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jueves 27 de mayo de 2021
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Última página, por Jeroh Montilla
Me atrevo a especular que históricamente lo primero en construirse fue un sepulcro, y mucho después una vivienda.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

Para entrar a la facultad de literatura periodística me han exigido como prueba de admisión una crónica-obituario. Me resulta muy difícil, ya que en estos tiempos no se escriben este tipo de notas, están desaparecidas, hay personas que ni saben que existieron. Sólo es un asunto de raros y anónimos especialistas. En realidad, hoy la escritura en casi su totalidad puede llamarse “imagen”, es la forma preferida. Lo iconográfico es el habla habitual, se ha generalizado hasta hacer casi inútil el signo escritural, el grafema; sin embargo, en lo oficial, se mantiene su uso obligatorio en todo tipo de documento. Yo, en lo personal, aún practico el viejo modo de escritura, hasta tengo la afición de trazar letras sobre un papel, poseo una antiquísima colección de lápices de grafito y bolígrafos. Mi inclinación es el viejo género del poema (éste todavía sobrevive), trazar un verso y otro verso. Esta preferencia la llevo desde la infancia. Debo esforzarme si quiero participar los próximos años de esa mezcla de mundos que llaman la academia y los medios de comunicación. Estoy nervioso, tengo muchas dudas, escribir una crónica obituario es atravesar un terreno largo y tortuoso, no tengo la seguridad y el aliento que siempre me conceden los versos. Como dije, ahora en el ámbito de la vida común se escribe escasamente, los signos ya no son palabras sino imágenes. Pero en fin, esto es una prueba ineludible, no hay mucho tiempo ni otra alternativa, además me encanta el reto de escribir a la vieja usanza. Aquí mi crónica:


Después de la naturaleza, de corte orgánico, lo más prolífico en géneros es la literatura. En estos tiempos hemos llegado a un nivel donde comparar lo abiertamente disímil y probablemente chocante es factible y necesario. Naturaleza e imaginación humana hoy tienen, de modo evidente, una medición de fuerzas a su vez creadoras y destructivas. Rivalizan y compiten. Cada una por su lado muestra sus potencialidades en aras de ir delante y marcar la ruta y destino del universo, imponer su agenda. Ya algunos científicos están ocupados en estudiar este desafío, la pugna por naturalizar la imaginación, o develar que la naturaleza es otro producto de la imaginación. Hasta ahora domina la tesis de los primeros. Pero mejor expliquemos esto y otras cosas desde un contexto histórico.

Desde el 3021 aprendimos que nos vacunamos no para eludir la enfermedad, sino para saber sobrellevarla, para resistirla.

