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Urbana limerencia

miércoles 24 de mayo de 2023
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Urbana limerencia, por José Campione-Piccardo
Ella las seguía con su mirada, escalaban un buen trecho en el viento hasta que se desvanecían en un punto, fundiéndose con las nubes y las ondas. ¿Por qué podían ellas, y ella no?

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Su casa había sido un hogar de privilegios, pero sabía de gentes que vivían menos felices y con mayor dificultad porque a veces se allegaban a su puerta en busca de ayuda, comida o trabajo. La ciudad no era con todos igualmente ecuánime —“Algunos son más iguales que otros”, habrían concluido los animales de Orwell. Su padre había sido ingeniero y trabajado en una compañía que hacía prospecciones mineras, sobre todo con relación a algunas formas de gas natural, el que al parecer yacía en las profundidades, y necesitaba de cierta persuasión para emerger a la superficie, atrapado como se hallaba entre las rocas dolomíticas en el subsuelo de la ciudad.

La primera vez que tuvo el deseo de cruzar el río había sido de niña viendo las mariposas. En grandes números, llegaban las Anarthias escarlata, desde los terrenos allende la montaña, donde habían nacido en plena campaña, luego de haber pasado todas las etapas iniciales de su metamorfosis en las hojas frescas de los acantos silvestres. Se posaban en la arena, en la playa de la orilla, bebían agua estirando los espirales de sus largas probóscides, escanciando la sed causada por el esfuerzo de haber sobrevolado la ciudad, y luego se lanzaban revoloteando a conquistar el aire sobre el río. Ella las seguía con su mirada, escalaban un buen trecho en el viento hasta que se desvanecían en un punto, fundiéndose con las nubes y las ondas. ¿Por qué podían ellas, y ella no? La primera vez que se había hecho esa pregunta un rumor sordo había parecido emerger desde el subsuelo. Con sus cinco añitos, en la pared del fondo de su casa, con algo punzante, había escrito en letras irregulares y muy grandes y a distintos niveles: “mar posas mar posas ojas”. Por la noche se había comentado que un sismo profundo había debido de tener lugar en las profundidades bajo la ciudad.

La segunda vez fue a comienzos del otoño, al comienzo escolar; desde la ventana del salón, veía el cielo surcado por grandes bandadas de pájaros, los que, previendo el invierno, emigraban juntos hacia zonas más templadas. En la escuela había conocido compañeros de familias menos privilegiadas que la suya, con quienes solía compartir su merienda, pero a los que ambos padres acompañaban cada mañana hasta la puerta de la clase, hablaban con los maestros, y nunca faltaban en irlos a buscar a la salida de clase. A ella la acompañaba siempre su gobernanta. El sicomoro frente al balcón de su clase comenzaba a perder las hojas y un gran cardumen —ella los veía como peces— de ruidosos estorninos acababa de poblar sus ramas. No bien tuvo el deseo imposible de volar con esos pájaros, dos de ellos estrepitosamente se estrellaron contra los cristales del ventanal. De un salto, se levantó del asiento y corrió hacia la ventana, pero la detuvo la voz autoritaria, cavernosa, telúrica, de su maestra ordenándole retornar a su lugar. Un temblor extraño se apoderó luego de toda la ventana, el que pareció luego propagarse a las paredes del edificio: tal vez un pesado camión penosamente entrando en la bocacalle, seguramente del servicio de recolección del municipio de la ciudad. La maestra les propuso “Mi ciudad” como tema para un deber. Ella escribió: “Las mariposas viven en una ciudad sin casas, sin calles, sin autos. Las mariposas viven entre las plantas y las flores. Las plantas y las flores son la ciudad de las mariposas. Yo soy mariposa”. La maestra no quedó muy impresionada con esa ciudad.

Nunca supo cómo habían partido, ni si realmente habían logrado hacerlo, sólo que ya nunca más la vería. Deseó haber partido con ella.

La tercera fue cuando, ya en el liceo, su mejor amiga faltó a clase varios días seguidos, hasta que se enteró de que ya no volvería al colegio. Luego supo que había partido, de improviso, con sus padres, por motivo de clandestinidad, según se dijo. Su padre, médico, al parecer había participado en un hospital montado por un grupo de guerrilla ciudadana. Nunca supo cómo habían partido, ni si realmente habían logrado hacerlo, sólo que ya nunca más la vería. Deseó haber partido con ella. Las campanas de la catedral ese día sonaron a rebato, pero tampoco supo la causa. Ella escribió un poema. Comenzaba así: “Los lirios se quejan como campanas / Cuando mariposas vuelan lejanas”. Una gran explosión que sacudió los edificios en buena parte del perímetro urbano le fue adjudicada a un meteoro que habría explotado al ingresar en la atmósfera sobre la ciudad.

