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La importancia de Jaime Siles en la literatura española actual

lunes 25 de septiembre de 2017
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Jaime Siles
Siles tiene un recorrido singular, cuya belleza radica en el descubrimiento de un mundo donde espacio y tiempo conviven, sin eludir la luz levantina, el mar que vio en su niñez y que refulge apasionado en su memoria.

Un poeta valenciano clásico contemporáneo

Jaime Siles nació en Valencia en 1951. Fue estudiante en Salamanca, Tubinga y Colonia. Fue catedrático de las universidades de San Galo y de La Laguna.

Actualmente es catedrático de filología latina en la Universidad de Valencia. No sólo destaca como poeta, labor que ocupa el centro de mi estudio, sino que tiene publicados interesantes ensayos como El barroco en la poesía española (1976), Mayans o el fracaso de la inteligencia (2000) o Más allá de los signos (2003).

Esta labor como ensayista no invalida sino que incrementa su interés por otras facetas, como la de traductor de autores tan destacados como Paul Celan, William Wordsworth y Arno Schmidt.

Jaime Siles ha recibido importantes premios por su labor poética: Premio Ocnos en 1973 por Canon; Premio de la Crítica del País Valenciano y Nacional de la Crítica por Música de agua; otro premio importante fue el que recibió en el año 2003 por toda su obra, el Teresa de Ávila, y sin olvidar el Fundación Loewe y el Premio Internacional Generación del 27, entre otros muchos.

Siles juega con las palabras, como buen filólogo, buscando lo que significan realmente.

¿Qué más se puede decir con respecto a la trayectoria de este poeta valenciano? Indudablemente, goza de un prestigio y una trayectoria envidiables, y continuamente preside entregas de premios e imparte conferencias en diferentes lugares del mundo.

También es un continuo defensor de los estudios clásicos (latín y griego) que tan denostados (injustamente) están en la actualidad.

Pero goza, sin duda alguna, de una obra poética muy interesante cuyo recorrido pretende llevar a cabo este pequeño estudio de su obra, a través del comentario a algunos de sus poemas.

Como muy bien dice Guillermo Urbizu en el prólogo a la antología Estado nunca fijo, para Siles la poesía es vocación, una forma de entrega, de comunicación con el mundo: “Y para Siles, la poesía es ante todo vocación, algo que le viene dado en su mayor parte, un sentimiento dulce de despedida, una manera de dar en la verdad” (Guillermo Urbizu, Estado nunca fijo [antología], Ayuntamiento de Málaga, Área de Cultura, 2004, p. 11).

También es, para Urbizu, el poeta valenciano, un hombre que indaga en la verdad de las cosas, en la hondura del poema en pos de una necesaria forma verbal. Y esto último es importante, ya que Siles juega con las palabras, como buen filólogo, buscando lo que significan realmente, en la senda de Miguel Veyrat, en pos del lenguaje edénico, revelación de la verdad de la vida.

Consuelo Triviño Anzola dice en la revista Ómnibus, en el Nº 18 (diciembre de 2007), que Siles es heredero de Juan Ramón Jiménez y de Mallarmé y que el poeta se ha volcado en el deseo de “repurificar” el lenguaje, limpiándolo de sucias adherencias ideológicas.

Como confesó el poeta valenciano al recibir el premio Ciudad de Torrevieja por Actos de habla: “Hay dolor en la belleza”, razón que se explica al crear un libro donde se cuestiona la existencia y la identidad del yo, tema que ha atraído a poetas ya estudiados en este libro como Jenaro Talens o César Simón.

Esa “desolación del yo en el tiempo” que representa Actos de habla, ya se percibe en sus primeros libros, donde el poeta explora sobre la identidad, sus aristas, sus sombras y su vacío.

Siles dijo en una entrevista que concedió al abrir el seminario “Presencias literarias”, de la Universidad de la Rioja, en 2008, lo siguiente: “En mis primeros libros hay una clara influencia de los presocráticos y de Virgilio, a la que añade luego la del barroco español y los metafísicos ingleses, la del romanticismo inglés y alemán y la del romanticismo anglosajón e hispanoamericano”. Para Siles “lo latino es un estado del espíritu: una forma de ver”.

Y la mención al espacio, clave en su poesía: “El espacio me interesó casi más que el tiempo. Sólo en mis últimos libros (a partir de Semáforos, semáforos) el tiempo se ha sumado a la vivencia de la especialidad: espacio y tiempo se me han hecho permeables”.

Es cierto que su poesía está marcada por lugares, como él mismo dice en la entrevista: Salamanca, Tubinga y Colonia, los de su infancia en Valencia, los de Suiza e Italia, etc.

Y no hay duda de que Siles es un clásico contemporáneo, como dijo la profesora Françoise Morcillo, que tan bien conoce su obra.

En definitiva, Siles tiene un recorrido singular, cuya belleza radica en el descubrimiento de un mundo donde espacio y tiempo conviven, sin eludir la luz levantina, el mar que vio en su niñez y que refulge apasionado en su memoria.

De Génesis de la luz (1969) he escogido el poema “El falso muro quebrado ya en mis ojos”, cuando dice: “Había en mí, hecho de arena verde, / un agreste surtidor de hermosura, una / robusta piedra de cuarzo entre mis ojos” (vv. 1-3).

El poeta valenciano conoce la textura de la tarde, el color del mar “arena verde” y sabe de la tradición: “robusta piedra de cuarzo entre mis ojos”, herencia que nos lleva a Rubén Darío y a su poema “Lo fatal”: “Dichoso el hombre que es apenas sensitivo / y más la piedra dura, pues esa ya no siente” (vv. 1-2).

La piedra se cincela como algo inerte, que viene seducida por el mar. Lo dice a continuación el poeta valenciano: “Ya no podía ver sino mentiras dulces, / talismanes queridos, manos que me entregaban / aquello que pedía” (vv. 3-5). Son las manos del niño que pide y tiene lo que quiere, el infante que no conoce el dolor, sí la mentira, ese mundo de fábula que han construido los adultos para él.

La revelación llega con la luz: “Y fuiste tú, oh luz, / mar encendido de pronto y para siempre, / la pura ley, el orden, el abrazo / del amante y de la amada en soledad” (vv. 5-8).

Esa fusión es la que revela la inteligencia y la belleza, la que descubre el mundo levantino que abre sus aguas para él.

