Nadie sabe
nada
Adam llegó vivo a Berlín Occidental. Salió de la Estación Central; se
dirigió a la parada de taxis. Se sentía bien; decidió comerse una salchicha
en uno de esos carritos ambulantes. El televisor, en blanco y negro, era una
miseria, pero se podía escuchar. Al fin y al cabo, pensó, la
sangre es sangre y un cuerpo destrozado, a veces es mejor imaginárselo.
Lo de Galilea no se aclaraba, pero se suponía un accidente. Los detalles del
cuerpo mutilado, a la salida de Dortmund, le parecieron exagerados, lo mismo
que su historial. La acuciosidad y la finura de la información le llamaron la
atención: de origen judío, pero sin tradición religiosa ni ritual.
Eso había que saber entenderlo. Encargó otra salchicha. El café no estaba
bueno.
Lo inquietó que no se mencionase a Veron Philpott; no tenían para qué
mencionar que era hija del general inglés que después de la liberación de
Hamburgo había ordenado la reclusión de los judíos que habían sido
devueltos de Palestina, en los mismos campos de concentración nazis; pero por
lo menos decir que habían encontrado su cadáver junto al de Galilea.
Buscó un hotel, cerca de la Estación Central, tomó una pieza, subió al
tercer piso, se tendió encima de la cama y durmió, tranquilo, bastante
tranquilo, un par de horas. Las horas de ventaja le daban esa tranquilidad.
Despertó de buen humor. Bajó, preguntó dónde podría comer a esa hora.
Le indicaron varios locales de ambiente tercermundista. Le llamaron un taxi.
Lo tomó con el agrado de haber recibido una información correcta. Adam
conocía bastante bien los dos lados; pero siempre preguntaba, por placer; y
también, un poco, por la manía profesional del chequeo de la información.
Satisfecho le pidió al taxista que lo llevara al famoso Checkpoint-Charlie.
Bajó. Comenzó a caminar por el camino de cebra.
—Está cerrado —le informó un PM norteamericano.
—¿A este lado o al otro?
—Al otro, por supuesto —respondió el muchacho de mala manera. Adam lo
miró y se encogió de hombros.
—¡Gracias! —le respondió y lo eludió. El muchacho no se movió, y
Adam siguió caminando. El PM se dio vuelta y lo vio avanzar con tranquilidad.
—¡Idiot! —exclamó y comenzó a ajustar los prismáticos.
Al otro lado, un Vopo, también imberbe, hizo girar tres veces la manilla
de un aparato telefónico.
—¡Herr Paul! Alguien está cruzando.
—Alguien está cruzando —le informó Paul a Fischer.
—Ya era hora —dijo Fischer—. Es su estilo —Y pensó: El viejo
estilo—. ¡Tranquilos! ¡Muy tranquilos! —recomendó—. Por ningún
motivo los focos. Paul pasó las recomendaciones de Fischer, pero a su manera
y en su tono.
Al poco rato, un Vopo con jinetas de cabo informó:
—Según documentación, se trata de un ciudadano de la RDA.
—Déjelo pasar —ordenó Paul y cortó. Fischer ya había tomado su
abrigo negro de cuero. A Paul le causó desagrado: iban a su encuentro; le
hubiese gustado haberlo hecho esperar en un calabozo. Pero Fischer no lo
había considerado así. Si lo hubiesen discutido, pensó Paul caminando por
el oscuro pasillo detrás de Fischer, tal vez se hubiesen puesto de acuerdo, o
tal vez él hubiese sugerido una breve y rápida consulta al Ministro del
Interior; esa era su manera de actuar. Pero el maldito Fischer era demasiado
aficionado a tomar decisiones por su cuenta.
Desde el lado occidental, un civil observaba la escena, y la iba
describiendo vía telefónica a Colonia. Hasta la caseta que permitía el paso
a la barraca de latas donde estaba el Control de Pasaportes, fue fidedigno.
—¿Será lo correcto? —le consultó el Encargado de Fichas a su
Director General, en una oficina de Colonia, después que cortaron de Berlín.
