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Juan Carlos anda enfermo

martes 31 de enero de 2017
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El médico se aderezó unas gafas y estuvo largos segundos mirando la radiografía. Luego asió unas pincetas y se puso a escarbarle al enfermo dentro de la boca.

—Firme aquí —dijo.

Estaba claro que sin su permiso no tenía derecho a seguir con la investigación.

Juan Carlos abrió la boca hasta atrás y observó atentamente: era un botoncito de sangre negra que tenía pegado en la encía de una muela del juicio. ¡Qué diablos! Se pellizcó la muela con los dedos, la sintió moverse, quiso torcerla…

—¡Pobre Juan Carlos! —exclamó su madre a la vez que ponía sobre la mesa una bolsa con alcachofas—, ¡tendrás que irte con dolor de muelas!

—¿Por qué dice eso, mamá?

Lucía una protuberancia dura en la mejilla y una expresión de incertidumbre ridícula en los ojos.

Entró su hermana corriendo a la pieza.

—¡Juan Carlos, vienen los tiras!

Saltó por la ventana al patio; de ahí se encaramó por sobre unos cajones a las paredes vecinas, se metió en el fundo del viejo Urquiza —los perros le mordisqueaban las nalgas—, y así, corriendo entre chilcas y zarzamoras, bajo huascas e injurias, hallóse por la tarde, libre de sus perseguidores, lejos de su casa.

Llegó un momento en que Juan Carlos se halló con la novedad de que no tenía un miserable punto en dónde ubicar sus huesos para comerse un mendrugo de pan o echarse un sueño.  

Había vivido muchos años huyendo y conocía todos los escondrijos de la provincia y los chiribitiles que hay entre el mar y la cordillera, de norte a sur. Andaba con la piel hecha grietas; sus músculos parecían sarmientos viejos y su espalda un latigazo del cielo. No le eran extrañas ni la amargura de las raíces ni la leche de las flores silvestres ni las carnes agusanadas de los mataderos ni las vísceras de los peces muertos (en las caletas) porque el hambre iba detrás de él con cara de hereje siempre. Así había vivido —huyendo—, y los tiras interpretaban este su modo de vivir como que Juan Carlos ya no le servía ni de pata coja a su madre. Sin contacto con los de la fábrica largarle un batallón de perros furiosos habría sido lo mismo que gastar pólvora en gallinazos.

Redactor de una excelente hoja obrera y jefe de un centro cultural durante lo que suele llamarse el “nuevo orden democrático”, no le duró mucho el entusiasmo: una tanqueta hizo escombros la imprenta —se vino abajo un estante de libros y copas— y todo eso ardió allí, hasta que el incendio convirtió las máquinas en lava. Los amigos cayeron, algunos se rajaron (habían vuelto incluso a las faenas de las conservas) y los demás sepa Dios dónde estaban. Él, sin embargo, había aprendido un nuevo oficio: huir. Huir con mayúsculas. Un oficio duro, por cierto, para el cual nunca estuvo preparado. Pero lo aceptó; lo aceptó con inteligencia y con la gran virtud de ir viendo siempre en el flaquear una forma velada de traición.

Así pasaría dos años y pico, y de grandes que eran sus tierras y de fértiles, abundantes, hermosas y despobladas, llegó un momento en que Juan Carlos se halló con la novedad de que no tenía un miserable punto en dónde ubicar sus huesos para comerse un mendrugo de pan o echarse un sueño.

Escasearon sus merodeos continuos por los alrededores del pueblo.            

El círculo de los sabuesos se estrechó inesperadamente una tarde en que él yacía enfermo en el rancho de unos amigos.

Tenía fiebre, y por el camino mientras corría se iba figurando que dejaba una estela de sangre en el aire y que los perros policiales olían esa estela y ladraban, ladraban, ladraban.

El compañero que lo fue a buscar le sacó lágrimas de los ojos pero él dice que era fiebre. Cruzaron un tranque en lancha a motor y ya en el primer poblado alguien lo introdujo en un auto. Lo que vino después ya era otra historia: tenía que salir del país el muy bruto porque lo estaba estropeando todo.

Eso había sucedido hace cinco años.

—No es necesario que abra la boca. Estése quieto.

Arrancar la muela no fue nada. El problema era la mandíbula.

—¿Duele?

No, no le dolía.

