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Marcina y el espantapájaros

sábado 15 de octubre de 2016
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Hoy mi mirada irá hacia atrás, al interior, al mundo del recuerdo.

Perdí un padre, los recuerdos lo envuelven en un espeso vaho de alcohol; después, se fue consumiendo lentamente mientras su ser se encogía en la humedad del licor, los fracasos y la enfermedad.

Perdí una madre, Marcina se llamaba, se secó despacio, como un charco a pleno sol, y en ella se detienen hoy mis recuerdos.

Ella, Marcina, perdió un intento de hogar, lo construyó tal vez con cenizas demasiado cercanas al viento.

Perdí un hogar, como el de los cuentos que en mi temprana infancia leí, con padre, madre, hermanos, hasta un florido jardincillo, la brisa y colorín colorado.

Ella, Marcina, perdió un intento de hogar, lo construyó tal vez con cenizas demasiado cercanas al viento, y con arena peligrosamente arrullada por el mar, y entre vientos y marejadas se hirieron mortalmente sus paredes, las levantó, se derrumbaron de nuevo, las intentó levantar, y en ese hacer y deshacer se perdieron cenizas y arena.

Su vida se asemejó a la de un espantapájaros que, una vez construido, sabe que morirá poco a poco destrozado por los picotazos, y que hasta el último momento adoptará una postura artificial, mas es de paja y trapos, lo atravesarán los picos atrevidos aunque a través de sus fibrosas entrañas vean el verdoso campo que espera.

Debió ser un lugar muy parecido a una inmensa playa, así lo narra mi madre; con la arena mostaza de picante colorido, las tropas kaki y el armamento gris yendo y viniendo de un lado a otro apresuradamente; ella arrastrando a sus hijos detrás de mi padre a través del griterío, de cuerpos mutilados que yacían en la playa; sabía que tenía que seguir al padre, seguir el surco inmediato de sus pesadas huellas en la arena, además, él no dejaría que lo llevaran al frente a destruir y ser destruido, y nosotros corríamos tras ella agarrados fuertemente de las manos unos a otros, como eslabones de una misma cadena, zigzagueando.

Un día, como pájaros que emigran ansiosos, un golpe de suerte nos brindó la oportunidad de abandonar esa patria tan querida y tan asolada.

Lo recuerdo y ella me lo revive más nítido; un viaje en el vapor Deserade nos lleva a otras tierras muy distantes a donde no llega el eco de esa guerra. Me recostaba con los brazos y las piernas extendidos en todo lo que mi infantil cuerpo podía, al anochecer, sobre la cubierta, miraba perpleja todo el firmamento, porque para mí era todo, y las estrellas me acompañaron indulgentes, las noches de esa larga travesía.

En el nuevo país, mi padre dijo que era como en efecto lo era, ingeniero metalúrgico, y logró trabajar en una fábrica metalúrgica; cuando llegaba en la noche, iba a la habitación donde dormía con mis otros dos hermanos, y me depositaba en las manos unos misteriosos balones de metal tan pesados y brillantes que creía eran mágicos.

Cuenta Marcina cómo vivió, en su adolescencia, en una especie de posada que llamaban conventillo, mientras sus dos hermanas mayores trabajaban en una peluquería. Para ellas, seguía siendo la cenicienta del cuento o el espantapájaros. A pesar de ser mucho menor, para poder ganar unas escasas monedas la hacían fregar todos los enseres de la cocina del conventillo con ceniza, que se pegostaba y le daban arcadas al unirse con el resto de la comida.

Los carnavales, en esa nueva tierra a la que me trajeron mis padres, fueron tiempos felices para mí; desde que empezaba la tarde me llevaba Marcina a la calesita, allí me dejaba totalmente sola durante horas dando jolgoriosas vueltas y saltando en cada parada de un animalito a otro, hasta lograr que me sintiera como una princesa en un país encantado. Jamás supe qué hacía mi madre durante esas horas, y no quise aun después, con el correr del tiempo y ya adulta, preguntárselo. Sé lo agobiada que vivía sacando a mi padre los fines de semana de las trifulcas de las tabernas, y su asolada vida por el desamor envuelto entre miserias y el vaho del alcohol.

Ella, religiosamente, cosía cada semana dos primorosos vestidos a cada cual más hermoso y siempre diferentes, para las jóvenes ricas de la “clase alta”. Parecía, cuando lo hacía, volcar obsesionadas esperanzas en cada puntada. Marcina era una modista “manos de oro”, como decían en su tierra; bordaba dragones serpenteantes, delicadas mariposas y atrevidas flores, todo ello en mostacilla, lentejuelas y canutillo. Venían a la mísera puerta en lujosos automóviles a buscar los trabajos y ella siempre se sentía disminuida, con esa humillación servil que el rico sabe tan bien crear en el pobre y en los que de él dependen. Caía rendida día tras día cerca del amanecer; algo se había ayudado en lo material y también, logrado acallar las imprecaciones de mi padre, que bajo la marejada del alcohol y los fracasos solía zaherirla. Parecía que, a través de los radiantes dragones, las revoltosas mariposas y las luminosas flores, la parasitaria pobreza no podía prostituir su candor; no tenía, además de sus hijos, otras reservas afectivas a las que recurrir, se habían agotado hace tiempo, allá muy lejos, antes de embarcar en el Deserade.

