
Al ocuparse de desentrañar la raíz etimológica de la palabra clásico, Borges observa que las transformaciones del sentido de las palabras colindan con lo paradójico, por lo que conocer el sentido primitivo poco, o de nada, sirve para entender los usos actuales. ¿De qué vale saber, por ejemplo, que la palabra clásico desciende del latín classis (flota), al momento de atender las clasificaciones del canon occidental de Harold Bloom o los presupuestos teóricos de Antoine Compagnon? De cualquier forma, la indagación de Borges esboza la revelación y el asombro que cunden en el documental serial de Netflix La historia de las palabrotas, con episodios que se atreven a escarbar en la historia de las palabrotas anglófonas fuck, shit, bitch, pussy, damn y dick. Hablemos un poco de los puntos altos y bajos de este singular programa, pero hagámoslo de una manera indirecta y complementaria.
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La verdad sea dicha, todos tenemos un amigo o una amiga que ejerce de lingüista salvaje, quien, sin escrúpulos y con celo policial, naturaliza y universaliza lo que no son más que malentendidos o peregrinas impresiones del comportamiento lingüístico personal o ajeno; quien, ni más faltaba, no duda en ventilar los más inusitados orígenes de la palabra de turno. El primero de ellos del que conservo memoria pertenecía a mi pandilla de amiguitos de barrio en los tempranos años de los 80, a quien, como cabe esperar, ni siquiera las barreras de la diversidad de lenguas lo arredraban: “Coño e tu madre se dice guatitumoder en inglés”, instruyó con el aplomo del fonetista a quienes nos encontrábamos ávidos por conocer formas de imprecar y de decir cochinadas con la impunidad de los pícaros. Lo cierto es que si bien este equívoco a simple vista puede atribuírsele a la ingenuidad y los desconocimientos propios de la niñez, he encontrado errores similares entre personas adultas profesionales y con un dominio amplio de la cultura. Nunca faltará el lingüista salvaje que aborrezca nuestro uso de la preposición de cuando pedimos un vaso de agua, pues, según defiende, no existen vasos hechos de agua, una regla que felizmente suspende cuando en seguida, o al rato, habla de cajas de fósforos o de latas de atún; así como tampoco estará ausente por mucho rato el que separa partículas morfológicas para concluir forzosamente que la misma palabra indica su significado en la forma que la compone.
Así pues, considero que uno de los puntos a favor de La historia de las palabrotas radica en que despeja los dudosos orígenes de palabras que, por coloridos que se nos antojen, desorientan más que aclaran, tal como lo constataremos más adelante. El caso que viene a cuento es el de fuck que, según una versión ampliamente difundida por diversos medios de comunicación, supondría un viejo acrónimo de “Fornication Under Consent of the King” (Fornicación bajo el Consentimiento del Rey), con el cual los súbditos de la antigua Inglaterra manifestaban mediante un cartel que tenían relaciones sexuales con el aval del monarca. Esta propensión a asignarles orígenes extravagantes a las palabras es una materia conceptual que el científico cognitivista Steven Pinker aclara con profundidad en su libro The Stuff of Thought: Language as a Window into Human Nature (a mi entender, traducido con desgano al español como El mundo de las palabras: una introducción a la naturaleza humana). Dicho, entonces, todo de una vez, la palabra fuck no proviene de raíces inglesas, sino escandinavas, y originalmente significaba golpear.
Otro punto plausible de La historia de las palabrotas es que no minimiza la disrupción que han provocado la cultura popular y la de masas contra el cerco alrededor de palabras tabúes.
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En el segmento final del filme Ojos bien cerrados, del enorme Stanley Kubrick, Alice (Nicole Kidman) le comunica a su esposo (Tom Cruise) que coger (fuck) será vital en el nuevo comienzo de la pareja. Por su parte, la voz femenina de la canción You Oughta Know, de la cantante Alanis Morissette, le pregunta con furia visceral a su ex: “And are you thinking of me when you fuck her?”. Para acabar con estas ejemplificaciones de la palabra fuck en productos culturales, mencionemos que una lista en Wikipedia sobre los filmes que más veces la han usado señala que el reciente metraje Malcolm & Marie, del cineasta Sam Levinson, la empleó 106 veces, número que, de acuerdo a los registros suministrados por La historia de las palabrotas, queda, por mucho, distante de las 180 veces que Donnie (Jonah Hill) la soltó en el filme El lobo de Wall Street, del aclamado Martin Scorsese.