Pero también llega la soledad en su siguiente libro, Biografía sola (1970), cuando dice, en el poema titulado “Siesta” (dedicado a Antonio Carvajal), lo siguiente: “Alfileres prendidos: / corazón de la tarde. / Hay un viento cansino, / éxtasis de campanas: / agosto adormecido” (vv. 1-5).

El poeta se vence a la siesta, al tedio de la vida, descubridora de emociones (bellas y dolientes a la vez).

Vuelve el mar, lo que corrobora la idea del espacio, ámbito que está siempre presente y que, como el mismo poeta revela, es anterior al tiempo: “Todo un mar se desgrana: / sin olas, sin sentido” (vv. 6-7).

Está presente el mar, símbolo manriqueño de la vida que se transforma en muerte. Pero también el vacío, la nada de nuestra existencia.

Nos dice “Playa de Dios” en el siguiente verso, si no buscase una razón para explicar y fundamentar tanta belleza que ha de morir ante nuestros ojos algún día o ¿somos acaso nosotros los que morimos delante de ella?

Siles dice: “Playa de Dios / que el aire perseguido / rinde en la arena / un cabello de oro, / de agreste azul, de olvido” (vv. 8-12).

Ya aparece la figura del caballo, animal mitológico que comparte la esencia divina y humana, espacio de libertad y resplandeciente: “caballo de oro”. Y el “azul” en la senda de Darío y su inolvidable primer libro, lleno de fantasía y de luz.

Siles termina con un adjetivo “agreste” que contrapone la tersura del color azul, porque la vida es espejo de contrarios: bella y dura, hermosa y trágica.

Se va a acentuar en Canon (1969-1973) la belleza en el famoso poema “Tragedia de los caballos locos”, donde culmina la idea de lo mítico en la figura del caballo, pero también la concepción de lo humano, ya que el equino tras el contacto con las yeguas va a morir al final del mismo.

Imágenes hermosas como: “Van manchados de espuma / con sudores de sal enamorada, / ganando las distancias / y llegan a otra playa / y al punto ya la dejan” (vv. 18-22).

Los caballos son nómadas, seres errantes que no conocen un lugar fijo para asentarse. El encuentro con las yeguas simboliza la plenitud amorosa. Llega la música como si nos adentrase en el espacio de la muerte. El máximo erotismo del encuentro tiene como telón de fondo la agonía tras el placer: “Ya no existen más furia, ni llama que el amor, la dicha de la sangre, / las burbujas amorosas que resoplan / al tiempo que montan a las hembras” (vv. 36-39).

La llegada de la muerte los vuelve humanos, tras haber sido dioses. No hay sosiego en esa lucha de titanes, en ese encuentro con el poder devastador de su ambigua naturaleza: “Y es entonces el trepidar de pífanos, el ruido de las cornamusas, / el musical estrépito / que anuncia de la muerte la llegada” (vv. 40-42).

Como si el caballo se desintegrase tras el placer, lo que revela que todo es pasto de la destrucción. Siles parece decirnos que nada permanece, todo vuelve al vacío de donde nació: “Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan / y súbito, como en una caracola fenecida, en los oídos escucho / un desplomarse patas rabiosas, una nube de polvo levantado por crines / un cataclismo de huesos que la noche se encarga / de enviar hacia el olvido” (vv. 45-49).

En Siles el proceso de la vida se torna desesperanza. Si en un principio decía: “Lejanos, muy lejanos, / ni la muerte los cubre” (vv. 13-14), luego será ésta la que asole el panorama vital: “Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan…” (v. 45).

El poema termina como finalizó “Siesta”, perteneciente a Biografía sola, diciendo el mismo sustantivo: olvido.

Decididamente, no hay memoria; si en “Siesta”, el “caballo de oro” tenía agreste azul, olvido, aquí los caballos locos se deshacen levantando el mismo polvo que antes lo hicieron los dioses y, ahora, vencida ya la inmortalidad, los animales perecederos.

En Alegoría (1973-1977) destaco el poema “Exteriores”, cuando dice lo siguiente: “En una claridad que se presiente, / llena de luz, temblor entre dos ecos” (vv. 1-2). La voz es importante para el poeta, porque reverbera en un espacio de luz y sonoridad: ecos.

Lo es también el color, la transparencia que da la claridad del día: “Nieve en cristal que sólo un sueño irisa, / arena entre la voz, / fuego en el aire / y sólo olas” (vv. 3-5). La blancura viene con la nieve, ya que sólo a través de ese color podemos ver cómo se filtra la luz. Hay una relación íntima entre el lenguaje (voz) y la naturaleza (arena, fuego).

Todo se resume en el mar: “y sólo olas”, lo que confirma que el espacio levantino pesa sobre el poeta. Siles se siente arraigado a su luz, a sus amaneceres o sus postales de ocaso.

Siles conoce que el lenguaje inventa el mundo; no en vano a través de él tenemos memoria de las cosas, ya que la palabra escrita permanece.

Pero el mar no dice la verdad, lleva implícita la condena del hombre, su caducidad: “Olas como cuchillos que mintieran / de un resplandor las sombras prohibidas” (vv. 6-7). Si Vicente Aleixandre tituló uno de sus libros Espadas como labios, el poeta valenciano, consciente de la tradición y admirador confeso del gran poeta del 27, expresa en su verso que el mar engaña, sólo es sucedáneo de la vida, un espacio que niega nuestro afán de respuestas.

Pero es en Música de agua (1978-1981) donde el poeta afina su sentir, hasta el punto que hace del lenguaje una arquitectura, una torre bien armada donde prevalece el espacio sobre el tiempo. Lo dice claramente en el poema que lleva el mismo título que el libro: “El espacio / —debajo del espacio— / es la forma del agua / en Chantilly” (vv. 1-4).

Pero no sólo se fundamenta el espacio a través del líquido elemento (el agua, clara metáfora del tiempo) sino a través de la palabra. En la senda de Veyrat, Siles conoce que el lenguaje inventa el mundo; no en vano a través de él tenemos memoria de las cosas, ya que la palabra escrita permanece, frente a la evanescencia, la fugacidad del lenguaje oral.

Por ello, predomina el mundo escrito frente al ámbito de la oralidad, cuya función es la de dejar huella, inscribirnos en el tiempo para siempre: “No tú, ni tu memoria. / Sólo el nombre / que tu lenguaje escribe / en tu silencio” (vv. 5-8).

El lenguaje más hondo es el no tiene palabras, sino que vive en nuestro interior; se trata, como diría Gerardo Diego, de un lenguaje que nace del dolor y que debe ser protegido de toda voz pronunciada. Lo dice espléndidamente en su poema “Callar”, perteneciente a su libro Amor solo (1958): “Callar, callar, no callo porque quiero / Callo porque la pena se me impone / para que la palabra no destrone / mi más hondo silencio verdadero”.

