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Letralia, Tierra de Letras Año V • Nº 89
5 de junio de 2000
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Cubanitos de papel

Ángel González

    (Nota del editor: el presente relato es el tercero de la serie Historias de la nueva América Latina, en cuyas 220 páginas González desgrana su propia visión del devenir del continente a través de la visión de su personaje estandarte, Gonzalo Agramonte.)

"Tatatatatada tatatatatada tatatatatada ta...".
Frank Sinatra,
theme from New York, New York

El Señor Presidente casi fue atropellado aquella noche glacial en frente del Seagram Building, en la East 52nd Street del Upper Midtown de Manhattan, o sea, que el ocho de diciembre de 2016 casi hubo una tragedia nacional en la incipiente república cubana. "Cabrón de mierda", fueron las palabras que casi registró la historia, al ser proferidas por Gonzalo Agramonte, cubanito de papel y presidente en ejercicio y fuga, al encuentro del taxista afgano que casi acaba con su preciosa vida. Qué barbaridad: después de dieciséis años de práctica, ya puedo insultar en cubano, se dijo.

El Seagram Building seguía siendo la joya arquitectónica de aires perezjimenistas que Gonzalo había conocido en su primera encarnación como venezolano patético en plena decadencia petrolera. Sin embargo, el famoso restaurante Four Seasons había sido reemplazado por un Portillo's en 1999, en donde había quedado en darse cita con Isabel, la mujer más linda y más aristocrática que había conocido a través de tan variadas existencias. Pero por supuesto, como siempre, tiene que venir un cabrón taxista a interponerse. Si yo fuera presidente de Nueva York prohibiría los taxis definitivamente. De hecho, desde mañana mismo voy a prohibir los taxis en la isla...

Isabel siempre dijo que yo era un reaccionario. Lo decía jodiendo. Creo yo. Pero nadie puede culparme de reaccionario a mí. De déspota sí, pero ilustrado. Esperen que vuelva a Miami, pasado mañana. Ahí mismo pongo la orden. NO HABRÁ MÁS TAXISTAS EN LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DE CUBA. TODOS LOS AFGANOS SERÁN EXPULSADOS. Es más, voy a cambiar la bandera para quitarle el rojo ridículo, ese rojo igualito al color oficial de los taxis neoyorquinos paradójicamente decretado por el primer Presidente "libertarian" de Nueva York... a propósito, qué duro fue conseguir la visa de entrada a la ciudad, aun siendo hombre de Estado. A Isabel, con su pasaporte catalán, no le dirían ni pío, me imagino. Qué suerte tienen los europeos, coño.

El Señor Presidente cesó de despotricar a los cuatro vientos contra el Islam cuando llegaron sus guardaespaldas. "Señor Presidente, ¿se encuentra bien? ¡Señor Presidente! ¡Es una imprudencia haberse escapado así del hotel!". A mí me dejan tranquilo, coño. Y lo que piense mi señora esposa actriz de telenovela no me importa. A mi tatarabuelo lo mataron los españoles por andar salvando la patria. Y su esposa no dijo ni ñé. Así que no me venga esa tarántula a joderme porque estoy en misión patriótica. ¡Se me van, carajo! Los dos guardaespaldas negros pagados por la señora primera dama de Cuba para ver si yo le estaba poniendo los cuernos se resignaron a desaparecer, a perseguir el taxi para felicitar al conductor, probablemente. Asi que el señor presidente fue a reunirse con su Isabel querida y mítica en las mesas de piel de jirafa del Portillo's del Seagram Building.