Sintió que le pinchaban los músculos de la cara, los ganglios detrás de una oreja, bajo los párpados, dentro de la nariz, que le hacían un orificio con un cincel en la nuca, que le iban descoyuntando una por una las placas faciales de sus bases sagradas hasta quedar convertido en un pozo sin cabeza tirado sobre el camastro de un quirófano viendo juguetear al cirujano con sus mandíbulas —lleno de sondas—, sin entender si tenía la cabeza puesta en su lugar, o no, o en qué parte estaba él, con exactitud, si arrellanado en el sillón del dentista o sobre el catre de un operatorio.

—¿Duele?

No, no le dolía.

—Entonces se puede ir.

Juan Carlos se marchó con la inefable molestia de haber perdido el rostro.

Era allá por el centro, en la orilla del río, en donde se levantan unos caseríos históricos, en una de esas cafeterías pequeñas que tienen focos colgados en la vereda y las puertas llenas de nieve y mugre siempre. Sin embargo, no era más que una idea estúpida porque no había nieve y no le costó trabajo abrir la puerta. Escuchó un ruido de campanillas sobre su cabeza, que no cesaba, y luego de eso lo alzaron sin preguntarle el nombre como quien tira de los alambres un monicaco. Se sintió volar, de pronto, volar entre una niebla de música triste y humo, una música triste y nostálgica que salía de algún rinconcito oculto del local.

Volaba, volaba en las penumbras sin herir un solo vaso, le seguían con la vista rostros difusos. Sin embargo al ganar una repisa alguien le cortó el vuelo y lo agarró de la mandíbula.

Era su vecino el bigotón. Lo reconoció enseguida, el drogadicto, un tipo medio zafado. No hacía mucho estuvo a un pelo de meterle fuego a su cuarto y no se atrevió. Le remordía la conciencia la imagen de un niño inválido que vivía en el mismo edificio. (Le dijo.) En otra ocasión Juan Carlos lo vio salir tirado encima de unas parihuelas —blanco, muerto, con quemaduras por todas partes. Iba muerto. No obstante una semana más tarde regresó sin bigotes, pelado al rape, lleno de cicatrices por la cara. En realidad, le explicó el hombre, le faltó muy poco para morirse.

Bebían.

Juan Carlos sintió un leve apabullo sobre la mandíbula izquierda, escuchó las voces de una guitarra.

Andando entre la gente —y la bulla— descubrió que se le acercaba un mozo con una bandeja en las manos. Apenas estuvo cerca de él le arrojó el mozo: “Desclasado intelectual”. Juan Carlos quiso responder el golpe pero un frío que le consumía el alma le obligó a cerrar la boca y a seguir el camino hasta una tienda que se divisaba al fondo del corredor. Dentro de la tienda había una oficina con máquinas de escribir y linotipias —y mucho desorden— que le recordaban la oficina del centro cultural. ¿Qué tenía que hacer él aquí? En medio de la oficina halló una mesa grande, robusta, una mesa de señorita costurera. Sobre la mesa hervían los papeles, miles de papeles, un teléfono, cintas, hilvanes, y lo más extraño de todo cabellos, manojos de cabellos, cabellos rubios negros canosos; no muy lejos se veía la figura de un hombre grave refunfuñando al tiempo que hacía apuntes en una libreta de notas, y a su espalda un individuo de piel hialina que le estaba sacando latidos a un corazón: un bombo de lata.

Junto a ellos había un sastre que tenía un racimo de hilvanes en la boca, un sastre que estaba desnudo vientre arriba. El hombre lucía tetillas de mujer y entraba y salía del negocio, o la oficina, con un metro al cuello diciendo a cada rato un dos tres, un dos tres: se oía luego un frufrú en el aire y llovían los pelos (de alguien) al son del bombo y los latidos del corazón sobre la mesa.

—Es una lástima que usted no tenga mucha barba.

—¿Y para qué la necesito? —oyó.

Entonces Juan Carlos creyó distinguir un acento hermano en su memoria, un acento que se confundía con la sangre de sus ideas, aunque no estaba muy seguro de lo que oía por lo cual se hincó en busca de los ojos furtivos del hombre. El sastre le hizo un ademán para que se quedase tranquilo pero a él le golpeó un recuerdo en la memoria y pareció desgarrarse de tristeza: Guido, Guido Arancibia.

