Comer carne barata es un imperativo presupuestario, de modo que siempre atiende en la gran exposición de la carnicería del supermercado al refrigerador que contiene un batiburrillo de bandejas con carnes a punto de caducar, provenientes de ganado alimentado con piensos industriales de bajo coste o tratados con clembuterol. Pueden verse costillas, brochetas, lomos, paletas, entrecots, salchichas, callos, hamburguesas, muslos, pechugas. Coge una bandeja, la observa, mira la etiqueta, la vuelve a dejar. Había una deriva azulona en los bordes que no le ha convencido, a pesar de que el precio era increíble al tratarse de un lechal. Decide escarbar y buscar por los bajos, aunque la experiencia le dice que a más profundidad peor calidad. Se lamenta de haberse levantado demasiado tarde, pues está convencido de que unas horas antes las bandejas de las superficies ofrecían exquisiteces que ya han sido esquilmadas por otros consumidores. Queda lo peor, se dice, y se reprende a sí mismo por esos días de somnolencia que no sabe vencer, dejándose atrapar por ese placentero tacto de las sábanas que con benevolencia seducen con nuevos sueños, a pesar de un sol que atraviesa los visillos y los párpados cada vez con mayor contundencia. Se considera afortunado cuando encuentra una bandeja familiar de muslos de pollo que brinda veinte piezas por tan sólo seis euros y que tiene un tono amarillento que bien podría poner en duda la catalogación de carne blanca. Piensa que pude disimular la posibilidad de mal sabor cocinándolos con salsas que contengan mucha cebolla y ajo, aunque las dos primeras piezas ya ha decidido hacerlas a la plancha para valorar la realidad del sabor y despejar algunas de las dudas que suscita. Para acompañar se le ocurre comprar tomates, cortarlos en rodajas y después añadir una pizca de sal y unas gotitas de aceite de oliva, del cual conserva más de tres dedos de un litro que compró meses ha.
La carne más fresca sería entonces la que guardaría mayor condensación de ese condimento tan especial que es el miedo.
Abre el buzón. Desde hace un mes hay una carta que espera con especial motivación y al fin la ha recibido. No la lee en el rellano del bloque y sube las escaleras con premura. Una vez en el sofá la abre con precipitación y ganas, rasgando levemente el contenido. Hace un mes solicitó una visita guiada al matadero municipal y comprueba emocionado que la respuesta es afirmativa. Asimismo, adjuntan un número de teléfono en el que piden que confirme la asistencia para dentro de dos días y también escoja entre una visita que abarque el proceso completo o si sólo prefiere ceñirse a los momentos importantes del despiece. Marca la opción uno.
Ha tenido la fortuna de seguir el destino de una partida de terneros lechales. Es plenamente consciente de que los dos solomillos que prepara en la sartén con una rayita de aceite de oliva y la carrillada que se cuece con una salsa de espárragos de sobre, han formado parte de uno de los ejemplares descargados en el corral previo al sacrificio, a las ocho cero cero, y que al final de la visita le han dado como suvenir. Guarda fresco en la memoria el momento en que dos operarios, enmascarados y vestidos con monos impermeables blancos, transformaban el inicial caos de balidos en un extraño silencio después de que uno de ellos inmovilizara al ejemplar que tenía más a mano para así facilitar que el compañero pudiera colocar las pinzas aturdidoras en la cabeza e inmediatamente después colgarlo de las dos piernas en una cuerda corrediza que lo llevaba hasta un tercer operario, que con certero tajo en el cuello lo desangraba en segundos. Desde ese momento los terneros se agolparon todos en dirección a la puerta, apretándose contra la pared, callándose de manera repentina, paralizados, buscando confundir los cuerpos individuales en el monocromo cuerpo de la manada y, paradójicamente, favoreciendo con ello la labor de los operarios. Mientras degusta la carne tierna, que se deshace en la boca apenas es tocada por los dientes, supone la posibilidad de que aquel miedo ante lo inevitable, de que ese inútil instinto de conservación que se resuelve en terror cuando ya todas las puertas están cerradas, es una contribución necesaria al delicioso sabor en el que ahora se regocija. Vuelta y vuelta. La carne más fresca sería entonces la que guardaría mayor condensación de ese condimento tan especial que es el miedo.
El regreso al frigorífico de las ofertas ha supuesto un duro golpe, sobre todo si se tiene en cuenta que tan sólo le ha convencido una bandeja de kilo de lomo de cerdo adobado en el que resalta una sequedad espantosa. Es plenamente consciente de que en esa carne esmirriada ya no queda un ápice de miedo y que tan sólo cabe esperar un masticar largo y disgustado, como de chicle.
