Alguna vez dijo Guillermo Meneses que la
escritura era un "camino de perfección": respuesta liberadora para
el escritor y hallazgo liberador para el lector. Lo cito: "La literatura
—el arte todo— es un camino de perfección, en el sentido como puede
entenderlo cada cual: un camino de perfección que tiene al hombre como fin y
principio y, además, un camino de perfección que puede ser seguido por los
hombres, todos, en la medida en que cada quién haga lo que está a su alcance
para estar presente en lo que el artista ha realizado". La idea de
Meneses señalaría, además, que los hallazgos del escritor propician un
encuentro entre él y ese lector que, leyéndolo, reconoce mucho de sí y de
su propio universo en esa palabra escrita por otro.
En el caso de la moderna novela venezolana, ese encuentro o
autodescubrimiento pareciera darse, principalmente, en la desorientación o el
agobio. Catarsis a la inversa: revelación en medio de la incertidumbre.
Camino de perfección que pareciera evocar sólo la imperfección; camino
desorientador. A fin de cuentas, no camino: itinerario o trayecto siempre
confuso y desconcertante en el que se cruzan sin cesar el avance y el regreso,
la vuelta atrás y el recomienzo, la búsqueda y el extravío, el hallazgo y
la inconclusión.
Una novela es, por sobre cualquier otra cosa, la creación de un universo;
un espacio en el que suceden cosas, habitado por personajes, gobernado por
leyes. Un mundo que, para quien lo lee, para quien se acerca a él y lo
recorre, puede resultar habitable o inhabitable, acogedor u hostil. Habitable
es lo cálido, lo armonioso, lo cobijante y predecible. Habitabilidad tiene
que ver con la fiabilidad de ese lugar en el que moramos. Habitable es el
territorio donde nos movemos en confiada libertad porque nada en él luce
amenazante o impredecible. Habitable es esa condición esencial que los seres
humanos necesitamos percibir en nuestro entorno para poder hacer de él
morada. En lo novelesco, habitables resultan los mundos de ficción de firmes
construcciones y densos paisajes; poblados de rostros nítidos de expresiones
precisas; regidos por leyes claramente perceptibles, fácilmente
identificables. La habitabilidad pareciera perderse o desvanecerse en
ficciones de muy prevalecientes diseños de inadecuación, incomprensión o
extrañeza.
La abundancia de confundidos personajes al interior de confusos escenarios
como los que propone José Balza, Salvador Garmendia con sus pausadas
descripciones de mínimos supervivientes urbanos, Guillermo Meneses con sus
autodestructivas confusiones y sus interminables fracasos, las verbalizaciones
monstruosamente totalizantes y monstruosamente confusas de Britto García,
González León con sus visiones de repetidos tiempos siempre condenados,
Denzil Romero y sus interminables sumas de ingeniosidades y delirantes
anecdotarios... Postulaciones, todas, de la inhabitabilidad hecha ficción, de
la hostilidad fantaseada, de lo inhóspito convertido en fábula.
Construcciones verbales de una ética de la inconformidad y del desánimo
asentada sobre muchas irritadas vigilias y sobre mucha lucidez condenatoria;
recreaciones de una ética de lo precario y lo furtivo que pareciera cobrar
forma en esa atroz revelación expresada por el personaje de Viejo de
González León: "Nadie canta victoria en este insomnio maldito". En
suma: una moral de la inconformidad expresada a través de una estética de lo
inhóspito, algo que en Venezuela ha llegado a traspasar el ámbito de lo
puramente narrativo hasta invadir otros universos estéticos. Como, por
ejemplo, el de un cine nacional que, desde hace décadas, no cesa de insistir,
obsesiva e interminablemente, en la construcción de códigos de marginalidad
y de violencia delincuente volcados sobre monótonas galerías de personajes
siempre semejantes: seres infractores y transgresores; pero, por sobre todo,
seres trágica y tempranamente vencidos.
En su libro Contra la interpretación,1 Susan Sontag
comenta la opinión de la novelista francesa Nathalie Sarraute, según la cual
"el genio de nuestra época es la suspicacia". Maurice Blanchot,
otro francés, ha dicho que cada vez más "escritores se encuentran en la
cómica situación de no tener nada que decir". Desear escribir y no
saber muy bien de qué; no tener nada que decir y, por ello no hablar de nada
en particular. No creo que ni la suspicacia, a la cual la Sarraute califica de
"vicio dominante" de nuestro tiempo; ni, tampoco, el hastío al que
se refiere Blanchot, estén presentes en la novelística venezolana actual.
Quizá en nuestro país existan todavía muchas cosas por identificar.
Permanezca, aún, mucho por bautizar. Los escritores desean ser testigos.
Testigos que creen todavía en su potestad para nombrar, inventar y, sobre
todo, para criticar y condenar. No parecieran pertenecer a los novelistas
venezolanos ni la suspicacia ni el aburrimiento. Suyas son otras cosas: la
soledad y el descorazonamiento, el desconcierto y la inquietud, el desasosiego
y la condena, la incertidumbre y el desarraigo; y, frecuentemente también, la
ira, la rabia, la desesperación.
Muchas interrogantes nos han acompañado a los venezolanos por mucho
tiempo. ¿Qué somos? ¿Qué nos identifica? ¿Cuáles son nuestros orígenes?
¿Cuáles son nuestros espacios? ¿Cómo nos percibimos dentro de esos
espacios? Cabría, quizá, reformular algunas de esas preguntas para poder
avizorar sus posibles respuestas: ¿por qué los venezolanos nos percibimos
tan negativamente? ¿Por qué son tan confusos nuestros espacios? ¿Por qué
lucen, a veces, tan débiles nuestras referencias? ¿Por qué nos rodean
tantas contradicciones? ¿Por qué tanta ausencia de nortes, tanta falta de
centro, tanta vislumbrada errancia, tantos desdibujados itinerarios en torno
nuestro?
Las más significativas novelas escritas a lo largo de las décadas que
acompañaron las transformaciones de la modernidad venezolana, parecieron
haberse esforzado en responder, cada una a su manera, algunas de esas
preguntas. La mayoría grita desde sus páginas mucho rechazo, mucha
confusión. Está presente en ellas, desde luego, un inconformismo alrededor
del cual todo pareciera gravitar. Pero lo más peculiar es que, en medio de
tantas enfáticas entonaciones, resulta a menudo evidente cierta
contradicción entre la presencia de una voz que denuncia y esa misma voz que
pareciera dudar de su poder para denunciar; que lo estentóreo de la
expresión se relacione tan frecuentemente con lo subrepticio y confuso de las
intenciones. A veces, distingo en algunas de esas novelas la forma de un
acertijo, acaso un remedo de ese inmenso acertijo que nunca ha dejado de ser
el tiempo que hemos ido construyendo los venezolanos.
1. Barcelona, Seix Barral, 1984.
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