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El mar a cinco cuadras, de Arnoldo Rosas
(primeras páginas)

domingo 21 de agosto de 2022
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“El mar a cinco cuadras”, de Arnoldo Rosas
El mar a cinco cuadras, de Arnoldo Rosas (Ilíada, 2022). Disponible en Amazon

El mar a cinco cuadras
Arnoldo Rosas
Novela
Ilíada Ediciones
Berlín (Alemania), 2022
ISBN: 979-8837864612
96 páginas

A tan solo cinco cuadras, y el mar ni se sentía. Ni sus voces ni sus aromas. Únicamente el salitre destruyendo inmisericorde y recurrente la pared más externa del cuarto de mamá.

Vivíamos hacia adentro, en espacios propios, superpuestos, entrecruzados, rara vez coincidentes. Yo, en el piso, jugando con vaqueros, indios, caballos y soldaditos de plástico o, en el patio, apedreando lagartijas y ratones. Mi hermana, en su habitación, descifrando los secretos para una mayor y más perdurable belleza. Mamá, por allí, regando plantas o limpiando o cocinando o revisando cuadernos con tareas nuestras o de sus alumnos. Papá, en las noches, en su estudio, con sus libros, sus documentos, sus microfilmes, sus diapositivas, sus discos, sus fotos, sus apuntes, su máquina de escribir.

Alguna muchacha de servicio hubo. Adolescentes del interior de la isla que trabajaban por comida, cuarto, y que le pagaran los estudios. Fueron muchas y duraron poco.

Rara vez una visita. Mis amigos que venían a jugar a la guerra, con espadas de palo y metralletas de embuste o al escondite y la candelita o pelotica de goma en el garaje de Amalio, el esposo de mi tía, o para hacer tareas e informes de laboratorios, ya en el liceo.

La calle, con sus trajines y sus ruidos, entra, con el polvo y la luz, por los postigos en los altos de las ventanas, siempre abiertos de par en par para que la brisa palie el calor que no calma, o —mientras juego bajo la mesa del comedor, aprovechando sus patas y cuadernas para apostar fieros apaches o fabricarles un fuerte al Séptimo de Caballería— por la puerta.

Las alas del cancel de madera retumban al abrirse con violencia. Se oyen los pasos veloces con el plas plas de unas chancletas agitadas contra el piso. Los talones fugaces de una mujer que a gritos le dice algo a mamá que está al fondo del traspatio. El tremendo golpe que me doy en la coronilla con el tablón de la mesa al levantarme atolondrado por el susto.

Ha muerto Carmela; nos estaban avisando.

Preservo una imagen muy vaga de ella: una viejita delgada y mínima con el pelo muy largo y liso, no del todo cano, que viste un camisón de medio luto y unas alpargatas negras de suela de caucho. Vivía al lado, en la casa de mi tía Carmen Rosa, la otra casa, como la llamábamos; pero nunca supe qué parentesco tuvimos o si éramos familia de verdad.

Hubo rosarios y, lo mejor de los velorios, chocolate caliente con queso blanco rallado. Pailas y pailas.

Ahí, en la otra casa, la velaron. En la sala. Habilitaron una capilla con cirios y se ubicaron sillas plegables a lo largo de las paredes y, al frente, en la acera de la calle.

Hubo rosarios y, lo mejor de los velorios, chocolate caliente con queso blanco rallado. Pailas y pailas. Una tras otra. La tarde entera. La noche entera.

Al día siguiente: un cura y el cortejo.

Después, todo igual. Me parece.

Montado en mi triciclo azul voy raudo sobre el piso de cemento pulido con dibujos sinuosos de la sala, por entre las mecedoras vienesas y el juego de muebles de semicuero verde oscuro; ell sofá, dos butacas, la mesa. Cruzo el arco que conduce al área que nos sirve de estar y comedor. Prosigo a lo largo del pasillo en L que bordea al jardín interno con sus cayenas rojas y sus matas de flores blancas con exudados de leche que no se deben tomar porque es veneno. Avanzo por entre los cuatro pilares gordos que sostienen el techo a media agua, por debajo de las cestas de hierro esmaltado y fibra de coco y tierra de caracuey, donde crecen los helechos que mamá cuida con pasión.

