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Clave Nevermind: treinta años de espíritu adolescente

viernes 26 de marzo de 2021
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Álbum “Nevermind”, de Nirvana
El álbum Nevermind, de Nirvana, sacudió los cimientos del rock y terminó convirtiéndose en una de las cumbres de la historia de la música.
A mis familiares y panas noventeros,
gracias por la música compartida

A medida que nos internábamos en el primer tráiler de The Batman, puesto en circulación en agosto del año pasado, cobraba nitidez que la entrega dirigida por Matt Reeves tributará su admiración por el legado de dos iconos culturales de la década del noventa: el primero es el filme Seven, del maestro David Fincher, cuyo influjo, por lo visto, ejercerá su peso en la estética visual noir del nuevo metraje del hombre murciélago; en tanto que el segundo es la música de la banda Nirvana, deuda manifestada con una mezcla de la canción Something in the Way sonando durante los escasos minutos promocionales. Esta presencia intertextual de Nirvana en un filme que se estrenará en 2021 habilita el marco propicio para la celebración de los treinta años del lanzamiento del álbum Nevermind. Lo que sigue en este ensayo es acaso un recuento personalísimo sobre un álbum que sacudió los cimientos del rock y terminó convirtiéndose en una de las cumbres de la historia de la música. Esta es la clave Nevermind.

 

Lado A

Track 1

“Los años noventa son una mala época para ser pobres y anónimos”
(Catlin Moran, Cómo se hace una chica)

Una de las lecturas más peculiares con las que me topé durante la cuarentena del año pasado consistió en un conjunto de artículos que defendían la idea de que la generación que mejor resistiría el confinamiento era la X.1 Con todo y las muchas variaciones estilísticas que diferenciaban a cada articulista, persistía un mismo punto de convergencia: puesto que descendió de baby boomers que se dedicaron a alcanzar una estabilidad laboral y a ganar dinero, a la Generación X le tocó pasar muchas horas encerrada y en soledad y, como cabe esperar, tuvo que arreglárselas por sí sola en varias esferas de la cotidianidad. Otro rasgo, que en ocasiones derivaba de lo anterior, es que esta generación padeció la fractura y la disfuncionalidad del núcleo familiar. La ecuación mortífera estaría incompleta si no incluyéramos la figura del padrastro o la madrastra, quien por lo general entraba en escena para ejecutar la escisión final de la familia donde se formaron los X. Digamos de una vez que ser un miembro prototípico de esta generación implicaba independizarse muy temprano para encarar una vida que resultaba el equivalente de un terreno asediado por francotiradores.

Kurt, por entonces un niño rubio de tan sólo nueve años, no sabía que la tristeza y la depresión se harían constantes en su vida.

Siendo alguien del período designado Generación X, debido a que nací en 1976, me puedo volcar tozudamente a verificar los datos antedichos entre los amigos con los que crecí y entre quienes, aunque la vida nos hermanó más tarde, sé que son mis contemporáneos, y el resultado que obtengo es un mazazo de la certeza, pues me arroja a la cara que la mayoría de mis amigos y yo crecimos en familias de padres divorciados. Hay más, por supuesto: muchos de estos amigos asumieron el rol de cabeza del hogar ante la ausencia del padre. En cuanto a mí, por soltar apenas un ejemplo, confieso que una de las cosas que más me tocan de la magnífica novela Formas de volver a casa, del escritor chileno Alejandro Zambra, es el niño que recorre en autobús largas distancias entre la casa y la escuela, por cuanto me conecta con mi propia infancia, con aquellos días cuando, sin la compañía de un adulto, debía desplazarme entre ciudades para asistir a clase, situación que puede parecer ordinaria hoy día, pero que a mitad de los 80 resultaba una jornada tortuosa, dadas las precarias condiciones de las vías y la organización de nuestras urbes que, entre tantos asuntos indigentes, carecían de terminales. La dureza de la vida se evidenciaba, tal como la abuela Bonnie (Glenn Close) se lo explica a su nieto VJ (Owen Asztalos) mientras disfrutan una vez más del blockbuster de 1991 Terminator 2, de James Cameron, en el reciente filme Hillbilly: una elegía rural, del director Ron Howard: exigía que la sobrellevaras como un Terminator bueno, porque si no “hasta la vista, baby”.

