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Enrique Bernardo Núñez, mi abuelo y yo

martes 12 de abril de 2016
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Enrique Bernardo Núñez
Enrique Bernardo Núñez (1895-1964).

Ofrezco a continuación a los lectores una crónica que escribí para el diario El Nacional, de Caracas, con motivo de la aparición de dos volúmenes de Enrique Bernardo Núñez que, con el título de Relieves, fueron editados por el Congreso de la República en 1989, seguida del artículo que mereció mi comentario. Seguramente el artículo de Núñez, titulado “Riquezas”, tiene plena vigencia hoy, cuando nuestro país vive una de sus más graves crisis económicas.


Carlos Emán en los Relieves de Enrique Bernardo Núñez

Esta semana recibí de manos de Néstor Tablante y Garrido un regalo que me ha deparado satisfacciones en el terreno de lo literario: las crónicas que Enrique Bernardo Núñez escribiera en El Heraldo, de Caracas, entre 1936 y 1939. Tablante fue amigo de Núñez y, con la dedicación y esmero que prodiga la amistad, acopió estos artículos acompañándolos de un amplio registro bibliográfico, para las Ediciones del Congreso de la República (dos tomos, Caracas, 1989). Núñez firmaba los artículos y crónicas semanalmente con el seudónimo de “Cardón” en una columna titulada Relieves y constituyen ejemplos extraordinarios de todo cuanto puede decirse a través de una forma que oscila entre lo periodístico y lo literario, entre el testimonio y la invención. De hecho la crónica, cuando está bien abordada, suele adquirir rango literario, tiene autonomía formal suficiente para estar entre los llamados géneros literarios. Esto puede constatarse, por ejemplo, en los artículos de Mariano José de Larra, el gran maestro de la crónica durante el siglo pasado, que supera el esquema costumbrista para convertirse en el padre de la crónica moderna escrita en castellano.

Ese hombre a que se refiere Núñez es Carlos Emán, mi abuelo, quien sostuvo a su familia en San Felipe preparando cambures pasados.

En esos Relieves Núñez trata los más variados asuntos: policía, ciudad, costumbres, historia economía, sociedad, literatura. Justamente la crónica tiene la virtud de hacer acopio de motivos. Su virtud principal: la amenidad. Estos Relieves constituyen una pequeña parte de la actividad periodística de Núñez, quien fue cronista oficial de Caracas desde 1945 hasta su muerte, en 1964.

En una de las crónicas, titulada “Riquezas” (tomo I, pág. 156), el autor habla sobre la famosa riqueza venezolana: “Venezuela, el país más rico, es también el pueblo más pobre”, dice. Y esta ha sido nuestra impronta en la historia: vivir esta terrible contradicción en un país saqueado en sus riquezas, que lejos de ser envidiable, se debate entre la miseria y el atraso. Ni el oro, ni el caucho, ni el petróleo, han podido subsanar las torpezas de un país que nunca ha sabido planificar su desarrollo industrial y agropecuario. “La agricultura no tuvo mejor suerte”, dice Núñez, “en todas partes se refiere el caso del hombre que envió una muestra de cambures pasados y le pidieron trescientas toneladas”.

Ese hombre a que se refiere Núñez es Carlos Emán, mi abuelo, quien sostuvo a su familia en San Felipe preparando cambures pasados. El cambur se pone al sol hasta que se reduce, se vuelve marrón y su textura algo más dura y elástica. Se le agrega azúcar, luego se pasa por un horno (aquí radica el secreto alquímico) y una prensa. Se envuelven en paquetitos de a veinte (aún los fabrican unas tías y primos en San Felipe, Yaracuy). Mi abuelo los adornaba con una hojita aromática de bayrum o tabasca, que aún existe en mi casa materna; allí, en el patio central, se colocaban al sol en rejillas, mientras las abejas y moscardones ronroneaban en torno, mi abuelo preparaba refrescos de cola en botellas boconas de Green Spot, que se vendían a locha, y mi tía Carmen hacía suspiros, alfeñiques, dulces y conservas de toronja o lechosa, melcochas y los famosos “piquitos”, que eran las puntas de los cambures puestas en una bolsita con azúcar. Unas casas más allá, mi tía Leticia preparaba las longanizas, los deliciosos chorizos picantes, y mi abuela Demetria nos llamaba a la mesa a disfrutar de sendas arepas de puro maíz, asadas en leña. Toda esa cuadra era para mí un solo olor sobresaltado e ilusionado, de una calle que es ahora una espantosa avenida de concreto, sin árboles ni magia, construida para vender baratijas.