A no dudarlo, otro punto plausible de La historia de las palabrotas es que no minimiza la disrupción que han provocado la cultura popular y la de masas contra el cerco alrededor de palabras tabúes, ya sea construido éste por la Comisión Federal de Comunicación o por el Código Hays. El cine, la música, la literatura, las artes plásticas, las series de televisión y demás artefactos culturales han despojado a muchas palabras de su peso semántico, proceso que se conoce técnicamente como saciedad semántica. Los ejemplos más transgresores que nos muestra la docuserie derivan de la música afroamericana de inicios del siglo XX, lo que, sin ningún género de dudas, se hace difícil de digerir, incluso para los invitados del programa. La respuesta debemos buscarla afuera. La sugiere el historiador de la música Ted Gioia en su iluminador ensayo Music: A Subversive History, en el que cuenta que el blues, al igual que tantos otros géneros emergentes que le anteceden, padecía la incertidumbre de si podía ser categorizado como música, además de que se consideraba natural de un grupo social al que, debido a la estereotipación de la época, se le permitía mayores licencias para las referencias sexuales y violentas o, cuando menos, se le permitía simbolismos y metaforizaciones no menos gráficos, como lo ejemplifican los títulos That Black Snake Moan (“Esa culebra negra gime”), de Blind Lemon Jefferson; Please Warm My Weiner (“Por favor, caliéntame la salchicha”) y Banana In Your Fruit Basket (“El cambur en tu cesta”), de Bo Carter, y las letras de Jane Lucas en 1930: “You can play with my pussy1 / But don’t dog it around; / If you’re going to mistreat it / No pussy will be found” (“Puedes jugar con mi gatita / Pero no la traiciones / Si la maltratas / No la encontrarás”).
Coincidiendo con Pinker, La historia de las palabrotas nos recuerda que la cultura puede obrar de la mano de las metamorfosis de las cosmovisiones de las épocas. Hoy, en palabras de Lipovetsky, prolifera la ligereza en la esfera religiosa, pero nuestros antepasados creían que dioses y demonios intervenían efectivamente en las vidas humanas. La tensión entre estos grupos generacionales y su relación con las profanaciones es un punto nuclear del magnífico cuento de Tomás Rivera And the Earth Did Not Part, en el que un joven migrante, debido a que ve a familiares enfermarse y morir como consecuencia de la explotación que sufren al trabajar la tierra, se siente tentado a maldecir a Dios, pero lo evita persuadido por la mamá y, ante todo, por el temor infundido de que la tierra se puede abrir y devorarlo. El sufrimiento, sin embargo, se hace tan insoportable que termina maldiciendo a Dios, con el resultado irónico de que la tierra no se abre y su papá y su hermanito mejoran de salud. En síntesis, la percepción de la religión ha cambiado radicalmente desde que las copiosas profanaciones del adolescente Holden en la novela de J. D. Salinger El guardián en el centeno resultaban estruendosamente ofensivas, cuando fue publicada en 1951.