Un whisky Seagram, por favor. Un Chivas Regal. No puede ser de otra forma, estando en un Seagram Building vacío de Isabel. Qué sera de la vida de Isabel. Yo siempre le dije que la quería mucho, y era verdad. Y que la iba a llevar a Nueva York y era verdad. Y que iba a ser presidente de Cuba, y es verdad. No sé qué parte no me creyó, pero llevo diez años dándole cita en esta muy noble y hostil metrópolis, ahora convertida en orgullosa polis independiente desde que la acción combinada de las fuerzas de la República Democrática de Cuba —un magnífico ejército de quinientos mil hombres alimentados a base de corazón de Palma Real— y el Gran Terremoto Universal de 2010 acabaron con el Gobierno Federal de los Estados Unidos. En la víspera del terremoto, Gonzalo Agramonte, entonces exitoso hombre de negocios cubano-venezolano-americano y todavía líder de la República de Cuba entonces en el exilio, cansado de esperar la muerte de Fidel y alentado por la falta de cojones de la segunda administración de Steve Wozniak, decidió extender el espacio vital de los cubanos de Florida declarándole la guerra a los Estados Unidos. El terremoto hizo el resto. Tres días después, los cubanos de Miami entraron triunfalmente en las ruinas de Washington para colocar un tinajón en la puerta de la Casa Blanca, símbolo de cubanidad conquistadora. Volviendo a la vida de Isabel, esa adorable y excelentísima mujer me ha dejado plantado en este mismo lugar desde hace diez años.

Por culpa de ella los Estados Unidos ya no existen. Cuántas veces le dije que si se casaba conmigo, no sería jamás presidente de Cuba. Ella se lo tomó a broma. O tal vez odiaba a los gringos de verdad, sin conocerlos. Incluso hice el intento de vivir en Mérida, una pintoresca ciudad de los Andes, lugar donde nació y del cual nunca se quiso separar. Pero debo admitir que nunca fui tan infeliz como en esa ciudad: la eventualidad de que un terremoto se tragara la aldea conmigo adentro era demasiado aterradora. Intenté convencer a Isabel de que partiera conmigo hacia la capital. Desalentado ante su irreductible negativa, retorné a Caracas, con el rabo entre las piernas y sin Isabel. En esa época yo era un pobre sifrino caraqueño, un seudovenezolano sin raíces, recién graduado de una escuela de periodismo en Francia, que apenas comenzaba a hacerse un nombre en las columnas chismógraficas de los cotidianos del Valle. Me iba bastante bien, hasta que publique un artículo contra el Regente Chávez y tuve que exiliarme antes de que un escuadrón de la muerte viniese a darme lecturas constructivas en mi propia casa.

Exiliarme sin pena. No había nada que me atase a ese país "raté". Mi padre se había retirado a una isla del Caribe, tratando de recrear su niñez dorada en Cuba y sus fantasías de Marqués de Santa Lucía con un látigo en la mano y unos cuantos dólares —que bastante trabajo le costaron— bien guardaditos en las islas Cayman. Mi madre de ojos verdes, como siempre, a su lado. ¿A dónde iría? A donde la sangre llama. A Miami.

El único gran apoyo familiar que no he tenido reside en esa cristalina ciudad de crema. También era una deliciosa venganza contra Isabel y el hermoso futuro que ella había planeado para mí. Si te casas conmigo, no seré presidente de Cuba, le dije. Por lo tanto, si no te casas conmigo, seré presidente de Cuba. ¿Y qué mejor lugar para aprender a ser cubano que Miami?

Siendo hijo de un expatriado, nunca tuve la felicidad de pertenecer a la ridícula y gastada aristocracia histórica venezolana, lo cual siempre ha sido uno de mis grandes traumas. Pero en Little Havana, por fin pude recoger los frutos del dudoso prestigio acumulado por mi familia a lo largo de trescientos años de presencia en la isla, aunque fue difícil dejar de ser un simple y silvestre venezolano. Finalmente terminé por adoptar el Cadillac, la guayabera y el uso del término "cabrón" como si hubiese sido ahijado del mismísimo Batista. Ante mí se abría mi destino manifiesto, el fatum nebuloso que ha eludido a todos los miembros resaltantes de mi linaje desde que a Carlitos Manuel de Céspedes lo fusilaron los españoles: la Presidencia de la República.

