XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Pasiones tóxicas (tríptico)

viernes 28 de diciembre de 2018

Pasiones tóxicas (tríptico), por Carlos Alberto Villegas Uribe

I
Odetta, Odetta

Reportaje. En profundidad. Queremos un reportaje. Escuchaba con toda atención. El director insistía: un reportaje. ¿Entiendes lo que te encomiendo, Odetta? Mientras él insistía, yo trataba de recordar. No fui la más exitosa en mis clases. Sobre todo en las asignaturas de periodismo y literatura. Y ahora la vida parecía enfrentarme a mis profundos temores.

Demostré capacidad desde los inicios de mi carrera en comunicación social. Pero fueron los ejercicios pragmáticos de redacción noticiosa los que mejor realizaba. Pronto me destaqué en el manejo de las cinco w de la noticia. Las preguntas what, where, when, who y why sustentaban las razones de mis trabajos. Y recibían la aclamación de Roberto Grajales, mi profesor del taller de estructuración de textos.

Cualquier viaje es para mí un motivo de terror que linda con el pánico, sólo organizar la maleta demanda muchas horas de trabajo.

Por el contrario jamás pude conciliar las desesperantes entelequias taxonómicas entre la crónica y el reportaje, aunque Hugo Hernán Aparicio, un destacado cronista quindiano con quien compartía aulas, tratara de explicarme las diferencias prácticas. Había leído en Termita Caribe algunas de sus crónicas, entre ellas: “Ciento veinte kilómetros con William Ospina”. Hugo Hernán deslizó una interesante hipótesis sobre mis limitaciones teóricas:

—Tu tendencia práctica te ha inducido a eludir una de las habilidades noticiosas. Te falta desarrollar el cómo; el cómo puede ayudarte a zanjar tus dificultades; tenderte nexos entre literatura y periodismo.

Durante varios días le di vueltas al fundamento de la hipótesis de Hugo Hernán tratando de entender lo que me sucedía. Al parecer, concluí, mi cerebro me jugaba una mala pasada, porque las cinco preguntas fundamentales de la noticias se escribían con w. En cambio, el cómo se escribe en inglés con h (how) y al parecer mi cerebro se negaba a aceptar de manera consciente esa anomalía. Resultados de una personalidad neurótica que me distingue y me obliga a mantener en orden mi universo personal y cualquier anomalía me causa angustia. Por esta razón cualquier viaje es para mí un motivo de terror que linda con el pánico, sólo organizar la maleta demanda muchas horas de trabajo.

Primero enfrento la tarea de listar prolijamente todos los elementos que podría necesitar en el viaje y en cada elemento listado una incertidumbre desesperante. Reviso una y otra vez el listado, mientras crece desde adentro la premonición de haber olvidado algo esencial y paulatinamente se incrementa un inenarrable sentimiento de orfandad. Cuando estoy al límite del colapso nervioso, decido recolectar los elementos listados que voy colocando al lado de mi maleta de viaje mientras vuelvo a chequear la lista. Todo objeto o prenda de vestir tiene una regular ubicación en la maleta y debe colocarse en estricto orden que incluye colores, tamaños, usos y hasta la forma de doblarse. La maleta queda finalmente como una tacita de plata, como decía mi abuela, y quien la mira puede imaginar el horror que significa organizarla y yo puedo apreciar la sonrisa socarrona del testigo que me esquilma la emoción del éxito.

A pesar de las incontables visitas al psicoanalista todavía no logro precisar el origen de esta filia, porque siempre hay lagunas en mi historia que limitan el acceso a mis recuerdos. Tal vez mi madre o mi abuela sean las causantes de este comportamiento que me ha acompañado por más de dos décadas, y del cual he ido cobrando conciencia como un fardo. A veces me asalta la imagen de una niña desnuda que apenas comienza a caminar escondiéndose debajo de una cama, mientras las voces de mujeres mayores le preguntan: “¿Odetta, Odetta?”, y ella disfruta la deposición. Luego una alharaca de gritos y reprimendas: “¡Niña necia! ¡Niña mala!, lo volviste a hacer”, y el castigo físico después y una recóndita sensación de placer que impulsaba de nuevo a aquel juego peligroso. Hasta que tuve que aprender a controlar los esfínteres y a utilizar la bacinilla adecuadamente para satisfacerlos a todos.

