
Toda
ciudad, como entorno físico habitado por los hombres, tarde o temprano
deviene generatriz de su propia mitología. Monumentos, edificios, avenidas y
personajes se vuelven emblemáticos por una u otra razón e inciden en la
manera como los habitantes perciben y expresan la urbe.
Una de las ciudades más importantes de Venezuela es Maracay, la capital
del estado Aragua. Hoy uno de los polos industriales del país, en el pasado
fue asiento y querencia de Juan Vicente Gómez, el dictador venezolano que por
veintisiete años —entre 1908 y 1935— gobernó con la mano férrea del
hacendado prestado al quehacer de la guerra, y cuya corte le prodigó el
título de Benemérito. Maracay es también la cuna de la aviación
venezolana y una de las ciudades baluarte de la fiesta brava en nuestro país,
con su plaza de toros, la Maestranza César Girón, émulo arquitectónico de
la de Sevilla.
A mediados de 2003 apareció El poema de la ciudad, un minucioso
retrato de Maracay en el que se unieron la pluma del poeta Alberto Hernández
(Calabozo, Guárico, 1952) y la cámara de Wilson Prada, que el tiempo —estamos
seguros— se encargará de situar entre los más hermosos homenajes dedicados
a la Ciudad Jardín de Venezuela, como también es conocida.
El poema de la ciudad narra en tono poético los hitos históricos que
convirtieron a Maracay en el centro metropolitano que es actualmente. Se
remonta a la fundación de la ciudad (Pedro Álvarez, / Perálvarez era, /
y se quedó, el primer blanco visto por ojo desta tierra, / en los libros bajo
la sombra de un árbol), glosa las visitas de los ilustres viajeros, el
obispo Mariano Martí en el siglo XVI (del hablar, la proliferación
inculta. del escribir, la profusión analfabeta, dijo encontrar Mariano Martí
en el populacho: en suma, Dios es sólo nombre a la hora de la muerte) y
el barón Alejandro de Humboldt en el nacimiento del XIX (Por sus ojos
entraron los lagos de Neuchatel y Ginebra / y entonces Suiza fue imagen en el
de Tacarigua. / / El Nuevo Mundo comenzó a ser visible en junio de 1799),
avista los aviones que fundaron en estas tierras la aeronáutica local (Allí
está el avión, abierto a los curiosos, esperpento de estas horas menguadas)
y se lanza hacia el presente con la descripción de las modernas tragedias,
como el desborde del río El Limón en 1987 (Al final, la muerte asomó sus
recaudos / bajo los troncos que habían sido árboles felices en la montaña,
/ dos cuerpos: / las manos tomadas, enlazadas para el viaje, / abrigan la
esperanza de que la ausencia dignifique el dolor), configurando en líneas
generales el propio poema de la ciudad (El poema de la ciudad es
subversivo, practica la rebelión civil y militar y no sabe de juicios porque
sólo es susceptible al juicio de las rodillas de su novia).
En una edición limitada de doscientos ejemplares, el libro fue publicado
por una alianza editorial en la que participaron Blacamán Editores, Ediciones
Estival, La Liebre Libre Editores, la mexicana Ediciones Presagios y Editorial
Umbra.
Además de poeta y narrador, Hernández es periodista y docente (de él
puede leerse también en esta edición de Letralia
una reseña sobre el poeta venezolano, recientemente fallecido, Juan Sánchez
Peláez). Dirige el suplemento cultural Contenido, que circula en el
diario El
Periodiquito, de Maracay. Tiene un postgrado en literatura
latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar y fue fundador de la revista
Umbra. Ha publicado, entre otros, los poemarios Nortes (1994) e Intentos
y el exilio (1996). No es la primera vez que hace un ejercicio de
cartografía literaria como este, pues ya en 1999 había publicado el libro de
crónicas Valles de Aragua, la comarca visible.