Después del año 9021, los científicos descubrieron cómo la ciencia comenzaba a perder terreno y preponderancia en los asuntos de la verdad y la mentira indiscutibles. Cayeron en cuenta de que lo imaginativo era también una fuerza a considerar dentro de las investigaciones. Fue un sacudimiento tremendo a las bases del conocimiento, precisamente en ese fatídico año donde la humanidad transitaba por los horrores de una nueva peste. Cada plaga llega para zarandear la conciencia humana. La naturaleza tiene unos modos duros e incomprensibles de ser. Ella también tiene imaginación; en su seno, las epidemias son un mecanismo creativo. Las olas virales desde el año 3021 regularon su ciclicidad, se volvieron rígidamente milenarias, la inteligencia de los virus los volvió más esquivos e implacables. Ese año se desató una peste que no dejó rincón del planeta sin visitar, entonces la desolación duró más o menos seis años, al hombre le fue muy difícil llegar a la “inmunidad de rebaño”, las vacunas no pasaron de ser meros paliativos, intentos por ganar alguna pausa ante lo avasallador del azote, proliferaron en una carrera desesperada de cada nación; sin embargo, la mayoría resultaron, frente a la variancia virológica, meros placebos propagandísticos para contener los ímpetus y desesperaciones de poblaciones enfermas, hambrientas y aterradas. En las altas esferas gobernantes del mundo sabían sotto voce que el virus era invencible científicamente, que sólo la naturaleza tenía la fórmula para vencerlo, y esa era el tiempo. Sin embargo, frente a esta evidencia, privaban los intereses y propósitos inmediatos de un mundo de políticos acostumbrados a moldear poblaciones a su antojo. Fueron seis años de ensayo y error, y la dichosa inmunidad llegó entonces repentinamente. El viejo mecanismo natural se impuso pasando obligatoriamente por la frontera del contagio colectivo y, entrando así a la candente ordalía de las muertes masivas, lentamente surgieron los cortafuegos que poco a poco atenuaron el oleaje de muerte hasta extinguir la epidemia. Fue un milagro ver cómo de la noche a la mañana se podía respirar libremente, ya que la muerte por asfixia era la amenazante firma del virus. Alrededor de mil años antes, la humanidad había pasado por una epidemia mundial similar. Ahora no se habla de “epidemia mundial”, se usa la expresión epidemia humana. A esa altura ya el hombre había colonizado todo el sistema solar, desde Mercurio hasta Plutón. Desde entonces los virus no necesitan la presencia de un portador, ya hacían uso, para su expansión, de un mecanismo natural conocido como resonancia mórfica. Ahora tienen una endiablada memoria y sentido del rumbo que sabe activarse por sí mismo al final de cada milenio. Se manifiestan donde se encuentren uno o muchos de la especie, de cualquier edad o sexo, no discriminan, e inicia de inmediato una cadena de espanto, muerte y sobrevivencias. La enfermedad es ahora un asunto de aguante. Desde el 3021 aprendimos que nos vacunamos no para eludir la enfermedad, sino para saber sobrellevarla, para resistirla, ella de todos modos es irremediable, estemos donde estemos irá por nosotros, es ley que toda la especie se contagie. La única apuesta es la fortaleza, y es allí donde se juega la vida la vieja regla darwiniana, sobreviven los más fuertes. Las epidemias nos han enseñado a moderar el hedonismo y a prepararnos para las temporadas estoicas; muchos, muchísimos fallecen, la naturaleza sabe matar pero nunca extermina, ella siempre hace volver las aguas a su cauce, millones de humanos en todo el sistema solar mueren, pero otros millones, milagrosa o caprichosamente, resisten y sobreviven. El hombre siempre ha pretendido imponer su voluntad a la naturaleza, sin saberlo intenta convertirse en lo sobrenatural, y en definitiva estamos bajo su tiranía; eso, gracias a las milenarias epidemias, por fin lo hemos aceptado; nuestra conciencia es tan creativa como ella, pero ya sabemos quién nos gobierna bajo una sola ley, la necesidad. La naturaleza y sólo ella es quien termina decidiendo quién vive o muere bajo el molino de la plaga milenaria. A nosotros sólo nos queda ganarnos sus favores o desprecios.