—¿Odetta? ¿Me escuchas?

Volví a mirarlo. Ramiro Noreña me hablaba. Yo trataba de entenderlo. Le oí mencionar mi nombre. Y regresé de mi mundo paralelo. Todavía estaba escondida debajo de la cama. Escuchaba a mi abuela llamarme:

—Odetta, ¿dónde estás?

Ramiro Noreña volvió a preguntarme:

—¿Entiendes lo que te encomiendo, Odetta?

Y cuando tuvo la certeza de tener mi entera atención, extrajo un paquete de su escritorio y me lo pasó. El sobre de manila contenía cuatro libros en rústica en tamaño media carta y con una sobria diagramación que se repetía en cada uno de ellos; una hormiga sobre una hoja otoñal constituía la magra ilustración de la portada:

¿Quién patea un perro muerto? Narrativa. Umberto Senegal.

Conversaciones con el pez. Poesía. Elías Mejía.

Cuento contigo. Narrativa. Carlos Alberto Villegas Uribe.

Caminando al revés. Narrativa. Rodolfo Jaramillo Ángel.

Mientras yo leía los títulos, Ramiro continuó:

—El diario quiere una serie de reportajes sobre Calarcá y quiere brindarte esta oportunidad en reconocimiento a tu desempeño. ¿Conoces Calarcá?

Amo los moleskines y conservo, cuidadosamente catalogados, una innumerable cantidad de ellos.

—Nunca lo he visitado, pero tengo referencias de ese pueblo quindiano a través de Hugo Hernán Aparicio, por él supe que lo conocen como “cuna de poetas” y que Luis Vidales y Baudilio Montoya son nacionalmente sus más representativos poetas.

—¿Te interesa?

—¿Es urgente? Porque tengo que dejar arreglados algunos asuntos personales antes de viajar.

—Tómate unos días para definirte y cuando estés preparada me avisas.

La propuesta de Ramiro me sorprendió y me tomé la tarde para revisar los asuntos pendientes escritos sobre los postits que había pegado alrededor del cubículo, hasta dejar completamente arreglado mi escritorio.

Ya en mi apartaestudio de La Alhambra me dediqué a revisar los libros, a subrayarlos y a señalar algunos pasajes que me parecieran interesantes con postits amarillos, para volver luego sobre aquellos que me permitieran hacerme una primera imagen de Calarcá.

Alisté mi libreta de notas, un moleskine, aquel recurso que utilizan los ilustradores y viajeros para conservar sus apuntes y notas de viaje. Amo los moleskines y conservo, cuidadosamente catalogados, una innumerable cantidad de ellos, donde he registrado parte de mi vida, desde que en la adolescencia escribí mis primeros poemas. Me enamoré de ese ordenado instrumento de la memoria, muy afín a mi temperamento. Disfruto plenamente el ritual de utilizar un moleskine surgido de la actitud creativa que significa derivar en estado de alerta y vivir atenta a las circunstancias aparentemente caóticas. Un aparente desorden vital que es conjurado por el registro prolijo de las reflexiones que aquellas circunstancias producen en mi espíritu y mi voluntad ordenadora. Un ejercicio cuyo deleite emana desde el acto inicial de liberar al moleskine del resorte que guarda celosamente sus secretos; se incrementa con el placer de ubicar, mediante el separador, el punto exacto de la última anotación, y se prolonga en un diálogo que consigna el imperdible bolígrafo amorosamente ubicado en su lomo. El moleskine fue el testigo de los diálogos con los libros entregados por Ramiro Noreña.

Los poemas de Conversaciones con el pez, de Elías Mejía, me develaron el cautivante universo simbólico de su autor, que fue corroborado con la reseña biobibliográfica en las solapas donde se revelaba igualmente a un poeta, a un traductor y a un gestor cultural con inquietudes universales. Integrante del Taller Literario del Quindío y de la Asociación Artistas a la Calle.

Las primeras páginas del libro suscitaron de entrada preguntas e inquietudes que incrementaron la expectativa por el ambiente mítico de Calarcá.

Los epígrafes —entrecomillados— a modo de título de los siguientes poemas son versos de Arturo Alape que se hallan en su poemario Luz en la agonía del pez, punto de apoyo desde donde se intentó esta escritura.

