
Sabido es que la literatura es uno de los espejos más fieles de la sociedad, revelando las complejidades de nuestra realidad a través de la exposición del amplio abanico de vicios y artimañas que se urden desde el poder, desentrañando los entresijos de la condición humana y dejando un testimonio sobre la gama completa de motivaciones y acciones, ya sean nobles o cuestionables, que dan forma a nuestro mundo.
Poemas de Country Club, la obra más reciente del escritor argentino Luys D’ Ariel, cumple con estas condiciones y más, al fusionar sátira, crítica social y poesía para arrojar luz sobre los oscuros rincones de la alta sociedad bonaerense, aunque, como veremos a lo largo de esta conversación, el retrato se corresponde con cualquier entorno contemporáneo en el que las élites imponen su ley desde la perspectiva de sus excentricidades. Cincuenta personajes y sus historias inspiradas en la realidad nos permiten darle una mirada a las profundas fracturas de una sociedad dividida, atravesada por una pandemia que la desnudó sin contemplaciones.
Nacido en Buenos Aires en 1966, Luys D’ Ariel reside desde hace tres décadas en España y alterna la docencia y la investigación lingüística con la escritura y la composición musical. Ha publicado los poemarios Calipso abandonada (Dunken, 2017), Conocerás la noche (Aliar Ediciones, 2023) y el libro de aforismos La máquina de afilar cuclillos (Círculo Rojo, 2022), así como el libro del que hablaremos a continuación, Poemas de Country Club (Averso, 2023).

Poemas de Country Club, un ejercicio de empatía crítica
—En Poemas de Country Club haces un retrato mordaz de los habitantes de un country club bonaerense, exponiendo sus excentricidades y miserias. ¿Qué te inspiró a abordar este tema en particular?
—El germen de Poemas de Country Club surge de una confrontación: del choque entre ficción y realidad, más en concreto, de la observación satírica de estas islas doradas que son los countries en pleno mar de la pobreza. Surge también de la lectura de una de las obras poéticas fundamentales del siglo XX: Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, donde los muertos son voces convocadas por el médium de la poesía. A esto habría que añadir Las ciudades invisibles de Italo Calvino, Vidas imaginarias de Marcel Schwob y Antología palatina. De modo que Poemas de Country Club puede leerse como una nouvelle de cincuenta personajes inspirados en la crónica de sucesos de una realidad privilegiada. Allí los ricos hablan, lloran, se lamentan, exhiben sus ostentosos selfies, sus alegatos y confesiones, sus manías. A diferencia de Masters, no poetizo una ciudad de muertos imaginarios capaces de narrar, sino que doy voz y tangibilidad a seres “vivos” (demasiado) cercados por el Covid. La pandemia ha supuesto un choque brutal entre dos mundos, un baño de realidad y de ficción, y ha hecho estremecer los cimientos de las torres de marfil donde ni siquiera los más privilegiados están a salvo. El otro gran motivo inspirador es el crítico-social, la desigualdad y regresión que el virus ha ayudado a incrementar.
—Algo que llama mucho la atención en tu libro es esa cincuentena de personajes a los que vas dando voz a medida que se avanza en la lectura. La metáfora y la parodia se dan la mano en nombres con un pie en la realidad —Macedonio Hernández, Nana Bullrich, Walter Whitman, los abogados Piglia y Fogwill—, y esto no deja de tener un sentido lúdico al proponer al lector la historia de cada personaje. ¿De dónde parte esta idea y a dónde quiere llegar con ella Luys D’ Ariel?
—El uso de nombres y apellidos que, con sutiles variantes, remiten a personajes conocidos, además de suponer un juego lingüístico-literario, implica otro punto de intersección donde se cruzan ficción (Macedonio Hernández, Walter Whitman) y realidad (Macedonio Fernández, Walt Whitman). Cuando bautizo a un creso como Macedonio Hernández, estoy engastando el universo de la literatura en el de la opulencia, mundo que nos representamos lejos de las inquietudes metafísicas del maestro de Borges. Este recurso sarcástico, este homenaje paródico, introduce la polifonía y abre los sentidos, que es lo que hace la poesía con el significante. El juego no termina ahí. La mayoría de los personajes de la obra (Juan “Viola” Ortiz, “Fangio” Razzetti), tan caros a la tradición ortónima argentina, reciben su bautismo de motes en una suerte de intertextualidad referencial, así como el autor recibe el nom de guerre con el que firma.
