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La presencia

jueves 16 de marzo de 2023
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Evitó mirar hacia el armario, donde seguían produciéndose los ruidos. Se incorporó, encendió la luz, se calzó las botas y fue al baño. Después, por la ventana de la cocina vio a dos hombres que parecían estar esperando a alguien junto a la parada del autobús. Uno de ellos cojeaba ligeramente y lucía barba de muchos días. El otro vestía un abrigo largo cuyas solapas le tapaban casi por completo el rostro. Se preguntó si estarían allí por él.

Tomó un café sin dejar de vigilar a aquellos dos pájaros. Luego se puso la bufanda, el gorro gris de lana y el abrigo y salió de casa, tomando la precaución de cerrar la puerta con doble llave. Ya en la calle, comprobó que los dos tipos habían desaparecido, lo cual le tranquilizó un tanto. Se dirigió hacia la biblioteca de la plaza, pero antes de llegar, torció hacia el sur. Lo primero es lo primero, pensó.

Cuando llegó al centro, se dejó ir hacia las calles del Casco Viejo, se introdujo por una de ellas, la más estrecha, avanzó unos metros y se paró ante una puerta que parecía cerrada. Al poner la mano derecha sobre ella, comprobó que no lo estaba, así que entró, no sin antes echar un vistazo a ambos lados para certificar que nadie le había visto.

El tipo que hacía guardia al otro lado le echó un vistazo rápido, sin demasiado interés, y luego le hizo un gesto con la cabeza indicándole que podía pasar. Así lo hizo, caminando despacio por un oscuro pasillo que le condujo a una sala bien iluminada, donde algunos hombres tomaban café o licores y jugaban a las cartas. El más viejo giró la cabeza en dirección a él y señaló un pequeño envoltorio sobre la mesa. Ya sabía lo que tenía que hacer con él. Lo tomó con delicadeza y lo guardó en el bolsillo del abrigo. En su lugar, depositó lo que él había traído, algo diminuto pero, al parecer, de extrema importancia, a juzgar por las miradas de expectación que despertó entre los asistentes. Nadie preguntó nada. Todos eran conscientes de su papel. Luego se fue sin llegar a esbozar siquiera un gesto de saludo. Como si nunca hubiera estado ahí.

Las calles desembocaban en otras calles que siempre parecían regresar al punto de partida.

Le llevó toda la mañana atravesar la ciudad. Las calles desembocaban en otras calles que siempre parecían regresar al punto de partida. Para alguien como él, nuevo en la metrópoli, aquello era un laberinto inmisericorde. En algún momento pensó en abandonar, en acercarse al río y tirar allí el paquete y olvidarse de todo. Pero no lo hizo. Demasiado bien sabía que eso podía costarle caro. Igual que curiosear su contenido.

Llegó por fin a la plaza que le habían indicado. Una plazoleta diminuta, con una estatua en el centro y un seto rodeándola. No había nadie. Tomó asiento en uno de los cuatro bancos desiertos y se dispuso a esperar. Pero la espera le crispaba los nervios porque no podía dejar de pensar en “aquello”. Necesitaba mantenerse ocupado. Distinguió un bar en una esquina, desde el cual, le pareció, podía tener una buena perspectiva de todo el entorno. Le pareció curioso no haberlo visto al llegar, porque el rótulo que destellaba sobre la puerta era muy llamativo. Entró en él. Pidió una copa y, cuando se la sirvieron, tomó asiento junto a la ventana que daba a la plaza y se puso a leer el periódico.

Examinó con detenimiento cada noticia, sin dejar de vigilar, con el rabillo del ojo, los movimientos que se sucedían en la calle. Comprobó, con alivio, que no había mención alguna al asunto que le preocupaba. No obstante, para asegurarse, volvió a releer todo, ante el gesto de fastidio de uno de los clientes, que le miraba con insistencia como si el diario le perteneciera o como si tuviera algún derecho preferente sobre él. Antes de llegar al final, vio detenido ante la estatua a un hombre bajo y fornido, vestido con una chaqueta de lana gruesa y pantalones de pana. Supo que era su contacto, así que dejó parsimoniosamente el diario a un lado, tras doblarlo con sumo cuidado, se levantó, fue a la barra, pagó su consumición y salió a la calle.

Fue hasta el centro de la plaza, saludó con un gesto, hizo la pregunta que se le había indicado, recibió la respuesta acordada y entregó el paquete. No se despidió. El otro tipo no le gustaba. Había algo en él que resultaba repulsivo. Cuando se volvió a mirar, cosa que hizo de forma automática, sin poder explicarse el porqué, el hombre ya había desaparecido. No se le veía por ningún lado, como si se hubiera volatilizado en el aire.

Era necesario mantenerse ocupado. Era necesario no pensar.

Se encogió de hombros y echó a andar sin rumbo, buscando algo en que centrar sus pensamientos. Era necesario mantenerse ocupado. Era necesario no pensar. Recordó entonces que tenía pendiente ir a la biblioteca y hacia allí dirigió sus pasos. De vuelta en el barrio, entró en el edificio, subió a la primera planta y solicitó un ordenador a la joven que en ese momento estaba encargada del servicio. Ella consultó su pantalla y dijo: El número siete. Una hora. Si necesita más tiempo, venga a decírmelo cuando queden unos minutos. Él asintió y buscó con la mirada el ordenador asignado. Mientras iba hacia él, pasó frente a un espejo y se detuvo unos segundos, asombrado de su aspecto. Entendió ahora la hostilidad que había creído percibir en el tono de la encargada.