“de vidrios que todo lo ven…”

Adentro,
detrás de los vidrios de las ventanas,
están las colgaduras,
y más allá los ojos
que no quieren mirar el paso
de los mendigos
ni de los locos.

Desde la calle otros ojos
opacos,
sin fuerza;
desde la calle los susurros
y a veces el grito
o el canto,
la mugre y la soledad,
el frío, la luz de un farol,
y un perro derribando un tacho de basura.

 

“La soledad es un cuarto de paredes blancas…”

No es la mano de mi sombra
quien escribe las palabras del
encierro en estas albas páginas,
ni es la inmensidad un cuarto blanco
dentro de un cubo con paredes de nada;
soy yo quien escribe,
y esas paredes son la sombra
de mi acosado pensamiento
que fluye inventando la eternidad
y los límites.

La compilación de las crónicas de Rodolfo Jaramillo Ángel me brindaron una mirada desenfadada de los personajes y situaciones de quienes habitaron la segunda ciudad del departamento del Quindío en la primera mitad del siglo XX. Por sus crónicas humorísticas de fácil y rápida lectura supe que Calarcá era un pueblo históricamente liberal, configurado por las oleadas regionales de antioqueños y cundiboyacenses que llegaron atraídos por las posibilidades de progreso que ofrecían las muníficas tierras de la cordillera central. Lugares como la calle de Fusa, La Horqueta de Mariana y personajes como Tistica González y Domitila Reina de Cajamarca comenzaron a formar parte de mi personal imaginario.

Los antioqueños, cuando los “fuseños” estaban entregados a sus celebraciones, no asomaban por esos contornos la nariz ni a palos.

No se puede negar que entre los primeros pobladores de Calarcá se formaron dos bandos con fuertes antagonismos y malquerencias inocultables, uno de ellos formado por los que en estas páginas he tenido que denominar con el término genérico de “rolos”, o sea los habitantes de Fusa, y el otro por antioqueños residentes en el resto de la población.

Las gentes de Fusa demostraron siempre ser amigas de las parrandas y los jolgorios. Durante toda la semana se entregaban al trabajo con una consagración y efectividad admirables, desquitándose los días sábados en las horas de la noche y los domingos con fiestas en las cuales el baile y la comida abundaban, pero más abundaba la chicha.

Desde la casa de mis padres se escuchaban los gritos, la algarabía que formaban las gentes ebrias, el sonar constante de los instrumentos de cuerda que amenizaban los bailes y, con más frecuencia de la necesaria y aconsejable, el estallido de petardos y cohetes.

Los antioqueños, cuando los “fuseños” estaban entregados a sus celebraciones, no asomaban por esos contornos la nariz ni a palos, siempre y cuando no hubieran empinado el codo por su cuenta y riesgo y el aguardiente no se les hubiera subido a la cabeza, porque entonces quienes en tal estado se encontraban se aventuraban a hacerse presentes en Fusa, lo que daba pie a que se formaran trifulcas de marca mayor que dejaban buen saldo de heridos y contusos y casi nunca un muerto.

Guapo entre los guapos, bebedor y buscarruidos, temible y temido cuando “Copetón” esgrimía una larga y afilada peinilla en plena calle de Fusa, era Juan Bautista González, más conocido entre las amistades con el diminutivo de “Tistica”.

Lo del Tistica era debido a su baja estatura. Tistica era antioqueño, de una agilidad tremenda en sus movimientos y se ocupaba en las labores del agro, aprovechando las visitas al poblado para embriagarse y buscarles camorras a esos “mugres rolos de Fusa”, como llamaba a quienes en tal sector habitaban.

Alguien, en lo más sabroso de la parranda, lanzaba el grito de alerta.

—Ojo que allá viene Tistica.

Los hombres salían a mitad de la calle dispuestos a no permitirle a González que se colara a sus expendios de chicha, al salón en donde estaban bailando, y menos a tolerarle que se “pavoneara” envalentonado por la calle.

Las mujeres, temerosas, cerraban las puertas. Las más valientes llevaban su osadía sólo hasta arriesgarse a permanecer asomadas a las ventanas o paradas en el portón entornado como medida de precaución “por si las moscas”.

—Rolos mugres, ármense si quieren saber cómo es Tista González repartiendo plan. No se venga uno solo que para nada me alcanza. ¡Yo soy capaz con todos!

