Una producción
de Editorial Letralia
Cagua, Venezuela
Jorge Gómez Jiménez
Editor

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Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 104
5 de enero de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Dos cuentos
Carlos Briones

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Nadie sabe nada

Adam llegó vivo a Berlín Occidental. Salió de la Estación Central; se dirigió a la parada de taxis. Se sentía bien; decidió comerse una salchicha en uno de esos carritos ambulantes. El televisor, en blanco y negro, era una miseria, pero se podía escuchar. Al fin y al cabo, pensó, la sangre es sangre y un cuerpo destrozado, a veces es mejor imaginárselo. Lo de Galilea no se aclaraba, pero se suponía un accidente. Los detalles del cuerpo mutilado, a la salida de Dortmund, le parecieron exagerados, lo mismo que su historial. La acuciosidad y la finura de la información le llamaron la atención: de origen judío, pero sin tradición religiosa ni ritual. Eso había que saber entenderlo. Encargó otra salchicha. El café no estaba bueno.

Lo inquietó que no se mencionase a Veron Philpott; no tenían para qué mencionar que era hija del general inglés que después de la liberación de Hamburgo había ordenado la reclusión de los judíos que habían sido devueltos de Palestina, en los mismos campos de concentración nazis; pero por lo menos decir que habían encontrado su cadáver junto al de Galilea.

Buscó un hotel, cerca de la Estación Central, tomó una pieza, subió al tercer piso, se tendió encima de la cama y durmió, tranquilo, bastante tranquilo, un par de horas. Las horas de ventaja le daban esa tranquilidad.

Despertó de buen humor. Bajó, preguntó dónde podría comer a esa hora. Le indicaron varios locales de ambiente tercermundista. Le llamaron un taxi. Lo tomó con el agrado de haber recibido una información correcta. Adam conocía bastante bien los dos lados; pero siempre preguntaba, por placer; y también, un poco, por la manía profesional del chequeo de la información. Satisfecho le pidió al taxista que lo llevara al famoso Checkpoint-Charlie. Bajó. Comenzó a caminar por el camino de cebra.

—Está cerrado —le informó un PM norteamericano.

—¿A este lado o al otro?

—Al otro, por supuesto —respondió el muchacho de mala manera. Adam lo miró y se encogió de hombros.

—¡Gracias! —le respondió y lo eludió. El muchacho no se movió, y Adam siguió caminando. El PM se dio vuelta y lo vio avanzar con tranquilidad.

¡Idiot! —exclamó y comenzó a ajustar los prismáticos.

Al otro lado, un Vopo, también imberbe, hizo girar tres veces la manilla de un aparato telefónico.

—¡Herr Paul! Alguien está cruzando.

—Alguien está cruzando —le informó Paul a Fischer.

—Ya era hora —dijo Fischer—. Es su estilo —Y pensó: El viejo estilo—. ¡Tranquilos! ¡Muy tranquilos! —recomendó—. Por ningún motivo los focos. Paul pasó las recomendaciones de Fischer, pero a su manera y en su tono.

Al poco rato, un Vopo con jinetas de cabo informó:

—Según documentación, se trata de un ciudadano de la RDA.

—Déjelo pasar —ordenó Paul y cortó. Fischer ya había tomado su abrigo negro de cuero. A Paul le causó desagrado: iban a su encuentro; le hubiese gustado haberlo hecho esperar en un calabozo. Pero Fischer no lo había considerado así. Si lo hubiesen discutido, pensó Paul caminando por el oscuro pasillo detrás de Fischer, tal vez se hubiesen puesto de acuerdo, o tal vez él hubiese sugerido una breve y rápida consulta al Ministro del Interior; esa era su manera de actuar. Pero el maldito Fischer era demasiado aficionado a tomar decisiones por su cuenta.

Desde el lado occidental, un civil observaba la escena, y la iba describiendo vía telefónica a Colonia. Hasta la caseta que permitía el paso a la barraca de latas donde estaba el Control de Pasaportes, fue fidedigno.