—Utilizar la perspectiva de los ricos para criticar la sociedad de la opulencia siempre resulta en una representación tragicómica de las brechas con las que ellos pretenden separarse del resto de la humanidad. Pero es que, además, estoy seguro de que todos hemos conocido a alguien que adopta de forma natural esas actitudes (pienso en ese verso terrible: “Nadie desprecia a los pobres. Nadie detesta a esos bichos”). ¿Qué te llevó a adoptar este enfoque? ¿Puedes revelar alguna anécdota real al respecto?
—Ya que la inmensa mayoría de nosotros no nos podemos meter en las suntuosas pieles de los ricos, metámonos en su cabeza. La poesía es un TAC prodigioso. Ponerse en el lugar del otro, escribir desde un cuerpo extraño, es un ejercicio de empatía crítica y una experiencia de desautomatización. La riqueza tiene su lógica y sus problemas, susceptibles de ser poetizados. El mundo de los ricos no es sólo el que nos venden las revistas. Es cierto que se refugian en su caja de Pandora; es cierto que son gurús del progreso y la meritocracia, pero sus sueños de progreso evocan un insomnio lleno de paranoias y vacíos que aterran a cualquiera. Basta ver la crónica de sucesos para comprobarlo. En cuanto a la anécdota personal, tengo un amigo de la infancia que vive en un country club bonaerense. Es vecino de E. C., un joven que en 2013 mató a cuatro personas por conducir borracho. Durante el juicio, el perito psicólogo afirmó que padecía una afección que genera en niños millonarios un persistente estado de irresponsabilidad. Para mayor estupor, la sentencia fue leve y compasiva, con sólo diez años de libertad condicional y un tiempo no muy gravoso de rehabilitación. Esto me dio a entender que la psicología de los ricos difiere sustancialmente de la de los demás. Si, como dice Freud, el excremento es el primer objeto que ponemos en circulación en el mercado del intercambio, queda patente qué clase de justicia escatológica tenemos en Argentina.
Lee también en Letralia: reseña de Poemas de Country Club, de Luys D’ Ariel, por Alberto Hernández.
Luys D’ Ariel y la marginalidad del poderoso
—Uno de los personajes del libro menciona haber desarrollado “autocontrol y resiliencia” a través de la lectura de libros de autoayuda. Si bien este poema podría interpretarse como una crítica a ese apartado del mercado editorial —cuya clientela no es exclusivamente de las clases altas—, veo como más resaltante la búsqueda de sentido como una forma de etiquetarse, de lucir una existencia profunda. Pero esa es mi interpretación. ¿Puedes hablarnos más de esto?
—Creo que tu lectura es correcta y caben ambas interpretaciones: crítica y horror vacui, etiqueta y desesperación. Por ejemplo, en el poema “Atómica Boyé, especialista en autoayuda”, se alerta paródicamente de los peligros que acarrea un exceso de lectura de esta suerte de ficciones disfrazadas de sabiduría, ya que conduce a la ceguera o al suicidio. No es casual que “Atómica” lea a poetas que se suicidaron (Alfonsina, Pavese, Pizarnik) en virtud de que el suicidio, a veces, es “un asesinato con mala puntería”. Pero también es cierto que se ha quedado ciega por amor, por armarse de autocontrol y resiliencia cuando se imponía una solución más drástica. Es lo que pasa cuando nos obligan/obligamos a ser felices y a aguantar estoicamente.
—En tu libro hay personajes, hitos y espacios propios de Buenos Aires y de la sociedad argentina en general; sin embargo, en el tratamiento que les das se advierte la aspiración a una universalidad. ¿Fue esta una actitud consciente? ¿Te planteaste buscar esa universalidad sin perder la autenticidad de tu entorno literario?