También entre los “rolos” había hombres valientes. La pelea se cuajaba. Por un lado Tistica González con su relampagueante peinilla y por la otra seis o más habitantes del sector. Gritos de mujeres, llantos de niños y la peinilla de Tistica sonando seca sobre los cuerpos de sus contendores al asentárselas de plano.

—Para ustedes, rolos mugrosos, con planazos tengo.

Y era verdad. Tistica González, repartiendo plan a diestra y siniestra, ponía en fuga a quienes osaban enfrentársele y luego se marchaba a seguir bebiendo en las tiendas de los antioqueños. Jamás llegó a emplear su peinilla por el filo en sus riñas con los “rolos”, demostrando así su valentía. Quizás porque esto lo sabían los agredidos, se atrevían a enfrentársele.

Senegal era cultor del haikú y promotor de la minificción en Colombia. Sus haikús habían sido traducidos a doce idiomas.

Hay que reconocer que por parte de los “rolos” hubo siempre cierta nobleza en los encuentros con González. Se le enfrentaban armados de peinillas o garrotes, pero nunca llegaron a esgrimir armas de fuego.

Hace pocos meses, rememorando esos tiempos con el anciano Adolfo González, hermano de Tistica y compañero de sus “bebetas” y andanzas, afirmaba muy ufano:

—Ese Tista les daba plan a los “rolos” que era un gusto. Pero ninguna pelea de esas fue tan “buena” como la que él y yo tuvimos con la policía. Eran cinco agentes y los hicimos encerrar a todos. Esa sí fue buena. Nos pusimos el pueblo de ruana.

Adolfo González, “Adolfito”, como todos nos acostumbramos a decirle cuando fue policía escolar y “por las malas” nos llevaba a la escuela cuando nos quedábamos jugando en la calle, es todavía un hombre fuerte a pesar de los muchos años que pesan sobre su humanidad.

“Adolfito” es de baja estatura, simpático y cordial, rezuma bondad por todos los poros y se ocupa en “catiar guacas”, sin que durante su larga vida de “guaquero” haya encontrado más que ollas de barro y una que otra nariguera o torsal de escaso valor.

Según Adolfito, lo del tesoro del cacique Calarcá no es una leyenda sino una realidad histórica.

—Está —dice— enterrado en Pinares, en una hondonada, pero nadie puede sacarlo. No hay tal que esté en Peñas Blancas. Eso sí es mentira.

Tistica González murió de muerte natural a una edad muy avanzada.

Disfruté de la brevedad, el humor negro y la intertextualidad en los relatos de Umberto Senegal y, al leer su biografía en la solapa del libro, entendí el origen de su tendencia narrativa. Senegal era cultor del haikú y promotor de la minificción en Colombia. Sus haikús habían sido traducidos a doce idiomas y había sido el fundador y presidente de la Asociación Colombiana de Haikú. Transcribí en mi moleskine algunas de sus minificciones:

Carnicero

“¡Vegetarianos imbéciles!”, dijo el carnicero cuando rechacé el riñón de la adolescente, que me ofreció a bajo precio.

 

Destino

Un hombre huye veloz por el bosque. Creyendo salvarse, pronto llegará al lugar donde lo espera el verdugo.

 

Historia de vampiros

—Cada noche, mientras duermo, bebe mi sangre.

—¡Una lujuriosa vampiresa!

—No, una insoportable pulga.

 

Tradición

Sólo conocían el secreto los más ancianos de la tribu: el shamán era el samán.

 

Bondad maternal

Antes de accionar la guillotina, una mujer suplicó: “Déjame hacerlo. Le di la vida”.

 

La expulsión

En medio de su dolor Adán sonrió malicioso, al salir del Edén. Yavé olvidó expulsar a la serpiente.

Las primeras luces del día me sorprendieron en la lectura del libro Cuento contigo.

En mi laptop encontré un artículo del escritor calarqueño, de él rescaté una idea que trasladé a mi moleskine, ella me sedujo y me decidió a viajar por tierra para contemplar a Calarcá desde el Alto de La Línea como un sembrado de estrellas.

Gugleé para buscar la forma de viajar entre Bogotá y Calarcá y me enteré de la posibilidad de llegar por avión al aeropuerto El Edén en Armenia para luego desplazarme a Calarcá.

