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Los libros del fantasma

sábado 29 de mayo de 2021
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Los libros del fantasma, por Juan José Sánchez González
Con cada libro que era retirado de la cesta y separado de sus hermanos, el ya casi inexistente fantasma de Carlos perdía más y más consistencia.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

Un fantasma es una energía sentimental que se adhiere a las personas, objetos y lugares hacia los que, en vida, sintió un especial apego. En realidad, es un último resto del cadáver, materia en descomposición, energía en proceso de perderse entrópicamente en su entorno y que sólo pervive el tiempo que lo hacen sus cosas queridas. Eso explica por qué el casi ya desaparecido fantasma de Carlos Luján apareció en la tienda de cosas usadas que la ONG Levantemos África tenía en una de las principales calles de Villaumbría. Para entonces sus hijos habían vendido su casa, que el comprador demolió por completo para convertirla en un garaje de varias plazas de alquiler, mientras que la mayoría de sus muebles acabó en el vertedero o alimentando las llamas de una candela en la que asar carne un día de fiesta. El fantasma de Carlos era ya tan débil que incluso a los otros fantasmas que pululaban por la tienda les costaba verle, aunque los había en abundancia. Como reconocían los mismos gestores de la tienda, se había convertido en costumbre que cuando alguien moría los herederos “donasen” a la ONG los trastos viejos a los que no se les podía sacar ningún provecho. Así, la tienda se les llenaba de muebles rotos, sillones hundidos en los que anidaban ratones, sillas tambaleantes, mesas cojas, espejos estallados… y, sin embargo, solían ser esas cosas envejecidas y maltratadas a las que más se apegaban los fantasmas. Allí estaban muchos conocidos de Carlos, en pie junto a sus trastos desechados, unos con la nitidez de la muerte reciente, otros desvaídos, a punto de desaparecer para siempre, pero todos con la misma cara de pasmo, el rostro asombrado y desconfiado del que todavía no ha asimilado del todo la broma. Él apenas era un vapor sutil, una sombra macilenta que se movía ágil por la tienda repleta de muebles y fantasmas, atraído sentimentalmente por una cesta metálica elevada sobre una mesa en el centro de la tienda, de cuyo borde colgaba una cartulina verde con la inscripción “Novedades. Libros. Varios precios”.

Sus viejos libros, manoseados y maltrechos, arrojados a esa cesta sin cuidado alguno, le inspiraban una pena infinita.

Entonces comprendió por qué estaba allí. Eran sus libros, pero no todos. Faltaban los bonitos, los encuadernados con esmero, las enciclopedias, las ediciones de lujo de las obras de Cervantes y Verne, los libros de lucimiento que sus hijos se habían quedado como adorno de sus casas y para tener así un interesante fondo para las videollamadas. No le importaba. No eran esos libros los que le atraían sentimentalmente. Eran esos otros, los usados, doblados, manchados, descoloridos, los que se acumulaban en las baldas y cualquier superficie de sus muebles capaz de soportarlos, unos junto a otros, otros sobre otros y delante de otros y detrás de otros, atiborrando los huecos, sin orden alguno. Esos que sus hijos no querían para nada, que no quedaban bonitos, que no los haría parecer leídos y cultos. Era un detalle que no los hubieran tirado directamente a la basura. Ahí, al menos, se les daba la oportunidad de una segunda vida.

