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No hay diferentes, sólo enemigos

martes 21 de mayo de 2019
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No hay diferentes, sólo enemigos, por Luis Amézaga

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

A Martín su redactor le envió a cubrir la rueda de prensa habitual de los viernes. El despacho de alcaldía recibía con canapés a los periodistas para mayor gloria de un regidor que relataba sus “hazañas” en la ciudad; una villa de cuatrocientos mil habitantes en crisis perpetua. Los periodistas recogían sus palabras y las trasladaban a periódicos y emisoras de radio locales. Puro tedio, paparruchas de un político venido a menos y con escasa posibilidad de salir de provincias. Martín se sabía la perorata del alcalde de memoria, así que se desvió del sabido camino que va desde la redacción de su periódico subvencionado hasta el ayuntamiento. Ya recuperaría las notas del mes pasado y las actualizaría, al fin y al cabo era el mismo proyecto prolongado en el tiempo, con asuntos insustanciales como cambiar la iluminación de la ciudad por bombillas de bajo consumo. El libreto de dicha opereta era pasar de largo por los asuntos cruciales que atañían a la población.

Martín se fijó en él porque, en vez de dirigirse a la barra, se quedó plantado echando un vistazo nervioso a los parroquianos.

Se fue a una cafetería de la que era cliente habitual a tomarse un vermú con mejillones. Martín tenía la vocación de periodista algo mermada, pues no lograba salir de su papel de juntaletras al servicio propagandístico del poder político, empresarial y cultural de la ciudad. Sí, sus crónicas solían ser críticas y eran el azote de esa clase dominante, pero aun así, sentía que con ello les hacía ganar en importancia. Y no la tenían. Eran mediocres que se aprovechaban de la apatía generalizada de una población sin fuerzas para sacar la cabeza, no fuera a ser que se la cortasen a impuestos o a hostias.

 

Martín estaba de pie en la barra acompañado por su vaso de vermú. Entró en ese instante un tipo, corriente, con vaqueros desgastados, camisa de leñador, moreno, pelo corto, mediana estatura, gafas de hueso. Martín se fijó en él porque, en vez de dirigirse a la barra, se quedó plantado echando un vistazo nervioso a los parroquianos, y luego giró la cabeza hacia la puerta acristalada que acababa de cruzar. Hizo un gesto casi inapreciable y entraron otros dos tipos, igual de grises que el primero. Los recién llegados emprendieron un rápido eslalon entre las mesas, dirigían sus pasos hacia la situada en el rincón, cerca de los váteres, donde cuatro personas, un hombre y tres mujeres, desayunaban y departían sin aspavientos. El hombre estaba de espaldas a la puerta principal, y las mujeres, que sí vieron acercarse a los dos tipos que iban con el rostro descubierto, no sospecharon nada hasta el último momento. Uno de ellos se detuvo a tres pasos de la mesa y se giró para retarlos a todos con la seguridad de quien tiene la razón de su parte. Su camarada recorrió el último tramo, sacó de la cintura una pistola oculta por la camisa que llevaba por fuera, y disparó a unos diez centímetros del hombre, que cayó muerto al instante sobre el desayuno. Las tres mujeres, salpicadas de sangre, saltaron de sus sillas. Se instaló en el aire un denso silencio rasgado por el zumbido de aquella bala. Los dos atacantes salieron de la cafetería con decisión, pero sin correr. El tercero, que aún estaba apostado en la puerta, vigilando, fue tras ellos. Fuera, una furgoneta vieja estacionada enfrente del local los recogió y se largaron quemando rueda avenida arriba, hacia la salida de la ciudad por la zona norte. Todo ocurrió en dos pestañeos, aunque en algunas memorias quedó grabado durante años.

La frente de la víctima yacía sobre un cruasán aplastado. Martín fue el primero en reaccionar acercándose a la fatídica escena. Intentó apartar de ella a las mujeres, que estaban conmocionadas. Eran dos mujeres de mediana edad y una muchacha. Se resistían a dar movimiento a sus extremidades inferiores. Pretendieron auxiliar a su ser querido. “Es inútil”, les repetía Martín. Había sido un tiro a bocajarro, en la cabeza. La sangre brotaba de sus oídos. El dueño del local había avisado a una ambulancia y a la policía. Ya se oían las sirenas a lo lejos. Los clientes, incrédulos, fueron saliendo a la calle, a respirar. Alguien vomitó en la acera.