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Regresemos a un chiste antiquísimo: una pareja va pasando por una plaza a la medianoche y, al notar que no hay ni un alma alrededor, decide tener sexo sobre uno de los bancos. De seguido, se desnudan y empiezan a moverse y entablar un intercambio comunicativo adecuado para la ocasión. Ella dice: “toma papa”; él: “toma pepino”. “Toma papa”; “toma pepino”. “Papa”; “pepino”. “Pa…”; “pepi…”. “P…”; “p…”. De súbito, un borrachito emerge del fondo del banco y les reclama muy molesto: “¡Hey! Ustedes, los de la ensalada, tengan más cuidado porque me están llenando de mayonesa”. Ocurre que no siempre nos percatamos de la naturaleza metafórica de algunas palabras, pues su uso ha ingresado en nuestros hábitos cotidianos, por lo que corresponde hablar de metáforas fosilizadas o muertas, noción con la que no estoy de acuerdo del todo, pero que en cualquier caso sirve para esta discusión. Para ilustrar lo que implica esta fosilización, podemos remitirnos a la reciente tendencia en Twitter de la palabra venezolana cuca, la cual generó reacciones a favor y en contra, pues mientras algunas mujeres reclamaban su uso neutral, otras la descartaban pretextando que es una de las tretas del patriarcado para subyugarlas. Como quiera que sea, conviene voltear la vista a su desarrollo histórico. En su Diccionario histórico del español de Venezuela, el lexicógrafo venezolano Francisco Javier Pérez registra que la palabra se encuentra documentada desde finales del siglo XIX, cuando por entonces significaba una galleta dulce de color marrón, redonda y de bordes ondulados. La transformación de la galleta a órgano sexual de la mujer tuvo lugar, seguimos a Pérez, a inicios del siglo XX, lo que condujo a que se empleara la forma eufemística catalina para referirse a la galleta en adelante. ¿Y cómo diablos una galleta se convirtió en el órgano sexual de la mujer, a tal punto de desplazar cualquier término literal?
La docuserie remarca la condición expansiva de la metáfora, la cual una vez instalada puede echar múltiples ramificaciones.
El requisito más básico para entender la metáfora de la cuca es el borrón de la noción de metáfora formulada por Aristóteles en la antigüedad, según la cual o bien sirve para embellecer una obra literaria o para persuadir a una audiencia. Debemos entenderla, en cambio, en el sentido conceptual que desde los primeros años de la década del 80 lo vienen desarrollando George Lakoff, Mark Johnson, Zoltan Kövecses, Steven Pinker, Emiliano Rivano Fischer y los venezolanos Adriana Bolívar y José Luis Arria, entre otros prominentes estudiosos. Para la línea cognitivista de la metáfora, ésta es un recurso mental con el que le damos sentido al mundo día tras día. Pensamos mediante metáforas en razón de que nuestro sistema conceptual es de naturaleza metafórica. No se trata de restringirse a las formas lingüísticas y a los órdenes estéticos o elocuentes de significantes, pues la metáfora los desborda por ser mental. Otro principio que sustenta a la noción cognitivista de la metáfora es que está informada por la experiencia corporal y cultural de los individuos, quienes reciclan éstas a fin de conceptualizar y entender eventos nuevos y, en especial, conceptos abstractos.
De vuelta a la metáfora de la cuca, hemos de considerar que: a) está autorizada por la metáfora más primordial “tener sexo es comer”, sobre la que, por ejemplo, se apoya el cuento de hadas Caperucita Roja, de Charles Perrault, cuyo mensaje les advertía a las cortesanas que no perdieran la virginidad antes del matrimonio; b) el dulce de la galleta es un atributo con el que solemos metaforizar lo que disfrutamos (dulces sueños, dulce venganza, la dulce vida, una persona dulce, por mencionar ínfimos casos); c) la imagen esquemática de la galleta se proyecta sobre el órgano de la mujer, en términos de su chatura y las ondulaciones laterales, y d) no hay que dudar de que existe una perspectiva masculina desde la que se metaforiza la vagina, un aspecto que desarrollaremos en el siguiente punto. En resumidas cuentas, estos son los factores que gestionan la metáfora de la cuca.