Su materia neblinosa y sutil se estremeció, lo que en la gestualidad fantasmal equivalía a un suspiro. Sus viejos libros, manoseados y maltrechos, arrojados a esa cesta sin cuidado alguno, le inspiraban una pena infinita, presos como los soldados prisioneros de un país vencido que no se hacen muchas ilusiones respecto a su suerte. Eran sus amigos, sus aliados en la guerra interminable que había mantenido contra el mundo. Siempre se había sentido rebelde y a la vez demasiado débil como para hacer frente por sí mismo a lo que la realidad había querido hacer de él. Necesitaba aliados fuertes, aliados con ideas propias y un carácter enérgico en los que apoyarse cuando intuía que el camino hacia el que, con amabilidad o rudeza, por las buenas o por las malas, se le invitaba a marchar, le conduciría donde no quería. Y esos aliados nunca los encontró entre los seres de carne y hueso, cuyas mentes estaban configuradas sobre los mismos principios que manejaban la realidad. Es cierto que, si juzgaba su vida desde fuera, desde la suma de hechos que la conformaban, en comparación con lo que aspiraba a ser, podría decirse que había perdido. Nada en su anodina normalidad manifestaba evidencia alguna de rebelión. Había estudiado ingeniería de caminos, había trabajado para las principales constructoras de su país, de las que conocía todos sus abusos y corruptelas. Se había casado sin estar realmente enamorado, había tenido tres hijos sin estar convencido de tenerlos, había amasado una pequeña fortuna, había sido un hombre respetable, se había resignado a su decadencia, no había protestado ante el abandono del que era objeto por parte de sus hijos, había muerto solo y olvidado en una residencia de ancianos. Una vida intercambiable por muchas otras, una vida configurada por los mismos principios inhumanos y demenciales. Y, sin embargo, dentro de sí había mantenido el espíritu de la rebelión. Es cierto que muy tenue, sin apenas brillo, tan sólo como lumbre de su intimidad. Pero aun así le había servido para no sucumbir a las poderosas fuerzas que le arrastraban y que hubieran podido hacer de él otro autómata, otro humano sin alma. Su rebelión se había consumido en una miserable guerra de guerrillas, en pequeños gestos, en inesperados cambios de opinión cuando todo el mundo daba por sentado lo que diría, en esos relatos que publicaba bajo pseudónimo en diversas revistas electrónicas y en los que se vengaba en secreto del mundo.

Un joven muy delgado con mirada huidiza apresada tras gruesas lentes se aproximó a la cesta. Removió los maltratados libros. La mayoría no debía gustarle, lo que manifestaba con una leve contracción de la boca. El joven encontró algo que parecía interesarle. Uno de los volúmenes de En busca del tiempo perdido. Ya tenía un objetivo. Revolvió el montón en busca de los demás. Carlos tenía toda la obra en siete volúmenes, en una vieja edición barata, de pastas blandas adornadas con dibujos de estética modernista. No era de sus preferidos, pero siempre le había acompañado, desde que los adquirió siendo un joven ingeniero que comenzaba su carrera profesional. Destinado en pleno invierno a lejanos pueblos cuyas carreteras la administración regional había decidido arreglar para recordar a sus habitantes que todavía se acordaban de ellos, solía quedarse en pequeños hoteles o perdidas casas rurales en mitad del campo. En aquellas frías soledades, sin sueño en su habitación, sin nada que hacer en el gélido exterior desierto, cuando el sinsentido de su situación se hacía más acuciante y le invitaba a dejarlo todo, había encontrado en esos libros un medio de llenar el tiempo y olvidarse de sí mismo, palabras que invocaban por analogía a sus viejos y queridos fantasmas de juventud, que acudían para acompañarle, para que pasasen pronto aquellas malas noches. En parte, haber superado aquella difícil prueba se lo debía a Proust, cuyos libros guardó agradecido en algún rincón de su biblioteca íntima. El joven se hizo con todos los libros que sujetaba entre ambas manos y se dirigió al mostrador. Por apenas veinticuatro euros compró toda la obra. Carlos sintió cómo parte de su energía le abandonaba, haciéndose aún más tenue.

Un par de mujeres de en torno a cincuenta años se detuvieron junto a la cesta. Una de ellas, una rubia de cara regordeta, deslizó la mano entre los libros sin prestarles mucha atención.

—Mira, libros, le voy a llevar alguno, seguro que le gusta la sorpresa.

Con el libro desaparecía el viejo lobo con el que se fue buena parte de la bruma que aún conservaba el fantasma de Carlos.

La otra mujer, con un parecido a la anterior que delataba un estrecho parentesco, aunque algo más alta y delgada, se aproximó a la cesta. Miró los libros con más atención.

—No me suena ninguno… —por sus manos iban pasando rápidamente libros de Hemingway, Thomas Mann, Galdós, Dostoievski, Hesse, Bolaño, Unamuno…—, no hay ninguno famoso, seguro que vienen de alguna tienda en la que nunca llegaron a venderse.

—Parecen muy usados… pero es igual, seguro que le lleve el que le lleve le va a gustar, a mi Antonio le gusta mucho leer.