Pasear por el pulmón de la ciudad siempre le ha ayudado a definir sus deseos. El kilo de lomo adobado ha tenido como consecuencia una diarrea persistente y la necesidad de consumir alimentos que ayuden a cortar la deshidratación. Nada de carne y mucho pan tostado. Urge calidad. Urge continuidad en la calidad, pero los ingresos no dan para más. Como forma de obligarse a cambiar se ha dado un plazo de seis meses para acabar con las visitas al refrigerador de las ofertas. Rumia.
Cruzando la calle ha sentido un golpetazo en el hombro. Cuando abre los ojos sabe que está en el suelo. Se siente aturdido, pero no lo suficiente como para impedir que se levante y vea que hay otro cuerpo en el suelo. Al parecer iba en una motocicleta, cuyo guardabarros, en la caída, ha tajado el muslo. Parece obra del perfecto carnicero, que en un corte sin interrupción ha provocado la extensión de la carne, la expansión en filete de unos músculos primigeniamente recogidos sobre sí mismos. Cuando el cuerpo intenta incorporarse toma conciencia del nuevo estado de su muslo, entrando en una fase de terror histérico que se va apagando a medida que se desangra. Mientras mira la aún palpitante incisión, toma plena conciencia de que en esa carne se condensa un alto porcentaje de miedo, quizás el máximo porcentaje que puede contener una carne, pues es el hombre el animal que más miedo siente ante la muerte. Después de responder a las reiteradas preguntas de otros testigos que está bien, decide seguir sus consejos y se deja caer de nuevo en el suelo, a la espera de que lleguen las ambulancias, bajo la preocupación de posibles daños internos. Cierra los ojos. Las sirenas se acercan. Se siente calmo y piensa en el cuerpo de al lado, conjeturando que es la carne con el sabor más exquisito que puede encontrarse en el mercado.
Abre el buzón. Después de mucho pensarlo decidió mandar una solicitud para hacer un curso de oficial carnicero. Recibe con alivio una respuesta afirmativa. Empezaba a creer que nunca dejaría de acudir al refrigerador de las ofertas, cuya última adquisición es un hígado que ha conservado las esencias de todos los fármacos que le han inyectado y que ahora mastica con mohines de asco, mientras calcula que en dos meses estará preparado para hacerse con la primera presa.
La presa debe ser consciente en todo momento de que va a morir, y de que va a morir colgado bocabajo, lo cual espera que provea a las células de la ansiada plusvalía del miedo.
Corte en el cuello con la pieza bocabajo y desangrado rápido. Decapitación y amputación de manos y pies. Se dice que debe aprovechar los sesos, quizás también la lengua. Escaldado. Evisceración. Se dice que debe conservar el hígado, los riñones y quizás el corazón. División en carcasas y finalmente cortar y deshuesar, privilegiando la formación de filetes de trazo grueso que se presten para favorecer una superficie quemada y un interior sangriento cuando se cocine a la plancha, sin descartar la vistosa fuente de costillas que aguarda jugosos trozos de grasa y músculo. Se dice que la presa debe ser consciente en todo momento de que va a morir, y de que va a morir colgado bocabajo, lo cual espera que provea a las células de la ansiada plusvalía del miedo. Lo que no vaya a ser comido de inmediato piensa que es mejor congelarlo.
Es plenamente consciente de que las dos primeras presas tan sólo han servido para mejorar algunos elementos logísticos que no había previsto, tales como la compra de una pequeña sierra mecánica que corte el espinazo limpiamente y sin esfuerzos o la compra de un recipiente mayor para la caída de la sangre, pues nunca imaginó que hubiera más de dos litros y medio. También ha desvelado una gran ventaja económica, pues ha conseguido la soberanía alimentaria, de modo que el poco dinero que gana se ha convertido en mucho dinero. Sólo el sabor ha sido decepcionante. Se recrimina haber creado demasiadas expectativas con la carne de un borracho que nadie iba a echar de menos o la de una vieja que vivía solitaria en el último bloque de pisos de la ciudad. Presas fáciles con las células deterioradas y cuyo miedo no fue exaltado, sino resignado, como un remanente físico ante la vida embocada en la desesperanza. Cree que ha llegado el momento de pasar a perfiles más arriesgados. Cree que ha llegado el momento de hacerse con un cuerpo joven, tierno, con las células en pleno desarrollo, que pese en torno a unos treinta kilos tendentes al sobrepeso y que haya ido al entierro del abuelo, que haya visto al pajarito seco en la jaula, que haya descubierto que Bobby ya no mueve la cola. Cree necesario conceder un tiempo para que el cerebro del ejemplar se sitúe con los objetos vueltos del revés, para que comprenda que en lugar de papá y mamá está el hombre del saco, y llegados a este punto gritar con ferocidad para maximizar la inyección de miedo previo al desangrado. Sólo ahí espera encontrar la carne más exquisita a la que puede aspirar, sopesando la posibilidad de probar un fino filetito crudo, como encarnación más pura del sabor perfecto. Todo está preparado.
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