Leí en el libro de Charles R. Cross Heavier than Heaven, una de las mejores biografías que se han escrito sobre Kurt Cobain, voz y guitarra de Nirvana, que cuatro meses antes de mi nacimiento, en 1976, la vida de Kurt se había convertido en un infierno tras enterarse de que sus padres, Donald Cobain y Wendy Fradenburg, se iban a divorciar. Este doloroso evento causaría heridas de las que Kurt nunca se pudo recuperar, ni siquiera cuando creyó que el reconocimiento mundial de su talento artístico sería la cura anhelada. Y si la vida real tuviera un narrador, justo en ese momento habría intervenido uno como el de la remarcable novela Los años invisibles, del escritor boliviano Rodrigo Hasbún, y las acciones se habrían suspendido, mientras su voz en off anunciaba en flashforward que Kurt, por entonces un niño rubio de tan sólo nueve años, no sabía que la tristeza y la depresión se harían constantes en su vida, y que éstas, por paradojas del arte, estimularían su talento de dibujante y, más tarde, de cantante, guitarrista y compositor; no sabía que la calle sería su hogar por algún tiempo y que el hambre lo acosaría, pero luego se convertiría en la más colosal figura del rock de su generación; tampoco sabía que los fantasmas del pasado lo acecharían con venganza, hasta hundirlo en las drogas; ni sabía, y seguro ni siquiera hubiera sospechado, él, que solía divertirse con el trineo cuando jugaba en la nieve con su familia cerca de su natal Aberdeen, en Washington, que un día, en el punto más alto de su fama, pondría fin a todo al jalar el gatillo de una escopeta dentro de su boca. “Pero eso es el futuro”, nos diría el narrador, y para el momento en que culmino este párrafo no importa.

Escribe el español Luis Goytisolo, en su ensayo Naturaleza de la novela, que es infructuoso desvincular el nacimiento de un género literario de su entorno social, en razón de que hay un público que parece haber estado esperándolo. Para decirlo en los términos propios del campo conceptual que estudio, los géneros literarios se encuentran distribuidos heterogéneamente dentro de un sistema genérico propio de coordenadas temporales y espaciales particulares, lo que implica que, mientras que uno de ellos es hegemónico, motivado por su afinidad con la ideología de la época y la idea que se tenga de lo literario, los restantes son subalternos o, si se quiere entender de una vez en los términos conceptuales que propongo, son no concebibles como literatura, salvo para un ínfimo número de personas. De modo que cuando un género aparece, lo hace de forma marginal y, a partir de allí, cual transporte subterráneo, comienza a extenderse imperceptiblemente para los cultores y receptores del género hegemónico hasta llegar a instalarse como el género predominante. Pongamos por caso la ciencia ficción moderna, por cuanto fue incubada por el positivismo científico del siglo XIX, y cuyo número de lectores y escritores se ha acrecentado en la medida en que la ciencia y la tecnología configuran la realidad. Sostendré que esta idea es aplicable a los géneros musicales; si no, prestemos suma atención al ensayo Music: A Subversive History, en el que el historiador de la música Ted Gioia examina los lugares y momentos de la historia en los que la música experimentó cambios radicales. La conclusión es contundente: desde tiempos remotos, los grupos sociales marginados, los “outsiders”, han sido los renovadores de la música. Más tarde, una vez que éstos se establecen como el nuevo statu quo, no se trata más que un asunto de tiempo para que brote una música que desestabilice el estado de cosas y reconceptualice cuanto se entiende por música. Apresurarse a contraponerle a esta tesis la música clásica, por ser considerada un capital simbólico de la alta cultura, sólo refrenda la represión de los orígenes de la que nos advierte Gioia, por cuanto borrar los rastros del pecado original es el requisito sine qua non mediante el cual el innovador es asimilado al statu quo. En cualquier caso, vale acompañar esta parte de los argumentos de Gioia con los ensayos Los bárbaros: ensayos sobre la mutación, del escritor italiano Alessandro Baricco, y Buen entretenimiento, del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en los que también se pormenoriza la fase popular embrionaria en la historia de la música clásica.

Como se ve, todo lo tratado hasta acá da cuenta de cómo las experiencias y las formas de vidas similares de toda una generación son las condiciones de posibilidad de la música por venir, de cómo subrepticiamente ponen en movimiento los cambios que pronto irrumpirán, y de cómo, en última instancia, un disco como Nevermind arriba para rehacer las reglas del juego.

 

Estábamos ante lo más inmenso de cuanto habíamos escuchado de nuestra generación. Doy mi palabra de que no exagero.

Track 2

“No hay que ser necios. Estos son los noventa y
aquí a nosotros no hay quien nos detenga”
(Desorden Público, Ska de acá)

Al inicio de los noventa, la terminología bélica se había instalado en el catálogo léxico de nuestra habla cotidiana. Hablábamos de misiles Patriot y Scud, y mi amigo Cleiber hasta era capaz de dibujarlos con esmero. Para nosotros, las guerras mundiales se restringían a las lecciones de historia universal en el liceo, y la guerra de Vietnam era materia prima de las películas de acción que rotaban los domingos por la televisión nacional, por donde marchaban ex boinas verdes recios y saturados de aminoácidos, interpretados por Sylvester Stallone, Mel Gibson, Arnold Schwarzenegger, Steven Seagal y Chuck Norris, entre otros tipos duros. La guerra del Golfo Pérsico, en cambio, era nuestra guerra. La seguíamos, sin embargo, con un entusiasmo y una ingenuidad igual a los que sienten los niños del filme francés La guerra de los botones, de Christophe Barratier. Si bien los noventa comenzaban con esta turbulencia en la arena política, la música, si nos fiamos de la nomenclatura que también denomina a la Generación X, Generación MTV, parecía resolverse en aguas calmas, pues aquel año cerró con la premiación del video de la canción Nothing Compares 2 U en la categoría de video del año. En éste, la cantante irlandesa Sinéad O’Connor permanecía en un close-up, versionando una canción de amor que Prince había compuesto en el 85.

Al promedio del año 91, no obstante, empezaban a ocurrir eventos extraordinarios. Vimos, por ejemplo, cómo en el segundo partido de la final de la NBA entre Chicago Bulls y Los Ángeles Lakers, Michael Jordan tomó el balón en la línea de la pintura, dio un bote, y saltó para clavar el balón ante la mirada incrédula de los laguneros, incluido el enorme Magic Johnson, pero al final tenía suficiente flote para decidir pasarse el balón a su otra mano y anotar un punto de bandeja. Aquella jugada fenomenal sería apodada “The Move”. No podía ser diferente de un jugador cuya leyenda urbana rezaba que podía desafiar la ley de la gravedad, la misma que siglos antes había hecho que el científico inglés Isaac Newton se devanara los sesos. ¿Qué podía ser más disruptivo que eso? La respuesta tendría como fecha exacta el 24 de septiembre, con la publicación de Nevermind, el segundo álbum de estudio de la banda grunge Nirvana. Aún conservo frescas algunas imágenes del clip promocional transmitido por Venevisión poco después, en el que sonaba Smells Like Teen Spirit, al tiempo que un desgreñado Dave Grohl golpeaba la batería sin clemencia, para darle así paso al coro. Si recuerdo bien, una voz en off sentenciaba con claros propósitos persuasivos que aquella era música agresiva. Para mi suerte, al cabo de un breve tiempo, mi amigo John, quien siempre me mantenía al día con las novedades, compró el LP2 y nos invitó a Cleiber y a mí a escucharlo en su casa. A uno le bastaban los cuatro acordes limpios de la guitarra eléctrica y su distorsión con la entrada del bajo y la batería, para caer en cuenta de que estábamos ante lo más inmenso de cuanto habíamos escuchado de nuestra generación. Doy mi palabra de que no exagero. Los noventa finalmente habían llegado y los saludábamos: “Hello, hello, hello, how low?”.

 

Track 3

“¿Y acaso no era más interesante y rupturista que
en lugar de ‘Todos juntos’ Vicente intentara tocar
en la flauta dulce la canción ‘Lithium’, de Nirvana?”
(Alejandro Zambra, Poeta chileno)
“Se cayeron bien de inmediato, y luego los unió aún más su pasión por
el grunge y por todo lo que significaba para ellos: el desorden
y la suciedad en lugar del glamour de tantos rockeros ochenteros, no el
virtuosismo idiota sino lo simple y contundente, la vida como es
y no como algunos creen que debería ser”
(Rodrigo Hasbún, Los años invisibles)

La eclosión de Nevermind no sólo significó un nuevo estilo de música, sino una suerte de dispositivo que facultaba el cuerpo para la intelección de una iconografía.

En Event: A Philosophical Journey Through A Concept, el filósofo esloveno Slavoj Žižek apunta que el surgimiento de una nueva forma de arte es un evento que, en su expresión más pura, es experimentado como algo chocante que aparece de la nada y detiene el flujo corriente de la realidad para, en último término, modificar los marcos referenciales con los que le damos sentido al mundo. Lo anterior alumbra una dimensión traumática inherente al evento que, desde un ángulo cognitivista, implica un cambio sináptico en el cerebro, por lo que, de forma más general, debemos entender que se trata de la modificación de nuestro aparato perceptor. Así pues, la eclosión de Nevermind no sólo significó un nuevo estilo de música (la distorsión rabiosa de la guitarra, el retumbar telúrico de la batería, la parquedad de los solos de guitarra y el zarandeo oscilante entre los gritos desgarrados y los susurros de melodías minimalistas), sino una suerte de dispositivo que facultaba el cuerpo para la intelección de una iconografía, una semántica, y rasgos sonoros incipientes. Un ejemplo diáfano de cómo opera este mecanismo de reconocimiento lo encontramos en la novela La materia del deseo, del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, desde el registro visual de su narrador-protagonista:

Eran cuatro, una pinta de hard rock y grunge que dejaba entrever su conocimiento de la música del Norte y sus ganas de apropiarse de estilos a su antojo, descontextualizando significados. ¿Qué hacían esas melenas a lo Poison con esos jeans a lo Nirvana?

Con una orientación sintética del evento y la modificación corporal, el filósofo francés Jacques Rancière piensa que el arte instaura un régimen de sensibilidad. En otros términos, el arte habilita un nuevo marco de referencia de la realidad que, en sustancia, es político, visto que dota de visibilidad a nuevos sujetos, a quienes no tenían voz, si acaso ruidos animales, y permite pensar o “experienciar” fuera del circuito registrado y administrado por la ideología dominante. Volveremos sobre este aspecto de forma lateral a propósito de la utopía discutida en el Lado B.

Reconstruyamos, ahora, el camino de Nevermind hasta su trasformación en un evento: DGC, una subsidiaria de pacotilla del sello Geffen a la que el personal de éste llama “Dumping Ground Company” (uno presume que es fácil el ninguneo por contar Geffen con Guns N’ Roses, la megabanda de la época y futura archienemiga de Nirvana), dispone de un presupuesto de apenas 120.000 dólares para la producción del disco. Los ejecutivos de la compañía esperan que, como mucho, el disco alcance a vender 100.000 copias, algo nada mal para una banda cuyo álbum debut, Bleach, no ingresó en las carteleras y se tuvo que contentar con rotar en las estaciones radiales universitarias. La poca fe en lo que pueda lograr la banda no se limita a su casa disquera. El hagiógrafo Charles R. Cross relata el rechazo inicial de las estaciones de radio por considerar que la canción promocional, Smells Like Teen Spirit, es demasiado agresiva y las letras en la voz de Kurt son sencillamente incomprensibles. Un argumento similar causa un acalorado debate dentro de MTV (Kurt nunca dejará de llamarla “Empty TV”). La decisión final del canal es transmitir el video en el programa nocturno 120 Minutes. Kurt Cobain ve por primera vez su rostro en la pantalla mientras se hospeda en un hotel de Nueva York, desde donde llama a su mamá con alegría infantil cada vez que el video es transmitido.

Y de pronto…

¡Boom! Los radioescuchas y televidentes a lo extenso de la nación no paraban de reclamar la presencia de Smells Like Teen Spirit. Tres meses después de su lanzamiento, Nevermind desplazaba del tope de la cartelera Billboard a Dangerous, álbum doble de Michael Jackson que contaba con la colaboración de numerosas estrellas del espectáculo y los deportes del momento, entre ellos Michael Jordan, Kriss Kross, Macaulay Culkin, Eddie Murphy, Slash, Magic Johnson y Naomi Campbell. Nevermind permaneció en la cartelera cerca de dos años, y terminaría alcanzando la estratosférica cantidad de treinta millones de copias vendidas alrededor del mundo.

 

Lado B

Track 1

Una de las ideas que tomaré prestadas entre las que Byung-Chul Han desarrolla en Buen entretenimiento es la que, inspirado por Hegel, concibe la música como utopía, puesto que, en contraste con los jóvenes de las décadas de los 60, 70, y 80, para quienes la utopía aún tenía unas delimitaciones territoriales concretas, ya fuese Cuba, la Unión Soviética o cualquier otro lugar posible, nuestra adolescencia en los 90 recibía el acta de defunción de la historia una vez que, según lo proclamaba Francis Fukuyama, la historia había acabado con el desplome de la Unión Soviética y el efecto dominó en sus satélites de Europa del Este. De allí que se juzgue a los 90 de nihilistas, cínicos e incrédulos. A manera de ejemplo, uno sólo necesita reparar un poco en la parodia que Nirvana hacía del show de Ed Sullivan en el video In Bloom, o en Kurt ataviado con un disfraz de Barney en un concierto en la noche de Halloween, o en los primeros acordes de la canción Rape Me en los premios MTV de 1992, a pesar de que, por temor a que la letra aludiera a MTV, la cadena había amenazado previamente a la banda con retirarla de los invitados que tocarían en el show. El profesor, investigador y promotor cultural venezolano Félix Allueva observa otros aspectos que esclarecen el lugar de Nevermind como artefacto cultural de los 90: “Un producto donde priva la temática oscura, depresiva, sin visión de futuro. Encontramos personalidades bipolares, uso y abuso de drogas, fármacos como evasión, violaciones, secuestros, violencia de género, entre otros temas”

La hora loca concede un espacio armonioso para las relaciones intersubjetivas entre iguales.

A no dudarlo, un intento de utopía musical noventera de fabricación venezolana es la “hora loca”.3 Una condición fundamental para bailar durante este segmento rizomático de géneros musicales es la suspensión ideológica que constituye la base de cohesión grupal de cada género. Vemos, por tanto, que el adulto muy serio baila canciones de las payasitas Nifú Nifá; el indomeñable macho testosterónico se mueve al ritmo de YMCA, de The Village People; el punketo salta con la música heavy; el chauvinista da unos pasos duchos de la tarantela italiana; el despechado se desgañita con La ingrata, de Café Tacuba, y de inmediato teatraliza y se divierte con Súbete a mi moto, de Menudo. Notemos que esto no se trata de la creencia de vieja data de que la música es un lenguaje universal, pues queda claro que aquí hay un salto o un cruce entre los linderos de las ideologías, así como tampoco se trata del carnaval medieval, por cuanto éste redistribuía las jerarquías (alguien podía fungir temporalmente de rey), mientras que, por contra, la hora loca es una cancelación de ellas. En una palabra, la hora loca concede un espacio armonioso para las relaciones intersubjetivas entre iguales.

En relación con Nirvana y la utopía, pienso en el uso de Smells Like Teen Spirit en el soundtrack del filme Moulin Rouge, del cineasta australiano Baz Luhrmann, visto que este cabaret, como es palmario, se ofrece a nuestros ojos como un lugar de ensueño, donde los deseos son materializables, donde los asistentes pueden pasársela bien y ser felices. “Here we are now / entertain us” son los versos que corean los visitantes del cabaret, líneas que empalman con la idea de Byung-Chul Han de que el entretenimiento se opone al trabajo, debido a que implica una luxación de la vida, una vitalidad incrementada que posterga la muerte, mientras que trabajar, aún más cuando el individuo se autoexplota, es un acercamiento a una vida natural pura. En cualquier caso, sin restarle méritos a Luhrmann, creo que lo que el director ejecuta bastante bien es la transposición de lo que ya se encontraba en el video de Smells Like Teen Spirit. Allí, como cabe recordar, está presente la ruptura de divisiones grupales, con la audiencia y la banda en un mismo nivel de la orientación espacial de la imagen, así como con el vetusto bedel4 que, mientras limpia, baila bajo el paradójico encanto de la ralentización, ese según el cual los movimientos lentos acusan mayor velocidad, convención del cine y la televisión que, al menos yo, aprendí con la serie El hombre biónico.

 

En el caso específico de Nirvana, un ejemplo ilustrativo de cómo su música puede emprender una acción por sí misma lo identificamos en el filme Pan, de Joe Wright.

Track 2

Ted Gioia entrevé en la teoría de los actos de habla una explicación plausible de la función de la música, sobre todo de la que se originó en tiempos remotos. Esta teoría, de carácter vital para la pragmática y el análisis del discurso, nació en Inglaterra hacía los años 60, cuando el filósofo del lenguaje John Austin impugnó lo que denominó la “falacia descriptiva”, es decir, la preeminencia de la idea de que las emisiones del lenguaje contienen un valor descriptivo, por lo que tan sólo resta verificar si los enunciados son verdaderos o falsos. La posición de Austin era harto antagónica: cuando hablamos, hacemos cosas con las palabras, tesis que dio nombre a su más celebrada obra How to Do Things with Words. A modo de ejemplo, pensemos en una pareja que recibe del sacerdote las palabras “los declaro marido y mujer” durante el matrimonio. Desde la óptica de Austin, dichas palabras no describen nada, como sí sería el caso de la emisión “Europa es un continente”; por consiguiente, no admite la verificación. “Los declaro marido y mujer” es un acto de habla de tipo declarativo, que desde el momento en que es enunciado altera la realidad de los novios. Con tales palabras, el estado del mundo es modificado, no descrito. De igual modo, podemos emitir actos de habla indirectos, como cuando alguien manifiesta que una habitación es calurosa, pero no intenta describir el estado del clima, sino que ordena indirectamente que abran las ventanas. Por lo demás, lo que debemos tener presente es que un acto de habla tiene una fuerza locutiva (el lenguaje), una ilocutiva (la acción que se lleva a cabo con la emisión), y una perlocutiva (las consecuencias que se derivan de su realización). La atracción de Gioia hacia los actos de habla reside en que ha detectado que a lo largo de la historia diferentes estilos de música y canciones han sido empleados más allá del significado de sus letras o de las ficciones que ellos puedan comunicar. A veces, se ha torturado a alguien mediante la música, o se le ha incitado a entrar en batalla, o se le ha sometido a escucharla con el propósito de curarle una enfermedad, por dar unos pocos ejemplos de qué se puede hacer.

En el caso específico de Nirvana, un ejemplo ilustrativo de cómo su música puede emprender una acción por sí misma lo identificamos en el filme Pan, de Joe Wright, justo en el segmento en el que el pequeño Peter Pan es llevado a Neverland y cientos de niños, que son explotados en labores de trabajo, cantan el precoro y parte del coro de Smells Like Teen Spirit ante la presencia de Barba Negra (Hugh Jackman), quien se posa en las alturas como un dios ante sus fieles creyentes. Resulta claro que la presencia de esta canción sólo se justifica en la medida en que desechamos su contenido y nos centramos en el hecho de que Barba Negra la pretende como una herramienta de cohesión tribal, algo que ya el director Sam Bayer había atrapado en el video de la canción, mediante las imágenes de los jóvenes invadiendo y bailando dentro de la cancha donde tocaba la banda.