—Rotundamente sí. El libro fue escrito desde España, donde resido hace treinta años; escrito a caballo entre la orilla del emigrado y la esquina del que regresa. La Buenos Aires que aparece allí no es el centro de “la ciudad del imperio que nunca existió”, sino la periferia opulenta y autoaislada. Es la ciudad de la polarización social y de la privatización urbana del espacio público. Esto se vio durante la pandemia cuando los carpinchos y otros animales volvieron a su hábitat ancestral (véase “Atardecer en Country Club”). Es la utopía de los ricos que convive con la distopía de los pobres. Desde allí, desde intramuros, se narran poéticamente las vicisitudes de sus vecinos. La metáfora de la ciudad-puerto se desplaza a la metáfora de la ciudad-isla. Ahora los marginales no son los pobres y compadritos, sino los ricos que huyen de la inseguridad del centro. El diálogo con la tradición literaria es evidente. Si para Sarmiento la urbe era sinónimo de cultura y de progreso; si para Martín Fierro o Don Segundo Sombra la ciudad incitaba al individualismo materialista y lo rural se elevaba como alternativa; si para Borges, en cambio, la literatura argentina se reescribe desde el margen de los orilleros (de los pobres emparentados con los gauchos), en Poemas de Country Club se escribe desde los emprendimientos suntuosos enquistados en las lindes. No son los barrios abiertos donde el sentimiento de comunidad puede mantenerse. No es la ciudad europea que uno observa al pasear por Diagonal Norte, con edificios que remiten a París o Roma. Es otra clase de utopía: la de la seguridad y estatus social conquistados a base de prebendas. Pero esa zona marginal (aquí la palabra es meliorativa) también es un lugar de producción formal y mitológica, como diría Sarlo. De modo que allí, en ese espacio marginal, lo local se fusiona con lo global; allí también reaparece Ulises como mendigo luego de un largo viaje; allí también uno puede sumergirse en los mismos barrios cerrados de otras partes del mundo, con cámaras de vigilancia, seguridad armada, vehículos blindados y muros de contención. Esto se poetiza en textos como “Julius ‘Payaso’ Fort, pichón de bróker”, “Reflexiones de un banquero” o “Nadia Neuman Argerich”, donde se aprecia claramente no sólo la división entre los de arriba y los de abajo sino entre los de adentro y los de afuera.
El corrupto, además de un delincuente y un traidor a la confianza pública, es un idiota en el sentido heleno de la palabra: piensa que puede ocuparse de sí mismo despreocupándose de los demás.
—Entre los temas centrales del libro está la corrupción, un flagelo que lamentablemente es moneda común en Latinoamérica. ¿Cómo se refleja esta problemática en la sociedad argentina?
—Yo la veo reflejada en lo siguiente. Hace treinta años había un boquete en una importante avenida de la capital donde podía precipitarse un coche (no exagero); hoy no sólo la grieta sigue estando allí como símbolo de la decadencia, sino que además se ha convertido en un sumidero de víctimas y gente honrada. Todavía me pregunto cómo es posible que nadie vea ese agujero nefasto en medio de una arteria tan llena de colesterol. Tiene que ser por magia de la corrupción, digo yo. Tiene que ser eso porque el corrupto, además de un delincuente y un traidor a la confianza pública, es un idiota en el sentido heleno de la palabra: piensa que puede ocuparse de sí mismo despreocupándose de los demás. En este sentido, Argentina es un país lleno de idiotas, de idiotas muy inteligentes para arrojar la piedra y esconder la mano y para tirar la mano y esconder la piedra. La inseguridad, la pobreza, la grieta humana y ese boquete crónico lo demuestran. Pero no todo son malas noticias: todavía quedan políticos insobornables que, aunque les des cometas, son incapaces de hacer justicia. En el poema “Beatriz Carlo, empleada del hogar”, se ve el intento de soborno por parte de la Asociación de Vecinos para que las trabajadoras discriminadas no piqueteen la entrada al country. También se denuncia la corrupción en “Lionel Parodi, amante de policías”, donde una agente bella y maquiavélica obliga a su amante narco a compartir los beneficios.
—Hablas de la ironía y el sarcasmo que utilizaste en los poemas para resaltar lo absurdo de la vida de los ricos. ¿Cómo equilibraste en tus escritos la crítica social con el humor?
—Como decía Fisher, el arte permite al hombre comprender la realidad y volverla más humana y soportable. El humor, la parodia, la ironía, procedimientos íntimamente emparentados con la crítica y la reparación, son infatigables aliados del poeta. Poemas de Country Club pone en escena un teatro del absurdo mostrando la pobreza del rico, que es también miseria humana, y la opacidad de la opulencia, que es brillo que impide ver. La poesía, en su manera de contemplar lo invisible, de decir lo inefable y de tocar lo intangible, es una suerte de alquimia capaz de transformar las percepciones. La observación juguetona de las cosas permite esa libertad estética, esa magia penetrativa. Pero por mucha sátira que preconice, no iba a corregir defectos estructurales. Se trata de no caer en la censura fácil, sino de ver desde las entrañas mismas de El Dorado bonaerense la dimensión humana de una clase social arrinconada por la pandemia. Por supuesto que por ahí desfilan personajes ñoños, consentidos, irresponsables, prepotentes, ridículos, repulsivos, pero nada que no se encuentre en el resto de los mortales.