Decía al inicio de esta nota que, después de la naturaleza orgánica, lo más prolífico en géneros es la literatura. La palabra género siempre ha sido conflictiva, donde se le incruste revuelve el orden conocido de las cosas, es otra peste que abunda y se hace incontrolable. Sabemos y aún se comenta en nuestros portales de historia la revuelta que esta semántica ocasionó una vez en nuestra sexualidad… Pero no dispersemos el tema. Resulta una árida pero interesante arqueología hablar o escribir sobre el primitivo esquema de géneros en la literatura. Éstos eran: poesía, narrativa, dramaturgia, crónica, ensayos, la biografía y lo epistolar. Siete géneros como origen. Todo bosquejo o esquema clasificatorio en aquel tiempo era forzosamente en dos, tres o siete. Esta rama de nuestro hacer imaginativo es hoy día muy distinta a ese primer orden o raíz primigenia. Otra secuela de las pestes fue que hizo estallar todos nuestros repetitivos y cerrados esquemas, tanto científicos como imaginativos. En la literatura, a medida que avanzaba la poderosa rueda del tiempo fueron surgiendo más y más géneros, ya ninguno puro, todos ahora prolíficamente híbridos. Según los más detallistas estudiosos hoy se puede asegurar la existencia de 215 géneros literarios; en este terreno, las mutaciones y apariciones espontáneas son el pan de cada día. Las líneas que hoy escribo están dedicadas al padre de uno de estos nuevos géneros, Anton Pen, el creador del polémico género de los epitafios. Escribir epitafios es también hacer literatura, y no es que Anton Pen fuera el primero en elaborar un epitafio. La muerte es algo viejo, aún la ciencia no ha logrado precisar desde cuándo la naturaleza la impuso como una de sus normas. Para los innumerables seres del sistema solar, excepto el hombre, la muerte no tiene ninguna solemnidad. Mueren en cualquier parte, aunque, extrañamente, hay algunos que tienden a retirarse a esperarla a un sitio especial cuando la ven ya inevitable. En el hombre es distinto, la muerte es otro de sus elaborados haceres sociales, morir es una carga que se lleva toda la vida, sólo se suelta con el último aliento; nada es tan vital como la muerte, es un acontecimiento donde no cabe la indiferencia, tiene su típico horror, sus acosadoras incertidumbres. Una digresión: los investigadores aseguran que existió una era de gran singularidad donde la muerte no estaba por ninguna parte; las pruebas de ello aún se guardan con mucho celo, y nunca se ha explicado el porqué. Ahora, volviendo a lo nuestro, lo más llamativo son los ascos que suscita, el olfato es el sentido que menos tolera a la muerte; la naturaleza, tan higiénica, ha creado universalmente a los carroñeros, nosotros en cambio le hemos concebido una morada: la tumba. Me atrevo a especular que históricamente lo primero en construirse fue un sepulcro, y mucho después una vivienda. Esta última puede ser un remedo del primero, hicimos todo eso para apartar, esconder la fetidez, pues la nariz tiene mucha memoria y disposición para el trauma; luego, sobre la sepultura, colocamos una puerta pesada y sin cerradura: la lápida, y sobre ésta decidimos escribir nuestros respetuosos conjuros ante lo inapelable; la escritura nació entonces como un tosco epitafio, la muerte nos llevó a trazar grafemas, fue el ardid de la naturaleza para enseñarnos a crear signos, y así nació el género de los epitafios. Sin embargo, por milenios éste constituyó un arte menor, las profesiones y oficios de la muerte no tienen muchos demandantes, el resguardado hedor siempre parece seguirles.

A partir del 3021 la cremación se impuso como algo obligatorio, de ley. Eran millones de cadáveres, un escándalo abrumador, había que facilitar nuestra vieja cultura de ocultamiento de lo mortuorio; lo que fue una iniciativa práctica e higiénica pasó a ser la norma, hubiera o no epidemia. Los crematorios públicos se volvieron masivos en cada planeta; de allí se pasó a fabricarlos para uso familiar, tan portátiles como una silla; así, cremar es algo discreto, algo de la privacidad del hogar, como ir al baño. La cápsula resultante se envía a una empresa funeraria que cada cinco años, desde cualquier planeta o satélite, coloca las cenizas en una nave dron con destino hacia el cinturón de asteroides Kuiper; al llegar allí estalla, y así se dispersan los restos grises de nuestros fallecidos. Esto se hace basados en la certeza de que dicho cinturón es un planeta en proceso de formación, y que dentro de millones de años nuestras cenizas formaran parte de una nueva oportunidad de vida y crecimiento. En vez de estar contra los propósitos de la naturaleza hemos aprendido a favorecerlos.

El rodeo en esta crónica sólo busca crear un marco de evidencias que contribuya a fijar toda la atención en el escritor de epitafios Anton Pen.