 

Track 3

“También tiene Smells Like Teen Spirit de Nirvana, que Sam y Patrick adoran”
(Stephen Chbosky, Las ventajas de ser invisible)

Al correr el año 95, decidí que había llegado el momento de dar un paso crucial en mi vida: aprender a tocar la guitarra. Un día, mi amigo Cleiber me informó que el novio de una de sus primas, y también amiga mía, estaba vendiendo su vieja guitarra española Calatayud y Gisbert, pero yo no trabajaba por entonces, así que dependía del dinero que me pudiera dar mi mamá. La respuesta de ella al conocer mis intenciones fue mirarme de soslayo con algo de duda y decirme que me daría el dinero, pero que desafortunadamente, en consecuencia, no tendría suficiente para cubrir mis estrenos de diciembre. Esas navidades tuve la felicidad que ni mil roperos me habrían dado. Lo siguiente que hice fue contactar a mi amigo Kevin, quien había animado varias de nuestras mañanas en los pasillos del liceo Julio Morales Lara, tocando canciones como What’s Up?, de 4 Non Blondes, y When I Come Around, de Green Day. Él, con una fina intuición pedagógica, me indicó una canción cuya simpleza me permitiría avanzar en la ejecución del instrumento. Se trataba de la hermosa pieza de corte góspel Jesus Doesn’t Want Me for a Sunbeam, canción original de The Vaselines que Nirvana versionó en el repertorio de su MTV Unplugged de 1993, y que era familiar entre nosotros gracias a la amplia difusión del álbum por las radios en frecuencia FM y porque, obviamente, todos teníamos al menos una copia del disco. En mi caso, había comprado el casete en una discotienda de mi ciudad, Maracay, que se especializaba en rock.

Me gustaría que mi anécdota sonara tan especial, pero me consta que familiares, amigos y otros coetáneos se las apañaron para comprar sus guitarras y aprender a tocar al menos una canción, tal como mi primo Jonathan y sus vecinos, con quienes me senté a practicar canciones que ellos ya dominaban, entre ellas el cover The Man Who Sold The World, que Nirvana tomó de David Bowie para el show desconectado. Ser parte de los 90 era no resistir esa tentación de hacer música de la que nos habla el narrador protagonista de la trilogía Laberintos en línea recta, del escritor argentino Mauro Libertella. Y si uno no hacía música, podía disfrutarla con un fervor semejante al de la Inteligencia Suprema (Annette Bening) del filme Capitana Marvel, de Anna Boden y Ryan Fleck, cuando antes de enfrentarse a Capitana Marvel (Brie Larson) hace notar que está sonando buena música, a saber Come as You Are, uno de los hits de Nevermind, y se pone a bailar. Escuché por primera vez el álbum de Nirvana en directo From the Muddy Banks of the Wishkah gracias a que mi amigo Jelmut compró el casete tan pronto salió a la venta en el 96, y pude ver algunos videos de Nirvana en MTV, gracias a que mi amigo Tote tenía cable, en una época en la que poco se conocía este tipo de servicio. En su expresión más trivial, la música podía ser el tema monopolizador de muchas de nuestras conversaciones, como tantas que sostuve con Raúl y Miguel en el aula de clase durante nuestros cuarto y quinto año de bachillerato.

Mucho de cuanto he escrito en este track fue posible porque Nevermind existió e infundió un chispazo.

La música nos importaba mucho por aquellos días, tanto que poco después de ingresar a estudios de pregrado en la Upel Maracay, en el 97, José, Juan, y yo, bajo la responsabilidad de nuestro maestro y amigo Cruz Colmenares, publicamos un periódico estudiantil en inglés en nuestro departamento. El resto del equipo lo conformarían Nelson, Adriana, Juan Pablo, Claudia, Jazmín y los profesores José Serrano y Ramón Querales. Lo cierto es que la música fue un acicate para iniciarnos en la escritura a fin de educar y comunicar nuestras ideas. La primera reseña musical que publicamos fue sobre el álbum The Color and the Shape, de Foo Fighters, banda liderada precisamente por el ex baterista de Nirvana Dave Grohl.

Hoy, echando un vistazo a aquellos años desde el reposo y la lucidez que dan algunos kilómetros en el camino, juzgo que mucho de cuanto he escrito en este track fue posible porque Nevermind existió e infundió un chispazo.