—Tu obra se ubica en un contexto de pandemia y crisis económica en Argentina. ¿Cómo influyeron estos eventos en la creación de Poemas de Country Club? ¿Qué papel juega la literatura en momentos de crisis?
—La deriva económica argentina es un mal endémico desde que tengo uso de la razón. También afecta a los ricos, pero positivamente, porque cada vez los ricos son más ricos y los pobres más pobres. Por su parte, la pandemia fue una gran catalizadora de emociones y situaciones tragicómicas que había que aprovechar. Disparó situaciones grotescas e impactantes, desnudando nuestros mimbres y poniendo ante nuestros ojos las cosas urgentes y necesarias. Si los ricos ya se encerraban a cal y canto en sus búnkeres de bonanza, el virus los recluyó por partida doble. Si los ricos se sentían seguros en sus islas de diamantes, la pandemia perturbó esa sensación. El doble encierro, el múltiple aislamiento social, tenía que ser materia poetizable. Como también lo absurdo de ciertas situaciones; pongamos por caso, la invasión de los carpinchos que arrasaron con sus jardines y parques. Y en respuesta a lo segundo, es claro que la literatura, en este caso la poesía, cumple una función catártica y liberadora que ayuda a rebajar las oleadas de cortisol y adrenalina. Y si es con humor, todavía más. Dice la neurociencia que el cerebro no busca la verdad, sino sobrevivir. Pero también es cierto que rige más tranquilo cuando le encuentra sentido al mundo. En este campo, la literatura hace un aporte salutífero importante.
Lee también en Letralia: selección de Poemas de Country Club, de Luys D’ Ariel.
El poema es un cuerpo cuya piel es el lenguaje
—Vivimos una época convulsa para la literatura y el arte, en la que autores y obras son “cancelados” si llegan a considerarse irrespetuosos para individualidades o colectivos. ¿Cómo percibes el papel de la literatura en medio de esta controversia actual? ¿Cómo equilibras la libertad creativa y la expresión artística con la responsabilidad de abordar temas sensibles sin ofender o alienar a ciertos sectores de la sociedad?
—Escribir siempre es un riesgo, escribir siempre es un pacto: con la época, con el campo literario, con las ideologías, con la sociedad, con uno mismo, con el lector… Cada persona narra a su manera. De modo que la pregunta de la cancelación no sólo concierne a los escritores sino a la conciencia y la libertad de expresión, siempre que sea respetuosa con otras libertades, derechos y sentimientos. La sensibilidad y el ejercicio empático son buenos criterios para orientarse, lo mismo que el conocimiento de las leyes. Hay quien apela al sentido común y hay quien contrata lectores sensibles. Pero eso es también una forma de censura, quizá la peor de todas. En mi opinión, la cultura de la cancelación es una lacra social que atenta contra la democracia al eliminar el diálogo autocrítico y heterocrítico; asimismo, revela que vivimos en sociedades ñoñas y victimistas que, en nombre de la corrección política (y de reclamos legítimos, por supuesto), eliminan el punto de vista de los demás. No hace falta más que ver cómo hierven las redes ante un beso inadecuado o una palabra inoportuna. Ya nadie habla a calzón quitado. Eufemismos y circunloquios moderan nuestras intervenciones. Tan irritables estamos que a un vago hay que llamarlo “persona altamente cualificada para la acción pasiva” y a un inútil “amante del error”. Estamos creando generaciones de intolerantes. Indudablemente, las redes son el espacio ideal donde se produce el boicot existencial contra los que no precisan dogmas para vivir. Allí clama el poder del que no lo tiene. Allí toda palabra o gesto se vuelve sospechoso. Lástima que ese poder provenga de una ideología diseminada, sin centro, sin identidad tangible, pero altamente rizomática. Vivimos en un mundo cada vez más incorpóreo, donde el otro no es tanto el producto del tacto y del contacto, sino de su digitalización. El poema es un cuerpo cuya piel es el lenguaje. Un cuerpo para tocar, para sentir, para ocupar vacíos. Por eso la poesía siempre es erótica e incitadora. Pero estos cuerpos factuales no casan bien con nuestra vida líquida. La poesía es un cuerpo para encumbrar, no para tirar a la basura del consumo. El fetichismo del cuerpo ha dado paso al fetichismo de los datos. La distinción entre lo verdadero y lo falso se ha pulverizado. El tiempo y la memoria no tienen dónde afianzarse. Sirviéndose de esto, la cultura woke hace estragos con los cuerpos sólidos, definidos, como hizo Stalin con Trotsky borrándolo de la historia. Aunque en algunos casos el fervor pueda estar justificado (apología del racismo, del maltrato), sus formas absolutistas son nefastas porque no dan lugar ni al diálogo ni al arrepentimiento. Censura a quemarropa y listo. La deconstrucción de todo lo que signifique, el auge de la posverdad, el pensamiento débil, la apología del subjetivismo, son caldo de cultivo de la cancelación. No hay que cruzarse de brazos. El arte siempre ha sido disidente, inconformista. Está en sus genes. Desatender que el autor y la obra no son necesariamente lo mismo es signo de ignorancia y displicencia. Hay que volver al pensamiento crítico. Y esto se hace con tiempo, con aplomo, con un trabajo de relectura de aquello que produce malestar. Y si tal cosa no es viable, está la ley. Lo demás, es tomarse la justicia por su mano.