—¿Será lo correcto? —le consultó el Encargado de Fichas a su Director General, en una oficina de Colonia, después que cortaron de Berlín.

—En ajedrez —dijo el Director General Zuckermann—, cualquier peón puede llegar a ser dama —el joven Encargado de Fichas guardó silencio. Los otros segundones también—. Y cuando ya es dama —siguió el Director General—. Siempre se elige una dama... En ajedrez, como en esto, hay una obligación: jugar... ¿Me entiende?

—Intento, señor.

—Esa es la mejor analogía para un doble agente —señaló el número Dos en el mando, que se dedicaba a esperar y a sentenciar, siempre bien, las razones del DG; con frasecitas de ocasión según sus detractores.

—De la inestabilidad de un doble agente —corrigió el número Tres, que ya sabía que nunca llegaría a ser número Dos, y se dedicaba a hacer notar su superioridad técnica, según sus adherentes, poco respaldada políticamente—. Durante todo el juego uno pretende llegar a tener, con un simple peón, otra dama. El problema se presenta cuando, poco antes de entrar a dama, ya le tienen una trampa mortal, y el jugador no se ha dado cuenta. —la insidia que había en la última frase no pasó desapercibida para sus superiores; pero ambos la ignoraron con delicadeza.

(El jugador, siguiendo el pensamiento del DG, era, obvio, según la nomenclatura, él mismo. El superior inmediato, el ministro del Interior, aunque diese las órdenes que diese, siempre, históricamente, estaba fuera del juego; incluso el Canciller, el Presidente de la República o quien fuera: estaba fuera de juego. Las tensiones entre los Servicios de Información era un asunto que no admitía ingerencias no técnicas. Los analistas sostenían que los espías tienen un mundo aparte, que no tiene nada que ver con los acuerdos o desacuerdos entre políticos. Nunca, ningún Estado, ni El Vaticano, había logrado someter plenamente a la autoridad estatal los Servicios de Información. Porque su naturaleza lo impide, sostenían algunos.)

—¿Quiere decir, señor —preguntó el joven Encargado de Fichas—, que Volker Adam, ahora, tiene el poder de una Dama en juego?

La pregunta era ingenua, pero técnicamente competente.

—Así es —respondió con sequedad el Director General. El silencio de sus directores adjuntos lo corroboraba.

—Una jugada, ¿en beneficio nuestro? —preguntó de nuevo.

—Aparentemente... pero a la larga... de ellos —silencio. El joven tenía otra pregunta, pero no la hizo—. Hace tiempo que están ofreciendo hacer tablas —comentó el DG con cansancio—. Pero yo me he negado a ese paso.

—¿Por qué, señor? —la pregunta sonó destemplada.

—A ellos les conviene un empate con todas las fuerzas más o menos en pie. Yo prefiero el desgaste. Pero, de repente... ¿Me entiende?

—No, señor.

—Obvio, no me puede entender. El problema es que, en determinados momentos, la decisión de ciertas acciones pasa a manos de la gente de campo, me refiero a esos malditos como Fuchs, o Fischer, al otro lado; y esos tipos no dominan una estrategia global, y cuando han estado mucho tiempo en acción, tal vez gozando de ciertos excesos de confianza, sólo persiguen un golpe para aniquilar. Lo que puede generar que la caída sea inminente, en un momento inapropiado. Una guerra con espías, es una guerra con gente que piensa, y no una guerra con soldados que sólo se limitan a disparar. ¡Mierda! César, Napoleón, y todos ésos, ahora, en este contexto, no serían nada... ¡Maldita sea! ¡Aprenda a jugar ajedrez!

—Sí, señor —dijo el joven, confuso, pero no ofendido. Sabía que los lacayos del BND, Bundes Nachrichten Dienst (Servicio Federal de Informaciones), no se podían ofender.

—¡Brillante! —dijo el número Dos—. En verdad: una clase magistral.

El número Tres guardó silencio, y pensó: No tanto. Pero tiene algo de razón. Reconocer, así, su fracaso técnico, ante testigos, por adelantado, no es un acierto, pero políticamente es genial.

(Al Otro Lado, en Ost—Berlin.)

