Comienzo del camino
I
Debía perderme a mí mismo,
yo mismo debía ser mi ofrenda,
debía desoír el rumor de la sangre,
debía olvidar los enigmas de mis sueños,
debía acatar la común sinrazón de mi época.
II
Seguí pasos imprecisos,
huellas en una arena finísima,
quedé rezagado a la hora de competir,
ningún mérito me enalteció.
Buscaba el verdor de la iguana
en el verdor del follaje.
Descubría el bebedero
de los chirulíes y las maraqueras.
Sólo sabía de frutos maduros,
de disputas de balones
y de atardeceres.
III
Creí que una página inspirada
podría resolverme.
Pasaba horas callado
como el heredero de una pena secular.
Erraba por terrazas marinas,
sobre piedras resbaladizas,
en las mañanas íngrimas del desconcierto.
Buscaba mi destino
en monedas sin valor
que ordenaban cielos, montañas,
lagos emergentes, ríos de curso variable.
Miraba la estrella de la calma
hasta olvidar mi cuerpo,
después de haber latido
sobre una amante sin rostro.
En una oficina polvorienta
sobrevivía en la realidad convenida.
IV
Atento a los signos celestiales,
a las insinuaciones oníricas,
errante por soledades nocturnas
mantenía mi corazón en ascuas.
Andaba y desandaba
las calles de los placeres apreciados.
Me perdía detrás de un vaso dorado
en los tugurios del humo y los desvaríos.
Una canción me obsedía,
una canción que hablaba de mí
como si fuese otro.
Me acosaban presencias invisibles,
las cosas solían perder su nombre,
las mañanas me despertaban un terror prístino,
me refugiaba en la amnésica paz de las borracheras.
El mundo me iniciaba en el asombro.
Barrio La Democracia
En este barrio nacimos y nos criamos,
aquí una y otra vez peleamos y nos contentamos,
aquí escuchamos por primera vez a las chicharras pidiendo la lluvia,
aquí conocimos el tiempo del mango y el de la iguana,
aquí cortejamos la obsesión del gol,
por aquí pasaban los anunciadores del fin del mundo,
por aquí pasaba el vendedor de perolones que cantaba rancheras y boleros
y también pasaba el vagabundo que conocía a la bruja de púrpura.
En este barrio se nos dio la amistad,
el sabor del guarapo y del sancocho,
la breve alegría del año nuevo y la mesa modesta y generosa de Navidad.
Aquí descubrimos la gracia del amor correspondido
y lo que parece el dolor definitivo del despecho.
Por este barrio sabemos del sereno encanto
de la conversación sencilla y el cuento aliñado.
En una esquina de este barrio soñamos aventuras en cerros azules
y en ríos que cruzan soledosos sembradíos.
En este barrio de casas verdes, amarillas, rosadas y azules con techos de cinc,
recibimos el don de no sentirnos más de lo que somos.
Como un amor perdurable,
como la primera mujer que tocamos y sentimos,
este barrio siempre está en nosotros
y algo de nosotros siempre está en este barrio.
Aquí supimos sin palabras de por medio
que también nuestra poca vida puede ser el milagro y la eternidad.
El cuerpo sabe
Podemos decir adiós y que parezca suficiente
no discar cierto número y no volver a cierta tasca.
Hasta podemos lograr que la memoria no nos traicione
y contener ese nombre en la orilla de los labios.
Podemos sentenciar:
Eso es pasado y el pasado está muerto
y ahora mis ojos están despejados
y no tardarán en encontrar
un rostro para el amor
y unas manos para el deseo:
si la vida es breve
también lo es el sentimiento.
Podemos insistir en el olvido y evitar la palabra o el gesto
que abra de par en par el recuerdo de madrugadas en pleno abrazo
o atardeceres en una playa.
Podemos sepultar, a fuerza de distracciones y novedades,
los tímidos acercamientos iniciales,
las completas conjunciones que dejaron un sabor de ríos y mares en la boca,
de brisas, arenas y lluvias y roces únicos en la piel
para siempre y para siempre.
Pero el cuerpo sabe y no necesita galas,
menos aun argumentos y ganas de ser dueño.
Días, meses y años no cambian nada,
no alteran el secreto,
no sustituyen las voces que son una y dicen lo mismo.
El cuerpo sabe,
y sus razones,
aunque uno las niegue,
van y vienen sin descanso sobre las piedras de lo vivido.
Días de adolescencia
Llevado a los extremos de una sensualidad ansiosa,
por hastío de la agonía cotidiana,
me iba a una calle donde unos senos pujantes,
apenas contenidos por un viejo sostén rosado,
hacían temblar mis manos y daban elocuencia a mi desvarío.
Casi siempre debía dar varias vueltas a la manzana,
hasta que se desocupara.
A cada paso otras, que no me importaban,
insistían ponderando sus dones.
Y si aparecía,
si otro no se la llevaba toda la noche,
yo me desesperaba en sus brazos
como si fuese la primera vez,
como si se hubiese hecho posible
mi favorita de una revista pornográfica
para regalarme el necesitado olvido de mí mismo.
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