Seleccionó al azar tres libros, mirando el precio escrito a lápiz en la primera hoja, sumó trece euros en total, no estaba mal. Se llevó El lobo estepario, Luz de agosto y el Decamerón. Cada libro se asociaba a una historia o una situación particular, pero especialmente con la obra de Hesse había mantenido en otros tiempos una singular relación. En aquella época, cuando había conseguido cierta estabilidad entrando a formar parte de la plantilla permanente de una gran empresa de construcción, había hecho de Harry Haller su alter ego. Aunque con un trabajo estable, no dejaba de ser el último en llegar, el nuevo, el joven que no tenía ni puta idea de nada. Sentía sobre sus espaldas toda la presión del principiante que se halla constantemente a prueba y al que un resbalón, por pequeño que sea, le podía costar muy caro. Se despreciaba entonces por lo que se veía obligado a ser en el trabajo, el servil jovencito siempre disponible para cualquier tarea que no quería hacer alguien con más años en la empresa, obligado no sólo a aceptar, sino a aceptar como si fuera el mayor regalo que le habían hecho nunca. No faltaban quienes intentaban echarle la culpa de errores ajenos, ante lo que se veía obligado a defenderse tenazmente, aunque siempre con cuidado de no herir susceptibilidades, hasta demostrar su inocencia, lo que le había valido más de un enemigo en la empresa. La tensión a la que se veía sometido hizo que su salud se resintiese. Su tensión andaba siempre por las nubes, se mareaba con frecuencia, dormía poco y mal. Esa situación le hacía pensar demasiado en lo que estaba haciendo con su vida. Sentía dentro de sí un ansia salvaje por despedazarlo todo, incluso como Harry había llegado a ponerse una fecha definitiva tras la cual, de seguir todo igual, se rebanaría el cuello. No lo hizo, por supuesto. No porque en su caso se le cruzase en el camino una Hermine providencial que le mostrase lo sencillo que era vivir. Precisamente su mujer, que por entonces era su novia desde hacía cinco años, tenía más en común con sus compañeros de la oficina, justificando todo tras la convicción de que un gran logro exigía un gran esfuerzo y mucho sacrificio, que con esa chica lúcida y trágica. Lo que evitó el fatal desenlace que se había marcado fue una vez más la costumbre y la resignación, el amoldarse a esa forma de vida que, ciertamente, con el paso de los años, fue mejorando a medida que su posición en la empresa se afianzaba. El lobo no murió, sólo fue a dormir un pesado sueño en algún recóndito rincón de su alma desde donde a veces asomaba el hocico para recordarle que la vida era otra cosa. Con el libro desaparecía el viejo lobo con el que se fue buena parte de la bruma que aún conservaba el fantasma de Carlos.

Un par de jóvenes de ambiguo aspecto se acercaron a la cesta. Llevaban el pelo muy corto y vestían ropas holgadas que no permitían distinguirlos como chicos o chicas. A simple vista, lo mismo hubieran podido ser hombres que mujeres. Revolvieron los libros con menos ganas a medida que leían títulos y autores.

—Menuda colección de machunos —dijo uno de ellos con voz atiplada de mujer.

—Y todos blancos y ricos —contestó con voz grave el otro, que parecía ser un chico.

—Ya podían tirar a la basura todo eso, pretender ayudar a África con este muestrario de opresores es una hipocresía.

—Habría que ver a su dueño.

—Un machuno blanco, heterosexual y rico o por lo menos con pretensiones de ser rico.

El que por su voz parecía un chico asintió sin decir nada y ambos se alejaron de la cesta. Carlos los observaba curioso, sin sentirse ofendido. Nunca se había sentido muy seguro a la hora de juzgar a nadie y mucho menos desde que había muerto. Desde su perspectiva, en la interfase entre la vida de verdad y la muerte absoluta, todo carecía de sentido. Cada cual imaginaba el mundo a su manera, se creaba una realidad virtual que llenaba con lo que podía para no sentirse demasiado solo y para justificar que su realidad debía ser esa y no otra. En ese proceso de amueblamiento los libros, la tele o Internet desempeñaban su función. Mostraban el despliegue de la fantasía humana para que cada cual escogiera las ilusiones que mejor se ajustasen a su realidad virtual. Esos dos jóvenes habitaban la suya, una realidad compartida, una lucha común contra iguales monstruos, una guerra en la que sus viejos libros no tenían cabida. No había sido la guerra de Carlos. Esos monstruos también existían en su mundo, pero nadie los señalaba como tales. Existían, estaban ahí, quizás desde siempre, quizás como realidades inmanentes a las que nadie pensó nunca oponerse. Ahora que jóvenes de ambiguo aspecto habían alzado contra ellos un dedo acusador se revelaba su inconsistencia. Un nuevo mundo se anunciaba con su caída, pero ya no sería el mundo de Carlos, el mundo al que habían dado calor sus desgastados libros y ante los que se abría un futuro de incertidumbre. ¿Acabarían todos ellos convertidos en piezas de museo, como esos cantares de gesta que gozaron de tanta fama en la Edad Media y que ya a nadie interesan? Un nuevo mundo necesitaría nuevas cosas que leer.

