Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Crónicas de la mendicación picaresca (II)
Sinvergüenzuras a la española

jueves 19 de diciembre de 2019
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Sinvergüenzuras a la española, por Rubén Monasterios
Es bastante raro el mendicante que no es pícaro.

Serie “Crónicas de la mendicación picaresca”, por Rubén MonasteriosEn esta serie de tres entregas, el venezolano Rubén Monasterios nos presenta al mendigo no sólo como el producto de una conjunción de fenómenos psicológicos, económicos, sociales y culturales, sino también como un representante de la vasta tradición picaresca de nuestra cultura. A través de la observación de diversos ejemplares, el autor nos muestra cómo el infortunio ajeno no siempre es tan infortunado.

 

Experiencias personales e informaciones reiteradas cambiaron mi actitud hacia la mendicidad. Del sentimiento de compasión que me inspiraba el pordiosero en mi ingenua infancia, pasé a la curiosidad; los vistazos al trasfondo de la mendicación me volvieron escéptico y receloso; tales componentes en mi mente despertaron, por último, el interés científico, llevándome a realizar en mis tiempos universitarios observaciones casuísticas y hasta un estudio de conjunto sobre el asunto.

Entre los aconteceres que indujeron los cambios se cuentan el caso narrado en el primer artículo de esta serie, los que contaré en este, noticias vistas aquí y allá sobre limosneros de oficio que al morir dejaron fortunas debajo del colchón, denuncias de mendigos ladrones o cómplices de ellos, narcotraficantes al menudeo, farsantes, pillos redomados, explotadores de niños… Auténticos pícaros, cuando no nítidos delincuentes.

La picardía, y en ese amplio abanico la mendicatura en papel relevante, tiene un espacio amplísimo en las artes.

Los pícaros son personas de baja condición social que han aprendido a ser astutos, ingeniosos y hasta de mal vivir para salir adelante. Obviamente, no todos los de esta especie son mendigos, y no es raro que, gracias a su habilidad en el quehacer de trampear al prójimo, vivan principescamente. En sentido contrario, podríamos decir que sí es bastante raro el mendicante que no es pícaro.

La picardía, y en ese amplio abanico la mendicatura en papel relevante, tiene un espacio amplísimo en las artes; tratándose de literatura, el estudioso Américo Castro cree que la emergencia de la novela picaresca es el efecto de una reacción antiheroica ante la decadencia de la caballería y los mitos épicos medievales. A diferencia de otros géneros que presentan un mundo imaginario y fantástico, la picaresca muestra la vida tal como es; o, quizá, con un cierto maligno énfasis en sus miserias, vagabunderías, maldades y pecados.

La obra picaresca más conocida es, sin duda, Lazarillo de Tormes (mediados del siglo XVI), monumento de la literatura española de discutida autoría, siendo el candidato más probable fray Juan de Ortega, de la orden jerónima. No es la primera ni la única novela del género, aunque sí, al decir de los que del asunto saben, la más lograda; su lectura es indispensable.

En su primera de las varias servidumbres a las que es sometido Lázaro, protagonista de una serie de aventuras extendidas de su niñez hasta la edad adulta, siendo un chaval es cedido a un limosnero ciego, mezquino, cruel y canalla.

Las anécdotas aquí narradas hacen evidente que en España no han dejado de figurar personajes que lo emulan. Creo que la mendicidad hispana, en el siglo XXI, no ha perdido el espíritu del ciego de Lazarillo.

En efecto, la limosnería tiene sus peculiaridades nacionales. La ítala, tal como lo expondré en la próxima crónica de la serie, se ha vuelto descarada, en el sentido de que el pedigüeño no se vale de los estímulos convencionales de los mendigos para activar la piedad, como muñones, llagas, aspecto zarrapastroso, invidencia y cosas semejantes.

La francesa parece más discreta en cuanto a exhibicionismo de miserias; sobrevive el clásico limosnero “de puerta de iglesia”: ancianas enternecedoras y viejecitos de apariencia desvalida, pero pulcros. ¡Hasta uno portando con la mayor dignidad sus andrajos, y con su corbata, vi una vez!