—Los guerrilleros se matan entre ellos —les dijo Adam a Fischer y Paul, en Berlín Oriental—. Se corrompen, se separan de las masas. Los guerrilleros ya no ponen en jaque a nadie y matan a los inocentes.

Fischer apenas aspiraba su pipa, sentía que la había cargado con la precisión de un manual; y la disfrutaba. Pensaba mantenerla viva todo el interrogatorio. Esta idea lo hizo recordar el Kuratorium de Colonia.

—Y todos dejan de tener esperanzas —aceptó Paul—. Pero nosotros seguimos esperando a alguien con sus gestos dignos —Adam recorrió con la mirada la superficie de la mesa sucia, gastada, símbolo de la pobreza que se ocultaba—. En realidad nos hemos puesto apáticos —siguió Paul—. Nosotros estamos tristes y desengañados.

—En los países capitalistas no cambian las indignas relaciones de producción. En el Este la corrupción no tiene nombre, y ustedes lo saben. En los países capitalistas los obreros tienen autos Mercedes Benz; y poco a poco las fuerzas del trabajo van siendo reemplazadas por autómatas.

Fischer se dio cuenta que Adam razonaba con desesperación. Sabía que discurrir sobre esos temas con Paul era inútil. Le interesaba el porqué Adam lo hacía. No quería pensar en una entrega total de Adam. No correspondía al carácter de Adam ni al estilo impuesto por Fuchs.

—El trabajo ya no dignifica al hombre –siguió Adam—. El trabajo nunca lo ha dignificado, y ahora se ha convertido en algo despreciable.

Paul se contuvo. Fischer y Adam se dieron cuenta, pero Adam siguió; su manera críptica, de oficio, irritaba a Paul.

—Los especuladores financieros controlan desde los votos hasta la ropa interior de las secretarias y de los ministros. La ética se ha convertido en algo ridículo —sostuvo Adam; y Fischer le agregó con suavidad, así como alguien que enciende con delicadeza la mecha de un explosivo:

—Aquí y allá.

De pronto, bruscamente, Adam cambió de tema.

—Yo sé lo que saben los que quieren saber. El tipo llegó, entró y dijo: Estoy loco. No aguanto más. Estoy loco. La tipa, confundida, le contestó que no le creía. Él sacó su pistola de servicio y se disparó.

Adam imitó el gesto de un tipo que se vuela los sesos. No el hecho sino la mueca de Adam, su ceja derecha levantada, su boca retorcida, sus bigotes y la visión asquerosa de su dentadura amarillo-marrón causaron repulsión a Paul. Fischer, simplemente aspiró una buena cantidad de humo.

—Una escena con sesos desparramados —siguió Adam—. Una mujer afirmada en una pared que ya no existe; los gritos de una camarera con delantal blanco, y un chofer que no logra mantener su gorra puesta, mientras amontona y recoge una materia indefinible... Luego un funeral silencioso, breve, muy observado, un jueves por la mañana. La mujer que encabeza el pequeño cortejo —sigue Adam—, es altiva y bella, y no se ha cubierto el rostro. La ceremonia es simple, rigurosa, lenta, y calculada.

Fischer expulsó el humo. Adam era una sorpresa. Paul pasa de una desagradable sensación de desequilibrio al desencanto, y del desencanto a la furia, y de la furia al temor, a la pequeñez.

—Hombres de parcos gestos y de pesados revólveres —sigue Adam sin ironía en su tono—, son responsables de que nada perturbe el silencio. Algo atroz en la mujer, persiste en negar el verdadero quehacer del suicida.

Fischer recordó a Lutz, el hombre que ellos tenían en el más alto nivel, en Chile. Pero era todo tan lejano y nostálgico, que incluso le causó placer recordarlo. Recordó que había odiado, admirado y envidiado a Lutz.

—Jefe de jefes de individuos dedicados a la tortura; graduado en profesión que dicen alivia los males de la mente, acumuló un repertorio demasiado vasto de horrores y de culpas, de quienes fiscalizaba, que su mente de cómodo aristócrata, se negó a tanto crimen y a tanta infamia.