Vengo de un pueblo que valora la palabra, la cultiva como trigo fresco y la comparte con la alegría del aroma a pan recién horneado. En las noches, ese pueblo de poetas se extiende con su hermana gemela a los pies de las empinadas alturas de los Andes como un sembrado de estrellas.

Cada vez que regreso de mis periplos viajeros y contemplo ese prodigio desde el Alto de La Línea, me gusta afirmar con las palabras esenciales del poeta Baudilio Montoya: “Yo fui argonauta, fui un marinero de noble pauta que el horizonte miró pasar, mi barco supo tumbos violentos entre los vientos que despeinaban fieros el mar. Ciegos países de cielos grises vieron mi planta de viajador y tras el paso por cien desiertos, llegué a cien puertos y en cada puerto tuve un amor”.

Así que gugleé para buscar la forma de viajar entre Bogotá y Calarcá y me enteré de la posibilidad de llegar por avión al aeropuerto El Edén en Armenia para luego desplazarme a Calarcá. La relectura del cuento “Contravía”, en Cuento contigo, me alentó a viajar en bus para repetir el asombro de la india Matilde Japayu.

En esa búsqueda me enteré de que Calarcá distaba 276 kilómetros de la capital de la república en un recorrido calculado en seis horas y media o siete horas. Un recuadro ofrecía la siguiente información sobre Calarcá:

Debe su nombre al célebre cacique indio Calarcá, que fue ajusticiado por los conquistadores en el siglo XVI. El municipio fue fundado en 1886. Algunos de sus atractivos turísticos más interesantes son el bioterio de mariposas El Mariposario, el cual es el más grande de Latinoamérica, y el concurso Jeep Willys. También es importante el Jardín Botánico del Quindío, una de las pocas reservas naturales del mundo que se encuentran en el casco urbano, y el único zoológico de insectos del país.

Esa búsqueda me ofreció también un artículo sobre Calarcá, publicado en la revista venezolana Letralia por el autor de Cuento contigo: “Calarcá, un pueblo con aroma de Café… con Verso”, el cual alimentó la imagen romántica de aquella ciudad y me regaló una serie de nombres que escapaban a la ficción y le brindaban tranquilidad a mis demandas de orden.

Previsora, como soy, separé por Internet el tiquete en una empresa intermunicipal de buses pullman y escogí la hora y el puesto de privilegio que me brindaría la oportunidad de contemplar a Calarcá, desde el Alto de La Línea, como un sembrado de estrellas. Así mismo reservé por quince días una habitación unipersonal en el Hotel La Villa.

Me presenté a primera hora en la sala de redacción para informarle a Ramiro Noreña que asumía el encargo de hacer un reportaje sobre Calarcá y se asombró cuando le conté mi decisión de viajar en bus.

—Sabes que puedes viajar en avión, el diario no tiene problema de conseguirlo como lo ha hecho siempre que te hemos encargado un trabajo, pero tú decides —y no inquirió por mis razones.

De modo que quince días después ya caminaba por Calarcá, acompañada del poeta Elías Mejía, cautivada por sus historias sobre el Oulipo y sobre el movimiento de poesía concreta del Brasil. Me sedujeron sus maneras de excelente conversador y disfruté con él las particularidades de los habitantes de aquel pueblo que respiraba poesía.

 

II
Encuentros fallidos

Mis paseos con Elías Mejía por la mítica Calarcá, un pueblo sembrado en las cumbres del paisaje cultural cafetero colombiano conocido como “cuna de poetas”, me permitieron conocer tanto historias sobre movimientos de vanguardia como el de los poetas franceses asociados al Oulipo, y los poetas brasileros que promovieron la Poesía Concreta, así como algunas de sus historias personales. Me enteré de que Elías había regresado de su viaje por Europa acompañado con un grupo de intelectuales quienes volvieron al Quindío para fundar el Taller Literario del Quindío, un movimiento cultural que llegó a concretarse en la revista literaria Termita, “la que descorre los velos”.

Empecé a leer también a Jotamario. Me atrajo su tono pícaro, descomplicado y cotidiano. Su manera intimista y desafiante de contar la vida en los poemas me satisface estéticamente todavía.