Doquiera pulula un nuevo tipo de mendigo joven, precariamente vestido, sucio, maloliente, portador de su herencia íntegra en el morral del vagabundo sin destino, cuyos ojos turbios y actitud indolente dan a entender que va “cargado hasta el culo”, como suele decirse.

Estoy en un barrio de Sevilla; deambulo sin propósito, sólo empapándome del ambiente. Advierto una escena de las que, entre muchas otras, compensan pasar unos días en esta ciudad y recorrer sin prisa paisajes más o menos rurales de España.

Avisto uno de los más característicos tipos de mendigo hispano, presente en el ambiente desde los tiempos medievales, o quizá desde antes: un mendigo penitente. Yace de rodillas frente a una iglesia, sus brazos abiertos en cruz; colgando del cuello escapularios y un rosario; frente a él, un plato de peltre para recibir las dádivas. Tiene los ojos exageradamente abiertos y la mirada perdida en el infinito; su pose es hierática: permanece inmóvil; da la impresión de estar en un éxtasis místico.

Lleva un bastón de contacto; evidentemente, es un ciego sin recursos. En mi noble corazón siento el impulso de dar mi óbolo al invidente.

A los más cándidos asombrará la capacidad de algunos sujetos para mantenerse inmóviles en una pose durante prolongado rato; cualquiera un poco más corrido sabe que en el truco no interviene ninguna fuerza mística o sobrenatural; uno puede entrenarse a tal efecto, y es la clave de la creación de los artistas que hacen la performance callejera de la estatua viviente, frecuente de ver en muchas ciudades. Una vez, mientras saboreaba un trago reposando en mi puesto de un bar, tuve la ociosidad de tomar el tiempo de una de esas representaciones; registré unos cuarenta minutos de hacer la estatua viviente sin el más mínimo movimiento de uno de esos singulares histriones. Me cansé de mi observación antes que el artista de su actuación.

Súbitamente la situación se activa; por la esquina aparece una pandillita de rapazuelos, como gitanillos, haciendo algarabía; desde lejos, se hace evidente que al percibir al mendigo les ha nacido la mala intención de fastidiarlo; tal vez pretendan robarlo. Una anciana señora que acaba de depositar su limosna al pasar al lado del hombre, se para de jarras entre él y los zagaletones, como dispuesta a defenderlo, y les grita: “¿Es que no veis, ¡desalmados!, que es un penitente?”. No obstante, ante la indiferencia de los vagabunditos a su regaño, opta por irse, haciéndose la señal de cruz.

A todas estas, el indigente no se ha inmutado; sigue ahí, de rodillas, estático, ajeno al mundo. De pronto, con un rápido movimiento, recoge del suelo, a su lado, un imponente garrote muy discretamente puesto en ese lugar; lo blande parsimoniosamente en tanto pinta en su rostro la mueca de ferocidad más horripilante que pueda imaginarse. Los chavales no dejan de mofarse, aunque a prudente distancia, y siguen su camino.

Estoy en Madrid; espero la oportunidad para cruzar una calle; sentado en el suelo limosnea un hombre viejo de aspecto venerable; siendo despojado de los lentes oscuros lo imagino un buen modelo para pintar un san Pedro. También lleva un bastón de contacto; evidentemente, es un ciego sin recursos. En mi noble corazón siento el impulso de dar mi óbolo al invidente. Casi a punto de llevar a cabo mi acto de caridad cristiana pasa una hembra de las que quitan el hipo, una mestiza de razas negra y blanca; soberbio culo, ¡mi Dios! En los debidos lugares de la anatomía, deseables colinas de suave declive; entre ellas ranuras, oquedades.

No puedo evitar la risa al observar la cabeza del pretendido invidente girando en dirección a la bella mujer, siguiendo su ofídico andar con la mirada. ¡Por un pelín no se quitó los anteojos!

 

Otros textos de esta serie

Rubén Monasterios
Últimas entradas de Rubén Monasterios (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio