¡No era ningún santico, no!; dice el hombre al que llaman Félix, comentando al vacío, agarrando con los dedos de una mano las cuatro botellas de cerveza que lleva con pasos rápidos y cortos al mesón de la esquina, donde dos parejas de alemanes contemplan el vuelo estático de las gaviotas, las remecidas de los alcatraces en los marullos, el bamboleo de las barcas en las olas. Deposita torpe las botellas sobre la madera cruda y un rebato de vidrios que chocan se produce. Los dos hombres dan las gracias en un español gutural. Las dos mujeres permanecen inmutables, atrapadas en el paisaje.
Ningún santico, no; repite Félix, siempre al aire, al cruzar la terraza de piso de caico y techo de palma, en esos como brincos que da, esquivando sillas y horcones, por entre los otros comensales, hacia nuestra mesa, cuando Carmen le dice a Jesús que se coma el pescadito que está sabroso y rico y las moscas le van a ganar de picardía.
Félix me palmea el hombro y pregunta cómo está la cosa, mi hijo querido; ¿más arepitas?
Le respondo que sí y le pido otra cerveza.
No están muy frías, no; me advierte. Mejor te la traigo con un vaso con hielo.
Tú mandas; le digo, y él sonríe.
Sus cuentas tendrían. Eso no lo hace nadie de gratis, y él no era ningún santico; insiste Félix.
Muy feo. Eso estuvo muy feo; bisbisea la cajera adolescente, Evelyn, según la nombran, con los ojos fijos en las comandas y las notas que se dispersan por su improvisado escritorio de tablas ríspidas, azul intenso y brillante de bote recién pintado, al Félix rebasarla, rumbo a la cocina.
Sus cuentas tendrían; afirma él sin verla y sin detener la marcha. El sobrino no era ningún santico, no.
Una de las alemanas de la esquina señala a un hombre que atraviesa la playa con el torso desnudo. Carga un motor fuera de borda al hombro y un canalete en la mano opuesta. Sin importarle el peso, ejecuta piruetas de bailarín de ballet, huyéndole al hervor de la arena a estas horas. ¡Guao!, parece exclamar la alemana con el visaje.
De lo lejos, la brisa trae versos entrecortados: “Oye, mi negrita, que te llevaré / al decimoquinto festival de Guararé…”.
Sus cuentas tendrían. Eso no lo hace nadie de gratis, y él no era ningún santico; insiste Félix, asperjando negativas con la cabeza, mientras espera en la barra del bar que le dispensen lo pedido.
Muy feo estuvo. Muy feo; reitera Evelyn, en cántico lacónico, sin desatender sus números y apuntes.
Una pareja juega tenis de playa a orillas del mar, al borde de la línea de toldos. Más es el tiempo que invierten buscando y recogiendo la pelota que manteniéndola en vuelo. Jesús balbucea en su medialengua que quiere ir a jugar con ellos y Carmen le indica que primero tiene que terminarse la comida. Él hace un puchero y, retando a la madre, como si empuñara una de las raquetas de tenis, espanta las moscas que guarnecen al corocoro con papas fritas que debiera ser su almuerzo y toma un trago de refresco sin probar bocado. Tú sabrás, le dice Carmen encogiéndose de hombros; aquí estaremos toda la tarde.
Los de la mesa del medio, un señor mayor y una muchacha que no es su hija ni por asomo, piden la cuenta escribiendo garabatos en el aire. Evelyn le apunta a Félix y éste a su vez le hace una señal de “ya van” a los clientes. En lugar de ir hacia ellos, nos trae las arepas, la cerveza y el vaso con hielo que me ofreció.
Y, la señora, ¿no quiere otra caipiriña?
Carmen le sonríe: sí, pero suavecita, que tengo que manejar.
Él se va contoneándose, como si recién desembarcara tras muchas semanas navegando, viendo de refilón hacia los alemanes, quizá para asegurarse de que no desean pedirle algo más.
La música se escucha firme, próxima, tal vez del restaurante vecino: “Me lleva él o me lo llevo yo / pa’ que se acabe la vaina…”.
¿Cuentas pendientes, dices tú?; murmura Evelyn al ver venir a Félix. Pero: ¿cuáles? ¿De qué tipo?
No sé. ¿Cómo voy a saber?; responde él, parándosele frente al escritorio. Ese muchacho no era ningún santico, no. En pleitos vivía. Desde chiquitico. ¡Virgen purísima! ¡Cómo hizo sufrir a mi pobre hermana! Anoche se lo dije: ya ocurrió lo que tenía que ocurrir; ahora te toca descansar. ¡Disfruta tu vida, mujer!
A lo mejor es culpa de ella; dice Evelyn como si hablara sola. No le puso carácter, mano dura. Lo dejó hacer a su antojo. Así cualquiera se pierde.
Un perro negro y viejo olfatea debajo de las mesas y descubre migas que engulle una tras otra y se relame. Un gato ronronea en la distancia. Un buhonero se acerca a la baranda de la terraza, ofreciendo en una lámina de anime lentes de sol y relojes. Desde la mesa de la izquierda, un hombre lo llama a gritos. La esposa dice algo y él gesticula como aplacando una protesta. ¿Son de marca o piratas?, pregunta con evidente interés.
Piratas de marca, mi jefe. Baratos y buenos; responde orgulloso y sobrado el vendedor. Y se los doy con crédito chino; remata.
¿Crédito chino?
Ajá: chinchín.
Ja-ja-ja-ja; ríen francos, hombre y mujer, procediendo a seleccionar cada uno sus anteojos, probándoselos ante un espejo portátil que les brinda el buhonero.
Yo también quiero unos lentes, patalea Jesús, pero Carmen le dice que no, meneando el índice de la mano derecha, señalando de seguidas el pescado y las papas: Primero, comes; después veremos.
Evelyn le entrega a Félix una carpeta pequeña de semicuero marrón e insiste: Muy feo estuvo eso, mi tío. Muy feo. El otro muchacho dizque anda escondido en un garaje. En uno que está en el medio del pueblo, de portón colorado.
Félix arruga la boca, gira, y va hacia la mesa de los que pidieron la cuenta en el medio del local, llevando la carpetica marrón en la misma pose en que los atletas portan los testigos en las carreras de relevo.
Más allá de la hilera de toldos, donde el mar abate con sus olas, alguien pregona ostras frescas a los que toman el sol vespertino o adormecen en la sombra.
Espera el pago conversando con la pareja, y recibe el dinero sin contarlo:
Nos vemos pronto, mis amigos; y vayan con cuidado que hay mucho loco en la carretera; les dice a modo de despedida.
Le entrega la plata a Evelyn en la carpetica marrón y, sin comentario alguno, entra en la cocina.
Jesús escoge uno de los bastoncitos de papa frita y se lo come con la mano. ¡Usa el tenedor, mi vida!, que vas a llenar la comida de arena; le aconseja Carmen, pero él no hace caso, mete ambas manos entre las papas, toma un puñado de bastoncitos, los apretuja y se los lleva a la boca, mirando con descaro a la madre, riéndose alegre por la travesura. ¡Ya vas a ver las nalgadas que te voy a dar, muchachito falta de respeto!; le advierte Carmen con falsa rabia, pero no se mueve de la silla. Tan sólo voltea para decirme: Félix como que se olvidó de la caipiriña.
¡Qué va, ese está en todas!; le respondo, y, como para darme la razón, allí viene el hombre con la bebida.
Suavecita, suavecita, pero con malicia; nos dice dejando el trago sobre la mesa.
Más allá de la hilera de toldos, donde el mar abate con sus olas, alguien pregona ostras frescas a los que toman el sol vespertino o adormecen en la sombra. Otro grita que lleva las empanadas bien calientes. Un heladero arrastra con dificultad su carrito por los altibajos del terreno. Al pie del cocotero donde muere el restaurante, una mujer ofrece masajes en un par de camillas portátiles. A su lado, en una silla plástica que hace tiempo perdió el color, una trigueña de carnes firmes le teje crinejas a una adolescente: Así se te protege el cabello, mi amor.
La música se hace presencia viva cuando cinco hombres con manchas de sudor en las camisas llegan por la playa y entran al local ejecutándola. “Tú lo que quieres es que me coma el tigre / que me coma el tigre / mi carne morena…”. Un acordeón, una charrasca, una tambora, una guitarra, un cuatro. No suenan mal, sólo oxidados. El salitre que todo se lo lleva en los cachos.
Las dos parejas de alemanes se levantan y bailan próximos a su mesa. Una coreografía cónsona con una película de momias y muertos vivientes, pero no con un vallenato en pleno trópico caribeño. A ellos les tiene sin cuidado la discordancia y la torpeza. Ríen enrojecidos por la impudicia de sus gestos y todo el sol que han llevado en estas vacaciones. Jesús los imita burlón y parece ser un zombi emergiendo de la tumba o un sonámbulo perdido en un laberinto de ceguera. Reímos, celebrándole la gracia. Si serás tremendo, muchachito.
¡David!, grita Evelyn y del fondo del negocio aparece un moreno aindiado y fibroso. Ya se van los del toldo dos; le informa la muchacha, apuntándole: Acuérdate de cobrarles las sillas extras.