—En ajedrez —dijo el Director General Zuckermann—, cualquier peón
puede llegar a ser dama —el joven Encargado de Fichas guardó silencio. Los
otros segundones también—. Y cuando ya es dama —siguió el Director
General—. Siempre se elige una dama... En ajedrez, como en esto, hay una
obligación: jugar... ¿Me entiende?
—Intento, señor.
—Esa es la mejor analogía para un doble agente —señaló el número
Dos en el mando, que se dedicaba a esperar y a sentenciar, siempre bien, las
razones del DG; con frasecitas de ocasión según sus detractores.
—De la inestabilidad de un doble agente —corrigió el número
Tres, que ya sabía que nunca llegaría a ser número Dos, y se dedicaba a
hacer notar su superioridad técnica, según sus adherentes, poco
respaldada políticamente—. Durante todo el juego uno pretende llegar a
tener, con un simple peón, otra dama. El problema se presenta cuando, poco
antes de entrar a dama, ya le tienen una trampa mortal, y el jugador no se
ha dado cuenta. —la insidia que había en la última frase no pasó
desapercibida para sus superiores; pero ambos la ignoraron con delicadeza.
(El jugador, siguiendo el pensamiento del DG, era, obvio, según la
nomenclatura, él mismo. El superior inmediato, el ministro del Interior,
aunque diese las órdenes que diese, siempre, históricamente, estaba fuera
del juego; incluso el Canciller, el Presidente de la República o quien fuera:
estaba fuera de juego. Las tensiones entre los Servicios de Información era
un asunto que no admitía ingerencias no técnicas. Los analistas
sostenían que los espías tienen un mundo aparte, que no tiene nada que ver
con los acuerdos o desacuerdos entre políticos. Nunca, ningún Estado, ni El
Vaticano, había logrado someter plenamente a la autoridad estatal los
Servicios de Información. Porque su naturaleza lo impide, sostenían
algunos.)
—¿Quiere decir, señor —preguntó el joven Encargado de Fichas—, que
Volker Adam, ahora, tiene el poder de una Dama en juego?
La pregunta era ingenua, pero técnicamente competente.
—Así es —respondió con sequedad el Director General. El silencio de
sus directores adjuntos lo corroboraba.
—Una jugada, ¿en beneficio nuestro? —preguntó de nuevo.
—Aparentemente... pero a la larga... de ellos —silencio. El joven
tenía otra pregunta, pero no la hizo—. Hace tiempo que están ofreciendo
hacer tablas —comentó el DG con cansancio—. Pero yo me he negado a ese
paso.
—¿Por qué, señor? —la pregunta sonó destemplada.
—A ellos les conviene un empate con todas las fuerzas más o menos en
pie. Yo prefiero el desgaste. Pero, de repente... ¿Me entiende?
—No, señor.
—Obvio, no me puede entender. El problema es que, en determinados
momentos, la decisión de ciertas acciones pasa a manos de la gente de campo,
me refiero a esos malditos como Fuchs, o Fischer, al otro lado; y esos tipos
no dominan una estrategia global, y cuando han estado mucho tiempo en acción,
tal vez gozando de ciertos excesos de confianza, sólo persiguen un golpe para
aniquilar. Lo que puede generar que la caída sea inminente, en un
momento inapropiado. Una guerra con espías, es una guerra con gente
que piensa, y no una guerra con soldados que sólo se limitan a disparar.
¡Mierda! César, Napoleón, y todos ésos, ahora, en este contexto, no
serían nada... ¡Maldita sea! ¡Aprenda a jugar ajedrez!
—Sí, señor —dijo el joven, confuso, pero no ofendido. Sabía que los
lacayos del BND, Bundes Nachrichten Dienst (Servicio Federal de
Informaciones), no se podían ofender.
—¡Brillante! —dijo el número Dos—. En verdad: una clase magistral.
El número Tres guardó silencio, y pensó: No tanto. Pero tiene algo de
razón. Reconocer, así, su fracaso técnico, ante testigos, por adelantado,
no es un acierto, pero políticamente es genial.
(Al Otro Lado, en Ost—Berlin.)
—Los guerrilleros se matan entre ellos —les dijo Adam a Fischer y Paul,
en Berlín Oriental—. Se corrompen, se separan de las masas. Los
guerrilleros ya no ponen en jaque a nadie y matan a los inocentes.
