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Odio de la mañana

martes 13 de abril de 2021
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Nunca olvidaremos aquellos amores que se sostuvieron en la inocencia y los descuidos de una edad temprana. Ni siquiera en esta noche donde me protejo en el cobertizo; un minúsculo escondrijo en la pared de tierra. Cobertizos excavados con urgencia en la trinchera, para protegernos de la lluvia y los obuses. Los hombres fingen dormir, pero el miedo se lo impide. Alguna cabezada ocasional, acaso. Las horas se extienden y se alargan en la inmovilidad forzada de los cuerpos. Cuando todo comenzó —la guerra—, los alemanes estaban convencidos de que llegarían a París en bicicleta. Luego, todo se detuvo.

Convivir con aquellos que ahora saben de los combates a través de los periódicos.

Sacos terreros, pedruscos, planchas de acero, constituyen el parapeto que nos salvaguarda del enemigo. A escasos metros, las redes de alambradas y los enrejados de púas de alambre. Más allá, la tierra de nadie. Convertida en un barrizal después de las últimas tormentas. He dejado el fusil en el suelo. Trato de ajustarme las polainas de campaña. Muevo los dedos de los pies dentro de las botas. Es importante que no se duerman. De noche, parece que los piojos se esfuerzan menos. Tal vez sean los únicos que descansan.

De tanto manosearla y también a causa de las lluvias, la última carta que recibí de Eloise se ha vuelto ilegible. Pese a todo, la conservo en el bolsillo, junto al paquete de tabaco. He memorizado su caligrafía. Cada vez me resultan más lejanas sus palabras, donde me reprocha no haberme quedado junto a ella. Me propuso esconderme en la casa de campo de unos tíos. En Barfleur, un pueblo costero del norte. Pero no me tengo por un cobarde. Ahora pienso que debí aceptar y escapar, no sólo de la guerra, también de Francia. Llegar hasta Lisboa y embarcarme rumbo a América.

En lo más profundo del delirio y la sospecha habita la respuesta a nuestros miedos. También la muerte. A veces me pregunto: ¿Qué sabemos, en realidad?; de todo, de las cosas más sencillas, de lo efímero. Estamos aquí, como ovejas que aguardan ser trasquiladas. Fingimos valor para insuflarnos ánimo; para no decaer y aceptar el desasosiego. Extraigo una galleta petrificada y la mordisqueo en silencio. Procuro amortiguar el ruido. Todo es quietud, salvo algún tosido y los chillidos que provocan las ratas, tan desagradables y sucias. Trato de acostumbrarme, pero cada vez soporto menos esa orquesta desafinada e inoportuna.

Hace días que forramos pasarelas y paredes, utilizando la madera de las cajas en las que se embalan los obuses o la munición. Con las lluvias, los derrumbamientos se hacen más frecuentes. He llegado a pensar que las trincheras son el infierno por donde nos arrastramos en zigzag. Donde avanzamos a gatas, agolpándonos y chocando unos contra los otros. En una hilera de caos y confusión. El brigadier parece tenerlo claro, cuando esto sucede. Nos llama inútiles, aunque sabemos que luego finge arrepentirse. O medita, egoístamente, que debe fingir y ocultar lo que piensa, para no desmoralizarnos más de lo que estamos. Luego se comporta como un padre. Se dirige a nosotros llamándonos por nuestros nombres. Sonríe cuando nos ve comer, cuando jugamos a los naipes o al ajedrez, cuando escribimos cartas.

Ante la ausencia de letrinas, tenemos que hacer nuestras necesidades en cualquier agujero. Anhelamos el relevo que nos devuelva a las trincheras de apoyo, situadas detrás, a unos doscientos o trescientos metros. Allí puedes resguardarte de los bombardeos en los refugios. El agua no es un problema, ni la comida. Dormir, también, y recuperar las fuerzas. Asearse en condiciones, aunque sea con agua fría; aunque estemos en lo más profundo del invierno. Afeitarnos la barba de tantos días de necesidad y pereza. El tiempo se sucede, esperando que nos ordenen regresar a la línea del frente.

Pero en este momento me encuentro aquí, a punto de efectuar el relevo en el puesto de observación. Es difícil que una bala enemiga te alcance, pero no resulta imposible. Los francotiradores siempre están al acecho, observando, a la búsqueda de un objetivo. Aunque fatigue, es preferible asomarse rápido y volver a guarecerse. Semejamos aves moviendo el cuello continuamente. Se hace difícil pensar con tanto baile ante al peligro. Aún y todo, consigo conciliar la vigilancia con los recuerdos. También con los deseos y los propósitos que habrán de rellenar los huecos que nos brinda el futuro. Pienso en Eloise y en las distancias. Intuyo —y lo acepto— que esta guerra me lo quitará todo. Lo único que me interesa, además de seguir vivo, es mantenerme alejado de la locura. Escapar de la miseria que esconde toda guerra. El frío, la enfermedad o el hambre; todo lo que no debiera existir cuando se fuerzan las voluntades y los contrarios ceden ante la violencia y su propaganda.