Algunas mariposas aman los viajes muy largos, en un tiempo más allá de sus propios tiempos; Marcina era la que llaman la “dama pintada”, que en ir y venir de tierra en tierra llega de nuevo al lugar de donde partió, con las alas destrozadas, sin el menor vestigio de color.

Lo cierto es que el espantapájaros, después de demasiados picotazos, quedó reducido a retazos polvorientos de paja, semillas estériles y desvaídos colores; los restos se esparcieron, se había desencajado su tierno corazón, y no podía ya reunir los trozos en un solo sentir, era paja casi seca y desvencijada.

De un día para otro empezaron los desvaríos, cada brizna de paja se esforzaba frenéticamente en una sola dirección, en un mortal intento de reunir el alma. Comenzaron las alucinaciones, ensoñaciones, miedos, gritos, el alma escapaba aun antes de la muerte. Anochecer, día soleado o nublado, todos eran iguales, la tierra giraba en sentido contrario. Se sumergía en visiones de gigantescas flores de colores intensos que caían en cascadas desde las paredes, en imágenes de los hijos amados que hace tiempo partieron a otras tierras, ellos la saludaban desde ciénagas espesas; sin embargo, sólo de verlos, una sonriente mueca aparecía en su ya distorsionado rostro, rechinantes ruedas dentadas y doradas giraban vertiginosamente y se adentraban en sus entrañas destrozándola, banderas inmóviles a pesar de violentos vientos, ataúdes de tiernas maderas, canciones silbadas en el tiempo y amadas en su mundo, las páginas de un libro, El hombre que ríe, se deshojaban, y el remolino que era su mente las arrugaba; cigarros armados con papel de periódicos viejos, que ahora queman al espantapájaros y los pastizales en amenazantes llamaradas, fétidos olores del vaho alcoholizado, miradas penetrantes, mitades de cuerpos desmembrados.

¡Vida!, ¡cielos!, le deben demasiado a Marcina y al espantapájaros.

Algún día rodará, y no quedará atrás nada del muñeco de paja que con temeridad creyó podría enganchar los aleteos de las aves que crueles se agitaron durante toda su vida. Algún día repasará los vientos, se regocijará en los cielos cálidos, podrá dibujar la esperanza y revolotear libre en un contagioso cosquilleo que atravesará las melodías del hombre, en encantadas flautas indígenas, en las melodiosas cuerdas del blanco, y templará la cadencia negra en los tambores, recorrerá en caracolas las espumas y las selvas, el mundo todo. Mas, aun, las pesadillas, el amasijo de lo real y lo alucinado, la aciaga vida, el espantapájaros, todo se mezcla amorfo con los dioses impasibles. Todo comienza a desbordarse, todo atraviesa los linderos del tiempo dejando el desvelo atroz que zarandea el remolino que enrosca la vida y la muerte.

En un instante fuera del tiempo del vivir, en un lugar que escapa del espacio, en un aire pintado de sortilegios, en una pirotecnia de trastocados amarillos, místicos violetas, fulgentes azules, rojos, verdes y naranjas, lo que queda de su alma se pregunta:

¿Dónde están las aguas de seda? ¿Dónde las luces de encaje? ¿Dónde el Dios de los hombres buenos? ¿Dónde la miel de las colmenas? ¿Dónde las oraciones de las tumbas? ¿Dónde los surcos para sembrar el cuerpo? ¿Dónde el crisol que espera por el bronce? ¿Dónde resuena el eco del alma? ¿Por qué tan devastador silencio al lenguaje universal de la esperanza?

¡Vida!, ¡cielos!, le deben demasiado a Marcina y al espantapájaros. Le deben por siempre la magia del amor, las puertas sin llaves, las noches frágiles, los Cristos compasivos, los cantos que socaven los silencios, el misterio del diálogo, la vendimia para el encuentro, los labios para el beso, el agite del corazón aventurero y, sobre todo, aquello allende los horizontes de la tierra, la alquimia de la vida y la muerte.

Ya no tiene ser que acune la vida, ella llegó de tierras lejanas y la desesperanza la persiguió como una gélida crisálida, como una larva, como una ninfa engañosa. Murió entre los riscos del desvarío adheridos a su cuerpo, imaginándose entre espejos mágicos que le develarían el secreto eterno que agobia el alma, y entre cortantes imágenes borrosas y fragmentadas, la muerte se adueñó de su ser y dio su acostumbrado giro violento, trágico y sobrecogedor en Marcina y el espantapájaros.

María Cristina Solaeche
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