Fischer apenas aspiraba su pipa, sentía que la había cargado con la
precisión de un manual; y la disfrutaba. Pensaba mantenerla viva todo
el interrogatorio. Esta idea lo hizo recordar el Kuratorium de Colonia.
—Y todos dejan de tener esperanzas —aceptó Paul—. Pero nosotros
seguimos esperando a alguien con sus gestos dignos —Adam recorrió con la
mirada la superficie de la mesa sucia, gastada, símbolo de la pobreza que se
ocultaba—. En realidad nos hemos puesto apáticos —siguió Paul—.
Nosotros estamos tristes y desengañados.
—En los países capitalistas no cambian las indignas relaciones de
producción. En el Este la corrupción no tiene nombre, y ustedes lo saben. En
los países capitalistas los obreros tienen autos Mercedes Benz; y poco a poco
las fuerzas del trabajo van siendo reemplazadas por autómatas.
Fischer se dio cuenta que Adam razonaba con desesperación. Sabía que
discurrir sobre esos temas con Paul era inútil. Le interesaba el porqué Adam
lo hacía. No quería pensar en una entrega total de Adam. No correspondía al
carácter de Adam ni al estilo impuesto por Fuchs.
—El trabajo ya no dignifica al hombre –siguió Adam—. El trabajo
nunca lo ha dignificado, y ahora se ha convertido en algo despreciable.
Paul se contuvo. Fischer y Adam se dieron cuenta, pero Adam siguió; su
manera críptica, de oficio, irritaba a Paul.
—Los especuladores financieros controlan desde los votos hasta la ropa
interior de las secretarias y de los ministros. La ética se ha convertido en
algo ridículo —sostuvo Adam; y Fischer le agregó con suavidad, así como
alguien que enciende con delicadeza la mecha de un explosivo:
—Aquí y allá.
De pronto, bruscamente, Adam cambió de tema.
—Yo sé lo que saben los que quieren saber. El tipo llegó, entró y
dijo: Estoy loco. No aguanto más. Estoy loco. La tipa, confundida, le
contestó que no le creía. Él sacó su pistola de servicio y se disparó.
Adam imitó el gesto de un tipo que se vuela los sesos. No el hecho sino la
mueca de Adam, su ceja derecha levantada, su boca retorcida, sus bigotes y la
visión asquerosa de su dentadura amarillo-marrón causaron repulsión a Paul.
Fischer, simplemente aspiró una buena cantidad de humo.
—Una escena con sesos desparramados —siguió Adam—. Una mujer
afirmada en una pared que ya no existe; los gritos de una camarera con
delantal blanco, y un chofer que no logra mantener su gorra puesta, mientras
amontona y recoge una materia indefinible... Luego un funeral silencioso,
breve, muy observado, un jueves por la mañana. La mujer que encabeza el
pequeño cortejo —sigue Adam—, es altiva y bella, y no se ha cubierto el
rostro. La ceremonia es simple, rigurosa, lenta, y calculada.
Fischer expulsó el humo. Adam era una sorpresa. Paul pasa de una
desagradable sensación de desequilibrio al desencanto, y del desencanto a la
furia, y de la furia al temor, a la pequeñez.
—Hombres de parcos gestos y de pesados revólveres —sigue Adam sin
ironía en su tono—, son responsables de que nada perturbe el silencio. Algo
atroz en la mujer, persiste en negar el verdadero quehacer del suicida.
Fischer recordó a Lutz, el hombre que ellos tenían en el más alto nivel,
en Chile. Pero era todo tan lejano y nostálgico, que incluso le causó placer
recordarlo. Recordó que había odiado, admirado y envidiado a Lutz.
—Jefe de jefes de individuos dedicados a la tortura; graduado en
profesión que dicen alivia los males de la mente, acumuló un repertorio
demasiado vasto de horrores y de culpas, de quienes fiscalizaba, que su mente
de cómodo aristócrata, se negó a tanto crimen y a tanta infamia.