 
 

Y así me convertí en el Mesías. Fui un camaleón político de un finísimo talento. En menos de dos años ocupé el vacío dejado por Jorge Mas Canosa. En tres años creé un ejército útil. En el 2010 conquisté todo el sur de los Estados Unidos: era el inicio de una "Greater Cuba", cuyo embrión era la Cuba Continental —que se extendía desde Key West hasta Savannah, en el antiguo estado de Georgia. En 2012 murió Fidel y le pudimos comprar la isla a los españoles y a los mexicanos. Por supuesto, todo lo hice por mi padre, quien todavía sigue en su islote angloparlante... No se quiso mudar a Greater Cuba porque y que los servicios eran una mierda.

A todas estas, la historia, infalible juez, demostró que yo tenía la razón. El Gran Terremoto Universal de 2010 hizo que la ciudad de Mérida se hundiese 1.000 metros. No hubo víctimas, y los edificios quedaron intactos, pero hubo que instalar un nuevo teleférico para acceder a la aldea. Isabel estaba viviendo en Barcelona para ese entonces. Era la época en que todavía le enviaba flores y propuestas anuales de matrimonio. Siempre encontró una excusa. Que Miami le parecía un asco. Que le ladillaba viajar. Y créanme que yo lo hubiera dejado todo... pero el tiempo pasa demasiado rápido. Por conveniencias políticas, tuve que casarme con la insoportable Margarita Steinert, actriz brasileña de las telenovelas de Galaxy Network.

Mientras tanto, en 2016, en el Portillo's ex Four Seasons del edificio Seagram de la calle 52 Este, el señor presidente de Cuba esperaba en una mesa de piel de jirafa tomándose un whisky Seagram (Chivas Regal) que se cumpliera la hora del embarque ritual. Pero allí estaba. Por fin, juntos, en Nueva York. Dejé de ser el cubano endurecido de mi adulterio para volver a ser el niño venezolano gaté y raté nacido en un país casi tan raté como la Gran Colombia becado por el petroleo raté de ese mismo pais gaté para estudiar en Lyon, una ciudad por demas raté, y saliendo con Isabel la linda, quien en esa época se consideraba una raté y era mentira porque era la mejor de todas, sin duda ni concesión alguna, siendo la mujer que más me ha gaté hasta este momento, y la única que lo supo hacer con estilo. Isabel la linda, quien ahorita se ha convertido en Isabel la neurólogo de fama internacional, mundialmente reconocida por ser la mejor de todas, y la más linda.

Isabel, ¿no quieres ser Primera Dama? Mañana mismo pido el divorcio y mudo la capital para La Habana si quieres, o para Barcelona si te parece mejor. Pero no para Mérida, porque le tengo pánico a los terremotos, sabes que ahora yo soy cubano y lo mío es un ciclón. Te prometo la clínica de investigación más completa de las Américas. Te prometo la portada de Hola o de Bohemia. Te prometo un nuevo himno nacional. Te prometo el nombre de una provincia. Te prometo la cabeza de aquel profeta perdido primo de Jesús de Nazareth que no me acuerdo cómo se llama, si te casas conmigo pasado mañana.

Gonzalito, vende tu apartamento de Bayside, tu tinajón de Coral Gables, tu finca de Camagüey, el apellido que es de tu padre y que no te toca. Hecho, vendido, o mejor, déjoselo a mi hermano. Gonzalito, hazme un masaje en la espalda, pide vino tinto, no vayas a pedir rosado que no me gusta. De acuerdo, no te preocupes, Hey, excuse me! Can you please bring me some red burgundy? Gonzalito, regala tu perro, y dime que mis ojos son más lindos que los de tu madre. ¡Eso sí que no, Isabel Barroeta Espar! Entonces no me caso contigo. ¡Pero si sabías que te iba a decir que no! Es que estaba buscando una excusa, Gonzalo Agramonte; no me voy a casar contigo porque eres un reaccionario y por encima de todo eres el coco.

Y yo le dije: la historia me absolverá.

La perfecta esposa de embajador y de rey se levantó con una sonrisa perfecta, me dio un beso en la mejilla y dijo me gusta Nueva York. Siempre supiste que no me iba a casar contigo, y yo nunca lo supe. Ya veremos el año que viene.

Así se fue Isabel la linda, llamándome coco, como en los viejos tiempos, más linda y más aristocrática que nunca con su pasaporte catalán y su bolso de patente.


       

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