Paul no sabía y no lograba entender de qué hablaba Adam. No le interesaba; era un creyente de principios rígidos. Como un fervoroso pastor evangélico, prefería el castigo físico a la tortura psicológica. Pensaba que si Luther se hubiese impuesto, no quedaría ni un solo maldito infiel vivo. No entendía a Fischer. Lo encontraba permisivo y retorcido. Y le dolía la confianza que el Comité Central depositaba en ese judío inclasificable.

—Decía que de noche lo perseguían cadáveres de torturados, que él no había visto ni tocado. Y a todo el mundo le aseguraba que él sólo cumplía órdenes, y que sólo se entendía con los profesionales que atendían a los torturadores enfermos de tanto torturar.

Fischer siente que Adam le envenena los recuerdos. Y siente que lo está acusando. Hay que proteger a Lutz, pase lo que pase, le había reiterado H. personalmente. El mismo H. que lloraba recibiendo prisioneros liberados de los campos de concentración de Pinochet.

—Yo la conocí. Me pareció atractiva, incluso antes de conocerla.

Fischer sabe que Adam miente, y hasta que no se da cuenta que Adam está haciendo el papel de Fuchs, todo le parece una fantasía, una nostalgia. Le desagradó esa maniobra, ese rebajamiento de Fuchs.

—No me pregunto si le servirá de algo creer en Dios. Me pregunto qué hará Dios con tipos como usted —intervino Paul con irritación.

Adam lo ignoró y concluyó:

—A mí ella me lo dijo así: Ya me he indignado por la muerte de las víctimas; ahora tengo sed de piedad por los otros. No sé lo que es ser culpable. Dudo de la Justicia. No creo en la venganza, y sospecho que no ayuda a nadie, a parientes inmediatos o deudos lejanos.

Fischer, molesto, decidió cambiar el terreno del enfrentamiento, tanto físico como emocional, aunque eso le significase un par de malditas horas de viaje. Sacaron a Adam del principal edificio de la Stasi en Berlín Oriental con el propósito de llevarlo a Krakau, a la casa donde habían vivido sus padres; pero en la carretera, como un iluminado, Fischer cambió de opinión. Eliminó a Paul y negoció con Adam.

Pasaron a Berlín Occidental y Adam lo entregó. No era lo que quería Zuckermann, pero era lo que más satisfacía el odio y el remordimiento de Adam. El barullo que había en el pasillo del edificio del BND en Berlín Occidental era insoportable. Recién entonces Adam, al pasar, le dijo a Fischer que Flornt Fuchs, su archienemigo, había muerto de un balazo en el estómago en un bosque de Colonia. No quiso decirle que la señorita Philpott le había disparado por la espalda.

—Entonces, ¿con quién voy a negociar?

—No hay nada que negociar —respondió Adam—. Ustedes perdieron —le dijo y le guiñó un ojo.

—Eso está por verse –amenazó Fischer, pero Adam no lo escuchó.

Después pasó lo que pasó. Fischer fue recontratado y le encargaron algo en Paraguay, desde donde hace continuos viajes a Santiago de Chile. Zuckermann se negó indignado a participar con él en un programa de televisión; similares suyos: rusos e ingleses, franceses y norteamericanos no tuvieron ningún problema. De Adam: nadie sabe nada. (Algunos suponen, y temen, y seguramente con razón, que debe estar escribiendo sus memorias en algún recoveco cálido del sur de España o en África. Descartaron cualquier país de América Latina por el asco que sentían Fuchs y Adam, parejamente, por chilenos y argentinos).


Las pelas de los churros

Me dicen que van a reponer el tren. Me gustaría, pero no lo creo; no lo creo posible. Me dicen que anduvieron unos gallegos por estos lados. Bastante amables, los encontró Pamela. Y dice que con la mujer del Gobierno que acompañaba a los gallegos, se hicieron yunta. Yo no creo en esas yuntas, yo no creo en esas amistades, en esas amistades de los del Gobierno y nosotros. Dicen que hasta podrían poner una Estación aquí. No lo sé; pero es probable que los gallegos sean menos indignos que los chinos; los chinos también anduvieron por estos lados, pero se les hizo; yo les dije: los chinos sirven sólo para vender tiras.