Paul no sabía y no lograba entender de qué hablaba Adam. No le
interesaba; era un creyente de principios rígidos. Como un fervoroso pastor
evangélico, prefería el castigo físico a la tortura psicológica. Pensaba
que si Luther se hubiese impuesto, no quedaría ni un solo maldito infiel
vivo. No entendía a Fischer. Lo encontraba permisivo y retorcido. Y le dolía
la confianza que el Comité Central depositaba en ese judío inclasificable.
—Decía que de noche lo perseguían cadáveres de torturados, que él no
había visto ni tocado. Y a todo el mundo le aseguraba que él sólo cumplía
órdenes, y que sólo se entendía con los profesionales que atendían
a los torturadores enfermos de tanto torturar.
Fischer siente que Adam le envenena los recuerdos. Y siente que lo está
acusando. Hay que proteger a Lutz, pase lo que pase, le había
reiterado H. personalmente. El mismo H. que lloraba recibiendo prisioneros
liberados de los campos de concentración de Pinochet.
—Yo la conocí. Me pareció atractiva, incluso antes de conocerla.
Fischer sabe que Adam miente, y hasta que no se da cuenta que Adam está
haciendo el papel de Fuchs, todo le parece una fantasía, una nostalgia. Le
desagradó esa maniobra, ese rebajamiento de Fuchs.
—No me pregunto si le servirá de algo creer en Dios. Me pregunto qué
hará Dios con tipos como usted —intervino Paul con irritación.
Adam lo ignoró y concluyó:
—A mí ella me lo dijo así: Ya me he indignado por la muerte de las
víctimas; ahora tengo sed de piedad por los otros. No sé lo que es ser
culpable. Dudo de la Justicia. No creo en la venganza, y sospecho que no ayuda
a nadie, a parientes inmediatos o deudos lejanos.
Fischer, molesto, decidió cambiar el terreno del enfrentamiento, tanto
físico como emocional, aunque eso le significase un par de malditas horas de
viaje. Sacaron a Adam del principal edificio de la Stasi en Berlín Oriental
con el propósito de llevarlo a Krakau, a la casa donde habían vivido sus
padres; pero en la carretera, como un iluminado, Fischer cambió de opinión.
Eliminó a Paul y negoció con Adam.
Pasaron a Berlín Occidental y Adam lo entregó. No era lo que quería
Zuckermann, pero era lo que más satisfacía el odio y el remordimiento de
Adam. El barullo que había en el pasillo del edificio del BND en Berlín
Occidental era insoportable. Recién entonces Adam, al pasar, le dijo a
Fischer que Flornt Fuchs, su archienemigo, había muerto de un balazo en el
estómago en un bosque de Colonia. No quiso decirle que la señorita Philpott
le había disparado por la espalda.
—Entonces, ¿con quién voy a negociar?
—No hay nada que negociar —respondió Adam—. Ustedes perdieron
—le dijo y le guiñó un ojo.
—Eso está por verse –amenazó Fischer, pero Adam no lo escuchó.
Después pasó lo que pasó. Fischer fue recontratado y le encargaron algo
en Paraguay, desde donde hace continuos viajes a Santiago de Chile. Zuckermann
se negó indignado a participar con él en un programa de televisión;
similares suyos: rusos e ingleses, franceses y norteamericanos no tuvieron
ningún problema. De Adam: nadie sabe nada. (Algunos suponen, y temen, y
seguramente con razón, que debe estar escribiendo sus memorias en algún
recoveco cálido del sur de España o en África. Descartaron cualquier país
de América Latina por el asco que sentían Fuchs y Adam, parejamente, por
chilenos y argentinos).
Las pelas de los churros
Me dicen que van a reponer el tren. Me gustaría, pero no lo creo; no lo
creo posible. Me dicen que anduvieron unos gallegos por estos lados. Bastante
amables, los encontró Pamela. Y dice que con la mujer del Gobierno que
acompañaba a los gallegos, se hicieron yunta. Yo no creo en esas yuntas, yo
no creo en esas amistades, en esas amistades de los del Gobierno y nosotros.
Dicen que hasta podrían poner una Estación aquí. No lo sé; pero es
probable que los gallegos sean menos indignos que los chinos; los chinos
también anduvieron por estos lados, pero se les hizo; yo les dije: los
chinos sirven sólo para vender tiras.