“Imposible”, se dijo.

Se lo llevaron un alba hermosa de noviembre y no pudo aguantar el primer interrogatorio en un calabozo de San Bernardo. Quizá para mejor, lo habrían hecho sufrir en balde. Los verdugos se culpaban entre ellos; se les vació en diez minutos, ni siquiera hubo tiempo de desamarrarlo de los tobillos.

El secretario político movió la cabeza, descontento. Al principio nadie parecía hacerle caso pero muy luego llegó a la conclusión Juan Carlos de que hablaban de él; hablaban de la literatura utilitaria, de los héroes positivos, futuristas. Alguien había leído un relato sobre un taller (en Rostov) en donde descubren a un saboteador entre los obreros y lo ponen a patadas en el culo fuera de la fábrica. Yo también leí ese libro, observó Guido —muy serio—, una lectura indispensable en la formación de los cuadros políticos y no la mugre que se escribe ahora. ¿Para qué meter la nariz en el torniquete de la Metafísica? ¡Abajo los llorones!

—¡Abajo los llorones!

El sastre miraba a Guido con una mueca satírica en los labios. En el exilio te puedes transformar en un perfecto castrado ideológico —subrayó—, y eso no le asombra ni a tu puta madre.

—¡Pegue fuerte, compañero! ¡Esta deformidad es un inventor de monedillas falsas!

Guido golpeó la mesa con una mandíbula y pareció cubrirse con las penumbras de un sueño.

—Hay que terminar con el derrotismo y la colaboración de clases —se oyó—; la sangre de los obreros no se vende en el mercado.

El sastre hizo rechinar las tijeras. Al fondo de la pieza iba dando grandes zancadas un joven negro sobre la superficie de la luna. Era un simple truco: una pantalla que hacía de paisaje, nada más.

Juan Carlos extendió las manos, sintió que desfallecía, abrió los ojos y vio que Guido tenía un delantal blanco y un tiro seco en la frente.

Dos policías de civil lo sujetaron en forma disimulada por las muñecas como si tuvieran a su cargo un enfermo grave seguramente para no espantar a los turistas.  

—Se lo pueden llevar —dijo el médico.

Lo trasladaron a otro cuarto, rodando, con las mandíbulas a la intemperie, los labios uncidos en la nuca, rodeado de sostenes metálicos y ampollas.

Una semana después abandonó Juan Carlos el hospital con un gorro enorme en la cabeza, un gorro que parecía la copa de árbol, de lejos, y con la palabra absolutista del médico de que tendría que morirse dentro de algunos meses.

Por las tardes empezó a venir una enfermera a su casa a inyectarle morfina, a leerle una revista en español, y a desobstruirlo, por un ventanuco del gorrete, de los quilos y quilos de pus y mugre de su organismo en descomposición con la ayuda de unas sondas.

Como los días pasaban rápidos a Juan Carlos le dio por ocurrírsele que le metieran un balazo mejor: pidió un billete de vuelta a su país.

Se fue sin gran bulla una mañana de diciembre.

Allá lo estaban esperando.

Dos policías de civil lo sujetaron en forma disimulada por las muñecas como si tuvieran a su cargo un enfermo grave seguramente para no espantar a los turistas y lo hicieron meterse en un despacho de la jefatura político-militar del aeropuerto.

Era increíble. Había huido del fascismo, de la opresión, del chicote, y ahora, en las mismas garras de ellos y sentado casi al borde de una cocinilla de la tortura que él imaginaba había allí, Juan Carlos no sentía miedo ya, sino al revés, sentía una gran curiosidad por todo: curiosidad por las cosas que oía, por las preguntas; asombro de entender su propio idioma, emoción de sondear en el discurso y razonamiento de sus perseguidores de antaño. Todo, todo. Incluso llegaron por un momento a parecerle simpáticos por las bromas que le hacían sobre el gorro. Les oyó reír y trató de adivinar qué clase de gente sería: si padres buenos o padres malos, si borrachines, ángeles o bestias. Le cruzó por un instante el cerebro la posibilidad remota de echarse un trago con unos verdugos que todavía no eran verdugos sino que unos simples tipos como él y que estaban todos juntos en una fuente de soda jugando a las cartas porque era período de la democracia.

—Juan Carlos González González, alias el “Comandante Quezada”.