—Japoneses —corrigió Pamela que había leído en un diario que a los japoneses no se les debe seguir llamando chinos. Por eso de las inversiones y de que así el país crece. Y a los judíos y a los árabes no se les debe decir turcos, como se acostumbra en Chile. No quiero más, le dije esa tarde que me llevó a pasear y me dijo llena de esperanzas: Ahora sí. Esa vez, nadie pensó en los turcos; pero yo sí.

—Ahora sí que vas a escuchar el tren —me dijo Pamela llena de esperanzas. Pamela, igual que casi todos los de por estos lados, se ilusiona con facilidad. Su mente es tan fértil, como todos los de por aquí. Se ilusionan con poco. Les dicen: Justicia Social, y sueñan después con la Justicia Social. Ustedes necesitan Justicia Social, y después repiten: Queremos Justicia Social. ¡Arriba la Justicia Social! Todo se anida en su mente; y sueñan, por días, por meses, por años. Lo peor es que después no abortan esas ilusiones que nos vienen a contar por estos lados, sino que las almacenan en su cabezotas soñadoras. Que van a poner agua potable; que nos van a sacar a todos los que vivimos en las cuevas y nos van a llevar a unos departamentos; que nos van a regalar unos plásticos; que van a venir unos jóvenes, que ya casi son médicos, y nos van sanar a todos, que van a dejar de hacer sus cosas, para vernos a nosotros. Todo eso, todo eso se les anida en su cabeza. Y ahora Pamela, porque a mí sólo me interesa Pamela, con lo del tren anda vuelta loca. Me pide que no le mate, que no le ahogue sus esperanzas. Yo le digo que las promesas cuando no se cumplen son engaños. Desea fervientemente que haya un Paraíso, para que la vida acá se nos haga un poco menos amarga, menos sucia; y sueña.

No es que no me guste que sueñe, que avance; porque ella avanza, ve el futuro; yo: retrocedo, veo el pasado, y recuerdo; ella sueña y ama, yo recuerdo y odio; odio como todos los que han sido amados y han dejado de ser amados. Estuvimos tan cerca del Techo para todos, en esos momentos que hubo Pan para todos. Pero, claro, entonces los que ganaban, no ganaban todo lo que ambicionaban ganar; no había tantos pobres, lo bastante pobres, para que ellos fuesen lo bastante ricos. No había bastante Crecimiento Económico para su desmedida ambición. Esa ambición los convirtió en seres despreciables antes de cometer los crímenes que cometieron; ya no les bastaba con matar por hambre; tuvieron que recurrir al Ejército para matar a tiros.

A veces no es tan malo vivir revisando el pasado; se encuentra uno con momentos que vale la pena recordar, pero cuando se ha vivido, en poco tiempo, tanto y tan sublime, recordar se convierte en un hábito doloroso.

—No sufras —me dice Pamela—. No quiero que sufras, no me gustas cuando sufres. No recuerdes.

—¿Y cuándo te gusto? —le pregunto.

—Cuando me enseñas —me dice—. Cuando recuerdas con emoción, y así como el brote de una semilla nace, incluso entre los escombros, tus palabras me hacen comprender.

—¡Vaya! —le digo yo, para no decir nada, para disfrutar el momento, y así poder recordar tranquilo. Sí, no sé si me gusta recordar. Digamos que es algo que no puedo evitar. Sí, yo hago primero, después pienso; cuando pienso y después hago, nunca me sale lo que quiero, lo que persigo; siempre las variaciones, los detalles, son más fuertes, así como ahora, como ahora que no quiero pensar que el tren de nuevo pasará por mi casa, y oiré a mi madre, en la noche, diciendo:

—¡Ahí va el papá!