—Japoneses —corrigió Pamela que había leído en un diario que a los
japoneses no se les debe seguir llamando chinos. Por eso de las
inversiones y de que así el país crece. Y a los judíos y a los
árabes no se les debe decir turcos, como se acostumbra en Chile. No
quiero más, le dije esa tarde que me llevó a pasear y me dijo llena de
esperanzas: Ahora sí. Esa vez, nadie pensó en los turcos; pero yo
sí.
—Ahora sí que vas a escuchar el tren —me dijo Pamela llena de
esperanzas. Pamela, igual que casi todos los de por estos lados, se ilusiona
con facilidad. Su mente es tan fértil, como todos los de por aquí. Se
ilusionan con poco. Les dicen: Justicia Social, y sueñan después con
la Justicia Social. Ustedes necesitan Justicia Social, y después
repiten: Queremos Justicia Social. ¡Arriba la Justicia Social! Todo se
anida en su mente; y sueñan, por días, por meses, por años. Lo peor es que
después no abortan esas ilusiones que nos vienen a contar por estos lados,
sino que las almacenan en su cabezotas soñadoras. Que van a poner agua
potable; que nos van a sacar a todos los que vivimos en las cuevas y nos van a
llevar a unos departamentos; que nos van a regalar unos plásticos; que van a
venir unos jóvenes, que ya casi son médicos, y nos van sanar a todos, que
van a dejar de hacer sus cosas, para vernos a nosotros. Todo eso, todo eso se
les anida en su cabeza. Y ahora Pamela, porque a mí sólo me interesa Pamela,
con lo del tren anda vuelta loca. Me pide que no le mate, que no le ahogue sus
esperanzas. Yo le digo que las promesas cuando no se cumplen son engaños.
Desea fervientemente que haya un Paraíso, para que la vida acá se nos haga
un poco menos amarga, menos sucia; y sueña.
No es que no me guste que sueñe, que avance; porque ella avanza, ve el
futuro; yo: retrocedo, veo el pasado, y recuerdo; ella sueña y ama, yo
recuerdo y odio; odio como todos los que han sido amados y han dejado de ser
amados. Estuvimos tan cerca del Techo para todos, en esos momentos que
hubo Pan para todos. Pero, claro, entonces los que ganaban, no ganaban
todo lo que ambicionaban ganar; no había tantos pobres, lo bastante pobres,
para que ellos fuesen lo bastante ricos. No había bastante Crecimiento
Económico para su desmedida ambición. Esa ambición los convirtió en
seres despreciables antes de cometer los crímenes que cometieron; ya no les
bastaba con matar por hambre; tuvieron que recurrir al Ejército para matar a
tiros.
A veces no es tan malo vivir revisando el pasado; se encuentra uno con
momentos que vale la pena recordar, pero cuando se ha vivido, en poco tiempo,
tanto y tan sublime, recordar se convierte en un hábito doloroso.
—No sufras —me dice Pamela—. No quiero que sufras, no me gustas
cuando sufres. No recuerdes.
—¿Y cuándo te gusto? —le pregunto.
—Cuando me enseñas —me dice—. Cuando recuerdas con emoción, y así
como el brote de una semilla nace, incluso entre los escombros, tus palabras
me hacen comprender.
—¡Vaya! —le digo yo, para no decir nada, para disfrutar el momento, y
así poder recordar tranquilo. Sí, no sé si me gusta recordar. Digamos que
es algo que no puedo evitar. Sí, yo hago primero, después pienso; cuando
pienso y después hago, nunca me sale lo que quiero, lo que persigo; siempre
las variaciones, los detalles, son más fuertes, así como ahora, como ahora
que no quiero pensar que el tren de nuevo pasará por mi casa, y oiré a mi
madre, en la noche, diciendo:
—¡Ahí va el papá!
Y yo, debajo de las sábanas, esperando el cuarto pitazo: Los tres
primeros, de reglamento: Tu-tu-tu, quiere decir que se acerca un túnel. Y
el cuarto, el mío: Tuuu, quiere decir: yo. Yo-aquí-voy-cha-ca-cha-ca.