De modo que otro punto loable de la docuserie de Netflix es que señala lo determinante que resulta la metáfora en las transformaciones del significado de las palabras a lo largo del tiempo. Ahondando en la misma idea, la docuserie remarca la condición expansiva de la metáfora, la cual una vez instalada puede echar múltiples ramificaciones. Un caso ejemplar es la metáfora del semen como leche (“la verga de Franco latía y de la punta brotaba un listón de leche…”, escribe la mexicana Fernanda Melchor en su novela Páradais), que deriva en queso si el hombre ha dejado de tener relaciones sexuales por un tiempo prolongado. Fijémonos, por lo demás, en que esta metáfora puede dar pie a una categoría gramatical distinta, tal como el adjetivo quesudo o con la típica elisión de la de intervocálica, quesúo. Otro ejemplo esclarecedor de esta cualidad tentacular de la metáfora se puede reconocer en las variaciones generadas por la palabra culo: se volvió un culo con la tarea (se complicó, se enredó); hoy anda con una cara de culo (está mal encarado); sus amigos le sacaron el culo (lo excluyeron); se fue de culo (falló, se equivocó); tiene picazón de culo (es una persona insoportable, fastidiosa); quedó con el culo al aire (quedó desprotegido); cara seria, culo rochelero (metáfora ontológica o personificación del culo para hablar de doble moral); o puede generar palabras compuestas e ingeniosas como cogeculo (un caos, un desorden): “la fiesta fue un cogeculo”, o culopeta, al objeto de mofarse de alguien: “tú no tienes armas. Será que me dispararás con la culopeta”.
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Dije que cuando la palabra cuca se hizo tendencia en Twitter, un grupo de mujeres desaconsejó su uso bajo el argumento de que se trata de una palabra que encierra a la mujer dentro de la lógica del patriarcado, en tanto que otro grupo de ellas vindicó su uso con orgullo. Por ejemplo, leí una que sin tapujos y con genuina ostentación decía que ella lo que tenía entre sus piernas era una cuca, mas no otra cosa.
Un primer hecho indiscutible es que un número sustancioso de metáforas de la relación sexual se ha formado desde la mirada masculina. Hace algo más de una década, la profesora de la Universidad Simón Bolívar Ana María Ramírez y yo emprendimos una investigación que tuvo entre sus resultados que las metáforas del sexo conceptualizan el pene como algo que destroza (emburrar), rebana (echar machete, pasar por el filo) o perfora y lacera (puyar, clavar). Pinker advierte que estas metáforas tienen verbos transitivos, por lo que hay un paciente que es modificado por un agente, mientras que las mujeres, en contraste, son proclives a usar verbos intransitivos, con los que enmarcan la relación como un acto en pareja, en concreto hacer el amor, tener sexo, y tener relaciones sexuales.
Lo que celebro de lo que acaso es un efecto lateral de La historia de las palabrotas es que muestra que los reclamos y las apropiaciones de estas minorías han exigido luchas.
El segundo hecho inobjetable podemos introducirlo con una vieja anécdota: un día mi amigo X y yo fuimos invitados a la reunión de unas amigas. Mientras conversábamos en la sobremesa, nuestra amiga Z cortó abruptamente la conversación en curso para contar que había soñado que X había muerto. Confieso que se apoderó de mí lo que supongo es un miedo atávico por el lenguaje de los sueños o, más que lenguaje, por el anuncio del que supuestamente son portadores, y creo que el resto de la compañía compartía mi temor, a juzgar por sus rostros sobrios y el silencio que cayó sobre lo que hacía pocos segundos era pura festividad. A continuación, Z siguió relatando el contenido onírico: ella asistía con puntualidad al funeral de X, cuyo cabello era tan largo que salía del ataúd e inundaba la sala. Al acercarse a verlo por última vez, X abría los ojos y le solicitaba con voz de ultratumba que le hiciera el favor de meterle los pelos “pa dentro”. No paré de reírme cada vez que recordé este chiste durante los siguientes días. Como se hace evidente, Z se había apropiado de un género, un tono, un registro y unos referentes propios de hombres para jugarle una broma a mi amigo, y había funcionado de maravilla. Lo que me propongo hacer notar en esta parte es que las mujeres han pasado a hacer suyas y a reclamar el uso de palabrotas que les habían sido ajenas y, particularmente, las que les habían sido perjudiciales, proceso que, ya he señalado, se denomina saciedad semántica. Un caso a la par con el que me topé hace unos días fue el constante uso del verbo coger en el ensayo de la escritora argentina Tamara Tanenbaum El fin del amor: querer y coger en el siglo XXI, uso que, hasta donde recuerdo, era inimaginable en la boca de una mujer en los años 80 de mi infancia y en los 90 de mi adolescencia.