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Marianela había roto la barrera de los treinta. En su currículum se podía leer que era licenciada en empresariales y manejaba la programación informática con solvencia. Marianela tenía claro que no iba a embarcarse en una relación sentimental estable hasta alcanzar la posición económica holgada que perseguía. Recelaba de que una mala racha en la entrada de ingresos le condicionara a la hora de seguir unida a una pareja. Así que no permitía a los hombres meter ropa en su lavadora. Sus relaciones estaban basadas en cada uno en su casa y el sexo en la de todos. Marianela había pasado por varios oficios: control de calidad en una fábrica de electrodomésticos, informática de una empresa de automoción, operaria del sistema de recuento de votos en elecciones generales. Durante un tiempo participó en el diseño de soluciones integradas de defensa aérea y control del espacio. En estos últimos meses trabajaba como asesora y organizadora de eventos para un partido político recién fundado, con la tarea específica de promocionar al cabeza de lista, un tal Eusebio Ruipérez. Marianela vivía en un ático compartido de 65 metros cuadrados, cenaba con amigos en burguers, no iba de vacaciones. Tenía sobrinos a los que mimaba. Y si algún día quisiera tener hijos, los adoptaría. No sentía la llamada vital de la gestación. Era laboriosa, incisiva, y buscaba nuevas formas de afrontar los problemas de siempre: el éxito y el fracaso, la soledad, el amor, la crisis existencial y la muerte. Coleccionaba libros de autores desconocidos, de tiradas minúsculas, escritores de provincias, de cualquier idioma y época. Usaba varias estanterías sólo para cobijar esa literatura destinada a desaparecer sin ser leída. Los que la visitaban en su ático no podían evitar la tentación de hojear aquellas rarezas y googlear a sus autores. Marianela consideraba que el sufrimiento en el amor es inútil, un flagelo que las personas se infligen por causas sin sentido. Era una mujer liberada de culpa.

 

El poder de la seducción. El infierno es vivir pensando en mañana.

Después de su divorcio con un impresentable que iba de traje y corbata por hotelitos baratos en busca de la juventud perdida, Pamela se acercó más a su hermano pequeño. Siempre les movió un silencioso afecto filial, pero en los últimos tiempos había surgido entre ellos una amistad basada en la admiración mutua. Pamela era comercial en una empresa privada de comercialización de metales: oro, plata, platino, paladio. Sus clientes iban desde inversores particulares interesados en poseer un lingote de 100 gramos de paladio, a grandes inversores que no se fiaban de ningún producto financiero. Estaban más tranquilos acumulando oro y obras de arte con los que asegurar un futuro que por definición es incertidumbre. Pamela era una entusiasta de la experiencia que le había otorgado el Tao, el mensaje sin texto de Lao-Tse. Su ex marido se ponía nervioso sólo de oírla, y se fue en busca de carne sin manufacturar, de culos como mesas camilla donde acomodar su pene en el brasero de la pasión. Prefería la dimensión horizontal. Pamela, por su parte, prefería la dimensión vertical, la emanación. Pensaba que un instante vivido de forma plena era similar a la eternidad. Solía llevar un anillo de oro blanco que no tenía en propiedad, sino que usaba para promocionar la empresa para la que trabajaba. Era una pieza que llamaba la atención y el interés de los rayos del sol. Pero Pamela no era materialista. Solía decir que con la lluvia crecían las cosas importantes, que el resto sólo se mojaban. Pamela decía frases que provocaban silencios incómodos. En secreto también buscaba diluir su personalidad en el todo. Quien hace semejante cosa se convierte en todo sin ser nadie. Asesoraba a su hermano en la empresa política que había emprendido. Pamela a los políticos no les pedía que pedaleasen, simplemente que no pusieran palos en las ruedas. Conociendo el ego que solían arrastrar, ya era mucho. El primer consejo que le dio a su hermano en su carrera política es que en cuanto recogiese los primeros frutos, se retirara, que dejara a otros su parte de atención mediática, su parte de vanagloria. Hay que irse antes de estropearlo. Nadie es imprescindible, nadie debe imponer su presencia demasiado tiempo. Su hermano Eusebio le había prometido hacerle caso. Pero reconozcámoslo, nadie sabe retirarse a tiempo, porque nadie sabe cuál es su tiempo.