Tuve un buen amigo. Se llamaba Marcel. Durante el tiempo libre charlábamos y bebíamos vino. Marcel no dejaba de hacer grabados, utilizando para ello casquillos de artillería. A pesar de todo, del combate, del peso que conlleva haber matado, Marcel perdonaba, incluso a quienes trataban de arrebatarle la vida. Muy al contrario de cuanto sucedía en mi interior, donde anidaba la rabia. Incluso el desprecio. Cuando me sentía vulnerable me desahogaba con él. Siempre encontraba respuestas a todos mis conflictos. Echo en falta sus argumentos, su razonar precavido. Junto a Marcel sentía renacer la esperanza por vivir nuevamente. Creer en un destino que no estuviese infectado. Me trasladaba aspectos de la filosofía de Sócrates. También me leía párrafos de Madame Bovary, de Flaubert. Guardaba el libro en una bolsa, para protegerlo de la humedad y la intemperie. Su última acción fue interponerse ante la bala que iba dirigida hacia mí. Le vi caer como en cámara lenta. Antes de morir susurró alguna frase que no llegué a comprender.

A menudo pienso que estos disparos son los más certeros, los que descargan la ira sin matar a nadie.

Creo haber dicho que todo morirá con la guerra, como Marcel o tantos otros. Como yo puedo morir en cualquier momento. Medito y llego a la conclusión de que uno se va volviendo insensible a medida que avanza la contienda. Tal vez me encuentre a tiempo de escapar y recuperar los valores que aquí se denigran y se pierden. O, tal vez, esté ya atrapado en la dinámica de la guerra. Cuando esto sucede, regresar a la población que te vio nacer puede resultar un paradigma. Porque te has convertido en un luchador que seguramente no entienda las normas de la ciudad; su progreso. Encontrarse, de nuevo, con quienes se quedaron, para iniciar otra vida completamente diferente. Convivir con aquellos que ahora saben de los combates a través de los periódicos. Sus tertulias, donde hablan y planean aspectos que desconocen. Desconocen el finísimo hilo que separa la vida de la muerte.

El último ataque enemigo se produjo hará ya un par de semanas. Avanzaron al anochecer y a punto estuvieron de echársenos encima. Llegaban más fieros que otras veces. Seguramente borrachos. Algo que infunde más valor, la bebida. También nosotros, no sólo durante el tiempo libre, bebíamos hasta perder la conciencia. Ese vino peleón que te golpea las entrañas. Es cierto, andábamos borrachos casi todo el día. Para evitar enfrentarnos a la realidad y sus consecuencias. El suministro de vino nunca faltaba. Sin embargo, el agua escaseaba. Algunos recurrían al agua estancada para enfermar luego de disentería. Durante aquel ataque maté a más de un hombre. No es algo de lo que sentirse orgulloso. De haber estado Marcel, hubiera pronunciado la frase precisa con el fin de calmar mi contradicción. Esa oración de ruego con la que me dirigía a Dios cuando, temía, me había abandonado para siempre.

Amanece. Recogemos nuestros fusiles, después de pasar una noche casi en vela, y nos situamos en el puesto de disparo. Cuando sale el sol abrimos fuego contra las líneas enemigas. Es un ritual diario que conocemos como el “odio de la mañana”. A menudo pienso que estos disparos son los más certeros, los que descargan la ira sin matar a nadie. Esa es la guerra, en realidad, la flaqueza de los hombres que no piensan en el dolor que provocan sus acciones. Todo lo imaginado, lo que en realidad deseamos, se evapora cuando contemplamos los cuerpos que yacen sin sepultura en la tierra de nadie. Las órdenes que no se dan, incluso aquellas que se incumplen, son las que realmente cuentan. Una verdad que ignoran los habitantes que leen los periódicos y pronostican efemérides que jamás se cumplirán. Constantemente, me digo a mí mismo, habré de recordar nuestro origen y nuestro pasado. Algo de lo que no debemos escapar, por mucho que la desidia nos convoque y nos abra sus puertas. Igual que un padre o una madre, incitándonos al sueño, a través de los cuentos infantiles, de cuyos personajes nos hemos olvidado.

Adolfo Marchena
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