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Aquella encrucijada del lenguaje
Un homenaje a Óscar Collazos (1942-2015)

jueves 27 de agosto de 2015
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collazos

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Uno de los debates que más exacerbaron los ánimos entre escritores y artistas del siglo pasado estuvo ligado al tema del compromiso político. En América Latina, el influjo producido por la Revolución Cubana —desde su triunfo en el 59— tuvo las proporciones de un aluvión espiritual. Los jóvenes de aquel momento y de las décadas siguientes llevaron al paroxismo su entusiasmo revolucionario y su disposición para cambiar radicalmente la sociedad. También es cierto que la reacción de las fuerzas conservadoras del continente resultó cruenta y sanguinaria. Cuando miramos hacia atrás podemos confirmarlo: el capítulo que le correspondió vivir a Latinoamérica en el panorama de la Guerra Fría no fue gélido, sino candente y feroz. El idealizado retrato cinematográfico de glamurosos espías y contraespías se transformó aquí —en nuestros vecindarios— en miles de torturados, exiliados, desaparecidos y fusilados. El fanatismo de las fuerzas contrapuestas propugnaba un colofón irreversible: la desaparición física del adversario.

En lo que toca al panorama cultural y literario, estas décadas coincidieron con una extraordinaria eclosión de obras maestras que fueron escritas por autores surgidos de América Latina, especialmente en el ámbito de la narrativa. La crítica ha mostrado que —además de la evidente calidad artística y vocación renovadora de estas obras— hubo al menos dos fenómenos extraliterarios que favorecieron su circulación y la acogida que el público les dispensó. De una parte, el respaldo que algunos de estos autores recibieron de la industria editorial argentina y catalana, con todo y su marketing globalizado; de otro, el agitado ambiente de discusión y consumo cultural que propició el ímpetu revolucionario, sobre todo entre la gente más joven. Este es el entorno en que se presenta la famosa polémica entre Óscar Collazos y dos figuras emblemáticas del llamado Boom latinoamericano: Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Dicho debate fue publicado en diferentes revistas y diarios del continente, fue seguido y discutido, estudiado y enriquecido.

Recordemos que todo empezó con un artículo escrito por Collazos a petición de Ángel Rama, el cual fue publicado en agosto de 1969 por el semanario Marcha, de Montevideo; su título era “La encrucijada del lenguaje”. Vino luego la inesperada respuesta de Julio Cortázar, fechada en diciembre de 1969, cuyo sugestivo lema fue “Literatura en la revolución y revolución en la literatura: algunos malentendidos a liquidar”. Posteriormente, en abril de 1970, apareció la contestación de Mario Vargas Llosa: “Luzbel, Europa y otras conspiraciones”. La editorial Siglo XXI recogió estos textos en forma de libro e incorporó, al cierre del mismo, una carta abierta de Collazos a Cortázar: “Contrarrespuesta para armar”, fechada en enero de 1970. No tengo dudas al afirmar que todavía hoy —cuarenta y cinco años después de aquella polémica— estos textos siguen siendo documentos de gran valor para comprender la historia del continente; entre otras cosas, porque nos permiten reconocer el papel que en ella han desempeñado nuestros escritores.

 

Collazos ha terminado teniendo la razón en cuanto a los epígonos de los grandes escritores y su banalización industrial del hecho literario.  

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Tal como reconocieron posteriormente quienes tomaron parte en él, lo más valioso de este debate fueron aquellas lúcidas reflexiones con las cuales respondió Julio Cortázar. Agreguemos que incluso el tono de su ensayo, a la vez recio y afectuoso, ha terminado siendo paradigmático. Y señalemos también que la agudeza y altura de Cortázar aparecen allí en toda su dimensión: las suyas son las palabras que un gran maestro le dirige a un joven de veintiséis años llamado Óscar Collazos. Recuperemos ahora dos de los argumentos centrales en la discusión. El primero de éstos resulta nuclear: el escritor debe comprometerse con la realidad que lo circunscribe, debe ser consecuente —mantengamos la palabreja de marras— con el “contexto sociocultural y político” en que vive; el escritor debe implicarse, obra incluida, en la causa revolucionaria. Por más que se procuren sutilezas al plantearlo, detrás de semejante demanda se encuentran agazapados los principios del “realismo socialista”, con todo y sus nefastas consecuencias para la creación artística.

Sin embargo, Cortázar evita la descalificación simple y elige dar un paso adelante en su deliberación; entonces, procede a ensanchar la obtusa concepción de la realidad que suelen tener quienes reclaman este tipo de actitud. Su ruta de argumentación se orienta a recordarnos que la imaginación y el mito, por ejemplo, son tan constitutivos de la realidad como los objetos más concretos. Para empezar, Cortázar es un hombre comprometido con la revolución; pero tiene claro que el escritor no puede subordinar su creación a proselitismos específicos que sólo conducen al panfleto: “El desacuerdo empieza —nos dice— cuando la propugnación se detiene allí, en el famoso ‘contexto sociocultural y político’, y todo lo demás, la realidad imaginaria y multiforme, es cuestionada en nombre de un ‘deber’ que nadie niega entre nosotros pero que no agota ni mucho menos el campo legítimo y necesario de una literatura que merezca ese nombre” (pág. 68). Cortázar señala que quienes proclaman una noción tan tosca del compromiso entienden el hecho literario de un modo contenidista, mecánico; en última instancia, demagógico.