 

Yone tenía diecisiete años, hija de Pamela y de su ex marido —el picha brava. Era sobrina de Eusebio Ruipérez. Las personas nos movemos por motivos racionales e irracionales. Yone estaba pasando una época en que de forma racional se comportaba con irracionalidad calculada, con interés vengativo y multidireccional. La adolescencia es esa época en que descubres que tus circunstancias personales y familiares te han robado la infinidad de posibilidades que el mundo ofrecía. Y te jode. Y pataleas. A cualquier sugerencia respondes con un me la suda. La adolescencia necesita de mucho desodorante. Yone tenía abierta una cuenta en Periscope, allí montaba numeritos seudoéroticos desde su habitación, para mayor deleite de los seguidores. El éxito era eso; tener seguidores, amigos virtuales, likes, supercorazones. Yone, igual que su padre, tampoco soportaba el misticismo de Pamela, ese abandono suyo de la personalidad en pos de un ser unificado y transversal. Yone prefería los sentidos, explorarlos, explotarlos, satisfacerlos hasta el hartazgo. A Yone le embriagaba la sensación de poder al congregar a más de mil chicos, pendientes todos ellos de cada una de sus sesiones de Periscope, de cada uno de sus gestos sensuales, de su ropa, de su carne, de sus palabras desmedidas. Se sabía controladora, dominadora, causante de las masturbaciones de aquellos muchachos que le hablaban por el chat, que le enviaban fotos de sus torsos desnudos, que le suplicaban privados. Aquellos chicos, que podían ir desde los quince años hasta los ochenta. Le excitaba sólo pensarlo. El poder de la seducción. El infierno es vivir pensando en mañana. Yone sería capaz de morir ahora mismo por un amor de verdad. Pero no sabe amar. Así que coge su móvil y destroza los sueños de los demás a través de las redes sociales. Practica el acoso y el troleo de compañeras de instituto como si fuera una mala puta. La directora llamó a sus padres. Pamela lo achaca a una mala época, la edad, los cambios. Pero tiene buen corazón, acaba diciendo en su diagnóstico. Y esa expresión irrita sobremanera a Yone. Su padre piensa que la culpa la tiene su ex mujer, pero no lo verbaliza. No quiere que Yone viva con él, ahuyentaría a sus novias de fin de semana.

 

Eusebio Ruipérez había conseguido aglutinar a gran número de ciudadanos con una serie de propuestas tan de sentido común que resultaban sorprendentes. Por ejemplo, hablaba de la unidad del país como garantía de igualdad de las personas ante el Estado y la ley, independientemente de su lugar de residencia o condición. Abogaba por acabar con la fiscalidad sangrante que sumía a la gente en un estado de malestar continuado, que era confiscatoria con muchos contribuyentes y demasiado generosa con los caraduras. La redistribución debía ser garantía de justicia y no de aprovechamiento para vividores, muchos de ellos venidos de países islámicos colapsados y sin ningún respeto hacia su lugar de acogida. Se estaba propiciando la existencia de ciudadanos pasivos, parásitos, cobardes, sin coraje ni iniciativa, que sólo alargaban la mano con exigencia de niños mimados, mientras otros se ahogaban para mantener el invento. “Una sociedad que ha perdido su espiritualidad —le solía comentar su hermana Pamela— sólo piensa en cómo llenar de actividades las prolongadas horas de ocio, y dan por hecho que el materialismo es eterno e infinito. La prosperidad entendida como goce sensual se convierte en el objetivo. La prosperidad como satisfacción inmediata, la prosperidad del running, zapping, puenting, spinning…, una sociedad con cada vez más perros y menos niños. Una sociedad donde la acumulación y los seguros de vida nunca son suficientes para tranquilizarnos. Cada vez son más los individuos neuróticos que se meten en política, porque los grandes hombres huyen de la escena pública y del público en general”.