En su influyente libro Estigma: la identidad deteriorada, el sociólogo norteamericano Erving Goffman revela que los grupos estigmatizados acostumbran usar los términos peyorativos entre ellos como una especie de lazo tribal. Pinker afirma que otro de los círculos de donde habitualmente se extraen palabrotas es justo el de los grupos sociales, tal como sucede, pongamos, con la palabra nigguh, variación de nigger, en el clásico cuento Flying Home, del escritor afroamericano Ralph Ellison, en el que con este insulto se busca despojar a un afroamericano de su destacada condición de aviador de guerra. Lo que celebro de lo que acaso es un efecto lateral de La historia de las palabrotas es que muestra que los reclamos y las apropiaciones de estas minorías han exigido luchas y, muy por encima de eso, mucha creatividad y trabajo arduo a través de los años, lo cual formula una perfecta antítesis de las reducciones con las que opera la actual cultura de la cancelación.
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Aquel 27 de agosto de 2013, los vecinos vieron a la señora Matilde alzar los brazos, como si con el gesto quisiera estrechar el cielo contra su pecho, y, a continuación, persignarse e invocar una y otra vez el Ave María Purísima. A pocos metros de ella, yacía el cuerpo del delito: un televisor encendido, que apenas míseros segundos atrás había transmitido a Nicolás Maduro, uno de los sospechosos habituales, perpetrando la tergiversación de poner a Cristo a multiplicar penes en lugar de panes como, sabemos, reza la historia bíblica. A diferencia de la pequeña Elvira, quien recurre al jabón para lavarle la boca a su ratoncito Cerebro cada vez que cree que éste ha dicho una grosería, la impureza que había entrado por el oído de la señora Matilde difícilmente podía esfumarse con una lavada, así como tampoco podía eliminarla por mucho que se afanara como el asesino del magistral cuento de Ray Bradbury La fruta en el fondo del tazón, quien es capturado por la policía horas después del crimen, puesto que consumió el tiempo borrando obsesiva y compulsivamente sus huellas, lo que incluso hace sobre el pomo de la puerta cuando es sacado de la casa. ¿Qué podía hacer la señora Matilde con esa imagen que parecía fijada en su mente para siempre? ¿Cómo retornar a la normalidad de la vida con aquella escena escabrosa, más atroz que cualquiera de los círculos infernales imaginados por Dante, anclada a sus pensamientos? El caso de la señora Matilde viene a dirigir nuestra atención hacia el hecho de que, por mucho que nos esforcemos en ignorarlas, una vez alcanzan nuestro oído las palabras vulgares nos afectan, lo que, para Pinker, es un atributo natural de la palabra mágica, pues aunque la constituye una relación de arbitrariedad entre el significante y su referente, sentimos que establecen una conexión directa (recordemos de pasada el caso de guatitumoder que, ya sabemos, nada tiene que ver con coño de tu madre, pero que funcionaba como un insulto entre quienes habíamos aprendido la palabra).
El experimento denominado Stroop effect puede explicar por qué reaccionamos automáticamente a las palabrotas. En un primer momento, el participante de este experimento debe decir los colores con los que varía una misma palabra (la palabra casa en negro, blanco, gris, etc.). Luego, el nivel sube para solicitarle que nombre los colores contenidos en palabras que coinciden con el color (la palabra negro en color negro, la palabra blanco en color blanco, la palabra gris en color gris, etc.). La siguiente fase exige que el participante nombre los colores contenidos en palabras que significan colores diferentes (la palabra negro en color blanco, la palabra blanco en color rojo, la palabra gris en color verde, etc.). Lo que sucede en esta última etapa del experimento es que los hablantes hacen una larga pausa para concentrarse y decir el color, en vez de la palabra. Si intentáramos el Stroop effect con palabrotas, digamos que tuviéramos que identificar el color verde dentro de la palabra mamagüevo, caeríamos rápidamente en cuenta de que la palabra atrapa toda nuestra atención. Este experimento sirve para explicar que, puesto que hemos interiorizado el aprendizaje de las palabras, una palabrota funciona, incluso, contra nuestra voluntad.
La metonimia puede ser un mecanismo reductor de la persona.