El segundo argumento que quisiera destacar es el que se refiere al asunto formal; es decir, a ese ímpetu experimental y renovador que en efecto caracterizó la narrativa del llamado Boom. Collazos arremete contra esta concepción, entiende que se debe a un complejo de inferioridad ante las metrópolis del “primer mundo” y ve en ella los riegos de una escritura que puede concluir en el mero esnobismo —aquella actitud escapista dispuesta a autocelebrar sus propios e inconducentes artificios. De hecho, menciona algunas novelas específicas de Cortázar y Fuentes en las que advierte dicha tara. Cortázar repunta enfático, subraya que no es aplicable el concepto de foráneo en las técnicas narrativas. Y agrega que, si bien cada obra nace de una experiencia particular, los compartimentos estancos en que otrora se cumplían las literaturas nacionales han quedado superados en las sociedades contemporáneas. Además, insiste en que una novela auténticamente revolucionaria no lo es sólo en virtud de su dimensión temática, sino en la medida en que procura revolucionar esa forma misma llamada novela.

En relación con la respuesta dada por Vargas Llosa en este debate, anotemos que hay dos argumentos centrales, muy contundentes, así como un tono despectivo que se advierte desde el título. En primer lugar, reivindica que existe una dimensión no-consciente en el proceso creativo y afirma, a continuación, que es precisamente allí donde radica la fortaleza de los temas literarios. Entendidas así las cosas, no tendría ningún sentido buscar que el escritor proceda únicamente de modo racional a objeto de ser consecuente con determinada causa, por muy noble que ésta sea. Por otra parte, Vargas Llosa reafirma la condición revolucionaria de todo escritor; pero lo hace redefiniendo los postulados de Collazos. Veamos: un escritor es revolucionario en la medida en que su punto de vista se instala siempre en las antípodas del poder establecido, sea éste de derecha o de izquierda. Esto significa, entre otras cosas, que el escritor jamás habrá de cumplir la función policiva del burócrata —figura necesaria, se da por hecho, en todo Estado—; al contrario, el escritor habrá de discutir y transgredir dicha función cada vez que se haga necesario.

 

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Mirada la polémica del modo en que lo he hecho —panorámicamente—, parece que sobre aquel joven de veintiséis años llamado Óscar Collazos sólo llovieron palos y piedras. La verdad es que veo las cosas de otro modo. Para empezar, “La encrucijada del lenguaje” tiene el extraordinario mérito de haber propiciado el debate, de haberlo iniciado. Tampoco olvidemos que los temas allí desarrollados eran de una tremenda pertinencia para la época. Pero hay algo más: hacia el final de su texto, Collazos planteaba la gran dificultad que veía recaer sobre la persona del escritor. Y esto debido a la necesidad de responder a dos requerimientos muy difíciles de conciliar. La naturaleza esencialmente solitaria —íntima— de la creación literaria y su inherente condición revolucionaria, contestataria. De allí proviene justamente el título del ensayo, en eso consiste la “encrucijada”. Recordando el símbolo del Florero de Llorente, el propio Collazos le manifestó a Cortázar en su carta de cierre: “Tengo todo el derecho de sacudirme porque el arrinconamiento es injusto y de ninguna manera creo responder a la imagen hiperbolizada que de mis conceptos ha hecho usted en su respuesta” (pág. 97).

Al término de estas notas sobre aquella encrucijada del lenguaje, quisiera regresar sobre un par de preocupaciones colaterales planteadas por Collazos. Aunque la primera de éstas fue refutada con solvencia por sus dos brillantes contradictores, la Historia se ha encargado de barajar las cartas apelando a su caprichoso estilo. Me estoy refiriendo a la inquietud de Collazos por la preconización de los experimentos formales en la novela, por la truculencia expresiva sin asideros claros en los requerimientos propios de la historia narrada. Esto, desde luego, dificulta innecesariamente la lectura de los textos. Pues bien, tras el advenimiento de las cruentas dictaduras fascistas en los años 70 de nuestro continente —Pinochet, Videla, Bordaberry y compañía—, una gran parte de los escritores del post-boom optó por regresar a una narrativa mucho más mimética, mucho más cercana al entorno real inmediato. Asimismo, esta profusa tendencia novelística se distanció del experimentalismo característico del Boom y generó lo que algunos críticos han denominado “la reconciliación con la trama”; esto es: un tipo de novela cuya escritura resulta mucho más amigable con el lector.

El otro aspecto en el cual aquel joven Collazos ha terminado teniendo la razón se refiere a los epígonos de los grandes escritores y su banalización industrial del hecho literario. En este punto, su inquietud consistía en recordar la manera como las conquistas formales llevadas a cabo por autores señeros —las cuales siempre juegan un papel renovador en la literatura— terminan siendo absorbidas por la mercadotecnia editorial. Dicha asimilación comercial representa un empobrecimiento de nuestro campo artístico, pues su horizonte de búsqueda no es otro que la homogenización del gusto lector. En la actualidad, este es un hecho cumplido respecto de algunos maestros del Boom latinoamericano. Tal es el caso de ese pálido “realismo mágico” facturado por imitadores y destinado al consumo masivo, lo cual se sitúa en las antípodas de la literatura. Pero quisiera cerrar esta reflexión y estas palabras de homenaje afirmando que donde mejor podemos advertir hoy la vigencia de Óscar Collazos es en su inagotable actitud analítica, en esa irrenunciable vocación crítica que ejerció hasta el final de sus días, en esa vasta obra que nos legó y que seguirá acompañándonos durante los años por venir.

Alejandro José López Cáceres
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