Continúo a todo fuelle delante de la biblioteca y del cuarto donde dormimos África del Carmen —mi hermana— y yo; frente a la puerta siempre clausurada de la habitación de mamá.

Llego frenando con urgencia al escalón donde termina la casa. Para mí, un acantilado que perfila las simas del Sarisariñama.

Desmonto y desciendo por la escalinata, y corro hacia ese anexo rústico que es la cocina de vigas de palo de mangle y techo de zinc, a tomar agua del filtro orejón de cerámica beige que se apoya en la repisa de la pared que lo separa de la ducha y el váter y la batea, al fondo, en el patio de atrás, donde papá ha construido un gallinero y hay matas de ají dulce y chirel y cerezas y hasta un taparo.

Regreso.

Subo el escalón de un solo salto temerario. Dejo mi triciclo-corcel, blanco y con manchas marrones como el de Roy Rogers, apersogado a uno de los pilares gordos del corredor, y vuelvo al trote hacia la sala, zigzagueando para evadir las balas de los bandidos apostados arriba de la mata de guayabas del jardín interior que me emboscan a mi regreso. Les devuelvo los tiros sin detenerme, y me lanzo, y me deslizo de rodillas, y llego ileso al arco que me separa de mi meta.

Oigo, clarito, que Chucho murió de cáncer en Caracas.

No sé quién es Chucho, pero un tumor de pulmón se lo llevó en volandas. Carmen José, una prima lejana de mamá ha venido de viaje y se hospeda en la otra casa, en la de la tía Carmen Rosa. Nos visita y, en la sala, se lo cuenta a mamá, ambas en sendas mecedoras vienesas, frente a frente, inclinadas una hacia la otra, como contándose un secreto. Entiendo que se criaron juntas. Que es hermana del difunto. Que Chucho dejó un hijo pequeño que quedó con la familia de la madre y de quien Carmen del Carmen, mi prima, no tiene noticias, “Pero ya debe ser grande y con hijos, y cuidado sino nietos, porque era como de tu edad”, me dice cuando voy a saludarla por Navidad o Año Nuevo en una de mis visitas familiares a la isla.

África del Carmen, mi hermana, recuerda que una vez Chucho estuvo por acá. “Llegó donde Carmen Rosa, claro. Aún era soltero y vino a visitar a la familia. Vacaciones, tal vez”. “Flaco”, dice que era. “Muy parecido a Pello”, afirma. “Simpático, de verdad”. Los invitó a todos a un restaurante italiano y la enseñó a comer espagueti sólo con el tenedor, “Que esa costumbre de enrollar la pasta ayudándose con la cuchara es vulgar y de gente sin educación. Se toman unas pocas hebras de la pasta y se recoge en ovillo con los dientes del cubierto apoyados sobre el filo del plato, elegantemente”. Yo no había nacido, y no fui al restaurante, y, qué remedio, tengo que creerle a mi hermana.

Pello también murió, pero eso fue otra cosa. A él lo tengo presente y vivo, aún en su ausencia. Mi hijo mayor se llama como él. No “Pello”. Jesús Rafael. El verdadero nombre de mi tío.

Un personaje de novela, según se dice, pero nadie sabe su historia. Rumores. Rumores que él nunca confirmó ni contradijo. Sólo celebró con risas sonoras que dejaban a la vista su diente de oro.

Eran como el Cisco Kid y Pancho. Igualitos. Uno flaco, famélico; el otro rechoncho y gordito.

También vivía en la otra casa, casa de la tía Carmen Rosa. Compartía el cuarto con Beltrán, el hermano menor. Beltrán era como su paje. Hacía lo que le ordenara sin vacilaciones y con esmero. Eran como el Cisco Kid y Pancho. Igualitos. Uno flaco, famélico; el otro rechoncho y gordito. Casi uno podía oírlos conversar de la misma manera en que terminaban los capítulos de la serie de televisión: “¡Oh, Cisco! ¡Oh, Pancho!” O más bien: “¡Oh, Pello! ¡Oh, Beltrán!”