Las feministas y los de SOS Racismo eran las organizaciones que más atacaban al partido de Eusebio.

Eusebio Ruipérez estaba de acuerdo con su hermana Pamela, quería también respeto a las tradiciones como cimiento social, quería ciudadanos responsables de su propio futuro, y creía en un Estado que no estorbara en ese proyecto de vida. Nada más. Suficiente. Pero esas propuestas eran tachadas por los medios de comunicación de fascistas. Y punto. En las redes sociales, los elevados al púlpito de la moral pública acusaban de fascista a cualquiera que los apoyara. Había un ejército de guardianes de lo políticamente correcto. Algunos llegaban más lejos y lanzaban la idea de que limpiar las calles de gentuza como Eusebio Ruipérez era imprescindible y beneficioso para el bien común. “En el futuro —en el cual ya estamos— los fascistas se harán llamar a sí mismos antifascistas”. No sé de quién es la cita, pero acertó en el diagnóstico.

Las feministas y los de SOS Racismo eran las organizaciones que más atacaban al partido de Eusebio. Su sobrina adolescente, Yone, le dijo un día sin levantar la vista de su móvil: “Tío, no te preocupes por ellos, las mujeres con burka también la chupan, pero sólo cuando ellos quieren y siempre que ellos quieren. No permitas que te den lecciones”. Joder con mi sobrina, pensó.

 

Eusebio Ruipérez sabía que sus contrincantes políticos apelaban también al odio de clase para justificar la ausencia de buenos resultados económicos o sociales. El odio es una palanca muy potente que te convierte automáticamente en bueno respecto al enemigo, aunque estés matando de hambre a la población.

 

Marianela era una trabajadora eficaz, sin concepto de clase, pero con mucho talento. Se había convertido en imprescindible para la campaña de Eusebio. Pero cuando sus amigos le preguntaban, ella defendía un discurso muy peculiar. “No os esforcéis por hacer del mundo un lugar mejor. Si queréis vivir mejor, debéis evitar que el mundo se fije en vosotros. Sonreíd a tiranos, necios y santos. Decid que sí con la cabeza a todas las memeces que oigáis y haced luego lo que os salga del contrabajo. Pasad inadvertidos. Si os cogen en un renuncio, haceos los idiotas. Os dejarán ir”.

Admirar a alguien te deja en una posición de debilidad, a no ser que ese “alguien” sea verdaderamente admirable. Entonces, no permitirá que seas débil. Marianela no conocía a nadie admirable, pero sí respetaba la honradez intelectual de Eusebio.

 

Pamela cree en lo inmutable, no en los cambios. La política es mudar continuamente como placebo de mejoría. El ser humano es gregario del abismo. Quiere ayudar a su hermano para que éste trate de mejorar las condiciones y reglas de convivencia, si es que eso es posible. Los representantes públicos más peligros son los que en nombre de los pobres convierten en pobres a los ricos. Pamela agradece que su hermano haga de tío y de padre con Yone. Eso sí es un servicio real. A Pamela le gusta de Eusebio su capacidad para desaprender, para dejarse contrariar por la realidad sin apegarse a toda costa a ideas preconcebidas. Pamela piensa que la democracia está sobrevalorada, que nada bueno puede surgir de que el voto de un cretino valga lo mismo que el de un sabio, o que el voto de alguien que produce mucho más de lo que consume sirva para lo mismo que el de quien sólo consume sin producir nada. No es utilitarismo, decía cuando le inquirían, es sentido común. Muchos tiranos alcanzan el poder a través del voto.

 

La confianza de Eusebio en el ser humano va perdiendo fuerza con los años. Ha visto despeñarse a muchos, se ha despeñado él mismo muchas veces. Eusebio Ruipérez ya ha superado los sesenta. Sabe que esta empresa de llegar al Congreso en las próximas elecciones puede ser la última que acometa con energía.