 

Track 4

“Encontré a un chico de poco menos de treinta años, con el pelo largo y
una playera con la portada del
Nevermind de Nirvana que vivía
con sus papás en una casa predominantemente de madera y adobe
que olía a cabaña en el bosque”
(Brenda Lozano, Brujas)

Desde hace unas semanas, mi amigo Juan y yo nos hemos aventurado a intercambiar por WhatsApp un inventario de momentos musicales de los noventa, que he ampliado en la medida en que nuevos datos se han anclado a mi memoria en medio de las faenas cotidianas o antes de que el sueño me derrote por las noches. Aquí va la lista parcialísima de las deudas que tenemos con la década: la mejor canción de un mundial de fútbol, por darnos Un’estate italiana, en la voz de Gianna Nannini y Edoardo Bennato, en Italia 90; una de las mejores canciones de las Olimpiadas, por Barcelona, en la voz de Freddie Mercury y Montserrat Caballé, en Barcelona 92; una de las mejores canciones para un funeral, por Goodbye England’s Rose (versión de Candle in the Wind, en tributo a Marilyn Monroe), en la voz de Elton John, en el funeral de Lady Di en 1997; una canción que fecundó un baile mundial, por La Macarena, de Los del Río, en 1993; una de las canciones para un filme más populares de todos los tiempos, por My Heart Will Go On, en la voz de Celine Dion para Titanic, en 1997; algunas obras maestras del llamado “renacimiento” de Disney (Can You Feel the Love Tonight?, de Elton John, para El rey león; You’ll Be in My Heart, de Phil Collins, para Tarzan; Go the Distance, de Michael Bolton, para Hércules, y A Whole New World, de Peabo Bryson y Regina, para Aladino, entre otras); los programas de MTV Headbangers, Beavis & Butthead, Celebrity Deathmatch, The Grind, MTV Latino y los Unplugged; el tecnomerengue; los shows de los grandes DJ’s; dos conciertos Woodstock; el Lollapalooza; el Ozzfest; el Festival Rock en el Parque, en Colombia; en Venezuela, la hora loca, las fiestas rastas, el programa Estudio 92, el semanario Urbe, el Festival de Nuevas Bandas (junto a mi amigo José Antonio asistí a un evento que lo prefiguraba), el primer Festival Iberoamericano de Rock en Venezuela, el baile colectivo en plazas y discotecas venezolanas al ritmo de la música de Ace of Base (All That She Wants y The Sign), los sketches Los Woperó y Happy Harry, de Radio Rochela, y varios discazos del rock, del pop y demás géneros; De música ligera, de Soda Stereo, probablemente el himno del rock latinoamericano, y Smells Like Teen Spirit, el indiscutible himno de la Generación X.

Centrémonos, ahora, en una breve enumeración de discos que aparecieron en 1991, al objeto de dimensionar la trascendencia de Nevermind: el álbum negro de Metallica; Blood Sugar Sex Magik, de Red Hot Chili Peppers; Out of Time, de REM; Ten, de Pearl Jam; Innuendo, de Queen; Gish, de The Smashing Pumpkins; Badmotorfinger, de Soundgarden; Decade of Decadence, de Motley Crüe; Achtung Baby, de U2; Dangerous, de Michael Jackson; Kerplunk, de Green Day; Joyride, de Roxette; Mama Said, de Lenny Kravitz; Cooleyhighharmony, de Boyz II Men; Emotions; de Mariah Carey; Blue Lines, de Massive Attack; Infecto de afecto, de Sentimiento Muerto; Bésame y suicídate, de Zapato 3, y el par de álbumes Use Your Illusion I y Use Your Illusion II, de Guns N’ Roses, las megaestrellas de la era y contra quienes Nirvana se mantendría en una constante relación de acritud, por no decir en pie de guerra (hemos visto, por ejemplo, a Kurt referirse socarronamente a estos discos en el documental Montage of Heck, de Brett Morgan). De cualquier forma, estos discos de los Guns nos permiten poner de relieve contra qué se enfrentaba Nirvana en aquel 1991, visto que en ellos Guns elevaba las apuestas mediante arreglos orquestales, un dúo con Alice Cooper, la doble versión de un mismo tema (Don’t Cry), coros con la participación del vocalista de Blind Melon Shannon Hoon, la inclusión del tema You Could Be Mine como parte del soundtrack de Terminator 2, y un cover de Live and Let Die, de Paul McCartney & Wings.

 

Los 90, que han regalado (y regalarán) grandes momentos musicales, también se reservan uno de los más sombríos de la historia.