Entremos ahora definitivamente a la historia de Anton Pen. Toda ley tiene su excepción, hay muertos que no pasan por el trámite del fuego, éstos se conservan y así van a un sepulcro. Eso es un privilegio. Hemos aprendido también de la naturaleza a respetar, a mantener jerarquías, mas estos privilegiados no son cualquier ser humano. Actualmente somos 970.000 millones a lo largo de todo el sistema solar, por una necesidad de economía política a partir de la epidemia cero del 3021 se decidió reducir fuertemente el número de gobernantes. De esa particular camada hacia abajo cualquier élite comenzó a achicarse; se creó, así, un nuevo modo de aristocracia. Éstos son los privilegiados. Aprendimos que el sentido de la democracia tiene límites, así lo enseña y lo pauta la naturaleza, fue muy difícil llegar a esa convicción, pasamos muchos milenios creyéndonos ilimitados; entonces, tanto el poderoso como el genio se volvieron escasos. Anton Pen es uno de ellos. Casualmente ahora, al momento de mi prueba, se cumple un año terrestre de su muerte. Los privilegiados pasan por un velatorio de una semana planetaria o satelital, al término se sepultan; vean que no digo enterramiento, ya en la Tierra no hay ningún sepulcro, todos fueron eliminados o trasladados; claro, los únicos en ser mudados fueron los sepulcros de aquellos privilegiados por la historia. Se trasladaron todos los panteones públicos existentes en cada planeta y luna habitable, y así las élites tienen su propio cementerio: la sexta luna de Saturno, Encélado. Allí van los cuerpos embalsamados de todos los privilegiados, y sobre toda la refulgente y congelada capa de la superficie de esta luna se elevan ya miles de túmulos funerarios. ¿Por qué se escogió esta luna? Pues porque privó un criterio estético: la permanente blancura, su capa de hielo siempre virgen y limpia, el precioso espectáculo de reflejar cegadoramente la luz solar, deslumbra como lo hacían cada uno de los haceres que ejecutaban los privilegiados en vida. Su temperatura apenas se eleva a -198º C al mediodía, un lugar perfecto e inhóspito para conservar los cuerpos de los privilegiados, la última inane reliquia que ofrecen a nuestra historia de humanidad. Algunos lectores dirán que no estoy diciendo nada que desconozcan, pero el rodeo en esta crónica sólo busca crear un marco de evidencias que contribuya a fijar toda la atención en el escritor de epitafios Anton Pen, y sobre algunos pormenores de su estancia en ese cementerio de Encélado, por cierto, eje de sus esfuerzos creadores en vida.