Y yo, debajo de las sábanas, esperando el cuarto pitazo: Los tres primeros, de reglamento: Tu-tu-tu, quiere decir que se acerca un túnel. Y el cuarto, el mío: Tuuu, quiere decir: yo. Yo-aquí-voy-cha-ca-cha-ca. Yo-aquí-voy-cha-ca-chaca. ¿Es-ta-rá-dur-mien-do-mi-Car-liii-tos? Y el quinto, desde lejos: Tuuu, ya-pa-sé, ya-pa-sé, ya-me-voy, ya-me-voy. Vol-ve-ré. Vol-ve-ré.

Los turcos, con eso del petróleo, y los yanquis, con eso de los camiones con asientos, que aquí se les llama micros, mataron el tren en Chile; mataron el tren y ahora nos están matando a nosotros. Los chinos también, esos chinos de Tokio y esos otros chinos modernos de Corea. Se dice que en invierno no se puede respirar, pero en verano tampoco. La cochinada que queman los motores se junta y se forma como un tapón que deja sin respiradero la cuenca de Santiago; es tanta la cochinada que ni siquiera el viento puede arrastrarla y llevársela para otro lado, para donde sea. En Santiago había trolebuses y carritos eléctricos, pero los infelices y los padres de esos infelices que ahora se vuelven locos con eso del Libre Mercado, sacaron los trolebuses y sacaron los carritos eléctricos. Querían autos los malditos, autos como en Nueva York o en Tokio. Esos infelices que se ahogan con eso del Libre Mercado, están matando a los santiaguinos con esa cochinada, smog le llaman, y no quieren ceder, reclaman y se organizan... Y dicen que no pueden vivir sin sus autos; los que tienen autos, claro; y dicen que nosotros, los que no tenemos autos, los que pedimos el tren, somos unos pobres desgraciados envidiosos. ¡Idiotas, como si el aire que ellos respiran fuese distinto al nuestro! Pero más idiotas, indignos, son esos del partido beato, esos que van a misa todos los días, esos quieren que los Ferrocarriles del Estado se privaticen. En Santiago había dos estaciones, una para el Norte, la Estación Mapocho, que ahora la usan para sus eventos, como les llaman ellos, es decir: para organizar grandes engaños con esa propaganda idiotizante. La Estación Central, para los trenes que iban hacia el Sur, todavía no han logrado privatizarla para convertirla en un local comercial.

Si vienen los gallegos, nos van a quitar los durmientes, eso piensa Pamela. No me cree que ahora los rieles se asientan sobre durmientes de hormigón. Mi abuelo tampoco me creería. Mi abuelo puso los durmientes para los rieles del ramal que iba hacia la costa: San Antonio, Cartagena, y yo los saqué. Los saqué después que nos inundamos y nos tuvimos que venir a las cuevas. A esta parte alta, donde no llega el Zanjón de la Aguada, así se le llama a ese canal pestilente que arrastra la inmundicia de Santiago, con esa inmundicia se riegan los campos de hortalizas que rodean la capital.

Aquí vivimos en cuevas, como los primeros cristianos, pero a nosotros nos enseñaron unos afganos que le rezan a Alá; nosotros no le rezamos a nadie. Ya nos cansamos de rezar. Los afganos dicen que en su tierra viven en cuevas, y que no les da vergüenza; a nosotros, al comienzo, sí, nos daba vergüenza, pero después no. Uno pierde la vergüenza. Del Sur, de Lota, después que cerraron las minas de carbón, llegaron unas familias de mineros que no eran muy amistosas, pero que nos enseñaron cosas. De ellos aprendimos a reforzar las cuevas con durmientes.

Entonces yo les enseñé a sacar los durmientes que había puesto mi abuelo, les enseñé a sacar los clavos, para sacarlos enteros, para no romper los durmientes. Ahora los durmientes sostienen este pedazo de cerro, lleno de galerías, como una mina, y a nosotros nos llaman las ratas de las cuevas.

Esos curas degenerados, violadores de niños, quisieron hacerse el pino con nosotros, pero no pudieron: vinieron, años atrás, a decir misas, a bendecir la mugre en que vivimos, porque nos parecíamos a los primeros cristianos; y por orden del Gobierno sacaron a los afganos, y un ministro les dio casas a los afganos, y a nosotros nos dejó aquí. Para otra vuelta, dijo el mal nacido que ahora quiere ser presidente.