Así de unidos eran.

Como El Llanero Solitario y Toro. El Quijote y Sancho Panza. Abbott y Costelo. Laurdel y Hardy. Mortadelo y Filemón. Tin-Tan y su carnal Marcelo.

Los dos habían vivido juntos en Caracas a donde fueron a estudiar, pero no terminaron. Al parecer Chucho se fue con ellos y se quedó por allá.

Chuíto, el hermano de Carmen del Carmen, también estudia en Caracas. Administración, Economía o algo así. Es mucho mayor que nosotros. A veces viene de vacaciones. Se queda en su casa, donde mi tía Carmen Rosa, en un cuarto que tiene una hamaca y un escaparate, frente al árbol de almendrón.

Voy a visitarlo. Todo el que llega de viaje trae regalos, recuerdos, algún juguete. Tengo cinco o seis años. Paso el zaguán. La salita. El corredor que da al patio y a las habitaciones. El cuarto está abierto. Chuíto está sentado a caballo sobre la hamaca, con el torso desnudo. Me mira a través de unos lentes de pasta así de gruesos.

—Hola, muchachito.

—Qué me trajiste.

Su sonrisa es como la del gato de Alicia en el País de las Maravillas. Va de oreja a oreja, y muestra todos los dientes.

—Un Potosí.

—Un qué.

—Un Potosí.

—Qué es eso.

—Pregúntale a Pello.

Me han dicho que Pello es escritor, aunque nadie ha visto sus textos.

Pello sabe de cuanto existe. De lo que quieras saber. Sabe más que pescado frito, como dice mamá, resoplando por la nariz con eso ruido de sirena de camión que ella dice es culpa de la alergia.

Me han dicho que Pello es escritor, aunque nadie ha visto sus textos.

Beltrán sí escribe. Cuentos cortos. Microrrelatos. Hay un libro de él que publicó la editorial de un periódico de aquí mismo, por más señas. Pero nadie lo toma en serio. Lo llaman “Pepsi”. Mamá apunta que él se lo buscó. Saludaba a todo el mundo: “Hola, hola, Pepsi-cola”. Quién lo manda.

A Pello la gente lo respeta. Profesor, le dicen. Ha dado clases de Filosofía. De Latín. De Francés. De Historia de Venezuela. De Lengua y Literatura. En el Liceo Nueva Esparta. En el Colegio Nuestra Señora del Valle.

Ahora no.

Se aburrió.

Pasa sus días leyendo. Sentado en su silla de lona en la acera, frente a la casa o a la puerta del garaje de Amalio. Jugando con nosotros. Respondiendo nuestras preguntas. Bromeando con los que pasan, y carcajeándose con nuestras cosas. Con el diente de oro al aire todo el tiempo.

Da gusto no saber y preguntarle. Se lanza en detalladas historias, si el tema lo amerita. Como la batalla del Pantano de Vargas cuando Bolívar dijo: “Aún no hemos perdido porque Rondón no ha peleado”. O como la de las Queseras del Medio cuando Páez parecía que iba en retirada y les gritó a sus llaneros: “Vuelvan, carajos”, y no “Vuelvan caras”, como sale en los libros de historia, y derrotó a los españoles. O la del tipo que le contesta la pregunta al oráculo: “¿Cuál es el animal que camina en cuatro patas al amanecer, en dos al mediodía, y en tres en el ocaso?” O la del caballo de Troya y aquel héroe invencible que sólo era vulnerable por el talón. O la del hombre que descubrió bañándose cómo saber, sin destruirlo, si el aro del emperador era de oro, y salió desnudo por toda la ciudad gritando: “¡Eureka! ¡Eureka! ¡Eureka!”.

Y, si no, la respuesta es corta y precisa.

—Potosí. Riqueza extraordinaria. Un cerro de Bolivia que era una mina de plata.

Y uno descubre que Chuíto es un pichirre que no le trae nada a uno.

Arnoldo Rosas
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