Estas palabras interiores del poeta del 27 la suscribe Siles, ya que es allí, en el silencio, donde germina la verdad humana, su emoción verdadera.

Y al final del poema triunfa lo transparente, un lenguaje no escrito, hecho con gotas de agua: “un idioma de agua, / más allá de los signos” (vv. 9-10).

Imagino el lenguaje de los sonidos como las gotas cuando caen; no en vano el título del poema es “Música de agua”, porque el lenguaje de la música es tan abstracto que nos revela lo interior, lo más hondo de nosotros mismos.

Magnífico ejercicio del poeta valenciano para desentrañar la voz del tiempo en el espacio inolvidable del líquido elemento.

Para concluir este apartado que relaciona el poema de Siles con el de Diego, es importante decir que, para el poeta del 27, el libro Amor solo está relacionado con la música, como fuente de luz, espacio de creación y, como señaló Armando López Castro en Cuadernos Hispanoamericanos (Nº 553-554, agosto de 1996): “De ahí que el poeta, como el místico, se sitúe paradójicamente entre el silencio y el lenguaje, forzándolo a decir lo indecible en cuanto tal” (p. 33).

El acto de escuchar (sigo a López Castro) es a la vez religioso y poético. Para Gerardo Diego, como para Siles, el lenguaje interior es revelación no sólo de nuestro propio mundo, sino de la apertura al mundo de los otros, cuya hondura existe y debemos intuir a través del silencio verdadero.

Pero no hay que olvidar otro tema que aparece en Música de agua; me refiero a la noche. Se trata de otro espacio clave en su obra. Refiere al ámbito de la creación (en la senda de Juan Gil-Albert cuando el lector se empapa del mundo de Proust en el poema “A las páginas manuscritas de Proust”, perteneciente a su libro Los oráculos, testimonio revelador del universo poético del escritor de Alcoy).

Para el poeta valenciano la noche es espejismo, pero espacio donde ocurre el milagro del ser, aunque, como siempre en su poesía, todo se transforma en nada.

Al igual que en “La tragedia de los caballos locos” o en “Siesta”, el poeta valenciano parte del entusiasmo: “La noche te escribe, / te transcribe, / te inventa” (vv. 1-3), pero, más tarde, todo se transforma en un lenguaje que revela el vacío, todo ser esconde su dicha y su desolación, es esta última imagen devastadora de la caducidad humana: “La / Tierra de la Noche / la Terra della Notte, / terracota o destino / o escritura que inventa / lo distante de ti, / lo más allá de ti: / alfabeto nocturno de la nada” (vv. 14-21).

Todo espacio sagrado: “la noche” es creación, pero también ámbito vulgarizado por el uso: terracota. Con la conjunción disyuntiva “o” el poeta sabe que todo tiene dos caras y que debemos elegir una de ellas. Sin embargo, la otra, el destino, es la trayectoria que lo lleva al vacío, condición humana, como lo fue en los poemas de Ricardo Bellveser o de César Simón.

Continúa el poeta valenciano con Columnae (1982-1985), esa exploración por lo aparente y por lo que esconde esa apariencia. Si la noche revelaba la creación y el vacío en “Blanco y azul: Gaviotas”, el poeta valenciano vuelve a las olas, metáfora del tiempo, vaivén inefable de nuestra condición humana.

El poema está lleno de transformaciones, las olas se hacen espuma y se convierten, por contacto del cielo, en palomas. El poder transformador de la imagen y, por ende, de la palabra, está en el poema.

Desde lo etéreo (las olas) hasta lo tangible (las palomas). Lo dice así: “Cosas / en transparencia, siendo / ondulación en forma / de sal hacia lo blanco / del azul en palomas” (vv. 4-8).

Y la importancia del lenguaje como si fuesen palabras en un pentagrama: “Un brillo lento irisa / el cielo gris de comas. / Alas en vuelo leve / Picos, patas, gaviotas” (vv. 13-16).

El poeta va desde lo pequeño (la porción del cuerpo: picos, patas) al cuerpo en sí: gaviotas. Al igual que las corcheas de un pentagrama, el universo está lleno de pequeñas cosas que lo confirman y le dan fundamento.

La imagen del vuelo en círculo busca la perfección y la figura puntillista de ese cuadro que nos regala magistralmente el poeta: “no vuelan, se suceden / en círculo, redondas, / y pigmentan de puntos / alas, hilos y olas” (vv. 17-20).

Con la aliteración de la l, como antes lo fue de la p, el poeta busca el efecto musical y sonoro del lenguaje. Sabe Jaime Siles que el lenguaje es misterio, evocación, y que está relacionado con las otras artes (música, pintura) que no son sino otras formas de lenguaje hecho con palabras.

El dinamismo del poema es magistral: “Se derrama, azules / de blanca sed las cosas. / Se dispersan, se pierden, / en claridades, otras” (vv. 25-28).

Todo conduce al movimiento, las gaviotas se ven, pero también desaparecen en el continuo fluir del Universo que nos regala su belleza, para, con nuestra muerte, ver la desaparición de todo lo amado.

Siempre en continua transformación, el poema termina como si se tratase de una cámara que filma: “Desaparecen: huyen. / Vuelven, regresan, tornan / —blanco y azul en plumas— / picos, patas: gaviotas” (vv. 29-32).

Los colores elegidos por el poeta son los del mundo modernista, colores que simbolizan el universo, espacios de contemplación: mar y cielo.

Aparece, de nuevo, el azul, en “Lo azul y lo lejano”, dedicado a Javier Siles. El poema (muy extenso) refleja diferentes paisajes. Me quedo sólo, para no extenderme demasiado, con los cuatro versos finales: “A todo lo que existe / más allá de uno mismo. / A todo lo lejano, / navegar, navegar” (vv. 69-72).

La decisión está clara, la búsqueda de uno mismo es la base de nuestra vida (el ocio contemplativo de Gil-Albert), pero también la comunicación con otros, buscando el sonido interior de viajes, gentes, cimientos para enriquecer nuestra vida.

Escribió entre 1987-1990 Semáforos, semáforos, interesante libro para jugar con el lenguaje y su poder transformador, pero me inquieta más Himnos tardíos (1991-1999), libro donde el poeta vuelve a reflexionar sobre el espacio y el tiempo, sobre la identidad del yo y sus fantasmas.