Bonus Track

“Como el verosímil no importaba demasiado, abrió
la puerta y ahí estaba Kurt Cobain, vestido como un
abuelo, con ese pulóver marrón y esa mirada crepuscular, en
medio de esa escenografía de flores, tan parecida a
un funeral, que él mismo diseñó”
(Mauro Libertella, Laberintos en línea recta)
“Here lies one whose name was writ in water”
(Epitafio de John Keats)

En el ensayo In Other Shoes: Music, Metaphor, Empathy, Existence, Kedall L. Walton remarca que, por un lado, así como no podemos bloquear nuestro oído con la misma facilidad con la que cerramos nuestros ojos, tampoco podemos desconectarnos a voluntad de sentimientos intensos; y, por otro lado, así como no podemos escoger los sonidos de la misma forma que enfocamos nuestra mirada, tampoco tenemos la capacidad de seleccionar en cuáles sentimientos nos concentramos y cuáles ignoramos. Por estas razones, al parecer de Walton, la música es un arte que incita más introspección que el arte visual. Pienso que esta idea describe escrupulosamente lo que ocurrió el 5 de abril de 1994. Kurt despierta de madrugada. Ha dormido con la ropa puesta. Flota en la habitación una mezcla de heroína quemada y la fragancia de su esposa, la cantante Courtney Love, quien en ese momento se encuentra recluida por rehabilitación. El televisor se encuentra sintonizado mudo en MTV desde la noche anterior. Kurt camina hasta el aparato de sonido e inserta el CD de Automatic for the People, el cual REM publicó dos años antes. Los 90, que han regalado (y regalarán) grandes momentos musicales, también se reservan uno de los más sombríos de la historia, pues acá encontramos al hombre que creó el álbum más estridente de la década escuchando el álbum más lento y melancólico de ella justo el día que ha escogido para salir definitivamente del mundo, lo cual hará con la misma estridencia que lo define; para eso ha escogido el ruido metálico de una escopeta. Es un momento único, intenso, extremo. Charles R. Cross nos revela que Kurt pone el volumen bajo, como para que la voz de Michael Stipe suene como un susurro amigable. Yo quiero creer que los versos que invaden su oído mientras escribe su carta de despedida son las de la canción Everybody Hurts: “When you’re sure you’ve had enough / of this life / well, hang on”, pero Cross estima que la canción que abarca la habitación en ese instante es Man on the Moon, cuyas letras hablan sobre el comediante Andy Kaufman, uno de los ídolos de Kurt desde la infancia: “Now, Andy, did you hear about this one?”. Y si la vida real tuviera un narrador, justo en este momento intervendría uno como el de la formidable novela Poeta chileno, de Alejandro Zambra, y las acciones se suspenderían, mientras que su voz en off anuncia que es mejor no saber lo que sigue, que nunca lo vamos a saber, porque todo termina acá, porque al menos hasta ahora termina bien. Pero la vida, qué pesar, es muy diferente, y sabemos que antes de que la ciudad despierte Kurt habrá abandonado la Tierra.

#The90’srules

Maikel Ramírez
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Notas

  1. Nacida entre 1965 y 1980.
  2. John me lo regaló años después, pero tuve que confiárselo a mi prima Nalivé por razones de espacio.
  3. Otras fuentes que he consultado le atribuyen su origen a diferentes países de Latinoamérica, donde habría surgido entre finales de los 90 y el año 2000. No obstante, soy testigo de haber escuchado las primeras horas locas y sus sucesivas apariciones hacia mediados de los 90, en las denominadas rasta rumbas. Solía frecuentarlas junto a mis amigos Jelmut, Cleiber, Edixon, Tingo, José Luis, Will y Richard, con la ocasional compañía de mis primas Johana, Yusmely y sus amigas. Recuerdo claramente la disonancia y parálisis inicial por no saber cómo reaccionar ante los radicales cambios genéricos que proponía el segmento. Así, pues, del inicial what the fuck? uno pasaba a integrarse y transitar desde la erótica You Can Leave Your Hat On, de Joe Cocker, pasando por las canciones infantiles de Xuxa hasta llegar a Súbete a mi moto. Subrayo esta última, por ejemplo, ya que era conocido que, en los tempranos 80, se consideraba música exclusiva para niñas y muchachas adolescentes, como en el caso de mi prima Janetsi, quien, siendo un poco menor que yo, ponía discos de la popular boy band cuando vivió en la casa de nuestros abuelos maternos, donde yo crecí. Ahora, si uno era atento, podía deducir que la hora loca era una reproducción en miniatura de la estructura de la fiesta, la cual había pasado progresivamente de conciertos de reggae a fiestas variopintas, que incluían minitecas, tambores, bandas de rock y hasta rutinas de striptease. Por lo demás, no le resto importancia al hecho de que la propia música de los 90 se prestaba para esto, dada su hibridez, como lo ilustran bien los álbumes Re, de Café Tacuba; El Dorado, de Aterciopelados, y Plomo revienta, de Desorden Público, por dar algunos títulos ejemplares.
  4. Este anciano simboliza a Kurt durante el período en el que fue personal de limpieza del instituto al que le tocó abandonar.
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