Tomó asiento frente a la pantalla y se dispuso a buscar información en internet. Sobre “aquello”. Sin embargo no supo muy bien cómo introducir los términos de búsqueda. ¿Cómo definir lo indefinible? Así y todo, ensayó diferentes combinaciones de palabras. Probó diferentes buscadores. Hasta lo intentó en inglés. Pero todo en vano. No había forma de encontrar una respuesta. Terminó por navegar en otras páginas que nada tenían que ver con el motivo de su estancia allí y, al final de la segunda hora, se levantó y se fue, saludando con una sonrisa a la encargada, sonrisa que ella fingió ignorar.

Tenía hambre pero no deseaba volver a casa. De haber podido, se hubiera marchado a cualquier otro lugar y hubiese tirado la llave en una alcantarilla. Se introdujo en una cafetería donde iba a veces, un sitio más o menos limpio donde ofrecían bocadillos y algún plato frío. El barman le saludó con un gesto y luego dijo: No tienes buen aspecto. Él devolvió el saludo y no comentó nada. Sólo pidió algo de comer y un vaso grande de cerveza. Mientras comía, allí mismo en la barra, conversó un poco con el barman, que a esa hora tenía poco trabajo. Se enteró de las últimas noticias, generalidades que poco o nada le interesaban. Casi al terminar, escuchó las palabras que llevaba rato temiendo oír: Pasó algo aquí mismo, en el barrio. Eso atrajo su atención. ¿Qué cosa?, preguntó.

Encontraron a un tipo muerto, tirado de cualquier manera bajo el puente de la autovía. No llevaba papeles. Se sospecha que es un inmigrante ilegal. Pero iba bien vestido y llevaba un maletín grande sujeto con esposas a la muñeca. Dicen que el maletín estaba abierto y vacío. El que lo mató debió de llevarse lo que hubiera en él.

Siguió comiendo como si el asunto no fuera con él, esforzándose por mantener la calma aunque sus nervios se habían alterado bastante ante la súbita revelación. Y ¿se sabe qué contenía el maletín?, preguntó, a pesar de que ya conocía la respuesta. No, eso no se sabe aún. Sólo que el interior estaba acolchado, como si hubiera contenido algo frágil y valioso. Entiendo. Cóbrame, por favor. He de irme.

La gente del mundillo no tardaría en empezar a averiguar los datos que la policía no llegaría a sospechar jamás.

Por supuesto, marcharse sólo fue una forma de disimular su nerviosismo. Si habían encontrado el cadáver, no tardarían en atar cabos. Alguien hablaría. Se sabría que el occiso transportaba “aquello”. La gente del mundillo no tardaría en empezar a averiguar los datos que la policía no llegaría a sospechar jamás. Y esa era una pésima noticia para él. Había que hacer algo, pero ¿qué? No tenía dinero para huir. Tampoco podía hablar del asunto con nadie, porque cualquiera que supiera lo ocurrido iría de inmediato con el chisme a la persona para la que trabajaba el difunto. Era consciente de haberse metido en un lío demasiado grande para sus modestas aptitudes. Pero no quedaba otro remedio que apechugar con sus consecuencias. Consultó el reloj. Aún era media tarde. Buscando una distracción, fue al cine, pero no consiguió olvidarse de nada. Al contrario, la tenue oscuridad de la sala aguijoneaba su nerviosismo. Salió antes de concluir la película, cuyo argumento no hubiera sabido concretar si se le hubiese preguntado. Fue al parque, que estaba casi desierto. Sólo unos pocos perros con sus respectivos amos. El invierno no es la mejor estación para deambular por un parque al anochecer. Recorrió calles y avenidas, se detuvo frente a escaparates vacíos o que le parecieron vacíos porque era incapaz de ver más allá de sus turbios pensamientos. Finalmente agotado, se dijo que no tenía otra opción que regresar a casa y esperar que todo fuera bien.

Arrebujado en su abrigo, hizo guardia durante un buen rato ante la puerta de su edificio, en la acera de enfrente, fingiendo mirar los carteles que llenaban la pared y en los que se anunciaba todo tipo de cosas. No detectó movimiento alguno, así que emprendió el ascenso, muy lentamente, deteniéndose a escuchar en cada rellano. Por fin, llegó a su casa, introdujo la llave en la cerradura, abrió con un rápido movimiento y, después de entrar, cerró bruscamente a su espalda. Prestó atención. No se oía nada. Esperó allí unos minutos, con la luz apagada aún. Cuando se convenció de que no había nadie, encendió la luz, se quitó el abrigo, que arrojó sobre el sofá, y recorrió la casa, por si acaso. Todo estaba en orden, excepto el silencio.

Se dirigió a la habitación y pegó la oreja al armario. Nada. Estuvo tentado de abrir la puerta y enfrentar de una vez sus miedos, pero no lo hizo. Estaba demasiado cansado. Mañana, se dijo. Y, sin desnudarse, se tumbó en la cama y cerró los ojos. Apenas lo hizo, comenzaron a escucharse de nuevo los ruidos. Y supo que esa noche tampoco iba a poder dormir.

Sergio Borao Llop
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