Comento brevemente de este libro el poema titulado “El lugar del poema”, donde explica Jaime Siles el lugar de la poesía: “No está el poema / en las oscuridades del lenguaje / sino en las de la vida” (vv. 1-3).

El poema es revelación de lo que nos acontece, es desvelamiento de nuestro ser, despojamiento de nuestras secretas identidades.

También es lamento, esconde la frustración de la pérdida, del desamor: “Está por donde huye lo que amamos: / está en su despedida” (vv. 8-9).

Y, por ende, es el lugar del libro donde se revela lo que permanece, aunque haya dolor en ello: “Es la página que mueve sólo el tiempo / con su tinta igual pero distinta” (vv. 12-13).

El poema lo es todo, no es una forma de expresión que persigue el sentido estético, sino que es mucho más, revelación de los afectos y de las íntimas emociones: “No está el poema, no, en el lenguaje / sino en el alfabeto de la vida” (vv. 14-15).

El verdadero destello del mundo de Siles llegará con Pasos en la nieve, un libro de gran calado emocional, donde la madurez del poeta se asienta verdaderamente.

Por ello, le dedico un extenso apartado a continuación.

 

Encuentro en Pasos en la nieve un clasicismo muy alentador, que nos devuelve el gusto por la poesía rimada, por el cuidado de la forma como cimiento del poema.

El clasicismo de Jaime Siles en Pasos en la nieve

Al leer detenidamente el libro de poemas de Jaime Siles Pasos en la nieve, me he encontrado con unos textos que están llenos de clasicismo por todos sus poros. El libro se publicó en el año 2004.

Encuentro en Pasos en la nieve un clasicismo muy alentador, que nos devuelve el gusto por la poesía rimada, por el cuidado de la forma como cimiento del poema. Ese sentido estético brilla con luz propia en los temas del libro: el recuerdo, el mar como espíritu que alienta en sus emociones, las ciudades que han formado parte de su vida, los personajes que ha conocido desde la experiencia o desde la literatura, la naturaleza como ejemplo de eternidad.

He elegido algunos poemas del libro donde el poeta nos habla de la memoria, donde imprime una nostalgia que nos emociona. Uno de ellos es “Niñez”. Dice así: “Niñez, niñez, cómo te siento / lejana y próxima / bajo la piel del agua”. Es hermoso pensar que el agua tiene piel, el poeta personifica el líquido elemento. La piel del agua es clara metáfora del tiempo y su recorrido inexorable. Lo aclara seguidamente: “Lejana y próxima en la luz / de la memoria / junto a la sal / y el oleaje de las algas”.

La repetición de “lejana y próxima” llega como si el mar repitiese el chocar de las olas o como si algo sucediese siempre ante nuestros ojos, ese algo que reconocemos, que nos pertenece y, sin embargo, se nos escapa.

Hay unos versos muy bellos para hablar de la niñez en el poema: “Lo que somos después / se nos olvida. / Lo que fuimos en ti / nos acompaña”. La niñez nos emparentaba con la época de la felicidad, con el momento puro de la vida. Hay en la niñez una hondura que la vida adulta no depara. Al crecer, los días se suceden, no se graban en nosotros igual que cuando fuimos niños. El infante que comienza el mundo penetra en el sentido de las cosas, descubre sus certidumbres: “Formas dentro del liquen / de las horas. / Días dentro del mar / de las mañanas”. Tiene la niñez ese aire de permanencia, se instala en nosotros, como si ya no pudiese irse nunca. Es tiempo de descubrimiento, de aprendizaje, se enamora el niño del mundo sin ver el reverso de la moneda: la decepción que más tarde le producirá.

Hay, sin duda alguna, ansiedad mediterránea en el poema, la presencia del mar, de la playa. El poeta vive a través de esas postales del pasado que el mar y los bañistas evocan en su corazón: “Brillo del sol en la retina: rayas / del yo que fuimos / entre las hamacas”. Pero la vida, con su envoltorio de bombón de chocolate, descubre el amargo sabor: la vida adulta. Lo dice muy bien Siles: “De vez en cuando vuelves / y nos dejas / no la arena ni el mar / sino las lágrimas”.

Vuelve, de nuevo, al estribillo: “lejana y próxima”. Se va, se acerca, es la niñez un espejo que nos mira y al que miramos, presente siempre en el vaivén de los días.

Si el poeta ha evocado la niñez, su infancia frente a su Valencia natal, junto a la playa, ahora refleja el paso del tiempo: “Cómo te siento / bajo el peso mudo / de los días, las horas, / las semanas”. Hay una losa que oprime, un pesado fardo que lleva entre las manos, el ritual de la vida, el cansino proceder de los días.

Vuelve de nuevo al poema el símbolo del agua, metáfora constante del paso del tiempo; ya apareció al hablar del mar, ahora lo es todo, se extiende a la vida entera: “Cómo te siento / dentro de tus aguas”.

El poeta se reconcilia en los versos que siguen con la niñez que dejó atrás, pero que vuelven incansables, para que la vida tenga más sentido, espejo de las horas, cartografía de su espacio en el mundo: “Yo te pensaba lejos ya de todo / y a mí más lejos aún / de aquella playa”. La mirada es elemento fundamental, mirada inocente, del niño que permanece en uno: “Pero te encuentro hoy / aquí en mis ojos / y te dibujo aquí / en esta página”.

Nos imaginamos al poeta dibujando el pasado, con el profundo poder evocador que tiene el cuadro, lo pictórico, representación que permanece, que no ha de morir, como sí lo hace la vida humana. La pervivencia en el papel es necesaria, tanto como las palabras para invocar el ayer amado.

El poema me recuerda al niño que evocaba Francisco Brines en muchos de sus poemas. Cito uno de ellos, titulado “Niño en el mar”, perteneciente a Palabras a la oscuridad (1966). Dice así: “Un niño, / debajo de las nubes radiantes, / contempla el mar. / Entre las secas cañas de los huertos / yo detengo mis pasos. / Miro, con turbada inquietud / el cansado oleaje de las olas / la soledad del niño”. Vemos que el poeta se mira a través del tiempo, siente una extraña emoción que le da el recuerdo: “turbada inquietud”, hay una rutina y una tristeza en torno al niño. Ésta se concreta en los últimos versos: “El desolado instante me hace daño / y al caminar, de nuevo, / siento adversa la vida y alejada”.