Elías Mejía también había regresado precedido de la leyenda de haber participado en tertulias y actividades culturales con el movimiento nadaísta, grupo insigne de la literatura colombiana, liderado por el poeta antioqueño Gonzalo Arango. Elías deambulaba con su barba montaraz en un destartalado Land Rover por las calles de su pueblo y su probable afiliación con el movimiento nadaísta causaba controversia. Umberto Senegal afirmaba que lo único nadaísta de Elías había sido su espesa barba de juventud. Con mala leche, el poeta Oscar Piedrahíta sentenciaba que Elías no podía haber participado en el nadaísmo, pues Elías Mejía era cualquier cosa, menos poeta.

Aquella incertidumbre me llevó a preguntarle en uno de nuestros incontables paseos:

—¿Cuál fue tu relación con el movimiento nadaísta y por qué te han asociado con él?

—A decir verdad, ninguna. X-504 y su libro ganador del premio Cassius Clay, Los poemas de la ofensa, fue lo primero que me gustó de este grupo. Pero me gustó de manera mayúscula; su temática, su estilo. Incluso la forma de presentar el cuerpo de los poemas, con sangría francesa, para indicar que en las páginas no había prosa sino poesía. Gonzalo Arango, si bien lo leía en la última página de la revista Cromos, donde escribía algunas reflexiones muy agradables, no me gustaba. Como poeta, que era lo que me interesaba, me parecía pésimo. Pero luego empecé a leer también a Jotamario. Me atrajo su tono pícaro, descomplicado y cotidiano. Su manera intimista y desafiante de contar la vida en los poemas me satisface estéticamente todavía. Ahora disfruto leyendo poesía ya añeja de Eduardo Escobar. Han sido muy buenos poetas. Pero ese fue un descubrimiento tardío. Mi relación con el nadaísmo, si es que así puede llamarse, es anecdótica. A La Pájara Pinta, un bar intelectual de Armenia de los años ochenta, llegaron como invitados a un recital Eduardo Escobar y Elmo Valencia. Eduardo esa noche tenía lumbago y lo que hubiera podido ser una agradabilísima tertulia se convirtió en una sesión de acupuntura donde un médico amigo, tratando de quitarle el espantoso dolor al poeta. Al día siguiente, mientras Eduardo se recuperaba, almorzamos en una finca con Elmo y su prometida Lineth Arce Afrodita, quienes se casarían en Bogotá en agosto de 1985. Durante el almuerzo —bastante frugal por cierto— le pedí a Elmo que me invitara a la boda. Me respondió que tenía todo su “apoyo ecuménico”. En efecto, como por artes de birlibirloque, en la tarjeta de invitación fui mencionado por los contrayentes como “el profeta Elías”, e invitado a participar en el recital de celebración y acompañamiento en La Teja Corrida, después de la nadaísta ceremonia en La Porciúncula. Estuve así en la nómina de acompañantes detallada en la tarjeta de invitación que circuló por todo Bogotá, al lado de Jotamario Arbeláez, Pablus Gallinazo —quien no asistió—, Eduardo Escobar y el Cachifo Navarro. Así puede narrase mi segundo encuentro con el grupo, sin apenas conocerlo. No me fue muy bien en el recital. Era un recién llegado en medio del prestigio legendario de los demás. De todos modos, gracias, Elmo. Ahora sé que ecuménico significa “que se extiende a todo el orbe”.

A medida que me sumergía en el universo literario del poeta Elías y me dejaba seducir por sus maneras de buen conversador, empezaba a considerarlo como un poeta avant garde en la tierra de la minificción.

Pero la más grata sorpresa sobre su condición vanguardista la comprobé una tarde en la cual me comentó mi artículo “La literatura en sus laberintos”.

—Ah, Odetta —me dijo con su voz seductora—, leí lo tuyo en la revista Letralia. A medida que me adentraba en los párrafos referentes a los escritores franceses, se me vino a la mente Jacques Roubaud, introductor del juego de go a Francia (la verdad, no lo creo, pero eso me hace decir la memoria de algo parecido que escuché cuando viví allí), fanático de la literatura experimental y autor de un renga famoso escrito hace décadas con Tomlinson, Paz y Sanguinetti en un hotel de París.

Pero, oh sorpresa, en tu reseña sí figura Roubaud. Yo lo conocí. Y a sus padres. Caminé con él a lo largo de un riachuelo en los parajes del Aude, sin saber quién era. Su madre, ciega, para conocer mi cara, pasaba por ella sus manos. Su padre jardineaba en los alrededores de la casa de la hacienda que habían dejado a los mayordomos para que la trabajaran con la condición de que pagaran los impuestos, cultivada en viñedos —Saint Felix, se llama esa hacienda—; me parece verlo con un overol azul desteñido y una pala y una carreta. De sus gustos me queda en el recuerdo el whisky malteado y el foie gras campesino. La mamá decía no entender la rara literatura de su hijo. Había sido profesora de inglés y el padre de filosofía —o quizás al contrario. Una tarde de agosto fabriqué una cometa para la hija de Jacques, que no pudimos hacer volar. Caramba, ¡esa dificultad mía con las cometas!

Esta revelación de su contacto fugaz y desaprovechado con uno de los integrantes del Oulipo, el más importante grupo de vanguardia en la literatura francesa, me confirmó algo que ya intuía: Elías Mejía era un poeta avant garde en la tierra de la minificción.

 

III
Una ausencia concreta

Odetta, te busco ahora, donde puedas estar, con el mismo sentimiento de orfandad que he arrastrado como un fardo a lo largo de mi existencia, el cual se hizo más concreto cuando una de mis mujeres quemó la biblioteca legada por mi padre. Ahora espero que Hugo Hernán Aparicio Reyes, nuestro amigo común, te haga llegar estas dolorosas palabras de despedida. Quiero con ellas exorcizar los celos que me produce tu fantasma. Mi relación contigo estuvo marcada por la contrariedad desde la misma mañana de ese frío abril cuando esperé tu llegada en compañía de Aparicio Reyes en la calle 45 con carrera 25. Fueron cerca de tres gélidas horas viendo pasar buses intermunicipales. Tiempo suficiente para que Hugo Hernán me contara que en tu apartamento de la Alhambra habías leído cuatro volúmenes de la Biblioteca de Autores Quindianos, entre ellos ¿Quién patea a un perro muerto?, del cual habías seleccionado varios de mis minicuentos y los habías transcrito a tus ya famosos moleskines. Esas tres horas fueron suficientes para que construyera de ti una imagen cautivante con todas tus virtudes y tus filias. Cuando por fin descendiste del pullman, tu rostro joven, tu estupendo cuerpo, tu espléndida sonrisa y tu actitud acogedora lograron cautivarme de entrada. Te miraba de soslayo mientras te acompañamos al Hotel La Villa y al despedirnos una parte de mi se quedó contigo. Al día siguiente ya caminábamos por Calarcá tratando de contactar los poetas que llevabas referenciados a través de la lectura del artículo “Calarcá, un pueblo con aroma de Café… con Verso”. Me hubiera gustado relacionarte con aquel escritor, pero cuando viajaste a Calarcá él se encontraba en España atareado con su cacareada tesis doctoral “Psicogénesis de la risa”. En la cafetería Jambalaya encontramos al poeta Elías Mejía y de inmediato, niña sucia, sucumbiste a sus maneras de buen conversador. Desde ese día te fuiste afantasmando hasta configurar esta nueva orfandad que hoy arrastro por mi pueblo. Me dolió que intimaras con Elías cuando yo podría haberlo hecho contigo con gusto y con más conocimiento de las artes del Ananga ranga. Te habría leído mi poema “Afrodisia”. Y te habría prometido segundas y terceras partes. Un poemario completo.

Ahora que lo releo como una forma de combatir mi orfandad por tu ausencia, reconfirmo la mezquindad de Elías.

Tu bella presencia no pasó desapercibida en Calarcá. Menos aun cuando publicaste en Lecturas Dominicales tu reportaje “Cuando la poesía concreta tocó el corazón del Paisaje Cultural Cafetero”, con el cual te ganaste un premio nacional de periodismo.

Ahora que lo releo como una forma de combatir mi orfandad por tu ausencia, reconfirmo la mezquindad de Elías, ya demostrada en la época de la revista Termita en donde publicó poemas de inocultable influencia concreta, pero jamás le contó a los integrantes de la revista sobre las propuestas de aquellos poetas quienes en diciembre de 1956 realizaron las históricas exposiciones de Arte Concreto en el Brasil dando comienzo a uno de los movimientos artísticos de mayor predicamento en el mundo en la segunda mitad del siglo XX, cuyos poetas participantes fueron Decio Pignatari, Augusto y Haroldo de Campos, Ronaldo Azeredo, Ferreira Gullar y Wlademir Dias-Pino. Te habría contado que, de acuerdo con Padin, la primera exposición se realizó en San Pablo, entre el 4 y el 18 de diciembre de 1956, en el Museo de Arte Moderno (MAM), y la segunda se inauguró en Río de Janeiro el 7 de febrero de 1957 en el zaguán del Ministerio de Educación y Cultura del Brasil.