Pen no nació dentro de ninguna familia élite. Se sabe que vio la luz del sol por primera vez en Marte, sus padres eran oriundos de allí. Nunca en los ciento treinta y cinco años que vivió visitó alguna vez el planeta madre de nuestra especie, fue un hombre de costumbres ostrácicas. Vivió dedicado devocionalmente a su oficio, siempre encerrado en sí mismo, no tuvo descendencia, decía que sus hijos eran sus epitafios. A los cuarenta y cinco años se inició de manera anónima en su oficio, un artesano más de los pocos que en Marte ejercían ese tipo de escritura; sin embargo, fue cinco años después, a partir de un concurso de epitafios para las tumbas de unos recién fallecidos poetas en los planetas Júpiter, Saturno y Plutón, cuando se dio a conocer su genio. Podemos asegurar que todos los epitafios escritos hasta el momento carecían del altivo vuelo de lo creativo, estaban enmarcados en lo ligeramente conmemorativo e informativo, raramente tocando lo auténticamente sentimental, y si lo hacían, no pasaban del lugar común y la cursilería. Todos los planetas sepultaban a sus privilegiados bajo el manto aplastante de la formalidad protocolar de ocasión. Ahora, para ese momento, eran raros los concursos en el mundo de los epitafios; a veces pasaban décadas o centenas de años sin convocar alguno; sin embargo, esa vez, casualmente, habían muerto simultáneamente los poetas privilegiados de los tres planetas mencionados. Al principio se sospechó de un brote viral exclusivo entre privilegiados. Esto, después de intensas investigaciones, terminó descartándose. En fin, estaban, según la cuenta del planeta madre, en el año 12324, aún faltaban 717 años para la próxima epidemia; lo cierto es que Anton Pen impactó en el concurso, su propuesta la presentó en un ya olvidado idioma terrestre: el antiguo griego de los primeros milenios de la historia. Fue algo fuera de las bases del concurso, pero la propuesta era tan contundente y novedosa que terminó por imponerse sobre el indiscutible argumento de que ésta, realmente, sí era digna del estatus de los privilegiados, que reflejaba todo su esplendor elitista. La decisión del sorprendido y admirado jurado fue unánime: Anton Pen era el ganador. El género de los epitafios se transformó así en algo absolutamente privilegiado y hermético, de exclusiva lectura entre los miembros de las élites. La propuesta consistió en tres elegías; el primer poema era un epicedio, que sólo debía leerse en la lápida del poeta de Saturno; obligatoriamente había que ir de visita al cementerio para leer el poema, su lectura y reproducción estaba prohibida fuera del mismo. El segundo fue un treno para el poeta plutoniano, y este epitafio, en cambio, sería leído únicamente desde la lejanía por sus deudos, nunca ante la lápida. El tercero era más flexible, era una endecha para el poeta de Júpiter, ésta podría popularizarse y así gozar de lectura pública. Desde ese momento, al ganar Anton Pen el concurso, el epitafio pasó de ser una simple manualidad fúnebre a convertirse en un género que implicó entonces largos y sesudos estudios en cátedras dedicadas a su cultivo. Fue así como se inició la fama de este escritor y la propagación de un nuevo género literario que convirtió a este oscuro y anónimo marciano en otro privilegiado, un genio.

Más allá no hay nada más. Este es el epitafio del universo.

Cinco años antes de morir Anton Pen decidió no tomar más encargos de epitafios, se sintió envejecido y cercano a la muerte, y desde ese momento se dedicaría a escribir su propio epitafio, pero sus estudiantes próximos ya no lo vieron escribir, su maestro pasaba días enteros entre desusados y mohosos libros de papel, un raro formato hoy extinto; sus horas transcurrían leyendo y entrando a largos y espesos silencios. Cuando llegó el momento de conocer el contenido del testamento se pudo escuchar un audio en su propia voz, eran las instrucciones finales que acompañaban al epitafio, y es allí donde cierra la maravilla del genio y padre de un género literario. Todos quedaron mudos y sorprendidos. Éstas rezaban, entre algunas despedidas y legados a estudiantes meritorios:

…La naturaleza tiene una sublime etapa, lo absoluto de lo absoluto. Hay un punto de encabalgamiento de ésta con la imaginación, el sumo de la identidad. Un antiguo y olvidado filósofo, Schelling, me enseñó que Arte y Naturaleza son sinónimos, dos palabras para una sola mimesis, la única poiesis, la definitiva. Más allá no hay nada más. Este es el epitafio del universo. Llevo muchos años trajinando palabras para la muerte, vocablos afirmativos para su blanca y luminosa condición. Hoy callo todas mis preguntas, mis oscuridades. El auténtico misterio es que no hay respuesta, ¡ninguna!, sólo el silencio y la blancura es lo que me espera. Si existiera oscuridad en la muerte, esa negrura sería algo, una respuesta relativa. Pero no la hay. Voy entonces a lo máximo, mi origen y fin, el instante único donde yo era y seré silencio, blanco y virgen para iniciar la caminata hasta la muerte, el punto de partida y llegada antes de cualquier palabra. Por tanto sobre mi lápida no debe haber ninguna escritura. Mi logro verdadero, como escritor, será ser sepultado bajo una página impoluta, ser devorado por la albura de Encélado. Hágase mi voluntad.

La página en blanco fue la última escritura de Anton Pen, su epitafio.

Jeroh Juan Montilla
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