David eleva la cabeza y observa, por encima de las mesas, de la baranda, del cocotero y las palmeras, del gentío que va y viene por la arena, a los italianos del toldo dos: tres hombres y tres mujeres cincuentones que recogen sus pertenencias en un morral rojo y negro. Carmen dice que no son parejas, sólo compañeros casuales en estas vacaciones, y, de seguidas, bebe un sorbo de la caipiriña que, según ella, tiene más malicia que suavidad.
Al muchacho y que lo tienen escondido en el garaje de una casa de portón colorado; ¿tú lo conoces?; le pregunta David a Evelyn, sin dejar de observar a los italianos que ahora sacuden las sandalias en el quicio de cemento del negocio.
No; responde ella. De aquí es, pero casi nadie lo conoce. Parece que estudia afuera. No sé. Al papá y que lo tienen preso. Como es menor de edad… Eso estuvo muy feo, David.
Los músicos no descansan. Ejecutan una canción tras otra y los alemanes le siguen el fuelle bailando animosos con sonrisas buriladas en piedra. Uno de los músicos, el que ejecuta el acordeón, se deshace del instrumento, apoyándolo en el piso, y se dispone a servirle de pareja a una de las italianas de las del toldo dos que se han quedado disfrutando del espectáculo. Una señora esbelta y buenamoza que bailaba sola por entre los pasillos de las mesas, con un ritmo envidiable, por demás profesional.
Carmen le dice a Jesús que se quede quieto y deje de estar prendiendo y apagando el ventilador que tenemos al lado, que lo va a quemar y vamos a tener que pagarlo como nuevo, pero el muchacho no sólo no obedece sino que sale a la carrera hacia los músicos y agarra el acordeón que reposa en el suelo. El director del conjunto no sabe qué hacer y busca con los ojos entre la gente como preguntando dónde están los padres de este diablo. Logro controlar a Jesús, pedir disculpas por el abuso, devolver el acordeón indemne, y regresar con el niño a la mesa.
Los músicos aprovechan el impase y comienzan a pasear por la terraza con el sombrero tendido para recoger las propinas mientras, como despedida, cantan: “tarde vine a saber / que te llamaban la araña…”.
Antes de salir, uno de ellos, el de la charrasca, le da el pésame a Félix y a David y a Evelyn, y les deja sus respetos al resto de la familia en nombre del grupo:
Carmen y yo cruzamos rápidas miradas y nos rendimos ante la evidencia: Jesús no se va a comer el pescado.
Cada día esto está más violento, mis hermanos; afirma el hombre con mueca compungida. Nadie está seguro. Hoy les tocó a ustedes, mañana a cualquiera de nosotros.
Él se lo buscaría; responde Félix, estoico, mirando hacia otra parte. No era ningún santico, no. Desde muchachito andaba en tropelías. Lo bueno es que ahora su mamá va a descansar, vivir su vida. El otro tendría sus motivos.
¡Ajá, tío!; interrumpe con vehemencia David ante la sorpresa del músico y la curiosidad manifiesta de Evelyn. El primo no era ningún santico, como tú dices; y el otro tendría sus motivos, y está bien que lo haya matado. ¡¿Pero así?! ¿Con saña? ¿A machete? ¿Partiéndole la cabeza? ¿Abriéndole el cuello? ¿Desmochándole las manos? ¿Desguazándole los pies? ¿Desangrándolo a borbotones? ¿Sacándole las tripas? ¿Machetazo tras machetazo? ¿Hasta dejarlo en pedacitos esparcido por el suelo? ¿Delante de todo el mundo? ¡No, chico! ¡Eso es demasiado!
Carmen y yo cruzamos rápidas miradas y nos rendimos ante la evidencia: Jesús no se va a comer el pescado. Ya está frío y las moscas se han dado banquete. Recogemos las cosas, tomamos de la mano al niño, que curiosamente no protesta, y caminamos hasta el escritorio azul de Evelyn. Le pedimos la cuenta, le pagamos en efectivo, le damos la propina a Félix con un abrazo, y nos despedimos en la puerta de David.
Salimos con paso firme por el corredor exterior del restaurante alcanzando a divisar la espalda de los músicos que van por la carretera, rumbo quizá hacia otras playas, siempre entonando sus canciones de rocola.
Montamos en el carro, donde con suerte Jesús se dormirá tan pronto arranquemos, y enfilamos para casa. Los alemanes quedan atrás, en su esquina, bebiendo cerveza, admirando el mar, dispuestos con calma, en espera activa, a disfrutar del ocaso.
- De reojo - martes 30 de mayo de 2023
- El mar a cinco cuadras, de Arnoldo Rosas
(primeras páginas) - domingo 21 de agosto de 2022 - Manzanillo - sábado 10 de abril de 2021