El poeta y el lingüista coinciden en algo fundamental: ambos aman la palabra, ambos viven de ella.
—Tienes experiencia tanto en la docencia y la investigación lingüística como en la escritura creativa. ¿Cómo logras equilibrar estas dos facetas de tu vida y de qué manera se influyen mutuamente?
—Me hice lingüista por dos motivos: la idea de que el lenguaje es el espejo de la mente, y, segundo, porque la poesía es un hecho lingüístico en su materia prima. El poeta y el lingüista coinciden en algo fundamental: ambos aman la palabra, ambos viven de ella. De modo que, en este sentido, todo poeta es lingüista y todo lingüista poeta. El lenguaje, pues, es la materia (oscura) de que está hecho el universo poético. Es normal que quien estudia el lenguaje se pregunte hasta qué punto la lingüística tiene algo que decir sobre la esencia de un poema. Hay quien sostiene que el lingüista no puede añadir gran cosa. Otros, reformulando desde las ciencias cognitivas conceptos como desvío (del habla estándar), extrañamiento (la poesía desautomatiza la lengua) o agramaticalidad (el lenguaje poético presenta diversos grados de agramatismos), seguimos confiando en que las (neuro)ciencias del lenguaje puedan alumbrarnos. En términos generativistas, ¿es la poesía una cuestión de competencia o de actuación (uso)? Chomsky se inclina por lo segundo. ¿Pero qué nos dice la pragmática al respecto? Que un poema es un acto de habla peculiar donde destinatario, receptor, etcétera, se desligan de las situaciones comunicativas reales simulando actos de habla. ¡Ah, el poeta es un fingidor! Por otra parte, si la lingüística cognitiva está en lo cierto, el pensamiento sería netamente metafórico. O sea, conceptualizaríamos la realidad metafóricamente. Siendo esto así, la poesía nos ayudaría a ver la realidad en sus aspectos intangibles. Por eso la poesía implica siempre un extrañamiento (y entrañamiento), pero no sólo siendo disruptiva con la gramática o los contextos que evocan los poemas, sino, sobre todo, en relación con nuestra cognición. Y esto lo hace devolviéndonos, por ejemplo, analogías ya perdidas como se da en lanzar una propuesta, que proviene de la idea de movimiento del brazo, es decir, articulando los rasgos cognitivos habituales de manera creativa y diferente (“lanzar los ojos al olvido”). Es claro que palabra poética no sólo “es”, “dice” o “hace”, como se ha sostenido innumerables veces, sino que además “conoce” reordenando el mundo, o, para ser más específico, replanteando la relación que existe entre pensamiento, lengua y realidad.
—Poemas de Country Club es tu tercer poemario. ¿Tienes algún nuevo proyecto literario en mente o en proceso de desarrollo que puedas adelantarnos?
—Tengo varios que se han ido acumulando y decantando durante diez años y que ahora, al parecer, precisan ver la luz; de modo que, gracias a ese lapso de producción silenciosa, mencionaré No pienses en los ojos de Cecilia, una novela paródica sobre cómo hace una mujer supersticiosa para sobrevivir a la verdad y al “sonríe o muere” de los popes de la autoayuda; también un libro de microficciones que se titulará Ondas Martenot y, finalmente, En busca de Shaun Mor, un poemario sobre Irlanda que me gustaría presentar con músicas y danzas celtas en los acantilados de Moher.
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