio local, al cabo de los cuales expiró sin dejar de exigir entre estertores que le llevaran sus libros.

Aquí podría concluir esta historia, pero no. Hay una continuación, como ocurre siempre que alguien deja algo a medio terminar.

 

El primero en descubrir la luz que muy tarde en la noche se encendía en el altillo fue Tomás, el hijo adolescente.

Nadie recordaría después quién fue el primero en advertir el tenue olor a putrefacción en la casa, ni cuándo fue que comenzó a notarse, aunque es claro que no fue de un día para otro. Se percibía sobre todo en las mañanas y en las proximidades de la escalera del altillo, y se iba disipando a lo largo del día hasta hacerse indetectable.

El paso de los días hizo que el olor acabara por convertirse en una molestia para los habitantes de la casa. La novel viuda del señor Lamata terminó por sospechar que se trataría de algún animal muerto en el maldito cuarto de los libros, ahora permanentemente desocupado (o, al menos, eso es lo que se suponía). También se quejó de los ruidos que se escuchaban allí en la madrugada; ratas, con toda seguridad. En más de una ocasión invitó en vano a sus cuñados y hermanos a que tomaran cartas en el asunto. Éstos, encarnizados ante las discrepancias por la repartición de la herencia, no se molestaron en hacerle caso. A lo más que se llegó fue a una propuesta de sacar todos aquellos libros y quemarlos, y devolver a la buhardilla su antigua función de depósito de cosas inútiles.

De lo que no cabe la menor duda es que el primero en descubrir la luz que muy tarde en la noche se encendía en el altillo fue Tomás, el hijo adolescente; aunque, por supuesto, prefirió no decirle al respecto nada a nadie. Más de una vez subió las escaleras en la madrugada y se detuvo junto a la puerta, a un tris de empujarla, aunque al final nunca se atrevió; sabía lo que encontraría del otro lado, y encontrarse cara a cara con el visitante era más de lo que se sentía capaz de afrontar.

Javier Garrido Boquete
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