El poeta se mira, desde su mundo adulto contempla al niño que fue, un niño que está solo y que mira a las aguas, símbolo del tiempo. Como en el poema de Siles, el agua es símbolo de la transparencia que supone el recuerdo, es el cristal donde se contempla el proceso de la vida. Si al final Brines se halla desalentado ante la vida, comprendiendo que nunca se conquista lo que se ama, Siles se reconcilia con el niño que fue, vuelve a él y en ese abrazo, pese a la conciencia del dolor, hay una actitud más optimista de su paso por el mundo.

Sin embargo, para ambos poetas la niñez es el espacio de la felicidad. Quizá, en Brines, ya existe una tristeza que se añade al divagar del niño, un sentir adulto en la soledad del niño mirando al mar, como si tuviese un presentimiento del dolor que le espera en el futuro. Pero el ámbito (la playa, el mar, las olas) es el mismo y Siles goza del recuerdo, como también hace Brines en otros poemas como el “Barranco de los pájaros”, perteneciente a Las brasas (1960), donde los niños gozaban de la felicidad en el río y demostraban ya una incipiente violencia que desarrollarán de adultos. La soledad del niño Brines mirando el mar se explica mejor así, ya que es un niño distinto, ajeno a la violencia y a la tosquedad de sus compañeros de juegos. La sensibilidad, como le ocurre a Jaime Siles, forma parte de su vida.

¿Dónde se halla el clasicismo en el poema de Siles? Se encuentra en imágenes que se repiten en la poesía de siempre: el mar, el niño, las olas, la playa. No hay que olvidar que el mar fue cantado por Manuel Machado, Juan Ramón Jiménez y muchos otros, poetas que viven la tradición del agua como un espejo donde encontrar el paso del tiempo, clara alusión a Jorge Manrique y a sus famosas Coplas a la muerte de su padre.

El poeta valenciano vive, siente, comprende y asimila la tradición, para crear un bello poema que nos conmueve con su sencillez y emotividad.

Comento, seguidamente, “Entrada en pérdida”, un poema donde Siles logra un hermoso ejercicio de sensibilidad.

El poema tiene como esencia las palomas; en todo lo que éste dice sobrevuela la muerte, esa sensación de pérdida que acentúa los contrastes: “Esas palomas grises / son una mancha blanca / ¡qué brevedad de muerte / resuena entre sus alas!”.

En la elección del color gris ya muestra el poeta su implicación en el mundo lleno de sombras. Las alas golpean y llevan, como si tuviesen resonancia y eco, la caducidad de la vida.

Merece la pena destacar los que dice Siles: “Picotean el aire / y, a la vez, lo adelgazan. / Atraviesan la luz / y ensombrecen el agua”. Las palomas entran raudas en el cenit del sol, se adentran en su fulgor lumínico. Pero, por otro lado, ese enorme destello deja, como contraste, la sombra en el agua. Aparece, de nuevo, el líquido elemento, metáfora del fluir de la vida.

No puede ser de otra manera la visión estática de estos seres; no pronuncian nada, viven, como si no existieran, sin hacer ruido: “Esas palomas grises / lentas, quietas, calladas / —que pasan por el cielo / como si no pasaran—”. Podemos observar la brillante gradación hacia el silencio que ofrece Siles: “lentas, quietas, calladas”, como si fuesen ornamento, inertes, como cuadros para ser contemplados.

Hay en el poema una sombra que amenaza a las palomas, ¿son acaso estela de la muerte futura?, ¿son presagio de nuestra caducidad?

El poema lo expresa claramente: “cómo pulen el aire / donde afilan las garras. / Cómo apuran sus picos / y espolean sus patas”. La sensación de la llegada de las palomas es, sin duda alguna, la muerte que nos iguala a los demás seres, certeza inexorable de nuestra vida que se extingue lentamente: “¡Cuánta muerte minúscula, / a su vuelo, levantan, / con sus plumas de níquel / y sus uñas de nácar!”.

Los colores “níquel, nácar”, siguen dejando un resplandor que se desvanece, una sensación que se pierde, se evapora ante nosotros. El paisaje lleno de diferentes tonos de luz que las palomas llevan en su piel se asemeja a la vida, henchida de claroscuros que se ciernen sobre nosotros.

El poeta se pregunta qué sino llevan, adónde nos conducen: “¿adónde nos llevan / y qué nos arrebatan? / ¿qué liquen de qué luz? / ¿qué jardín de qué infancia?”. De nuevo, la mención a la infancia, marco inolvidable que alumbró el poema “Niñez” y el liquen que ya apareció en aquel poema cuando decía Siles: “Formas dentro del liquen / de las horas”. No es casualidad que hable de liquen y de nácar, sedimentos que se posan en el mundo marino, si el liquen se extiende entre las rocas, el nácar se adhiere a las conchas que habitan en el mar. Son, sin duda alguna, restos invisibles, sustancias que se fusionan a nosotros y nos van derramando su liviano peso.

El poeta lo sabe y vuelve a mirar a las palomas en el presente: “Esta mañana mismo / las vi en mi ventana. / Su arrullo era de seda / su zureo de nada”. Son arpegios de lo que se va, sinfonía del tiempo que arrastramos en nuestro callado peso por la vida.

El pasado, como ocurría en el poema de la niñez, está presente: “Fluían por el filo / de la daga escarlata / que se hacía memoria / y se hacía distancia”. Sentimos al leer estos versos la nostalgia de mirarlas porque, como nosotros, van y vienen, errantes, del ayer al presente y de éste a la nada.

Para que quede claro que las palomas son metáforas del tiempo ido, el poeta quiere tocarlas, para que sean corpóreas, tangibles. Pero el deseo queda frustrado, se le escapan, porque son memoria, la franja invisible del tiempo: “Quise tocar sus plumas / y acariciar sus patas, / pero un líquido viento / ensuciaba sus alas”. Como el liquen que envuelve el mar entre las algas, el viento es líquido, se desvanece. La imposibilidad está presente en el verbo “Quise”, pero también en las conjunciones adversativas de la siguiente estrofa: “Y yo no pude ver / sino su lenta marcha / por un cielo de cobre / en el que ya no estaban”.

Y, sin duda alguna, evoca a las famosas golondrinas de Bécquer cuando dice: “Ni ellas ni yo volvimos / a la misma ventana. / Ni ellas ni yo estaremos / en la misma mañana”. Estrofa clásica por excelencia, donde los versos rimados nos envuelven en el espíritu del pasado. En la elección de la estructura paralela, Siles demuestra ese hondo clasicismo vive en su ser, su amor por la belleza, por aquello que se pierde, pero que nunca olvidaremos.

