

En la Navidad la gente se vuelve tierna y sensible a los infortunios ajenos, de aquí que sea época de zafra para los mendigos. Evocó el interesante fenómeno en mi mente una escena vista en un centro comercial, no exactamente igual a la imagen que ilustra esta nota, pero semejante en lo concerniente al incongruente contenido: la mendicidad asociada a un recurso de información de alta tecnología y elevado costo. Lo que vi fue un mendigo ejercitando su oficio, montado en una silla de ruedas eléctrica; o sea, un recurso de movilización —en este caso— de alta tecnología y elevado costo. “Pordioserismo del Primer Mundo”, pensé.
El sujeto yace sentado en el suelo, desmadejado; su cara es patética: inequívocamente refleja el dolor, la desesperanza.
Siempre me ha interesado la limosnería, un fenómeno multidimensional, por cuanto involucra aspectos psicológicos, económicos, sociales, culturales y, como lo descubrí con el correr del tiempo, también… teatrales.
A continuación, una anécdota personal que lo comprueba.
En mis tiempos mozos frecuentaba la Biblioteca Nacional en su vieja sede, frente al Congreso. Mi ruta habitual seguía desde la biblioteca hasta la esquina de San Francisco; de ahí, al sur, hasta el Centro Simón Bolívar. Al mediar esa cuadra veía a un limosnero que despertaba mi compasión, tanto, que no vacilaba en darle algo de mi limitado pecunio. Era un hombre de unos treinta años o menos, lucía físicamente bien, pero tenía el brazo derecho amputado; bajándose la camisa, exhibía un muñón envuelto en gasas y éstas dejando ver algo así como manchas de sangre; daba a entender que la operación había sido reciente. El sujeto yace sentado en el suelo, desmadejado; su cara es patética: inequívocamente refleja el dolor, la desesperanza, la amargura de la persona que ha sufrido recientemente tan severa y psicológicamente lesiva intervención.
Un día, como a las 6 pm, voy por mi ruta y desde lejos veo al mendigo en un comportamiento inusual. A partir de escuchar la hora dada por el reloj de la catedral, señalando las vísperas y con ellas el cese de la jornada cotidiana, el sujeto se levanta del suelo con la mayor agilidad, recoge su sombrero, lo revisa sucintamente: me parece ver que hace un gesto aprobatorio; guarda el contenido en sus bolsillos, se pone el sombrero y su paltó, y se va a buen paso. No puedo evitar pensar en el individuo que, habiendo llegado al fin de su jornada de trabajo, recoge sus macundales y se marcha a su casa.
Inicialmente sorprendido, en un tris olvido el asunto y sigo mi camino a pasito de león, viendo vitrinas, suspirando por esa cantidad de cosas que me gustaría tener y no puedo comprar.
Entrando al sótano del CSB me entran ganas de una cerveza. Hago un inventario de mis haberes: suficiente para un par de lisas; no alcanza para algún bocadillo que me sirva de pasapalo, ni mucho menos para una cena decente.
Opto por uno de los infames tugurios que por aquellos días había en los sótanos del CSB. No le doy importancia a que sean locales poco recomendables por razones de higiene y seguridad, porque, en compensación, los botiquines del área central de Caracas son más económicos; si espero llegar al Este para trasegar las cervezas, me van a clavar grueso y largo.
Ese placer (de rumbear en la zona elitesca de la ciudad, aclaro) me estaba crematísticamente prohibido. Entre los poetas, pintores, escritores y demás especies de vagos, sólo podían dárselo los de la llamada “República del Este”, y eso porque contaban con el generoso patrocinio de algunos ricos que gustaban de compartir con los glamorosos artistas.
Me viene la sospecha de que tanta exaltación responde a que el manco es el paganini de la fiesta.
Me instalo en la barra. Súbitamente se reactiva mi sorpresa y viene a mi mente el recuerdo, al ver al mendigo de mis pesares siendo el alma de la fiesta de un grupo de individuos de aspecto proletario que ahí estaban, rajando caña y devorando a su antojo de una descomunal bandeja en la que se exhibe obscenamente un cruzado de costillas de cerdo y parrilla picada con yuca y hallaquitas, ensalada de aguacate y demás envidiables complementos. Brindan, carcajean, bromean entre sí, beben y comen; evidentemente, están gozando una bola. Diría que solamente faltaban las putas para que fuera una orgía divina. El manco, digo, luce el alma del jolgorio; se destaca por lo que parecieran ser chistes que cuenta, los demás lo celebran; de vaina no lo cargan en hombros. Me viene la sospecha de que tanta exaltación responde a que el manco es el paganini de la fiesta.
Superado el breve vértigo que tuve al visualizar la bandeja del inaprensible cruzado, reflexiono, probando la cerveza, que me sabe amarga:
¿Y dónde está la amputación reciente que te hacía lucir la cara como la de Cristo en pleno martirio, grandísimo coño de tu madre?
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