**

Estaban sentados los cuatro a la mesa. Marianela consultaba unas notas en su tablet, Eusebio tamborileaba con dedos nerviosos, Yone estaba físicamente con ellos, pero su espíritu ubicuo aprovechaba el wifi de la cafetería para estar en otro sitio al mismo tiempo. Pamela lanzó una pregunta a la mesa, una cuestión a la que llevaba unos días dándole vueltas: ¿Era la memoria la encargada de darnos sensación de continuidad, de hacernos saber que la persona que salía del sueño por la mañana era la misma que se había adentrado en él la noche anterior? ¿Y era la encargada de gestionarlo sin sobresaltos, sin necesidad de pensarnos de nuevo? ¿O había otra referencia estable para la identidad del individuo sin necesidad de tirar de memoria?

Yone levantó la vista de su smartphone pero no dijo nada, le gustaba mirar a su madre con desprecio, como si estuviera loca. Sólo eso. Marianela dijo que la respuesta a esa pregunta la tendrían los enfermos de alzhéimer. Pero que no nos la iban a dar. Eusebio opinó que el sueño es sólo el pitorro de la olla exprés, que no existe una verdadera desconexión en él, y que por eso no se pierde la cadena de custodia de la identidad. Pamela apostilló, como si estuviera ya pensando en otra cosa, que la realidad es fractal, que en un espacio delimitado está la infinitud, que no hace falta ir a la inmensidad del universo para perderse. En cada uno de nosotros está el infinito. Yone lanzó un suspiro sonoro y se removió en la silla. Siguieron desayunando cada uno inmerso en sus pensamientos. Habían elegido la mesa más próxima a los váteres para mayor tranquilidad de la próstata caprichosa de Eusebio.

 

Martín clasificaba a las personas en cuatro tipos: los que miran con descaro a los culos que vienen y van, los que tienen memoria fotográfica y casi sin mirar se relamen con discreción, los que miran a los que miran y los que pasean su culo para ser mirado. Martín, justo antes del magnicidio, estaba entretenido contemplando aquel culo estupendo, apretado en unos leggins, que se acababa de acercar a la barra solicitando los servicios de un camarero al que se le había caído el pelo, se le había caído un párpado, se le había caído un diente, se le habían caído las tetas, y seguramente también la polla. Pero el camarero está para que otros sean, no para ser. Su negocio consiste en la simpatía y la abnegación.

 

Los tres fulanos que entraron en el bar sin el propósito de consumir eran tan poca cosa que no es de extrañar que creyeran necesario doblegar la realidad para hacerse un sitio en ella. Los fulanos eran veinteañeros. Estamos en una época donde las personas fracasan porque no asumen con naturalidad el fracaso. El primero en entrar, y que se quedó de portero, era un alfeñique matado a pajas y harto de que sus compañeras feminazis le hicieran trabajar los bajos hasta que le salían pupitas en la boca.

El que disparó había aprendido a dejar pensar a los demás. Él sólo ejecutaba.

La culpa es de otro, siempre de un enemigo abstracto, responsable de que seas un pusilánime metido a asesino por la causa. Qué causa. Da igual, la de los deseos insatisfechos, la que dice cómo debe ser la realidad a priori y no atendiendo a sus resultados. La causa dispuesta a doblegar lo ingobernable. Y cuando las cosas (sagradas por ser) no ocurren según ellos tienen previsto, entonces el culpable, el otro, debe pagar. Pero aquel primer muchacho que entró en la cafetería era sólo un peón e hizo lo que le ordenaron los suyos, los del grupo que le mece la imbecilidad. Y se plantó en la puerta a controlar la posible entrada o salida de un inconveniente. Los otros dos camaradas que aparecieron a continuación sí tenían los cojones de empuñar un arma. Los cojones típicos del cabrón, tan fanático como ignorante. De esa clase de personitas que han leído un poco (mejor no hubiesen leído nada), lo poco que han leído lo han entendido mal y lo han hecho con la intención de ratificar sus fantasías utópicas.