Un sargento se le acercó con la orden de abrir la ventanilla del gorrete para comprobar su identidad, por pura fórmula, y a los tres segundos el despacho de la jefatura político-militar del aeropuerto se llenó de una hediondez macabra. Los funcionarios de policía creyeron que asistían a una sesión obligada de autopsia. El olor de Juan Carlos atafagaba el espíritu a diez kilómetros a la redonda.

—¡Este tipo es una bolsa de caca por dentro!

El teniente de guardia sintió ganas de arrojar el estómago.

—¡Váyase!

Lo hicieron salir con un grito.

Camino a Quillota, por la tarde, se preguntaba Juan Carlos cómo iría a ser ese recibimiento.

Su madre lo rodeó con los brazos por el cuello sin querer desaflojarse largo rato, suspensa del gorrete metro quince, llorando y llorando. También su hermana lo abrazó y lloró otro tanto. Llegaban los vecinos a saludarlo y decían ¡Jesús María y José! o bien ¡Madre mía! y eran todos como una sola voz en considerar que a quién podría hacerle daño el hecho de que un cristiano hubiera decidido volver a su pueblo a morirse. Don Oscar le trajo dos pollitos frescos, la Fresalia le mandó con el gordo de la Paula un jarrón de chicha. Etcétera.

Le sacaron un cardumen putrefacto de hongos que le salía por la ventanilla del gorro, su madre lo llevó a dar una vuelta a la plaza, su hermana le lavó los pies en un lavatorio con agua tibia, y comenzaron a dejarlo tendido en el patio en una hamaca para que se asoleara todo lo que no se había asoleado durante años.

No había dudas de que Juan Carlos experimentaba la sensación de estar renaciendo. Sentía el viento de la infancia en su rostro sin líneas, la fuerza del primer sol que aparece —cuando no dormía—, la fragancia de la tierra negra, el trino de las pájaros conocidos, las voces de las mozuelas —no lejos—, el griterío de los chicos, la voz íntima de su familia. Era una sangre nueva; nueva y entrañable.

La aparición de Juan Carlos en el barrio no sólo fue una novedad para los grandes.

Juan Carlos se palpó la cara, asombrado: estaba sano igual que cuando era jefe del centro cultural, con anteojuelos y todo.  

A los niños les bajó la costumbre de escribirle palabras soeces en la tapa del gorro fabuloso como una cierta forma de prueba de valor, de lanzarle piedras a ver quién le apuntaba al gorro, de ensartarle plumillas con agujas; hubo un atrevido que se hizo de hígados para abrirle el ventanuco que ya parecía marco de yeso y largarle una cola de cigarrillo ardiendo, otro le echó un vaso de agua fría… así, lo que se llaman bromas.

Juan Carlos mientras tanto resistía, y muy pronto, en la práctica de hablar con su madre encontró un mundo casi desconocido para él. Hablaban de cualquier cosa por la noche: de los astros que hay en el cielo, de la posibilidad de salir en naves hacia otros planetas, de las hormigas en invierno, de los callos, o de cómo son los suecos, de que si beben vino los suecos o que si comen por ventura helado con el frío que hace; de los bosques, y daba la impresión de que Juan Carlos era el mismo Juan Carlos de ayer, ese Juan Carlos del centro obrero que traía futuro a la casa y no el enfermo que llegó.

De esta forma transcurrieron los meses, y siete después de su arribo, sin pensar ya en morirse, estaba Juan Carlos una mañana como de espantapájaros en los suburbios del pueblo oyendo caer un saltito de agua del cerro Mayaca cuando el hijo de un labriego desde lo alto de una pared luego de hacerle los puntos con una honda le dio un violento piedrazo en su gorrete a veinte metros de distancia.

Fue un golpe seco. El gorro se tambaleó crujiendo en su base y acto continuo se vino a tierra como una pezuña majestuosa que no le sirve a nadie, silenciosamente.

Juan Carlos se palpó la cara, asombrado: estaba sano igual que cuando era jefe del centro cultural, con anteojuelos y todo.

Días más tarde, una noche, celebrando con su padrino la nueva salud, vio que su hermana entraba con un grito al rancho.

—¡Juan Carlos, vienen los tiras!

Se echó el contenido del vaso al cuerpo de un solo golpe y salió disparado por la ventana.

Marco Villarroel Bruna
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