La cuarta fue ya en la facultad. Estaba en clase. Las puertas del sorbónico edificio se cerraban anunciándose su ocupación por parte de un gran grupo de estudiantes militantes. Varios compañeros suyos cayeron ese día frente a las cariátides del pórtico, presas de balaceras desde las azoteas del palacio de las leyes. Un compañero en quien ella no había reparado antes la vino a buscar al anfiteatro donde se hallaba, y tomándola del talle —nunca le había ocurrido antes— la condujo hasta una de las puertas traseras del edificio. Debieron romper la cerradura, pero lograron salir hasta un bar próximo. Luego él la acompañó hasta su casa, pero él volvió junto a sus camaradas y fue quizás una de las víctimas cuando al otro día las fuerzas gubernamentales entraron a la facultad y desalojaron el edificio por la fuerza. Cuando pensó en irse definitivamente, sintió en su casa otra vez aquella vibración profunda que había sentido en su infancia. Salió a la calle, donde una cuadrilla barrenaba la calzada. Obreros sanitarios, pensó. Esa noche, volviendo de una clase en su flamante motoneta, soñando con viajar lejos, olvidó el zanjón sin cubrir dejado sin luces por la cuadrilla obrera, y terminó dándose de cabeza y hombro contra un árbol del otro lado de la calle. La salvó el casco que portaba. Durante los días en coma que debió pasar en el hospital pensó muchos poemas y argumentos, pero el único pensamiento que luego lograría recordar fue una voz que repetía: “en el aire suspendida… en el aire suspendida” y que había pensado que ese había sido un intento, por suerte al parecer fallido, de tragarla entera, por parte de la ciudad.

La quinta fue cuando la “operación rastrillo”. La policía de la ciudad —a pesar de haber sido adoctrinada en torturas por un especialista extranjero, enviado al país como parte de una alianza para el progreso— no había logrado colmatar la insurgencia ciudadana. Luego del secuestro, juicio y ejecución del citado oscuro especialista extranjero por parte de sus secuestradores, las fuerzas armadas pronto se vieron forzadas a reemplazar el frágil gobierno constitucional de turno. Ya en pleno régimen marcial, las nuevas autoridades de facto, en lugar de meticulosamente seguir pistas de inteligencia policial, apresaban grandes números de ciudadanos y los hacinaban en cuarteles y estadios a la espera de los interrogatorios de rigor con las técnicas aprendidas y otras de su propio peculio. Así, a tientas y a ciegas, a expensas de un gran sufrimiento de carne ciudadana, en su mayor parte totalmente ajena e inocente, trataban de encontrar puntas de madeja para atrapar a los culpables, lo que resultó en que más de un quinto de la población fuera sometido a tan riguroso régimen. Soldados y policías, todos uniformados a guerra, metralleta en ristre, desplegados de forma conjunta: rodeaban y aislaban una manzana y metódicamente procedían a asolarla entrando en cada casa, a la fuerza si necesario, a revisarlos a todos y a todo lo que ellos pudieran interpretar como material sospechoso de sedicioso, antigubernamental y —muy curiosamente, por cierto— antidemocrático. No siendo personas de elevada sofisticación cultural, los defensores de ese nuevo orden cometían muchos excesos, a menudo rayanos en la violación y el saqueo, pero como todo se hacía por el bien de la patria, y ese tipo de tratamiento nunca había sido totalmente ajeno a los ambientes castrenses, todo ello les era impunemente permitido, y hasta ordenado por mandato superior, por lo que, ante la menor sospecha, esposaban a sus ocupantes y se los llevaban con destino desconocido. Muchos no volvían ya más a sus casas. Influenciada por Foucault, a quien había leído a hurtadillas, escribió el profético cuento “La ciudad prisión: el panóptico ciudadano”. A menudo se oían misteriosas explosiones en distintos lugares de la ciudad.

La idea de irse se transformó en obsesión. Fue cuando comenzaron sus ataques de pánico: trastornos del síndrome general de adaptación de Selye, posiblemente debido a hipertiroidismo.