Sigue preguntándose por qué el enigma se mantiene, persiste, nos arrastra como la marea hacia preguntas sin resolver: “¿Qué pasa por nosotros / que lejos nos arrastra / y nunca, nunca, nunca / volvemos a las ramas / de las horas, los días, / las tardes, las semanas? / ¿Qué pasa por nosotros / que sólo deja nada?”.

El corazón ya no está intacto y el poeta, herido por el tiempo, cuestiona su paso por la vida; sólo le queda la duda, la incertidumbre al mirar el “cielo de cobre”, como si el ocaso fuese todo nuestro paisaje, el pesado y cansino repetir de los días y los meses de nuestras vidas.

La repetición al final del poema nos invade y nos recuerda a la reflexión de Rubén Darío en el poema “Lo fatal”, perteneciente a Cantos de vida y esperanza (1905). Dijo así Darío: “¡y no saber adónde vamos / ni de dónde venimos!…”. Para el poeta valenciano, la vida, con su enorme liviandad, nos deja la duda que se expresa así: “¿Qué pasa por nosotros? / ¿qué queda, qué se marcha?”.

Si las palomas son metáfora del tiempo que se va, con su “muerte minúscula”, nosotros llevamos también ese leve acento de vivir poco tiempo para pasar de largo, susurrando, tan lentos, quietos y callados como las palomas del poema.

Tanto Jaime Siles como Juan Gil-Albert conocen ese sentido de lo que se va y lo intuyen en los seres vivos que han de morir también.

El espíritu clásico que tiene el poema me recuerda un breve poema del gran poeta de Alcoy, Juan Gil-Albert, al que Siles ha admirado y que nos acerca al hondo sentir del poeta valenciano. Se llama “A un pájaro” y pertenece a Migajas del pan nuestro (1954), cuando el poeta alcoyano dice, tras hablar de las notas “líquidas” del pájaro, lo siguiente: “Y me quedo pensando largo tiempo / en tantas cosas mías / que entre tanto cambias de ramaje / y tal vez receloso por lo inmóvil / de mi silencio / no vuelves más”.

El pájaro que era escuchado por el poeta se aleja, como si su música, extraña como la liviandad de su sonido en la naturaleza, se le escapara al poeta, envuelto en sus ensoñaciones. La ansiada comunicación entre dos seres distintos se quiebra y se frustra.

Sin embargo, Gil-Albert intuye que el pájaro lleva la pena del poeta, un canto que les une; por todo ello dice, al principio del poema, lo siguiente: “Estas tres notas líquidas / ¡cuán misteriosas son! / Y, cómo, amigo mío, me sorprende / tu entendimiento”.

La comprensión del pájaro sobre la pena del hombre es total; por ello, su alejamiento es doloroso, porque trae consigo la soledad, una posible compañía que se escapa y que deja al poeta desvalido ante el misterio de su condición humana.

Tanto Jaime Siles como Juan Gil-Albert conocen ese sentido de lo que se va y lo intuyen en los seres vivos que han de morir también, pero que, envueltos en otro lenguaje, se escapan de nosotros y de nuestro sino para vivir el suyo.

Y, por último, comento otro poema del libro que me conduce, como si fuese un extraño imán, a Tenerife, a las islas afortunadas.

La belleza envuelve al poema, lleno de nostalgia, luminoso como un amanecer en el mar. Jaime Siles conoce las sensaciones que le regaló su estancia en Tenerife, cuando fue profesor en la Universidad de La Laguna. El poema se titula “Días de Tenerife” y dice: “Me hubiera gustado ser un poeta canario / seguir el libre curso de la luz / como el más intenso azul de la mirada, / sentir la espuma llegar hasta mis pies / y sumergirme en el gris casi sin tiempo de sus aguas”.

De nuevo, la presencia del mar, el tiempo inmemorial, el gris que destacó en “Entrada en pérdida” y la luz, espejo de la belleza que se extiende para impregnarnos y que se va, se disipa en la distancia y el recuerdo.

El deseo de Siles de la permanencia, de ofrecer su corazón a un momento del ayer, hermoso y pleno como pocos en su vida, se expresa muy bien a través del condicional: “Me hubiera gustado detenerme aquí / fijar mi vida en la quietud de un punto / y verlo todo desde él, como una lumínica mañana. / Pero una oscura fuerza me arrastró / fuera de la realidad que me habitaba”. Esa voluntad que se anega y se escapa, ese deseo que se frustra, no por algo intrascendente, sino por una “oscura fuerza” deja al poeta sólo con el recuerdo.

Permanece en estos versos la imagen, como si fuera un cuadro, del mar y del sol iluminando la playa. También la voluntad quebrada, rota por la efímera permanencia en ese lugar edénico.

En los últimos versos declina el día, como si el ocaso fuese una amenaza, pero lo es más el poder del tiempo, que le aleja físicamente de la tierra amada, pero no ocurre así en su fuero interno, adherido a las aguas de la bella Tenerife: “La luz se fue apagando poco a poco / y con ella, el verode, el tajinaste, la tabaiba. / Vuelvo a vosotros, días de Tenerife / luminosos, / como yo en vuestras horas hechizadas, / cuando la vida iba a ser lo que no ha sido. / Ni el mundo, este edificio de palabras”.

Como le ocurrió a Francisco Brines, el poeta valenciano conoce la derrota y el desencanto, le conduce a ello el mundo que le rodea y la imposible permanencia de la felicidad que se va con el lugar amado en el que gozó de un tiempo dichoso. Sólo queda el recuerdo, el aroma que deja en él.

No es casualidad que nos inunde de vocablos canarios: “el verode, el tajinaste, la tabaiba”. Son la raíz en que cimentó su enamoramiento de la tierra, su bella floresta, huellas imborrables de su amor por la isla.

El poeta vuelve, pero lo hace a través de la memoria, nuestro mayor tesoro, el único que no mata el tiempo. La nostalgia de la luz de las Canarias le hechiza, lo que nos llama la atención de un poeta que viene de una luz especial, la mediterránea, tan hermosa en los atardeceres valencianos: “Vuelvo a vosotros, días de Tenerife, luminosos / como yo en vuestras horas hechizadas”. El poeta y el paisaje se funden, son uno sólo, ya nada puede separarles.

¿Qué ocurre entonces? ¿Por qué el desencanto? En mi opinión, porque el paisaje está en su memoria, henchido de vocablos de la tierra amada, pero éstos no suplantan la emoción vivida, irrecuperable para siempre.