Misas querían, misas nos traían esos tipos que venían cantando sus alabados. ¿Y para qué nos sirven las misas?, les dijo Pamela. Disculpe joven, tengo mucho que hacer. Estábamos tratando de salvar lo que se podía salvar. Otros llegaron con La palabra del Señor y unos tallarines rancios, hasta el azúcar traía hormigas, y la leche que trajeron esos Fulanos del Sur en unos camiones bencineros, no sé si estaba vinagre o no habían limpiado bien los camiones, pero como era para nosotros no tuvieron ningún miramiento en repartirla. Resultado: casi todos intoxicados, pero eso no salió en las noticias; en las noticias salió el ministro, salió el cura tirando sus bendiciones. Tampoco salieron los fardos de ropa sucia que nos dejaron ahí como quién dice: Arréglense con eso. Pamela se puso furiosa: No es que uno sea malagradecida —eso les dijo—, pero es que uno también tiene su poco de dignidad.

En fin, como ahora se fueron los afganos, ahora estamos un poco mejor en las cuevas; claro que los afganos se llevaron todo, no tenían mucho sí, eran aficionados a las alfombras, para ellos las alfombras tienen valor, las usan para rezar, para tomar té, para dormir, y para lo que sea, en verdad. Eran medio raros, pero uno con tolerancia, dejándolos tranquilos en sus horas de oración, se podía convivir con ellos, claro que entre ellos había una dictadura, pero como no era cosa nuestra, yo no me metía. Pamela sí, Pamela se emputaba y les sublevaba las mujeres. ¡Qué se cree el mulah de mierda! Aquí estamos en un país libre, en su país que hagan lo que quieran, pero aquí no. Aquí, hace muchos años, se impuso la igualdad entre los sexos. Pamela me decía: El mulah, ése que dirige los rezos, es como el cura Hasbún, así de mal nacido. A las mujeres las maltratan como si fueran estropajos. Lo peor en Chile, lo más despreciable, lo más sucio, lo más indigno, lo más inmoral, se compara con el cura Hasbún. Espero que les vaya bien a los afganos; son brutos, pero hay gente buena entre ellos.

Esto del tren me preocupa. Los gallegos ya son dueños del agua y de los teléfonos en Chile. No sé cómo serán los trenes por esos lados. Mi padre, de seguro, estaría de acuerdo con ellos; y mi abuelo más, ellos le llamaban la Madre Patria a España. El padre de mi abuelo venía de por esos lados. Mi abuelo se molestaba cuando a los españoles les decían gallegos.

—¡De Galicia no, coño! Somos riojanos hasta los tuétanos —decía a su manera. Mi abuelo fue de los que abrieron El Paso a punta de chuzo, picota y pala; y después, como era de los que sabían usar el metro, pusieron los durmientes—. Con eso del metro, todo va de diez en diez —me explicaba. Le gustaba verme con el uniforme escolar—. Crea o no crea, esas cosas hay que mirarlas con respeto —me decía, cuando me pedía que me inclinara ante un santo español. Yo sabía cómo congraciarlo, cómo traspasar su caparazón.

—Algún día voy a llegar por ahí —le decía.

—En barco, y después en tren —decía como si hablase para sí mismo—. Sí, usted llegará. De eso no cabe duda. Usted llegará —Cuando me hablaba así, me trataba de usted, y a mí me gustaba mucho. Después se metía la mano en el chaleco y me pasaba algunas monedas—. Pa’ los churros —me decía—. Las pelas de los churros son sagradas.

—En Chile no hay churros —le gritaba mi madre que le molestaba que me diera dinero, que me mal enseñara.

—Pero en España sí —respondía él; después me guiñaba un ojo. En el tren yo compraba alguna golosina con las pelas de los churros.

La próxima vez que vengan los gallegos, si es que vienen, por eso del tren, le voy a decir a Pamela que pregunte si anda algún riojano.


       

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