Yo-aquí-voy-cha-ca-chaca. ¿Es-ta-rá-dur-mien-do-mi-Car-liii-tos? Y el
quinto, desde lejos: Tuuu, ya-pa-sé, ya-pa-sé, ya-me-voy, ya-me-voy.
Vol-ve-ré. Vol-ve-ré.
Los turcos, con eso del petróleo, y los yanquis, con eso de los camiones
con asientos, que aquí se les llama micros, mataron el tren en Chile;
mataron el tren y ahora nos están matando a nosotros. Los chinos también,
esos chinos de Tokio y esos otros chinos modernos de Corea. Se dice que en
invierno no se puede respirar, pero en verano tampoco. La cochinada que queman
los motores se junta y se forma como un tapón que deja sin respiradero la
cuenca de Santiago; es tanta la cochinada que ni siquiera el viento puede
arrastrarla y llevársela para otro lado, para donde sea. En Santiago había
trolebuses y carritos eléctricos, pero los infelices y los padres de esos
infelices que ahora se vuelven locos con eso del Libre Mercado, sacaron
los trolebuses y sacaron los carritos eléctricos. Querían autos los
malditos, autos como en Nueva York o en Tokio. Esos infelices que se ahogan
con eso del Libre Mercado, están matando a los santiaguinos con esa
cochinada, smog le llaman, y no quieren ceder, reclaman y se organizan... Y
dicen que no pueden vivir sin sus autos; los que tienen autos, claro; y dicen
que nosotros, los que no tenemos autos, los que pedimos el tren, somos unos
pobres desgraciados envidiosos. ¡Idiotas, como si el aire que ellos respiran
fuese distinto al nuestro! Pero más idiotas, indignos, son esos del partido
beato, esos que van a misa todos los días, esos quieren que los Ferrocarriles
del Estado se privaticen. En Santiago había dos estaciones, una para el
Norte, la Estación Mapocho, que ahora la usan para sus eventos, como
les llaman ellos, es decir: para organizar grandes engaños con esa propaganda
idiotizante. La Estación Central, para los trenes que iban hacia el Sur,
todavía no han logrado privatizarla para convertirla en un local comercial.
Si vienen los gallegos, nos van a quitar los durmientes, eso piensa Pamela.
No me cree que ahora los rieles se asientan sobre durmientes de hormigón. Mi
abuelo tampoco me creería. Mi abuelo puso los durmientes para los rieles del
ramal que iba hacia la costa: San Antonio, Cartagena, y yo los saqué. Los
saqué después que nos inundamos y nos tuvimos que venir a las cuevas. A esta
parte alta, donde no llega el Zanjón de la Aguada, así se le llama a ese
canal pestilente que arrastra la inmundicia de Santiago, con esa inmundicia se
riegan los campos de hortalizas que rodean la capital.
Aquí vivimos en cuevas, como los primeros cristianos, pero a nosotros nos
enseñaron unos afganos que le rezan a Alá; nosotros no le rezamos a nadie.
Ya nos cansamos de rezar. Los afganos dicen que en su tierra viven en cuevas,
y que no les da vergüenza; a nosotros, al comienzo, sí, nos daba vergüenza,
pero después no. Uno pierde la vergüenza. Del Sur, de Lota, después que
cerraron las minas de carbón, llegaron unas familias de mineros que no eran
muy amistosas, pero que nos enseñaron cosas. De ellos aprendimos a reforzar
las cuevas con durmientes.
Entonces yo les enseñé a sacar los durmientes que había puesto mi
abuelo, les enseñé a sacar los clavos, para sacarlos enteros, para no romper
los durmientes. Ahora los durmientes sostienen este pedazo de cerro, lleno de
galerías, como una mina, y a nosotros nos llaman las ratas de las cuevas.
Esos curas degenerados, violadores de niños, quisieron hacerse el pino con
nosotros, pero no pudieron: vinieron, años atrás, a decir misas, a bendecir
la mugre en que vivimos, porque nos parecíamos a los primeros cristianos; y
por orden del Gobierno sacaron a los afganos, y un ministro les dio casas a
los afganos, y a nosotros nos dejó aquí. Para otra vuelta, dijo el
mal nacido que ahora quiere ser presidente.