La inefabilidad de todo lenguaje queda clara en el libro, en el cual fluye el clasicismo, ese gusto por lo bello, por las imágenes que parecen fotografías llenas de luz y sombra.

Hay muchos poemas del libro que insisten en el recuerdo, como “Mañana en Ginebra”, dedicado a otro gran poeta y amigo, Jenaro Talens. El enigma del ser, la búsqueda de un instante que los haga inmortales, palpita en el poema. Sólo hay que recordar dos estrofas que me parecen sobresalientes: “La nada que nos une / es nuestra identidad, / y nos fija un espacio / sobre el que resbalar”. El hombre y las gaviotas son seres que van y vienen (como las palomas del poema antes comentado) y que no encuentran su lugar. Condenadas como nosotros a vagar por la inconsistencia, por las incertidumbres de su tiempo en el mundo.

Y, desde luego, la certeza de ese tiempo que nos rompe, estalla en nosotros y nos produce dolor: “Gaviotas y palomas / de Ginebra, escapad / del tiempo que nos hace / ser estatuas de sal”. Al igual que la mujer de Lot la mirada atrás nos petrifica, nos convierte en vacío, revela nuestra caducidad. Sólo en el instante es posible el triunfo de la vida sobre la muerte.

Ginebra, Colonia, Salamanca, Santander, son paisajes que conoce bien el poeta, en todos ellos se diluye, como si buscase dejar de ser y permanecer en la estampa vivida, ya inolvidable.

Para terminar este estudio del libro, merece la pena fijarse en la atención y admiración que China tiene para el poeta valenciano. La razón es evidente, es una cultura milenaria y el poeta presiente que el tiempo no importa, se revela el instante, lo espiritual del mismo. Centra esa vocación por lo oriental en la pintura china, cuando dice en la última página del libro lo siguiente: “Creo que es el soporte más que el trazo, lo que en la pintura china me conmueve. Allí todo parece lágrima: incluso quien lo ve”.

Sabe el poeta que su pasión por China es un camino que ha de seguir, que aún es incipiente. Le atrae esa sensación de haber estado antes, la invisibilidad del ser, su participación como espíritu en el paisaje, en la luz, incapaz de perecer.

La sensación que le produce es muy diferente a la que le conmovía en Europa, donde Siles siente que el tiempo pasa y pesa, donde la vida nos conduce, inexorable, a la muerte. Hay todo un mundo que se derrumba y perece en la cultura europea que China niega con su espiritualidad.

Jaime Siles penetra en un mundo arcano y contrasta con bello estilo dos espacios que entienden la vida de forma opuesta.

Frente a la necesidad de lo descriptivo en el mundo europeo (Ginebra, Colonia, Salamanca), en el mundo chino todo se transforma y el poeta se fusiona con lo que se escapa, para permanecer en la naturaleza para siempre.

Destaco como ejemplo el poema “Pintor chino y paisaje”, donde dice: “He visto como un punto / lo que era aquel paisaje / que, fuera de mis ojos, / desapareció ya”. Es posible ver lo que se ha ido, pero no en la memoria, como pasaba en Occidente, sino en los restos que deja el agua sobre el lienzo: “Queda sólo esta agua / de tinta sobre el lienzo / donde nubes sin rumbo / sombrean un bambú”. La posibilidad de ver lo que es invisible, porque está presente en el espíritu que queda, le lleva a decir: “En él veo la orquídea / de fucsia temblorosa / y, a través de su aroma / escucho su temblor”. Todos los sentidos se hallan a flor de piel, el color “fucsia”, el olor “aroma” y el sonido “escucho su temblor”. Amalgama de sentidos que dejan ver lo que se ha ido.

Pero no sería emocionante si no estuviese el hombre detrás, envuelto en ese aire espiritual que sobrevuela en el poema: “En el papel he visto / lo que en aquel paisaje / y en su pintura he visto / lo que también soy yo”. Abre el poeta la puerta a un mundo sin muerte, su caducidad, donde el instante, tan amado, permanece para siempre.

Jaime Siles cree en la inmortalidad de esa cultura milenaria y, apasionado hasta el tuétano, dice al final de “Bampo”: “Aspiro el loto / de larga nívea / y sé que un día / de hace varios siglos / estaba, estuve / o estaré aquí”. La pervivencia en el instante le lleva a esa certidumbre, fulgor que permanece, antídoto contra la muerte.

Sin duda, Jaime Siles penetra en un mundo arcano y contrasta con bello estilo dos espacios que entienden la vida de forma opuesta. Pero, para él, hay un clasicismo indudable es ese gusto por el verso rimado y en ese deseo de perpetrar la belleza, hacerla suya y nuestra para siempre. Sin duda, un poeta clásico y contemporáneo como pocos.

 

Actos de habla: la última experiencia del lenguaje en el mundo de Jaime Siles

Jaime Siles investiga, en uno de sus últimos libros, sobre el poder evocador de la memoria, sobre la huella que ésta nos deja en nuestro interior.

No en vano este libro, que ha recibido el XIII Premio de Poesía Ciudad de Torrevieja, representa la búsqueda de un pasado que, al evocarlo, cambia de lugar, se transforma en otro espacio, idealizado, quizá, de nuestra memoria.

Todo surge con la aparición de una antigua máquina de cine, lo que pone en marcha el recuerdo de una época donde la familia del poeta veía antiguas películas (como reflejaba el poema “Retrato de ausentes”), y que, con el paso del tiempo, se transforman en vacío; no en vano dice, en dos versos de este poema: “Lo que hay en la memoria es la nada del mundo / Lo que somos no conoce otra voz”.

Y es así como el libro camina en una sucesión de largos poemas (no todos) que buscan el diálogo con el tiempo, con el vacío que nos enfrenta a nuestra fragilidad humana.

Se trata de un libro que continúa la indagación del tiempo que ya podía deducirse de Pasos en la nieve, una búsqueda por la esencia del ser, a través de paisajes y espacios de claro reconocimiento para el poeta valenciano.

Aparecen Suiza, Florencia, espacios queridos por el poeta, ámbitos que han hecho mella en su piel, laberinto donde ha surcado su memoria.

Comento dos poemas del libro; el que da comienzo al mismo, titulado “El tiempo del diamante”, donde dice: “Mirar todas las cosas transformadas / en la quietud del instante. / Verlas dentro de él petrificadas / en su móvil distancia equidistante” (vv. 1-4).