Yo sí te hubiera contado, siguiendo al pie de letra a Padín, que el concretismo literario fue un movimiento simultáneo en Europa y en Latinoamérica. Fue así como en 1952 se fundó el grupo Noigandres y en 1953 aparece el manifiesto “For Concrete Poetry” de Oyvind Falström en Suecia, y en 1953 aparece en Suiza el libro Constelaciones, de Eugen Gomringer, poeta suizo-boliviano. Fueron precisamente Gomringer y Decio Pignatari quienes llaman poesía concreta en 1955 al naciente movimiento poético. Desde sus comienzos la poesía concreta brasileña fue una propuesta dividida en tres tendencias, separadas por sutiles diferencias: el silencio, representado por los espacios de página en blanco, lo estructural estructura y la semiótica.

Tampoco te hubiera ocultado que, como lo registró Clemente Padín en su artículo “A 50 años de la poesía concreta”, “la corriente poética concretista de mayor irradiación mundial, el Noigandres de Sao Paulo, surge en 1952 en torno a la revista del mismo nombre y fue integrada por Decio Pignatari, Haroldo y Augusto de Campos, a los cuales se sumaron Ronaldo Azeredo, José Lino Grünewald, Luis Angelo Pinto y otros. Los mayores aportes vanguardistas de esta tendencia de la Poesía Concreta, también llamada ‘estructural’, fueron: la descalificación del verso en tanto soporte de la poesía (para centrarse en la palabra) y la valorización del ‘espacio gráfico como agente estructural’ (sintaxis visual), procurando la expresión ‘directa-analógica’ y no ‘lógico-discursiva’, según el ‘Plan Piloto para la Poesía Concreta’, manifiesto del grupo, editado en 1958. Se trata de ‘una comunicación de formas, de una estructura de contenido, no de la usual comunicación de mensajes’. Los sentidos están en el seno de la vida social, el asunto es cómo se trasmite. Esto no significa que el concretismo literario rechace la comunicación; al contrario, sin duda, esta es la corriente poética que más ha valorado y defendido la palabra. En pocas palabras inauguran el poema sin versos, geométrico y con un gran énfasis en la simetría, no a la manera de los poemas de figuras de la antigüedad o de los caligramas de Apollinaire, en donde las formas visuales redundan la expresión verbal, sino enfatizando las unidades mínimas de expresión (propio del constructivismo: en este caso, la palabra), estableciendo la sintaxis visual. Las palabras no se articulan de acuerdo a la continuidad en el verso sino por el lugar que ocupan en el espacio. También se articulan, en la lectura, por su sonido eufónico, haciendo realidad el aserto de James Joyce: ‘verbivocovisual’. El otro rasgo peculiar es el tipo de letra ‘Futura’, concluyente, geométrico, aséptico, absolutamente despojado de los aditamentos emocionales o subjetivos propios de los tipos ornamentados”.

Si no hubieras preferido a Elías yo te hubiera invitado a caminar por la montaña, beber vino sólo mirándonos, escuchar música de Gary Moore, visitar municipios quindianos para leer en sus parques, al anochecer, determinados poetas en voz alta; almorzar en las galerías de dichos pueblos, bañarnos desnudos en una cascadita o una quebrada, escucharte contar tristezas o alegrías y masajearte los pies.

Ahora, cuando visito El Café de Carlos, contemplo compasivo a Elías, quien no puede controlar la manía de ordenar una y otra vez la cucharilla y el sobrecito de azúcar mientras se enfría un poco el café. Una manía que te aprendió en las intensas jornadas compartidas contigo cuando llegaste a Calarcá para realizar una serie de reportajes para tu periódico. La precaria situación del poeta Elías me comprueba que eres una mujer tóxica y contagiosa y de algún modo esa certeza alivia mi concreto sentimiento de orfandad.

Carlos Alberto Villegas Uribe
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