Misas querían, misas nos traían esos tipos que venían cantando sus
alabados. ¿Y para qué nos sirven las misas?, les dijo Pamela.
Disculpe joven, tengo mucho que hacer. Estábamos tratando de salvar lo
que se podía salvar. Otros llegaron con La palabra del Señor y unos
tallarines rancios, hasta el azúcar traía hormigas, y la leche que trajeron
esos Fulanos del Sur en unos camiones bencineros, no sé si estaba vinagre o
no habían limpiado bien los camiones, pero como era para nosotros no tuvieron
ningún miramiento en repartirla. Resultado: casi todos intoxicados, pero eso
no salió en las noticias; en las noticias salió el ministro, salió el cura
tirando sus bendiciones. Tampoco salieron los fardos de ropa sucia que nos
dejaron ahí como quién dice: Arréglense con eso. Pamela se puso
furiosa: No es que uno sea malagradecida —eso les dijo—, pero es
que uno también tiene su poco de dignidad.
En fin, como ahora se fueron los afganos, ahora estamos un poco mejor en
las cuevas; claro que los afganos se llevaron todo, no tenían mucho sí, eran
aficionados a las alfombras, para ellos las alfombras tienen valor, las usan
para rezar, para tomar té, para dormir, y para lo que sea, en verdad. Eran
medio raros, pero uno con tolerancia, dejándolos tranquilos en sus horas de
oración, se podía convivir con ellos, claro que entre ellos había una
dictadura, pero como no era cosa nuestra, yo no me metía. Pamela sí, Pamela
se emputaba y les sublevaba las mujeres. ¡Qué se cree el mulah de mierda!
Aquí estamos en un país libre, en su país que hagan lo que quieran, pero
aquí no. Aquí, hace muchos años, se impuso la igualdad entre los sexos.
Pamela me decía: El mulah, ése que dirige los rezos, es como el cura
Hasbún, así de mal nacido. A las mujeres las maltratan como si fueran
estropajos. Lo peor en Chile, lo más despreciable, lo más sucio, lo más
indigno, lo más inmoral, se compara con el cura Hasbún. Espero que les vaya
bien a los afganos; son brutos, pero hay gente buena entre ellos.
Esto del tren me preocupa. Los gallegos ya son dueños del agua y de los
teléfonos en Chile. No sé cómo serán los trenes por esos lados. Mi padre,
de seguro, estaría de acuerdo con ellos; y mi abuelo más, ellos le llamaban
la Madre Patria a España. El padre de mi abuelo venía de por esos
lados. Mi abuelo se molestaba cuando a los españoles les decían gallegos.
—¡De Galicia no, coño! Somos riojanos hasta los tuétanos —decía a
su manera. Mi abuelo fue de los que abrieron El Paso a punta de chuzo,
picota y pala; y después, como era de los que sabían usar el metro, pusieron
los durmientes—. Con eso del metro, todo va de diez en diez —me explicaba.
Le gustaba verme con el uniforme escolar—. Crea o no crea, esas cosas hay
que mirarlas con respeto —me decía, cuando me pedía que me inclinara ante
un santo español. Yo sabía cómo congraciarlo, cómo traspasar su
caparazón.
—Algún día voy a llegar por ahí —le decía.
—En barco, y después en tren —decía como si hablase para sí mismo—.
Sí, usted llegará. De eso no cabe duda. Usted llegará —Cuando me hablaba
así, me trataba de usted, y a mí me gustaba mucho. Después se metía
la mano en el chaleco y me pasaba algunas monedas—. Pa’ los churros
—me decía—. Las pelas de los churros son sagradas.
—En Chile no hay churros —le gritaba mi madre que le molestaba que me
diera dinero, que me mal enseñara.
—Pero en España sí —respondía él; después me guiñaba un ojo. En
el tren yo compraba alguna golosina con las pelas de los churros.
La próxima vez que vengan los gallegos, si es que vienen, por eso del
tren, le voy a decir a Pamela que pregunte si anda algún riojano.