Aquí podemos ver el poder del tiempo; nada sucede realmente, nos hallamos ante nuestra propia desolación: “petrificadas”, vuelve el poeta a invocar la piedra, elemento de la naturaleza que carece de emoción, en la senda de Darío y su poema “Lo fatal”. También vemos que el tiempo se para: “quietud”, porque nuestro proceso vital se reduce al momento, ni nuestro pasado ni nuestro posible futuro modifica nuestra esencia, nuestra fragilidad y nuestra posibilidad de dejar de existir en cualquier momento. El extrañamiento del poeta ante su propia vida queda aquí manifestada.

Si quedaba alguna duda, queda bastante claro en los versos siguientes: “Escucharlas caer precipitadas / en la nada unísona sonante. / Y volverlas a oír resucitadas / en el vivo destello del diamante” (vv. 5-8).

En estos versos el poeta valenciano certifica que las cosas caen, nos dejan solos, son manifestaciones de nuestro propio vacío, pero son cosas que vuelven, porque el recuerdo las invoca, sí, y es ahí donde se transforman en algo puro y brillante: “diamante”.

Sin embargo, el recuerdo no nos evita la sensación de vivir entre aguas resbaladizas, que caminan, inexorables, hacia la nada de la muerte.

Y, como conclusión a este apartado, cito el penúltimo poema del libro, titulado “Hacia la flor perpetua”, donde Jaime Siles hace de su palabra lírica un motivo para reflexionar, como los antiguos poetas medievales en sus famosas máximas. La herencia latina está presente en Siles, que, en mi opinión, late en estos bellos versos con los que acaba este libro maduro, hecho de sabiduría vital, pero también de incertidumbre hacia nuestra esencia.

Comento sólo los versos más relevantes, para lo que quiero destacar: “No esperes demasiado de la vida / es un río de lecho no profundo, / rápido curso e inútil caudal / del que sólo valen la pena los meandros” (vv. 1-4).

La vida es, para Siles, un espacio lleno de oquedades, cuya luz es siempre un destello que, a veces, alumbra las cosas para dejarlas, de nuevo, en la oscuridad.

Aconseja el poeta lo siguiente: “Así que no te engañes: / pasea sólo por las aguas que te llevan a ti” (vv. 6-7). Indudable esta decisión, la única forma de descubrirnos es a través de nuestro conocimiento, de nuestra introspección.

La referencia a las aguas nos recuerda, sin duda, la tradición literaria, el mundo manriqueño, donde las aguas del río son la vida que van a dar a la mar, que es el morir.

Siles dice que no te engañes, pero luego, en ese poder transformador que tiene el ser humano en su afán de dejarse llevar, de ilusionarse, dice: “Pero engáñate a veces, / sabiendo que te mientes” (vv. 14-15).

Le dice al lector que la vida tiene cauce profundo, contradiciendo lo anterior, lo que nos hace deducir que en la contradicción se halla la esencia humana.

Termina el poema con una declaración en la que el poeta conoce su espiritualidad, su futuro, marcado por la vuelta a la nada, a concentrarse en el aire, siendo ceniza, devuelto al vacío que fue su cuna antes de nacer: “Devolvedme a lo único que de verdad soy yo: / devolvedme a la nada / y soplad después esparciendo en el aire / la leve lentitud de mi ceniza / tanto como su pobre espuma líquida / dispersa pueda / en la nada del mundo dar de sí” (vv. 48-54).

La referencia a la espuma nos recuerda al mar que ha sido un claro referente en su poesía, la “lentitud de mi ceniza” tiene que ver con ese “ir muriendo” que es la propia vida, y, sin duda, ese ir derramando la savia que nos compone y que, un día, volverá al vacío de donde vino.

Termina el poema diciendo “Dónde el aroma de la flor perpetua. / Dónde el único mar del existir. / Cómo resbala el aire por la voz. / Cómo resbala la voz por la ceniza” (vv. 55-58).

Jaime Siles logra con este libro una profundización de sus temas más importantes, donde demuestra la madurez de sus reflexiones filosóficas y, por ende, vitales (reforzadas por dos últimos libros que, para no extenderme demasiado, sólo nombro: Desnudos y acuarelas y Colección de tapices, bellos ejemplos de esta senda de conocimiento que ha logrado Siles en los últimos años).

Si el aire es la esencia para darnos vida, no podemos vivir sin respirar; si la voz es la que manifiesta nuestros hondos pensamientos (si excluimos la voz profunda que debe callar como comenté en el poema de Gerardo Diego “Callar, callar”), el resultado es que todo nos conduce al mar, símbolo de la muerte que se refleja en nuestra vida y que aquí se va haciendo ceniza, nuestra verdadera esencia y a la que volveremos un día.

Magnífico libro, lleno de pensamiento existencial y que confirma a Jaime Siles como uno de los poetas más importantes del universo literario valenciano, lo que no excluye su mirada fuera de todo regionalismo, ya que sus obsesiones son las de todo ser humano, haciendo que su poesía esté profundamente ligada a cualquiera de nosotros.

 

El conocimiento de Siles, en su labor de investigador y ensayista, lo hacen aún más acreedor del prestigio que tiene en el panorama literario internacional.

La obra de Jaime Siles: un legado poético para nuestra literatura contemporánea

El legado clásico del poeta (su formación filológica griega y latina) se une a un deseo de encontrar en el mundo contemporáneo su magnífica combinación, haciendo del lenguaje de la poesía, en la pluma y en el corazón de Jaime Siles, un espacio de conocimiento que no puede adherirse a una época, sino que es, decididamente, clásica y moderna, porque tiene que ver con nuestras más íntimas emociones en su afán de encontrar un sentido a nuestras vidas.

Su obra no es solo un puente para los lectores en español, sino que traspasando el idioma, su frecuencia en congresos, conferencias y actos poéticos en muchas partes del mundo, lo hacen acreedor de un peso en nuestra literatura, donde conviven el investigador, el profesor y el poeta al mismo tiempo. No hace falta decir que su obra ha sido traducida a muchas lenguas y que ha sido motivo de estudio de hispanistas como Françoise Morcillo, quien dedicó un libro al escritor valenciano. El conocimiento de Siles, en su labor de investigador y ensayista, lo hacen aún más acreedor del prestigio que tiene en el panorama literario internacional, sin olvidar el poeta que ha transitado por diferentes tendencias (desde los setenta con los llamados “novísimos” hasta su experimentación con el lenguaje en su último libro, el ya comentado Actos de habla). Siles logra así aunar el esfuerzo cultural en varias facetas, logrando una obra de especial relevancia en nuestra literatura actual.

Pedro García Cueto
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