Algunos hallazgos conquistados recientemente por las ciencias del cerebro apuntan a que, adicional a la reacción automática, las palabrotas evocan respuestas emocionales, en razón de que, al igual que otros mamíferos, el cerebro humano tiene un sistema límbico que regula las emociones y se conecta con el hemisferio derecho de la neocorteza, área en la que se presume se encuentran localizadas las connotaciones de las palabras. Ahora, lo que quiero valorar del programa en esta parte tiene que ver precisamente con la experimentación llevada a cabo en algunos episodios y con las referencias a avances de las ciencias cognitivas en materia del lenguaje, que si bien no dan cuenta del fenómeno en su amplitud y complejidad, al menos sirven para introducir al espectador en su estudio riguroso y actualizado.
Lo menos
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Echo en falta la presencia del portentoso recurso mental que representa la metonimia al momento de formar palabrotas. Entendamos por metonimia el acceso mental que tenemos a un dominio mediante una de sus partes. Decimos, por ejemplo, “Venezuela tiene una fuga de cerebros” (a través de cerebro tenemos acceso a la persona inteligente o bien educada), “se robaron un picasso” (a través del creador Picasso tenemos acceso a la obra), o vale recordar el uso de la palabra culo para acceder a una mujer, expresión que parece en desuso, pero que resultaba corriente hace algo más de una década en Venezuela, como en la oración: “La playa estaba full de culos”. Como se observa en este caso, la metonimia puede ser un mecanismo reductor de la persona; por esa razón suele aparecer en ambientes en los que se le niega la condición humana a un grupo social, sea por el género, el gentilicio, el color de la piel o alguna otra condición. Ejemplos son los focos sobre las partes sexuales prototípicas de miembros de la comunidad gay, quienes pueden ser tratados despectivamente como huecos, en Guatemala. Hay metonimias de eventos complejos que consisten en el acceso a la totalidad del evento por medio de una de sus fases. Pongamos por caso la expresión “ellos se están acostando”, la cual con sólo hablarnos de un momento del coito nos permite entender que habitualmente la pareja tiene sexo, pues queda claro que van más lejos que sólo acostarse. Puede ocurrir que la acción durante un momento del evento complejo se transforme en otra categoría gramatical, como es el caso de soplar la nuca en la relación homosexual entre hombres, la cual pasa a formar el sustantivo soplanucas, en Ecuador. La fecundidad de la metonimia es que puede hacer un dúo conceptual con la metáfora. A modo de ejemplos, pensemos en la combinación hueco (metonimia) + zarcillo en la metáfora argolla, que tuvo su uso en Venezuela para referirse despectivamente a un gay; en la combinación vagina + cachapa en el sustantivo metafórico cachapera (mujer que tiene actividad sexual con su vagina o cachapa), que aún se usa en Venezuela como una referencia ofensiva a una lesbiana, y la combinación rosado + pescado de la metáfora pargo (elisión del color toda vez que se maneja el referente y, suponemos, por economía del lenguaje), que parece de escaso uso en la Venezuela actual, pero que alguna vez fue de uso común como forma de referirse despectivamente a un gay, metáfora potenciada a menudo con la partícula -ete, como en parguete.