Ese libro sostenía esa vulnerable chispa que la ansiedad y el miedo amenazaban con apagar para siempre en forma de una esquizofrénica huida de sí mismo.

Durante varios días la cesta se fue vaciando poco a poco. Personas de todo tipo y condición se acercaban curiosas o aburridas, manoseaban un poco los viejos libros, la mayoría para dejarlos donde estaban, unos cuantos para comprarlos. Y con cada libro que era retirado de la cesta y separado de sus hermanos, el ya casi inexistente fantasma de Carlos perdía más y más consistencia. Al final apenas era un leve vaho en el añejo ambiente de la tienda llena de muebles rotos y fantasmas en descomposición. Apenas un soplo, un leve vestigio de niebla que flotaba sobre el último libro, un grueso volumen que yacía abierto casi por la mitad, con hojas que se separaban del lomo y comenzaban a desperdigarse por la base de la cesta. El leve vaho que era Carlos se aproximó. Aún conservaba la suficiente conciencia como para leer y entender lo que leía y supo por qué todavía persistía. Aquel último libro le había acompañado desde su más temprana juventud, casi desde que empezó a ser consciente de las cosas que leía y de que siempre necesitaría leer. No había sido su aliado en un momento concreto, durante una crisis pasajera, siempre había permanecido junto a él, por eso estaba tan roto y gastado. Había ejercido sobre él la misma influencia que la Biblia sobre millones de fieles, aunque en un sentido bien distinto. El de aquel libro no era un mundo de dioses y demonios, de culpa y redención, de dolor y paraíso. El de aquel libro era un mundo del que no cabía esperar nada salvo la supervivencia de una mente lúcida que deshace con su inteligencia toda tentación de salvación. Un mundo crudo, demente y sinsentido, un mundo bajo cuyo poso de miseria y dolor no subsistía nada, un libro sin esperanza, cerrado al porvenir. ¿Por qué había tenido tanta importancia en su vida un libro así? Quizás porque constituía la última trinchera, el último refugio donde sus débiles fuerzas se replegaban cuando la fuerza ilógica y obstinada del mundo amenazaba con aplastarle definitivamente, cuando la realidad llena de sentido de la gente amenazaba con dejarle fuera, convertido en un marginado, un perdedor, un fracasado, cuando todo parecía responder a un orden, un sentido, para él incomprensible e inasumible. Entonces necesitaba volver a esas páginas, a esa poderosa negación de todo lo que le amenazaba, a la afirmación de un absurdo liberador que permitía respirar abiertamente y resistir, porque sólo cuando lograba convencerse de que nada tenía sentido y de que nada valía nada era capaz de afrontar los momentos de acuciante amenaza. Ese libro sostenía esa vulnerable chispa que la ansiedad y el miedo amenazaban con apagar para siempre en forma de una esquizofrénica huida de sí mismo.

Afuera la noche llegaba. Las sombras se alargaban empujando los últimos rayos de luz hacia los pisos más altos. Las farolas comenzaban a encenderse. Sus pálidos halos se ensanchaban a medida que las sombras se hacían más densas. Era hora de cerrar. Uno de los responsables de la tienda dio una vuelta para ver si todo estaba en orden. Se acercó a la cesta. Miró el libro destripado que aún quedaba en el fondo. “Esto no lo va a comprar nadie”, se dijo a sí mismo. Recogió el libro, que se desmoronó en numerosos cuadernillos. El tendero chascó la lengua en un gesto de contrariedad y recogió las hojas que, apretando contra su pecho, arrojó al cubo de la bolsa azul donde se tiraba el papel destinado a ser reciclado. En ese momento el escaso vaho que de Carlos persistía, el último y débil hálito que permitía identificarlo como individuo, el último rastro de alma que conservaba y que no había perdido pese a todo, se diluyó en la somnolienta atmósfera de la tienda y desapareció para siempre.

Juan José Sánchez González
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