A duras penas ella logró sobrevivir todo eso. La idea de irse se transformó en obsesión. Fue cuando comenzaron sus ataques de pánico: trastornos del síndrome general de adaptación de Selye, posiblemente debido a hipertiroidismo, pensaron los médicos. A muchos de sus compañeros y compañeras les fue mucho peor. Muchos desaparecieron. Amigas suyas tuvieron hijos ya en las cárceles, los que una vez desaparecidas ellas, sus abuelas —cada vez en menor número, pero no por ello menos determinadas— aún están tratando de ubicar. Temerosa, sin siquiera intentar asomarse fuera de su casa, escribió cartas y terminó por ser aceptada en una universidad en el exterior. A pesar de contar con dicho documento, sacar pasaporte y luego los correspondientes visados, fue como correr un guantelete: a cada paso, caminando por las veredas veía a la ciudad toda como un gran pulpo, un kraken, el hafgufa de los nórdicos, emergiendo de las profundidades, en cada alcantarilla, en cada boca de tormenta, alargando sus tentáculos hacia ella, viniendo a buscarla, a reclamarla suya. Enfermó varias veces, curiosamente coincidiendo con cada entrevista, y cuando por fin el mítico librillo le fue entregado, un rayo cayó en el jardín de su casa, sobre el enorme Abies pinsapo, una conífera tan estirada y elegante como foránea. Pensó en un título, pero no lo escribió, sólo la oración que luego sería la última de su nuevo cuento: “Como garras de águila pescadora, raíces ferales se hunden en la fracturada tierra indígena de la ciudad”.

Cuando fue al aeropuerto lo encontró más poblado de militares que de pasajeros. Temió que algo, quizás hasta un estornudo, la tornase sospechosa y no se le permitiera viajar. Ya en fila de embarque, vio un avión despegar: pensó que era el suyo y casi se desmaya. Al final logró embarcar, pero tambaleante en la pasarela debió ser ayudada por una de las azafatas, a quien, al verla uniformada, primero rechazó horrorizada. Ya en el avión, desde la ventanilla, entre lágrimas, veía el frente de pista del edificio del aeropuerto como una cara formidable, su enorme boca, que antes había sido terraza de observación, mascullando grotesca bajo un desproporcionadamente pequeño, ridículo quepí militar semejando una torre de control. Toda aquella fisionomía la veía moverse, hacer gestos, muecas, ora de burla, ora de reprobación, pero ya nada podía detenerla. La nave maniobró hasta el extremo de la pista buscando posición de partida. Allí aceleró sus motores y avanzó. Tras el zumbido de los Pratt-Whitney y el rumor del carreteo cada vez más acelerado del tren de aterrizaje, oía la voz ronca del grotesco aeropuerto repetir a ritmo y entre dientes: “creíste que te dejaría, creíste que te dejaría”. Por la mitad de la pista, aún en tierra, pero ya sin posibilidad de detenerse, sintiéndose ya remontar en el viento, en el aire suspendida como las mariposas sobre el río, vio el gran boquete que se abría bajo el avión. Luego se hablaría de una dolina de colapso en un terreno de yeso karstificado, un sinkhole, un nuevo cenote, raro en esa ciudad. Alcanzó a verlo extenderse como una gran gota de tinta negra, agrandarse y comenzar a englobarlo todo, transformando el paisaje en un vacío y hundido valle de mogotes. Quizás ese todo había nacido con ella y existido sólo para ella, para que ella pasase allí su vida soñando con infinitos, como las mariposas de los acantos, inmortalizados en los capiteles corintios, pensando en abandonarlos de una vez, como ella a aquella ciudad.

La antología que se publicó a continuación incluía varios cuentos. El primero, una suerte de alegoría transliteraria, se titulaba “Tras la Ley”; luego otro más: “La ciudad lingote”; seguido de “El laberinto vivo”, que terminaba diciendo: “El laberinto, protoplasma vivo, se multiplica y crece irrestricto, y el hijo de Asterión se clona en cemento y se multiplica con él”; otro titulado “Lapsus urbis: la caída de la ciudad”; y su preferido: “La ciudad de las mariposas”; terminaba con “La ciudad panóptico”, perfecto para tiempos de pandemia, pero escrito ya hacía algún tiempo y que terminaba así: “Un sinkhole, al igual que un terremoto, puede ocurrir en cualquier lugar y en cualquier momento, sobre todo en terrenos calizos donde se practica la fractura hidráulica —mejor que averigües si ello se practica en los terrenos aledaños a tu metrópoli—, pero ten cuidado, porque aunque no sea así, todas, absolutamente todas las ciudades sufren de limerencia: un trastorno obsesivo-compulsivo de amor posesivo hacia sus ciudadanos a quienes seducen, si necesario recluyen, y a los que en su delirio, igual que el Saturno de Goya, llegan hasta a devorar; algo, por otra parte, totalmente comprensible, ya que ellos sin ellas vivirían cual mariposas; pero ellas sin ellos, nunca lograrían sobrevivir, por lo menos ya no más como ciudad”.

José Campione Piccardo
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