Si echo de menos la presencia de la metonimia es porque, a mi entender, este mecanismo conceptual podría arrojar luces sobre un caso como el de la transformación del significado golpear al coger de la palabra fuck. A los espectadores sólo nos ofrecen la asociación que una de las invitadas del arte del espectáculo, la comediante Nikki Glaser, establece entre golpear y los golpes propios de los cuerpos durante la relación sexual. Mi hipótesis es que se trata de una metonimia de evento complejo en la que golpear, el choque de los cuerpos, es un momento del acto sexual que funciona para referirse al todo. Hay otros casos que apuntan en esta dirección. Uno de ellos es el conjunto de metáforas analizadas arriba, en las que el pene es concebido como un objeto que hiere, corta o destroza, como lo vemos en las realizaciones “clavar”, “echar machete” y “emburrar”. Otro caso concierne a las onomatopeyas con las que aludimos al acto sexual. Notemos que los sonidos recurrentes son los oclusivos o explosivos ([t], [k], [b], [g]), es decir, los que se articulan como una ligera explosión. Esto podemos identificarlo en esta línea de la novela Los días de la peste, del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán (los subrayados son míos): “…para que sus vecinos no escucharan nada a la hora del ñaka, a ella que le gustaba gritar tanto”; en la serie de chistes cortos en forma de preguntas: a) ¿Cómo se dice hacer el amor en africano? Tetumbo Latanga; b) ¿Cómo se dice hacer el amor en ruso? Teklabov, y c) ¿Cómo se dice hacer el amor en japonés? Tomatu Yukota, y en la sustitución de otros sonidos y grafías por los oclusivos güevo y güebo por huevo. Adicional a los sonidos oclusivos, se puede añadir su repetición, como si del ir y venir de la penetración se tratase: “¿Y el ñaca-ñaca?”, escribe el escritor colombiano Luis Noriega en la novela Donde mueren los payasos. En el cine, el choque de los cuerpos puede convertirse en un recurso de enorme valor expresivo. Pienso concretamente en un segmento del filme Las elegidas, del mexicano David Pablos, en el que la relación sexual ocurre fuera del campo visual y los espectadores tenemos acceso a ella sólo a través del sonido de los golpes corporales. Otra práctica en la que el golpe es el elemento prototípico de la relación sexual es la de los afrodisíacos, ejemplificado muy bien con el rompecolchón venezolano.
Lo que sí creo que estaba al alcance de la mano de esta docuserie y que, a no dudarlo, habría alumbrado las zonas opacas en los exámenes acometidos, era un análisis contrastivo con otras lenguas.
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Opino que la heterogeneidad del grupo de invitados que debate las palabrotas brinda riqueza al programa, en virtud de sus respectivas ópticas académicas, artísticas, políticas y cotidianas. Con todo, es imperativo enmendar un error que comete la lexicógrafa Kory Stamper en el tercer episodio de la docuserie, cuando afirma que la rama de la lingüista que se encarga de la lengua en uso es la semiótica. Conviene precisar que la rama lingüística a la que le atañen dichos usos es la pragmática, la cual se cimienta sobre el estudio de los actos de habla, la cortesía verbal, el principio de cooperación, el principio de relevancia, los géneros discursivos y las metáforas y las metonimias, entre otros. La lingüística, digámoslo todo, es una disciplina dentro de la semiótica, o semiología, que se encarga del signo lingüístico, y cuyo padre es el semiólogo Ferdinand de Saussure, mientras que otras disciplinas semióticas se ocupan de los signos en diferentes ámbitos del quehacer humano, tales como el cine, la publicidad y la pintura, entre algunas que cabe mencionar, y han tenido a representantes como Charles Peirce, Charles Morris y Umberto Eco, por apenas dar unos pocos nombres ilustres.
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Una queja reiterada es que La historia de las palabrotas debería tener una versión que explore el origen de las palabrotas en español. Por lo pronto, me parece que tal proyecto es quimérico, dadas la inmensidad del territorio hispanohablante y las respectivas variaciones del español. Lo que sí creo que estaba al alcance de la mano de esta docuserie y que, a no dudarlo, habría alumbrado las zonas opacas en los exámenes acometidos, era un análisis contrastivo con otras lenguas. Tomemos por ejemplo el caso del golpear de fuck y su presencia en la lengua española.
Palabrotas al infinito y más allá
El rover Perseverance arribó al planeta Marte el 18 de febrero de este segundo año pandémico. Elon Musk, CEO de SpaceX y Tesla, asegura que pronto instalará la primera colonia humana en el planeta rojo. Miro a mi hijo Líam, de apenas ocho meses, y pienso en las experiencias del futuro que, si se cumple lo programado por los entusiastas de la conquista espacial, él alcanzará a ver. Trato de imaginar cómo esta nueva experiencia corporal y cultural condicionará la existencia de palabrotas metafóricas o metonímicas que tendrán funciones eufemísticas, difemísticas, catárquicas, descriptivas y otras más. Ensayo una que pudiese dirigirse a los políticos corruptos y mercachifles afines que nunca faltarán: “Anda a lavarte ese anillo de Saturno”.
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