Hace años, mirando fotos antiguas y papeles, rebuscando en viejos baúles, me encontré con el diploma que certificara a Carlos Emán la maestría en la fabricación de los cambures pasados. Dice: “Exposición Iberoamericana. Sevilla. Jurado de Recompensas. Terminadas las deliberaciones del Jurado Superior de Recompensas, en las que han sido examinadas y definitivamente resueltas las propuestas formuladas por los Jurados de Clases, revisados por los respectivos de Grupos, tengo el honor de comunicarle a Ud. haberle sido otorgada la distinción de Medalla de Oro como expositor del Grupo Doce. Dios guarde a Ud. muchos años. Sevilla. 12 de mayo de 1930. El Secretario del Jurado Superior F.S. Apellániz”. Ese mismo año le llegarían a Carlos Emán dos ofertas, una de España y otra de Estados Unidos, donde le pedían como muestra varias toneladas de cambures. El diploma, un radio Murphy inglés y una mesa colonial, son todavía mis mejores amuletos, los recuerdos de varias vacaciones que fueron las más felices de mi vida.

Nueve años después, en 1939, Núñez escribiría su crónica. Como éstas, son muchas las riquezas ocultas de un país que todavía resiste los embates de la humillación económica y humana.

El Nacional, Caracas, lunes 18 de noviembre de 1991.


Riquezas

Enrique Bernardo Núñez

Las riquezas venezolanas han sido el eterno mito con que se han distraído los venezolanos. Poseemos grandes riquezas. La retórica encontró en esas concepciones sus más ricos filones. La propaganda se hizo siempre en torno de que Venezuela es muy rica pero el pueblo venezolano no disfrutó nunca de esas riquezas. Véase lo que ocurrió con el oro de Guayana. Véase lo que ocurrió con el caucho. Véase lo que ocurrió con la agricultura. Véase lo que ha ocurrido con el petróleo. Fueron prosperidades súbitas y efímeras de unos pocos que no dejaron nada.

Siendo Venezuela el país más rico es también el pueblo más pobre. Un pueblo que tiene que “emplearse en el Gobierno para comer”. Famosa riqueza.

Guayana, tierra tan rica, está en una situación muy precaria. Hay oro en abundancia, según refieren. Pero ¿de qué vale el oro de Guayana? ¿Y de qué le ha valido su petróleo al Zulia que no tiene ni siquiera un acueducto? Con todos los millones que han corrido ¿cuántos acueductos se hubieran podido construir? La prosperidad del petróleo le tocó a Holanda principalmente. Por Curazao y Aruba se desvió la corriente de millones. Así como el oro de Guayana es inglés. Ni sirvieron para mejorar la condición de vida de los obreros empleados de tales empresas. Los viajeros extranjeros observan en sus libros que las condiciones del trabajador en el Orinoco son peores que en Liberia. Las perlas de nada sirvieron tampoco a Margarita. Margarita hace años era un escombro con unas cuantas casas nuevas de cemento. Y tampoco a los criollos a quienes cayeron unas cuantas gotas de esa riqueza supieron aprovecharlas. Lo perdieron pronto y tuvieron que hipotecar enseguida las haciendas y las casas recién construidas. Las despilfarraron alegremente. La carestía los ha salvado. Los bienes hipotecados adquirieron más valor. Pero todos esos ricos, ricos en comparación con la miseria general, necesitan para vivir un cargo público. Esto les salva porque sólo así pueden hacer frente a sus gastos sin comprometer sus bienes.

La agricultura no tuvo mejor suerte. En todas partes se refiere el caso del hombre que envió una muestra de cambures pasados y le pidieron trescientas toneladas. El cuento varía. Unas veces no se trata de los cambures sino de la jalea de mangos. Otras del tabaco y así sucesivamente. Las haciendas están perdidas, casi abandonadas, con cafetales viejos y enfermos. Las haciendas vienen a ser como una especie de iconos. Nadie piensa en transformar sus cultivos. El café está ahí. Es su riqueza. Para salvarse apelan a las primas, de modo que el Estado ayuda a sostener una riqueza o una industria que no existe.

Ahora resulta que no somos un país agrícola sino un país minero. Que hemos vivido equivocados. Pero que los cultivos nos hacen falta. Es un excelente descubrimiento. Así resulta que siendo Venezuela el país más rico es también el pueblo más pobre. Un pueblo que tiene que “emplearse en el Gobierno para comer”. Famosa riqueza.

El Heraldo, Caracas, 15 de marzo de 1939.

Gabriel Jiménez Emán
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