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Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 89
5 de junio de 2000
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Ken Scallon
La palabra es un dios bifronte que mira lo real desde ángulos análogos y simultáneos.
La escritura literaria: ¿cómo nace la palabra poética?

Rafael Rattia

Observo que la escritura literaria está precedida por inexplicables situaciones psíquicas donde el sujeto creador hace explícitas sus intuiciones y certezas sensibles avanzando proposiciones reales o ficticias con el propósito de "pescar" la atención y el interés de un hipotético lector que siempre estará ahí, en todas partes y en ninguna, como una esfera de Pascal, a la espera de ese evento inexorable que es el poema, el cuento, la novela o el ensayo.

Al margen de los mandatos taxativos que ordenan la confección de un relato o una historia para empresa, institución o corporación mercantil, están las íntimas e intransferibles necesidades que despierta en un creador una imagen visualizada en un sueño o un curioso detalle percibido por él en una febril ensoñación.

Existen escritores que buscan afanosamente una frase fulminante y definitiva que salve de la catástrofe a una novela o a un cuento.

Una obra no puede, por otra parte, ser brillante en todas sus líneas, pues la obra es un reflejo de las ciclotimias del alma del escritor y esos altibajos constituyen su sino, sus pro y su contra. La frase deslumbrante, la idea única e insustituible, la imagen precisa y certera tiene un tempo exacto para manifestarse y hacerse concreto objeto de arte y de belleza.

Si un verso no es una elaboración postiza ni artificial, pese a que siempre será el resultado de un artificio literario, ese verso expresará en traducción literal el sosiego o el tormento de un sujeto supeditado al vértigo estético de la creación verbal. Poner en palabras una punzante emoción originada en la regocijante contemplación de un crepúsculo irrepetible, por ejemplo, es una tarea nada fácil por cierto que puede acometer el poeta o el narrador. No obstante, me pregunto si el patrimonio lexicográfico de un escritor basta o es suficiente para dar cuenta exacta y global de un paisaje natural. ¿Es suficiente la palabra poética para apropiarse sustantivamente de la realidad empíricamente registrable por los sentidos del poeta? Más aun, ¿puede el ojo del poeta elaborar un registro absoluto de la realidad haciendo uso únicamente de las estructuras sintácticas disponibles para su ejercicio lírico? Porque la palabra es un dios bifronte que mira lo real desde ángulos análogos y simultáneos (contradictorios y complementarios) al mismo tiempo; en otros términos, la palabra al nombrar aclara y opaca lo nombrado. Ella, en el despliegue semántico de su decir, opera como un enigma incesante que volitivamente niega su resolución definitiva. El poeta es la entidad mediúmnica que interrelaciona lo que nombra con lo nombrado. Por la palabra homo poeticus coge por los vericuetos del extravío del sentido y se devuelve en su nomadismo indomable hacia los avatares de su infinita búsqueda.

La palabra poética surge como producto de un hipercomplejo proceso ontogenésico, pues sabido es que sin sujeto parlante no es posible concebir verbo accionante. Por lo demás, difícil es imaginar una actividad, teórica o no, desprovista de alguna axiología. Así como propone Jacques Monod, en El azar y la necesidad, el imperativo de una ética del conocimiento; del mismo modo pensamos que una ars poética genuina requiere de un fundamento ético-gnoseológico que sirva de marco valorativo para la enunciación estética y sensible de una determinada cosmovisión literaria o artística. Si todo creador que participa de una estética de la creación verbal es legatario de particulares percepciones sensitivas y de específicos formatos lingüísticos, ergo, sus elaboraciones proposicionales se inscriben en algún canon ético-literario. No hace falta apellidarlo; esos referentes estéticos son también, por antonomasia, de naturaleza ética. Por supuesto que la poética, o poemática a que hacemos referencia no es un conjunto de ítemes programados por el sentido común domesticado de la teoría literaria de raigambre academicista, más bien se refiere a horizontes intelectivos en construcción sujetos a constantes objeciones críticas. De allí que en el fragor mismo del proceso de asignación de sentido de un vocablo, que es siempre uno y múltiple, el poeta se ve compelido a poner en juego la representación simbólica de su valoración ética y consecuencialmente estética. Llegados a este punto nos vemos obligados a decir: ninguna poética es aética; podría ser amoral pero no lo primero. Una palabra adviene ¿impoluta? a la superficie mundana de la página en blanco y el lector la tiñe y le imprime el ritmo y la cadencia que su lectura-interpretación le confiere. No hay nada que hacer; estamos condenados a escribir una y mil veces las mismas palabras que pronunció el santo y el asesino, la virgen y la puta, el político y el ciudadano, el profeta y el legionario. Usted que ahora lee estas líneas ya debe haber "masticado" varias palabras que llevan siglos tratando de alcanzar una santidad literalmente imposible.


       

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