El que parecía jefecillo, el que se quedó a tres pasos de la mesa sentenciada, el que empujó al camarada matón a disparar a bocajarro, aún se guardaba el prurito de no mancharse las manos de sangre. Él era dentro del grupo de liberación del pueblo quien mejor discurso articulaba soltando disparates sin trabarse, así que cabecilla por aclamación. Era un feminista de boquilla, ungía a las mujeres del grupo con su polla divina. Las elegía por orden de méritos a cuatro patas y las iba cambiando para que todas tuvieran el honor de saborearlo. El que disparó había aprendido a dejar pensar a los demás. Él sólo ejecutaba. Y como no pensaba era muy bueno en lo suyo. No dudaba.

 

La adolescencia llega pronto, se va tarde. La decadencia se niega o se acelera, pero pocos aprenden a caminar por ella a su paso. El hombre realizado es sabio no por lo que sabe, sino porque conoce la forma en la que ha aprendido. Martín estaba en esa edad en que ya debía optar dejando de lado otras direcciones. Poseía vocación de periodista; mejor dicho, de la idea que él se había hecho sobre lo que sería el periodismo. Otra vez la idea y la voluntad intentando imponerse a la inteligencia y la realidad. Martín era consciente de que había empezado a beber de manera apremiante, sin dique. A la mínima se descubría a sí mismo en un bar. Le estaba costando encontrar la grandeza de la madurez al ver marchitar sus expectativas. La bebida desinhibe y descubres en ti lo que menos te gustaría ver, y lo que es aún peor, lo ven los demás. Martín se ponía agresivo y rijoso. A Martín no le gustaba lo que veía de sí mismo. Pero eso no es excusa para dejar de mirar. Al final, aprendes a presenciar los hechos. Un buen principio para un periodista. Hoy el periodismo es tomar parte, dar opinión. Se ha perdido la investigación honesta, la que no tergiversa los acontecimientos ni los provoca, dejándose sorprender por ellos y estando dispuesta a cambiar el enfoque si así lo exigen.

Los que se aprovechan del gatillo fácil se lamentan en público, se frotan las manos en privado.

A Martín no le entusiasmaban los políticos, pero sabía quién era Eusebio Ruipérez. Los partidos políticos arraigados en sus vicios de comportamiento se sentían incómodos con la aparición de ese personaje, que viniendo de la calle sabía lo que la calle pensaba. No tenía miedo en llevar la contraria a los poderes establecidos. Explicaba los asuntos con naturalidad y el ciudadano le entendía. Los partidos políticos al uso se habían instalado en la idea de que la anormalidad que ellos representaban no iba a tener nunca respuesta. Y ahora, ahí estaba la réplica bien fundamentada de Eusebio, con un apoyo social creciente. Así que lanzaron sus huestes contra él: que si populista, que si fascista, que si homófobo, que si racista, que si machista, que si libertino. Martín los notaba nerviosos. Era comprensible, veían peligrar su estatus de alternancia en los desmanes.

 

Los que aprietan el gatillo acaban pagando, o no, su tropelía. Los que se aprovechan del gatillo fácil se lamentan en público, se frotan las manos en privado: Lo estaba pidiendo a gritos ese Ruipérez. Saben que la sociedad se rasga las vestiduras, se conmociona, pero es algo que no dura. La gente sigue con su vida, no son constantes ni siquiera en el odio, y los de siempre vuelven a gobernar sin impedimentos ni advenedizos incordiando alrededor.

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A Martín el orgasmo se le bloqueó en el estómago. En medio del fragor amoroso, le asaltó la mirada desdeñosa del pistolero que había matado a Eusebio Ruipérez. Martín pagaba a la ramera con la aplicación Bizum, de móvil a móvil. Martín era fiel a aquella trabajadora del sexo. Se hacía llamar Nerea. Quién sabe. Ella comprendía su impotencia. Martín escribió un artículo demoledor contra los asesinos y sus cómplices. Pero su periódico se negó a publicarlo. Decidió darlo a conocer desde su blog personal.

—No tengas miedo —le consoló Nerea—, no creo que seas un objetivo para esa gente. Ya mataron al que les estorbaba.

—Lo que no mata sigue acechando hasta conseguirlo.

 

En el aire de la ciudad flotaba aún el olor metálico de la sangre. Del paladar de Martín colgaba la desesperanza.

Luis Amézaga
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